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El legado de los imperios: Cómo los imperios han dado forma al mundo
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El legado de los imperios: Cómo los imperios han dado forma al mundo
Libro electrónico401 páginas5 horas

El legado de los imperios: Cómo los imperios han dado forma al mundo

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Un libro pionero y rompedor que explica cómo la historia de los imperios influye aún en la política actual y en nuestras propias vidas.
Por primera vez en milenios vivimos en un mundo sin imperios formales. Pero esto no significa que no sintamos su presencia reverberando a través de la historia. "El legado de los imperios" examina cómo esa herencia sigue latiendo tras los problemas más espinosos que hoy enfrentamos.
Desde las injerencias rusas en Ucrania hasta el Brexit, desde el “América primero” de Trump a las incursiones de China en África, desde la India de Modi hasta el avispero de Oriente Próximo, Samir Puri proporciona un marco nuevo y audaz para descifrar las complejas rivalidades que se dan entre las diversas potencias.
Estructurado por regiones geográficas y abordando temas tan vitales como la seguridad, las políticas interior y exterior o las transacciones comerciales, "El legado de los imperios" desgrana, en una apasionante combinación de historia y fino análisis, por qué la historia de los imperios nos afecta a todos de manera profunda e indeleble.

"Una excelente lectura. Samir Puri ha escrito un libro sosegado, sintético y apasionante". Robert D. Kaplan
"Bien escrito, completo y juicioso… Un libro estimulante". New York Times
"Magistral. Samir Puri logra la notable hazaña de ahondar en nuestro autoconocimiento y, al mismo tiempo, ampliar nuestra comprensión del mundo que nos rodea". Paul Strathern
"He aquí un estudio magistral, atractivo y de amplio alcance, que invita a reflexionar sobre cómo los vestigios de los imperios pasados influyen en las reglas de funcionamiento del mundo de hoy". James Daybell
IdiomaEspañol
EditorialLid Editorial
Fecha de lanzamiento23 feb 2022
ISBN9788411311328
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    El legado de los imperios - Samir Puri

    Introducción

    Aun siendo el milenio en curso el primero sin imperios formales en la historia de la humanidad, el mundo permanece bajo los efectos de una gran resaca imperial. Los imperios siguen condicionando el siglo XXI de manera profunda a través de sus pertinaces influencias sobre las generaciones actuales. En este libro, pues, me propongo identificar tales legados y explicar por qué comprender la historia de los imperios puede ayudar a resolver muchos de los más problemáticos enigmas de los asuntos globales contemporáneos.

    Incluso una mirada superficial a las noticias sugiere que el mundo ha perdido el juicio o, al menos, esa apariencia de regularidad que nos hacía sentir seguros. El terrorismo, Trump y el Brexit han llevado a muchas personas a cuestionar la coherencia del mundo occidental; los gobiernos de Turquía y Rusia se comprometen cada vez más con el autoritarismo; la guerra desgarra el tejido de Oriente Próximo y partes de África; asistimos a un gran éxodo de refugiados que huyen en busca de mejores oportunidades; y mientras tanto, los tentáculos económicos de China se extienden por todo el mundo. Habiendo completado apenas una quinta parte de nuestro recorrido por el siglo XXI, no es irrazonable buscar explicaciones sobre lo que hoy día significa «orden mundial» y cómo alcanzar tal cosa.

    ¿Por qué recurrir al aparentemente anticuado legado de los imperios para explicar las incertidumbres actuales? El fin de los imperios que ha visto el mundo ya no ocupa un lugar central en nuestras mentes, superado por preocupaciones más apremiantes sobre lo que nos espera a la vuelta de la esquina. Y sin embargo, los imperios continúan cautivándonos de muchas formas, impregnando nuestra comprensión subconsciente de quiénes somos y de nuestro lugar en el mundo. Los imperios han ayudado a construir identidades nacionales y a forjar realidades y mentalidades geopolíticas de las que no es fácil zafarse. Esto es igualmente cierto para aquellos cuyos bisabuelos fueron imperialistas y para aquellos cuyos países vivieron la subyugación y la liberación nacional. En nombre de cada imperio se construyeron ciudades, instituciones e infraestructuras. Se trazaron límites apresuradamente para reorganizar las poblaciones. Los colonizados fueron despojados de sus recursos para enriquecer a los colonizadores.

    Limitarse a señalar que el pasado influye en el presente sería demasiado sencillo. El auténtico premio está en aprender cómo se siente esta influencia y en determinar qué podemos hacer para comprender y gestionar mejor las guerras, el terrorismo, los choques políticos y las tensiones globales que dominan nuestros noticiarios. Si bien este libro se nutre de experiencias históricas, su propósito es fundamentalmente prospectivo. No ofreceré extensas narraciones de historias imperiales, aunque proporcionaré algunos resúmenes cuando sea necesario. Tampoco me detendré a comentar los pormenores de la turbulenta política actual. Antes bien, este libro se sitúa a caballo entre la historia y la actualidad. En sus páginas se pregunta: ¿cómo siguen condicionando las vidas residuales de los antiguos imperios asuntos actuales como la seguridad, la política exterior, la ayuda internacional y el comercio global?

    Evitaré adoptar una perspectiva nacional o tomar partido por argumentos que denuncien o encubran categóricamente los legados imperiales. En vez de ello, me embarcaré en un periplo mundial, absorbiendo las variadas experiencias posimperiales de Europa, Asia, América, Oriente Medio y África. No argumentaré que estamos entrando en una nueva era imperial. Antes bien, mi argumento puede expresarse de manera concisa: El orden mundial del siglo XXI es una historia de muchos legados posimperiales intersecantes. De la colisión de estos legados pueden resultar malentendidos, fricciones, cismas o incluso guerras.

    Este libro es un llamado a tener una mayor conciencia, como individuos y naciones, de cómo nuestros diversos pasados imperiales han contribuido al hecho de que veamos el mundo de formas tan diferentes. Nuestras percepciones y creencias sobre los imperios están teñidas por nuestros propios antecedentes heredados, por lo que rara vez hay respuestas correctas o incorrectas a las preguntas que los imperios han planteado.

    De ahí mis propias motivaciones para escribir este libro. Las raíces de mi familia se encuentran en las antiguas colonias británicas de África Oriental e India, lo que significa que mis parientes estaban en el extremo receptor del colonialismo británico. Generaciones más tarde, independientemente de cuán integrado pueda considerarme en la Gran Bretaña actual, siento cierta ligazón con las regiones no blancas del mundo que otrora fueron subyugadas por el Imperio británico. Una ligazón innata, tácita y familiar; más una conciencia de mis raíces que un motivo de rebelión. De hecho, en un giro patriótico de mi carrera me inscribí para servir en el Ministerio de Relaciones Exteriores británico en un puesto que, sin duda, le habría estado vedado a mis ancestros.

    El mismo hecho de que pudiese ingresar en el Ministerio de Relaciones Exteriores y trabajar en cuestiones de seguridad internacional demuestra que Gran Bretaña ha progresado sustancialmente en las décadas transcurridas desde que mi familia llegó aquí tras la descolonización. Las minorías étnicas en la moderna Gran Bretaña pueden esperar una bienvenida mucho más cálida que la que tuvieron sus padres; en mi caso, eso ha significado que, aun habiendo nacido en el este de Londres —étnicamente diverso y empobrecido—, podía convertirme en un «inglés» siempre y cuando siguiera los códigos culturales. Más tarde, como funcionario público, me sentí orgulloso de servir a mi país, pero la experiencia no dejó de plantearme preguntas acerca de la identidad: de mi propia identidad y la identidad nacional de Gran Bretaña en un mundo tan rápidamente cambiante, dados los persistentes anacronismos que percibía en la mentalidad de sus instituciones estatales y académicas.

    Y allí se habrían detenido mis pensamientos, de no haber sido por la guerra que estalló en Ucrania en 2014. Pasé un año allí, como parte de una misión diplomática internacional, monitoreando cuanto sucedía en la línea del frente. No éramos fuerzas de paz, de modo que carecíamos de medios para detener los enfrentamientos, siendo nuestra misión evitar que estos se intensificaran. El papel de Rusia era, claramente, el de agresor, desestabilizando un país que formaba parte de su imperio histórico, con el objetivo de evitar que el gobierno ucraniano se acercara a la Unión Europea —un club de Estados democráticos que, aun careciendo de las motivaciones de los imperios de antaño, había adquirido sus propios rasgos imperiales, sobre todo en lo relativo a su incesante expansión—.

    Me indignaba que Rusia recurriera a la guerra para reclamar su derecho a influir en Ucrania. Pero la experiencia también me convenció de lo vital que es narrar diferentes historias posimperiales, porque todas importan en nuestro mundo diverso —especialmente cuando chocan—.

    De regreso de Ucrania me convertí en académico, dando conferencias acerca de las guerras pasadas y presentes. Escribir este libro me ha permitido comprender cómo las personas de todo el mundo interpretan sus experiencias imperiales heredadas, constituyendo esto la base de cuanto sigue.

    ¿Cómo hemos llegado hasta aquí?

    La de vivir en un mundo sin imperios es una cuestión de enorme importancia. Con esto, me refiero al fin de los imperios formales del pasado, en los que un núcleo metropolitano en expansión devoraba territorios mediante la conquista. Hoy día, este tipo de imperio parece extinguido. Aunque ciertos países siempre serán más poderosos que otros, la subyugación total de unos por otros es ahora rara. Irak se anexionó Kuwait en 1990, pero fue expulsado por una coalición militar liderada por Estados Unidos un año después. Rusia se anexionó Crimea en 2014, y aunque aquella era demasiado fuerte para ser desalojada, su acción no ha sentado aún un precedente para otros países. Antes bien, los métodos por los que los Estados poderosos dominan a otros han evolucionado hasta convertirse en un imperialismo informal de influencia política y económica.

    Si no hubieran existido imperios, habría sido necesario inventar algo parecido para fomentar y mejorar el progreso humano. Los imperios han sido recipientes para el orden, la modernidad, la cultura y la conquista desde los tiempos antiguos. A lo largo de la historia, las civilizaciones se han encontrado unas con otras estando en diferentes etapas de desarrollo tecnológico y político. De aquí es de donde surge el patrón de grupos humanos imponiendo su voluntad a otros. Naturalmente, algunos imperios eran notoriamente más crueles que otros, pero el patrón en sí se mantiene.

    La interpretación del imperio cambiaba, dependiendo de quién y cuándo se hacía el ejercicio. El gran escritor inglés Samuel Johnson (1709-84) ofreció esta definición en su Dictionary of the English Language:

    IMPERIO [empire, francés; imperium, latín]

    1. Poder imperial; dominio supremo; gobierno extranjero. Afirmad, hermosas mías, que sobre el juicio descansáis, vuestro antiguo imperio sobre el amor y el ingenio.

    2. La región sobre la que se extiende el dominio. Una nación que se extiende sobre vastas extensiones de tierra, comprendiendo grandes números de gente, llega en tiempos al antiguo nombre de reino o moderno de imperio.

    Como sugiere la definición del Dr. Johnson, la antigua noción de reinos que construyen sus dominios añadiendo territorios adyacentes entre sí había evolucionado hasta convertirse en la de imperios cada vez más expansivos.

    Los imperios antiguos, surgidos de las primeras civilizaciones en Egipto, Mesopotamia, China e India y de ciudades-Estado como Atenas y Roma, propagaron sus visiones de la civilización y el orden atrayendo a su órbita a los pueblos cercanos. Estos imperios se extendieron por todas partes, a través de distancias que parecían grandiosas para sus protagonistas.

    Los imperios monoteístas que se desarrollaron junto con el cristianismo y el islam proporcionaron un nuevo impulso en «nuestra era». Los antiguos pueblos politeístas habían utilizado el imperio para promover sus propias culturas. Pero el afán proselitista que animaba las conquistas islámicas en el siglo VII y las posteriores cruzadas ayudó a canalizar energías diferentes. Estas se desbordaron en las guerras entre dinastías y confesiones rivales, que caracterizaron la división del islam en sus ramas sunita y chiita y los cismas de la Iglesia cristiana.

    Los imperios nómadas, incluidos los de las sucesivas generaciones de mongoles como Gengis Kan, Kublai Kan y Tamerlán, podían cubrir enormes distancias, abriéndose paso a la fuerza entre los naturales y conectando diferentes partes del mundo a medida que avanzaban. Algunos guerreros nómadas intentaron establecerse en un lugar concreto, pero sus imperios carecían de poder de permanencia.

    Los imperios terrestres en expansión, por lo general, se construían alrededor de un centro imperial y una civilización establecida. Este fue el modelo típico en las épocas medieval y moderna; véanse los imperios bizantino, otomano, ruso, Habsburgo y mogol. Los más perdurables de tales imperios duraron hasta los siglos XIX y XX, aunque para entonces los supervivientes habían caído en la senilidad. Decrépitos y anticuados, habían sido superados por las últimas innovaciones imperiales.

    Los imperios coloniales marítimos fueron, durante un tiempo, el camino del futuro imperial. Desde finales del 1400, las naciones europeas compitieron entre sí para explorar el mundo en toda su extensión, en busca de conocimiento y ganancias. Con el tiempo, estos europeos viajeros descubrieron que podían avasallar los reinos locales de África, Asia y América. Los conquistadores españoles no esperaron mucho para aplastar a los incas en América del Sur y a los aztecas en América Central. Los viejos imperios del interior de Asia y Oriente Próximo aún podían defenderse de los europeos. Fue solo entre los siglos XVIII y XIX, cuando el equilibrio entre los imperios del mundo comenzó a inclinarse decisivamente a favor de los europeos, que conquistaron gran parte del resto del mundo.

    Este cambio lo impulsaron las naciones europeas avanzadas que experimentaban revoluciones industriales en casa —explosiones de productividad alimentadas en parte por los recursos extraídos de las colonias—. El colonialismo, y en particular el colonialismo de asentamiento, es una forma específica de imperialismo. Reducir un territorio a colonia era arrogarse derechos exclusivos sobre su soberanía. Las colonias de asentamiento suponían comunidades despachadas desde el núcleo imperial para poblar aquellas tierras, normalmente desempoderando o desplazando a los anteriores pobladores.

    De vez en cuando esos mismos colonos se enemistaban con su propia metrópoli imperial (el Estado padre de la colonia), generalmente porque deseaban una independencia más laxa. Esto nos lleva al nacimiento de los Estados Unidos de América, que finalmente constituyeron un punto de viraje en la historia de los imperios. Su Guerra de Independencia fue librada por colonos para expulsar al Imperio británico, y la Declaración de Independencia de 1776 se convirtió en un llamado a la lucha para lograrlo. Más tarde, los presidentes estadounidenses tomarían nuevas medidas a fin de contrarrestar la capacidad de los europeos para entrometerse en sus asuntos. Después de que la incipiente república americana derrotase por segunda vez a Gran Bretaña, el quinto presidente de aquella, James Monroe, elaboró una doctrina en 1823 que establecía que cualquier intervención del Viejo Mundo en el Nuevo Mundo sería vista como un acto de agresión. Casi un siglo después, el presidente Woodrow Wilson utilizó la tragedia de la Gran Guerra —que los imperios rivales de Europa habían desatado sobre sí mismos— para argumentar por qué las colonias deberían ser reemplazadas por Estados soberanos.

    El siglo XX se convirtió en una historia de imperios en colapso. La Primera Guerra Mundial —o Gran Guerra (1914-18)— se llevó por delante el imperio zarista ruso, el otomano, el austrohúngaro y el alemán del káiser (antiguos imperios dinásticos según el modelo que había predominado durante siglos). La Segunda Guerra Mundial (1939-45) se libró para aplastar los nacientes proyectos imperiales de japoneses, italianos y del Tercer Reich. También aceleró el declive de los imperios de ultramar más antiguos de Europa, y los británicos, franceses, holandeses, belgas, españoles y portugueses perdieron sus restantes colonias de ultramar después de 1945.

    La descolonización cambió el mundo por completo. El nacionalismo se propagó como un incendio, pues quienes fueran subyugados por los imperios hallaron inspiración en las luchas por la independencia de los demás. La antorcha del anticolonialismo fue portada por luchadores por la libertad de todo el mundo, desesperados por sacudirse el yugo imperial. No todas las luchas por la independencia tuvieron éxito, pero las que triunfaron dieron lugar a una multitud de nuevos países. La era de los imperios había legado al mundo, inadvertidamente, el nacionalismo.

    La Guerra Fría (1946-91) es el otro evento definitorio de esta época. Fue una contienda ideológica en la que cada superpotencia reunió coaliciones globales para apoyar sus causas. Mientras que la URSS conservaba un imperio terrestre (que había rescatado de las cenizas del antiguo Imperio ruso), Estados Unidos no buscó un equivalente. En vez de ello, inició un juego en el que ambas superpotencias participaron activamente: la caza del «Estado cliente». Tan pronto como Asia, África, América Latina y Oriente Próximo respiraron el aire nuevo de la era poscolonial, las superpotencias acudieron con su propia lista de obligaciones: apoyar a los campos socialista o capitalista, a cambio de recibir armas y dinero.

    Las formas aparentemente poco limpias en que se proyectaban el poder y la influencia se convirtieron en un tema incendiario. Kwame Nkrumah (1909-72) fue un revolucionario que agitó contra el dominio británico en la Costa de Oro británica. Después de la independencia, bautizó el nuevo país como Ghana, en homenaje al nombre precolonial del antiguo reino. Nkrumah se convirtió en el primer presidente de Ghana en 1960 y escribió un tratado contra la nueva mutación del imperialismo, donde dijo:

    La esencia del neocolonialismo es que el Estado que se halla sujeto a él es, en teoría, independiente y posee todos los adornos externos de la soberanía internacional. En realidad, su sistema económico y, por tanto, su política están dirigidos desde fuera (…) El neocolonialismo es también la peor forma de imperialismo. Para quienes lo practican significa poder sin responsabilidad y para quienes lo padecen, explotación sin reparación.

    Neoimperialismo y neocolonialismo siguen funcionando como sinónimos para explicar el abuso internacional. Como términos esquemáticos, pueden apelar a los instintos del público imparcial de todo el mundo, que piensa que los «tipos grandes» no deberían avasallar a los «tipos pequeños» que quieren elegir su propio camino.

    La extinción de los imperios formales se produjo en 1991, con la fragmentación de la Unión Soviética y la aparición de otro conjunto de nuevos Estados independientes en Europa del Este y Asia Central. Hoy en día hay 193 Estados soberanos plenamente reconocidos, habiéndose cuadruplicado el número de estos en menos de un siglo. Una comunidad de Estados soberanos se nos antoja como una forma más noble de ordenar el mundo, en vez de dividirlo para el beneficio descarado de un pequeño puñado de conquistadores y colonizadores. Pero en tanto que un mundo conformado por Estados soberanos de aparente equivalencia legal está muy bien en teoría, en la práctica no podría reemplazar las maniobras jerárquicas para conseguir influencia que han constituido siempre el juego de los Estados.

    Algunos Estados son tan frágiles o tan pequeños que están efectivamente dominados por otros más poderosos. Después del final de la Guerra Fría, EE. UU. se convirtió en el indiscutible campeón mundial de los pesos pesados. Actualmente el cinturón de campeón parece estar en disputa. El ascenso de China al estatus de superpotencia es hoy ampliamente reconocido. Una Rusia resurgente está empeñada, a pesar de su relativa debilidad económica, en evitar la servidumbre que conlleva su estatus secundario. Turquía, India e Irán, a su manera, están forjando esferas de influencia independientes. El mundo de 2041 tendrá un aspecto diferente al de 1991, cuando Estados Unidos tenía mayor libertad para actuar en todo el mundo sin enfrentar desafíos.

    Los asuntos mundiales no son solo un juego de Estados, también lo son de actores no estatales. Algunos de los problemas globales más espinosos surgen de naciones que, en la época de la descolonización, se perdieron el gran regalo del Estado soberano. En partes menos volátiles del mundo, los potenciales separatistas podrían optar por referendos, como hicieron los escoceses en Reino Unido en 2016 e intentaron hacer los catalanes en España en 2018. Incluso hay una Copa Mundial de Fútbol alternativa para pueblos sin Estado y naciones que no están plenamente reconocidas, incluyendo la República Turca del Norte de Chipre, Tíbet, Abjasia y Kurdistán.

    En su frustración, algunos separatistas recurren a la violencia, como en Israel y los Territorios Palestinos, verbigracia. El terrorismo y la guerra civil pueden seguirse de ello. Como reflejo de una nueva generación internacional de terroristas, los movimientos yihadistas de al-Qaeda y el Estado Islámico se han convertido en los actuales bárbaros a las puertas. Según el credo yihadista, ellos libran la guerra por igual contra las sectas islámicas heréticas y los países musulmanes poscoloniales apóstatas.

    Para poner orden en el caos, existen todo tipo de organizaciones humanitarias no gubernamentales y de la sociedad civil que intentan llenar los vacíos dejados por los gobiernos. Los Estados soberanos también se inscriben como miembros de clubes transnacionales, los cuales combinan responsabilidades y recursos para abordar problemas compartidos. La Organización de las Naciones Unidas (ONU), que tan sumamente inoperante pareció cuando su Consejo de Seguridad (formado por cinco miembros) quedó bloqueado en 2011 a causa de la guerra civil siria, parece más dinámica si uno se fija en las respuestas de emergencia de su Programa de Desarrollo (PNUD), el Alto Comisionado para los Refugiados (ACNUR) y otros organismos que actúan sobre el terreno.

    Hay también una sopa de letras de organizaciones regionales, como la Unión Europea (UE), la Unión Africana (UA), la Organización de Cooperación de Shanghái (OCS) y la Asociación de Naciones del Sureste Asiático (ASEAN). Aunque se trata principalmente de clubes de intereses económicos comunes, también fomentan la cooperación en otros ámbitos de interés común. Ocurre, sin embargo, que las voces dominantes en estos clubes son las de aquellos miembros que establecieron las reglas, aportan la mayor cantidad de dinero y llevan más tiempo. Los Estados soberanos más poderosos aún encuentran formas de llevar la voz cantante. Un verdadero gobierno regional, por no hablar de un gobierno mundial, sigue siendo una quimera.

    Este breve y apresurado paseo por algunos de los pilares y problemas del orden mundial nos muestra lo que hemos construido y lo que ha surgido en ausencia de imperios formales. Para los optimistas de criterio avanzado esto es progreso. Para aquellos con visión histórica, es una mera reorganización de los mismos viejos problemas que periódicamente acosan a la humanidad. Ha de recordarse que, hasta hace relativamente poco tiempo, los imperios del mundo desempeñaban un papel fundamental en la organización de los asuntos internacionales; en la asignación de derechos y responsabilidades en materia de comercio y gobierno; y como vehículos para que los pueblos expresasen lealtad, orgullo nacional e incluso religioso. Los imperios —y las reacciones contra los imperios— desempeñaron estos roles durante muchos siglos, y nuestro mundo libre de imperios apenas ha comenzado a dar sus primeros pasos.

    Acreditar o reprobar los legados imperiales

    La forma en que el pasado imperial afecta al presente es una cuestión polarizadora que provoca fuertes emociones, con algunos de nosotros inclinados instintivamente a dar crédito a los imperios y sus legados, en tanto que otros los reprueban. ¿Son los imperios (y neoimperios) esencialmente responsables de los males del mundo? O, por más lamentables que sean las inhumanidades pasadas, ¿la historia de los imperios creó en esencia el orden mundial moderno?

    No es sencillo lograr un equilibrio entre estas posiciones. El imperio es algo tan pasado de moda que resulta difícil admitir que haya podido legarnos algo positivo. Mantener ambas ideas en la cabeza —que los avances de ayer también implicaron horrendas fechorías— requiere nada menos que un acto de doble pensamiento. Es más fácil (y más reconfortante emocionalmente) derivar hacia una visión polarizada.

    Ahora es casi de otro mundo pensar que el imperio fue, durante mucho tiempo, el modo por defecto de organización política. Cada imperio era algo único, pero la noción de imperio estaba generalizada y, en gran medida, se daba por sentada. Imperio, en consecuencia, fue durante siglos sinónimo de orden mundial. Como escribe el académico Dominic Lieven, «en su época, el imperio fue a menudo una fuerza para la paz, la prosperidad y el intercambio de ideas en gran parte del mundo». Los imperios gobernaban conjuntos dispares de pueblos y, a menudo, lo hacían de manera más pragmática que cruel, siempre que tales pueblos proclamaran lealtad a sus gobernantes supremos. La injusticia era altamente probable, pero no inevitable en todos los rincones de cada imperio.

    Los imperios propagaron ideas, tecnología, sistemas legales y formas de gobierno, incluso si fueron difundidas por constructores de imperios que rehicieron otros lugares a su propia imagen como actos de grandiosa vanidad. Finalmente, la exportación imperial definitiva fue el Estado soberano. En el pasado, había una mayor diversidad de sistemas políticos, desde ciudades-Estado hasta monarquías feudales y reinos fronterizos sin gobierno¹. Ahora imagínese a los diplomáticos reunidos en el Salón de la Asamblea General de la ONU, cada uno con el nombre de su país en un cartelito frente a sí y representando a un pueblo encerrado dentro de un conjunto de límites.

    En la medida en que se entiende que el sistema estatal representa un progreso, con la descolonización llegó la independencia y las fronteras difusas fueron reemplazadas por límites formales. Se constituyeron parlamentos y se eligieron presidentes y primeros ministros. Si algunos de estos Estados poscoloniales cayeron en el desorden o devinieron en dictaduras, fue su manera de desperdiciar el don de la soberanía; tal podría ser el argumento polarizante del «orden mundial».

    La globalización y la interconexión que hoy damos por sentada, también fue avanzada por los imperios. La primera Ruta de la Seda china conectó Asia y Europa. Los imperios posteriores, como el mongol, el otomano y el mogol, dominaron el comercio en grandes áreas. Es, empero, el impacto de la expansión marítima del poder europeo el que aún se percibe en nuestros días (incluso si los exploradores europeos se apropiaron de rutas comerciales más antiguas empleadas por los comerciantes chinos, indios, árabes u otros). Para un capitalista promercado de hoy, la deuda con la era imperial es clara, desde el comercio de bienes manufacturados y materias primas, hasta el sistema monetario global.

    En resumen, incluso si los viejos imperialismos resultan absolutamente antipáticos a los ojos modernos, hay una imagen mucho más amplia del progreso que vincula nuestro pasado imperial con cosas que damos por sentadas en el presente.

    En el otro extremo del argumento, el problema es, precisamente, la forma en que los imperios influyeron en cómo funciona hoy el mundo. La idea imperial es incompatible con la moralidad moderna y con los derechos y libertades que todas las personas deberían disfrutar. Por tanto, el corazón del mundo moderno palpita en las muchas luchas por superar los imperios y la opresión. Son los Davides del sentimiento antiimperial quienes han ordenado el mundo moderno, no los Goliats imperialistas.

    El progreso humano, por tanto, ha implicado relegar imperios y colonias al basurero de la historia, aunque la lucha continúa. La descolonización debería haber traído la emancipación, pero esta se ha visto, de hecho, aún más trabada por estructuras de poder desiguales que cristalizaron durante la vieja era imperial. En vez de agradecerle a Occidente la expansión de su tecnología y sus ideas por todo el mundo, el espíritu de protesta contra estas estandarizaciones anima a quienes reprueban los legados de los imperios europeos, en particular los que persisten en la actualidad.

    Por tanto, «imperio» —con sus nociones asociadas de «imperialismo» y «colonialismo»— es para muchas personas sinónimo de desigualdad, racismo, explotación y política de poder creadora de ganadores y perdedores. Juzgados a la luz de valores morales contemporáneos, los imperios parecen inhumanos y primitivos. Esto es especialmente cierto si se consideran sus excesos más terribles, tales como la esclavitud transatlántica practicada por las potencias coloniales europeas en África y América y las hambrunas instigadas por la Compañía Británica de las Indias Orientales en Bengala o por los gobernantes rusos en Ucrania, en las que las élites imperiales veían cómo sus súbditos se consumían ante sus ojos.

    Estos legados de explotación y racismo continúan siendo importantes hoy día. Los imperios se construyeron sobre jerarquías, de modo que quienes se hallaban en la cúspide habrán mirado con desprecio a sus subordinados. El racismo podría utilizarse para justificar la esclavitud, la tortura y el asesinato.

    Proteger a las personas en todo el mundo contra la persecución a causa de prejuicios se ha convertido en la piedra angular de las leyes de derechos humanos. La ONU hizo de partera en el nacimiento de nuevos Estados durante la descolonización, estableciendo para ello un Comité de Descolonización en 1961. Un año antes, la resolución 1514 de la Asamblea General de la ONU había declarado que «Todos los pueblos tienen el derecho de libre determinación». La ONU desempeñó un papel crucial en aquel momento de la historia y durante la transición a la era posimperial.

    Pero los legados imperiales más desagradables no podían ser desterrados mediante declaraciones internacionales y elecciones libres. El imperialismo era tanto una actitud como una realidad tangible. Un campeón de la rehabilitación posimperial fue Edward Said (1935-2003). El árabe palestino nacido en Jerusalén, que luego fue académico en los Estados Unidos, nos ofreció una nueva percepción de cómo los imperios habían permitido que la superioridad occidental se afirmara material, cultural e intelectualmente. Peor aún, una triquiñuela imperial consistía en reprogramar a quienes habían sido colonizados para que creyeran que todo se hacía en interés suyo, pues la «occidentalización» se vendía como la única vía hacia la modernidad².

    No todos los imperios molestaban a Said por igual: «Hay varios imperios de los que no trato: el austrohúngaro, el ruso, el otomano, el español y el portugués (…) Las experiencias imperiales británica, francesa y estadounidense tienen una coherencia única (…) La idea del dominio de ultramar — saltando más allá de territorios adyacentes hasta tierras lejanas— tiene un estatus privilegiado en estas tres culturas (…) [Considerando que] Rusia adquirió sus territorios imperiales casi exclusivamente por adyacencia».

    Tal tendencia a discriminar resulta inadecuada para esta época nuestra de mayor competencia entre una rica variedad de países. Atacar con singular furia el imperialismo de Europa occidental y el neoimperialismo estadounidense implica ignorar la amplia gama de legados imperiales que aún cuentan.

    ¿Estaban realmente los imperios coloniales europeos en una categoría de nocividad diferente a la de los imperios chino, ruso, otomano y otros? Es posible que las historias de tales imperios terrestres hayan sido vistas más como parte de la herencia orgánica de estas regiones que como una invasión extranjera, aunque un autor taiwanés tendría mucho que objetar a las afirmaciones de que el imperio chino ha sido parte integral de la cultura taiwanesa, al igual que un autor ucraniano respecto a la herencia cultural del imperio ruso. Si algunos imperios son señalados por sus inhumanidades, ¿por qué no lo son todos ellos? «Me resulta extraño que se margine este enfoque más equilibrado de los imperios europeos como una cuestión de doctrina», escribe el académico John Darwin, a quien le preocupa el impacto distorsionador que supone obsesionarse con «la agresión moral y cultural» del mundo occidental. Es evidente que Occidente no tenía el monopolio del imperio, ya que los imperios surgieron en todos los continentes durante miles de años. Son importantes las narrativas equilibradas que, adoptando una visión global más amplia, evitan las emocionalmente reconfortantes posiciones polarizadas y selectivas.

    En vez de escoger un bando (lo que el lector puede hacer si lo desea), se adopta aquí el tono de acomodar perspectivas diversas y contradictorias. La forma en que los imperios contribuyeron a la globalización y las tradiciones de protesta que esto ha provocado han hecho juntas el mundo del presente.

    Los viejos hábitos imperiales se resisten a morir

    La relación entre Estados Unidos y Filipinas ofrece un ejemplo de cómo los legados imperiales pueden sobrevivir a los imperios mismos. Durante más de un siglo, un campanario vacío había simbolizado las heridas aún abiertas de la conquista. En 1899, cuando EE. UU. era una potencia mundial en ascenso, el ejército estadounidense se apoderaba de los territorios de una superpotencia de antaño, el imperio español. Una de tales campañas se desarrolló en Filipinas. Habiéndose despedido de los españoles, los filipinos dieron al principio la bienvenida al gobierno norteamericano, pero más tarde recurrieron a la insurgencia en un intento por lograr su libertad. A ello siguió una guerra encarnizada. En 1901, en la aldea de Balangiga, los rebeldes filipinos llevaron a cabo una emboscada que causó decenas de bajas estadounidenses. Fue la pérdida militar más grave de Estados Unidos desde la última batalla de Custer en 1876, durante la Guerra de Black Hills. Las campanas de la iglesia de Balangiga doblaron durante el desarrollo de la emboscada. Más tarde, los soldados estadounidenses realizaron una incursión de represalia, matando a numerosos filipinos y confiscando las campanas para llevárselas a Estados Unidos como trofeo de guerra.

    En 2018, el gobierno de Estados Unidos accedió finalmente a devolver las campanas de Balangiga a Filipinas. Fue un momento de orgullo para el presidente filipino, Rodrigo Duterte. Mas no llegó a tiempo para Estados Unidos, a quien Duterte había disfrutado criticando: en parte para mostrarle a sus compatriotas lo duro que podía llegar a ser, pero también porque estaba cultivando las relaciones de Filipinas con la nueva potencia emergente del Pacífico, China. Mientras se pasaba página a una fase de la historia, otra estaba iniciándose.

    * * * *

    Los obituarios de los imperios tienden a seguir una fórmula. Los contornos de los imperios difuntos se encuentran ahora dibujados en una sucesión de mapas y su existencia indicada por un rango de fechas entre corchetes. El obituario se presenta como el de una persona: vivió de tal a cual año y se le recuerda por la siguiente lista de triunfos, fechorías y progenie…

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