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Christine O'Malley y el último argesiano
Christine O'Malley y el último argesiano
Christine O'Malley y el último argesiano
Libro electrónico290 páginas4 horas

Christine O'Malley y el último argesiano

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Información de este libro electrónico

¿Quién es el último argesiano? ¿Y qué secreto guarda?

Una tarde de final de curso, Chris recibe una terrible noticia: su padre, el científico Joseph O'Malley, ha desaparecido en extrañas circunstancias en el lejano planeta Ra. Sin dudarlo, decide cruzar medio universo acompañada de sus amigos, Natalie y Tom, y de su fiel robot Oti, para buscarle.

Chris es telepática, lee los pensamientos ajenos; Tom transforma los elementos tierra, aire, agua y fuego, y Natalie, un as de la informática capaz de hackear cualquier red. Perseguidos por la Inkton, empresa todopoderosa que acusa a Joseph de ladrón, deberán echar mano de sus dones, ingenio, valentía y buen humor para escapar de ella y conseguir descubrir el misterio que realmente se esconde tras la desaparición del científico.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento15 dic 2020
ISBN9788418152573
Christine O'Malley y el último argesiano
Autor

Stéphanie Salvarelli

Stéphanie Salvarelli nació en Draguignan (Francia). Es licenciada en Farmacia, especialista en Análisis Clínicos y doctora por la Universidad Complutense de Madrid. En distintas etapas de su vida laboral trabajó en proyectos de investigación científica en el hospital Ramón y Cajal, en el Centro Superior de Investigaciones Científicas y en el hospital La Paz, en Madrid. Christine O’Malley y el último argesiano es su primera novela dirigida al lector juvenil.

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    Christine O'Malley y el último argesiano - Stéphanie Salvarelli

    Christine O’Malley y el último argesiano

    Stéphanie Salvarelli

    Christine O’Malley y el último argesiano

    Primera edición: 2020

    ISBN: 9788418152078

    ISBN eBook: 9788418152573

    © del texto:

    Stéphanie Salvarelli

    © de ilustración de portada:

    Carlos Fernández de Pablo

    © del diseño de esta edición:

    Penguin Random House Grupo Editorial

    (Caligrama, 2020

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com)

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    A mi hijo.

    Oti

    El reloj de Oti marcaba las siete de la mañana cuando la canción favorita de Chris sonó a todo volumen en el Hit40. La joven metió la cabeza bajo la almohada para no oír la canción de Justin Connor —«¡Perdóname, Justin!», pensó— y no ver la luz cegadora del sol que barría el dormitorio a medida que las persianas exteriores se replegaban. En la habitación, decorada de manera minimalista con una cama, un escritorio informatizado y un gran gran armario, como corresponde a cualquier chica adolescente, llamaba la atención la presencia de una colección de libros escritos en papel, objetos estos antiquísimos, dispuestos en una vitrina colgada en la pared de vidrio de color verde esmeralda. Chris tenía un especial apego a su «colección de antiguallas», como ella la llamaba, porque había sido un regalo de su abuelo en su décimo cumpleaños y poco después el hombre falleció, casi centenario. Aunque no lo creáis, el papel natural es un bien muy preciado y no se utiliza para escribir. Pero en aquel momento no era en sus libros en lo que Chris pensaba, sino en Oti, que tiraba de la manga de su pijama con su mano firme y fría de metal mientras el edredón se deslizaba automáticamente bajo la cama.

    —¡Ooooti! ¡Déjame! Cinco minutos más, ¡por favor!

    —Son las siete horas y ocho minutos de la mañana. No hay cinco minutos más. El desayuno está preparado y tú tienes un examen dentro de una hora y veintidós minutos exactamente.

    Oti era el robot cuidador de Chris. Un metro veinte de altura de aspecto humanoide, es decir, cabeza, brazos, tronco, piernas, eso sí, todo blanco y brillante, un poco rechoncho a la altura del vientre y con la cabeza redonda como una bola de bowling, que hasta hacía poco tiempo Chris pintaba de naranja en las fiestas de Halloween y decoraba como si fuese una calabaza. El último modelo de Digital SWAN no tenía desperdicio: andaba, limpiaba, conducía, cocinaba y acompañaba allá dónde fuera al niño o la niña a quien debía cuidar. En los chips de su memoria tenía almacenadas las recetas de más de doscientos cincuenta libros de cocina de distintos países, lo que se traducía en maravillosos postres que ni la mismísima imaginación era capaz de concebir, y también toda la Wikipedia universal, sí, universal, algo muy ventajoso a la hora de hacer deberes, si bien la madre de Chris le había programado para no buscar más de dos veces al día información para su hija —con gran desconsuelo de esta—. Oti era capaz de localizar una persona sentada en las gradas de un estadio entre una multitud de ochenta mil personas, lo que resultó muy útil en aquella ocasión en que Chris se perdió en el parque de atracciones. Su madre llevó a Oti al lugar donde la había visto por última vez y una hora después la niña volvía a estar en sus brazos. Pero ahora, con trece años, el control de Oti exasperaba a veces a la joven, ya no necesitaba todos sus análisis de «situación de riesgo naranja», como él decía cada vez que, según sus criterios, le advertía de un peligro. Un ejemplo, cuando decidía ir con sus amigas a ver tiendas en el centro comercial el sábado por la tarde y le pedía que la esperara en la puerta principal, él respondía:

    —Zona demasiado transitada, cuarenta y ocho personas por metro cuadrado por minuto, riesgo naranja de robo, riesgo naranja de pérdida, riesgo naranja de conflicto… —Y un día en que tenía lugar una exposición de reptiles en el propio centro, añadió—: Y riesgo naranja de mordedura de Vipera russellii, Dendroaspis polylepis, Hydrophis belcheri, Bothrops asper, Crotalus atrox y Acanthophis antarcticus. Recomendación de Oti: ¡no entrar!

    Entonces no le quedaba otra salida a Chris que llamar a su madre y, solamente con el consentimiento de la voz de esta, Oti se apartaba y le dejaba paso. En fin, cómo explicarle que seis de las especies de serpientes más venenosas del mundo estaban a veinte metros de ella, sí, pero guardadas y vigiladas en terrarios de vidrio bien cerrados. ¡Teóricamente, al menos!

    Sin embargo, la joven adoraba a ese conjunto de circuitos integrados. Oti estaba a su lado desde sus primeros recuerdos; para ella era como un ángel guardián que la acompañaba a todas partes, jugaba con ella, planchaba su ropa, recogía sus juguetes, cocinaba para ella…, y reparaba todos sus tropiezos caseros. Siempre estaba ahí cuando lo necesitaba y como era un androide podía abusar de sus servicios. Y lo hacía.

    —Oti, anda, ve a buscar la pelota que salió calle abajo.

    Y Oti corría calle abajo con su andar oscilante en busca de la pelota.

    —Oti, no quedan brownies de chocolate, acércate al súper, porfa, porfa, porfa…

    Y Oti cogía una cesta y salía por la puerta tan manso como un cordero a comprar sus bizcochos favoritos.

    —Oti, ven a recogerme a casa de Nat a las cinco y media.

    Y a las cinco y media en punto sonaba el timbre de casa de la amiga de Chris, Natalie, y Oti estaba en el umbral de la puerta ya soplara viento del norte, cayera lluvia a raudales o abrasara el sol.

    Desde hacía tiempo su madre le sermoneaba que no debía ser tan caprichosa, porque no era bueno tener siempre alguien a su disposición.

    —¡Eres una abusona!

    —Es un robot mamá y su trabajo es cuidarme.

    —Ir a comprarte galletas cuando tienes el antojo no es cuidarte. Además, ya eres mayorcita, no necesitas que te cuiden. ¡En la vida tendrás que arreglártelas sola, hija! No habrá un Oti que te ayude y resuelva tus problemas.

    Chris pensaba: «¿Y por qué no?». No entendía muy bien qué quería decir su madre exactamente. En aquellos años todavía pensaba que Oti podía hacer cualquier cosa. Bueno, quizás trepar a un árbol sería difícil, pero con algunas rutinas nuevas en sus programas y algo de entrenamiento seguro que podría. Ella quería a Oti y ni sus ojos inexpresivos, ni la movilidad torpe que mostraba a veces en los juegos, ni su tacto frío o su voz demasiado robótica impedían su afecto por él. Al contrario, su aspecto le resultaba cómico y adorable. Como hija única que era, Oti, a pesar de no expresar sentimientos, había sido durante los años de su infancia, más que su cuidador, un auténtico hermano, mayor porque cuidaba de ella y pequeño porque hacía lo que ella quería. Y si hubo siempre alguien a su lado a quien contar sus alegrías y sus penas, fue él. Él y Nat, es decir, Natalie, su mejor amiga. Chris y ella crecieron juntas. Ninguna de las dos tenía hermanos y, como Nat vivía a un par de manzanas de su casa, cada una ocupó ese lugar para la otra. Rubia de melena larga y lisa, ojos azules y mirada dulce, Nat había sido la compañera de juegos inseparable desde la más tierna infancia de Chris. Ella y Oti, los tres siempre juntos.

    Chris, Oti, Natalie…, pero ¿quién es Chris realmente? Es hora de presentarla de manera conveniente: Christine O’Malley es la hija de Joseph O’Malley, científico del Cuerpo Planetario de Investigación (CPI) de la Tierra y de Marianne de Laconte-Brissac, profesora de historia antigua en la Universidad de París. Vive en esta ciudad, que fue, y sigue siendo probablemente, una de las más hermosas del planeta. Conserva, como el resto de las grandes ciudades europeas surgidas antes del siglo xx, su centro histórico tal y como se conoció entonces, reconstruido completamente con los nuevos materiales de aleación que simulan el material original de piedra o cemento antiguo en que fueron construidos sus edificios; y, además, ahora por supuesto completamente automatizado, al igual que el resto de la ciudad que se extiende a cien kilómetros alrededor del centro en una profusión de rascacielos, a cual más diverso, y donde habitan miles de personas. Chris es afortunada, vive en la afueras de la ciudad lejos del bullicio del centro en una casa pequeña que pertenece a su familia desde hace quinientos años, reconstruida también en vidrio y cemento, en una zona agrícola donde perviven tradiciones europeas tan pintorescas como la producción de un clásico vino francés, el champán.

    Y como vosotros, jóvenes lectores, debéis preguntaros en qué época vive Chris y su familia, os diré que muy muy lejos de vuestro tiempo. Las condiciones de vida han cambiado drásticamente desde entonces: los coches «vuelan», ahora se llaman suspensores y se desplazan a pocos centímetros del suelo gracias a campos electromagnéticos que han sustituido al asfalto, los aviones pueden, según el modelo, sumergirse en los océanos como cualquier submarino, los trenes superan los mil kilómetros por hora —se puede dar la vuelta al mundo ¡en veinticuatro horas!—, los rascacielos de último diseño se difuminan en su entorno como un auténtico camaleón gracias a materiales que incorporan células similares a los cromóforos naturales del animal, y la última casa unifamiliar a la moda adapta el tamaño de sus habitaciones en función del número de personas que en un momento preciso hay en ellas, se encogen y agrandan, se encogen y agrandan… Y todo, absolutamente todo, está automatizado. Desde los ordenadores con los diseños más fantásticos hasta los robots más humanizados, las máquinas realizan las tareas básicas —y no tan básicas— que los individuos en vuestra época hacían. El hombre ha desarrollado la tecnología hasta un nivel verdaderamente sorprendente que le ha permitido viajar más allá de nuestra galaxia y, lo que en su día supuso un enorme avance para la humanidad, entablar contacto con otras civilizaciones. Y no ha sido fácil. Hemos superado grandes desafíos para nuestra supervivencia como el exceso de población, la eliminación de residuos y la conservación del planeta, en grave peligro tiempo atrás, hasta que las energías solar y geotérmica barrieron definitivamente a las de origen orgánico, los materiales biodegradables sustituyeron a los que no lo eran y la basura humana fue degradada por bacterias genéticamente modificadas.

    En un contexto geopolítico, la Tierra constituye hoy una única nación que ha aprendido a convivir con seres muy diversos venidos de otros muchos planetas y está integrada en una alianza de civilizaciones tecnológicamente avanzadas que existe desde hace millones de años en el universo. En este contexto tampoco ha sido fácil llegar hasta aquí: hemos sobrevivido a una docena de guerras mundiales y otras tantas intergalácticas, pero desde hace cientos de años el orden del universo, al menos en la parte que conocemos, no se rompe entre los planetas que pertenecen a la zona de la Alianza, salvo a veces en las fronteras con la parte sin explorar, donde el contacto con nuevas civilizaciones no siempre está exento de conflictos.

    Sin embargo, ¿ha variado realmente la vida de una adolescente como Chris con respecto a vuestro tiempo? No. Como cualquier adolescente de cualquier época, nuestra protagonista estudia en una escuela, la Escuela de Preparación Superior Isaac Newton, a la que asiste todos los días de lunes a viernes de 9:00 a 17:00. ¡Ah!, sí. Un pequeño cambio: el teléfono móvil de vuestra época ha dado paso al comunicador de muñeca, una especie de pulsera que se despliega en un auténtico miniordenador capaz de ejecutar cualquier función.

    Dicen de la escuela que en sus aulas se forman los futuros dirigentes del planeta. La verdad es que ese dicho siempre le ha parecido un tanto presuntuoso a Chris —sobre todo cuando piensa en su descerebrado amigo Tom—, pero efectivamente la Newton, como la llaman sus alumnos, no es una escuela al uso, sino un centro especial donde solamente unos pocos escogidos tienen la suerte de aprender. El coeficiente intelectual y el poder mental que Chris presentaba a los pocos meses de edad auguraron que su aprendizaje seguiría un camino especial. Ocurre a veces. El ser humano ha evolucionado en los últimos milenios hacia una mayor inteligencia. Así ha sido realmente desde hace cuatro millones de años, ¿no? No es de extrañar que algunos individuos puedan hoy en día mover objetos con la mente —telequinesia— y que algunos otros, en un número mucho más reducido, nazcan además con un don particular. El de Chris, la telepatía, leer el pensamiento de los demás; eso sí, por ahora únicamente si el individuo está presente y cerca de ella. Y para desarrollar plenamente ese don estudia en la Newton; algún día podrá saber lo que piensa una persona con solo tocar un objeto que le pertenezca. Es más, hasta es posible que llegue a dominar y dirigir los pensamientos de otros, según dice su maestro Jovi —«¡Con demasiado optimismo!», opina ella—. Este año cursa el cuarto nivel del grado i; cuando termine el grado iii, escogerá una especialización, todavía no sabe cuál, y necesitará cuatro años más para completar su formación. Los alumnos de la Newton pueden, nada más terminar sus estudios, formar parte del Consejo Superior de Dirección Planetaria, órgano con inmenso poder que trabaja a las órdenes directas del Gobierno de la Tierra. Difícil misión la suya.

    Pero ahora volvamos al presente.

    Tom

    El maestro Jovi acababa de gritar: «¡Tiempo!», y la primera parte del examen de telequinesia fundamental había empezado ya. La prueba consistía en realizar un dibujo en unas láminas sosteniendo con la mente el puntero para ejecutar el trazado; cuanto más complejo fuese el dibujo, mayor calificación. Chris permanecía absorta en su trabajo, una reproducción a escala del edificio principal de la Newton y, una vez hubo terminado de trazar el último estandarte de las cuatro torres oblicuas del mismo, recogió el puntero en su mano y levantó la vista. Frente a ella el maestro Jovi negaba con la cabeza, sonriendo a la vez que sus vivaces ojos desaparecían casi completamente entre las arrugas de su cara mientras observaban el dibujo de Tom: la caricatura de una chica pelirroja, de cabello exageradamente rizado, con gafas, nariz respingona y unos ojos negros exageradamente grandes, frunciendo las cejas y la boca en un gesto exageradamente enfadado y amenazador. No hacía falta tener telepatía para adivinar de quién era el retrato, ¡de ella! ¡Cómo odiaba a Tom! Todos los presentes se rieron a carcajadas cuando él alzó la lámina, todos menos el maestro Jovi, que ya no sonreía.

    No sabríamos decir qué edad tiene el maestro Jovi, probablemente un año por cada una de las cientos de arrugas que dibujan su cara. Es de origen asiático, descendiente de la familia de los venerables Chin-Huang, del antiguo Japón, maestros de maestros, enseñantes de todas las artes físicas y mentales que la humanidad ha desarrollado hasta hoy. Los miembros de su familia han formado parte de la Escuela de Preparación Superior del planeta desde hace generaciones, y sin duda es el profesor más respetado de la escuela, tanto por los alumnos como por sus compañeros. Siempre viste una túnica larga en colores oscuros que le cubre todo el cuerpo y oculta sus manos en las bocamangas de la túnica cruzadas a la altura del vientre. Una vez finalizada la primera prueba del examen, su mano derecha abandonó su escondite para ejecutar un leve gesto circular y a continuación todos los dibujos que los alumnos habían realizado momentos antes se apilaron uno encima del otro sobre el escritorio, quedando el retrato de Chris el último de la pila. Sí, el maestro Jovi dominaba la telequinesia, la telepatía y, según ciertos rumores, la teleportación, algo que nadie conocía. Su poder de concentración era tan grande que, según esos rumores, era capaz de hacer desaparecer objetos y personas, actos que desde luego ni Chris ni sus amigos habían tenido la ocasión de comprobar. Un mago para muchos, lo que incrementaba el aura de misterio que le envolvía. Chris, con su padre ausente largas temporadas por trabajo, encontraba en la mirada benevolente y los sabios consejos del maestro Jovi el refugio paternal que a veces, y más en los últimos meses, echaba en falta.

    La segunda prueba del examen, que en breve iba a comenzar y donde Chris sabía que en ella conseguiría su venganza, consistía en hacer girar una bola del tamaño de una nuez por dos raíles paralelos, como los raíles de un tren, que configuraban un circuito en forma circular de un metro de diámetro dispuesto en un plano vertical y perpendicular sobre la mesa. Aquel cuya bola daba un mayor número de vueltas al circuito en menos tiempo ganaba la prueba. Es decir, había que compaginar dos habilidades: telequinesia y control mental. Y la palabra control, en cualquiera de sus aceptaciones, no existía en el vocabulario de Tom.

    Cada alumno se colocó frente a su circuito, idéntico al de los demás pero con una bola de color diferente, puestos todos en una gran mesa alargada. Cuando el maestro Jovi exclamó: «¡Adelante!», una sonrisa maliciosa se dibujó en la cara de Tom mientras un brillo especial asomó en sus ojos. Su bola roja salió disparada y en pocos segundos alcanzó una gran velocidad. La de Chris, de color blanco, tardó un par de segundos más en igualarla y en este límite se quedaron las dos, dando vueltas sin parar a velocidad constante. Él y ella se miraron, riendo, y volvieron a concentrarse, dispuestos a ganar el uno al otro. Dos de los cinco participantes del grupo fallaron y sus bolas, naranja y azul, salieron disparadas en direcciones opuestas —sabiamente rescatadas por la mirada perspicaz del maestro Jovi—, así que quedaron tres, las de Tom, Mich y Chris. De pronto Tom subió la velocidad, demasiado rápido según Chris, que le siguió, eso sí, no tan bruscamente, pero Mich no tuvo la misma suerte: su bola verde se estampó estrepitosamente contra el suelo. La roja y la blanca seguían luchando por alcanzar mayor velocidad. Tom quería ganar y sentía la victoria cerca, y Chris era muy consciente de lo que tenía que hacer para que él se arriesgara a dar el siguiente paso: intentar adelantarle, y él, para ganar, trataría de vencerla como solía hacer las cosas, sin moderación y a lo loco. Y así fue. Ella subió ligeramente la velocidad, suficiente para que todos los alumnos notasen el cambio y contuvieran el aliento de emoción. La respuesta de Tom no se hizo esperar, inmediatamente su bola roja superó a la blanca en velocidad, dio una vuelta más al circuito y salió despedida como un meteorito, para estrellarse en la última lámina de la pila de dibujos de la prueba anterior sobre el escritorio del maestro Jovi, ¡la caricatura de Chris dibujada por Tom!

    —Chris, ¡has vencido! ¡Enhorabuena! —gritaban unos y otros mientras aplaudían.

    Tom refunfuñaba enfadado.

    —Sabías que ibas a ganar, ¿verdad? Tú tienes mayor fuerza que yo y me conoces, sabes cuál es mi límite. Debí preverlo. De todos modos, ¡enhorabuena! Mereces la mayor calificación.

    —Gracias, Tom. Tienes razón. Te conozco, eres mi amigo, aunque algunas veces te odio, me sacas de quicio. ¡Cómo has podido hacer mi caricatura para presentar en un examen! No te lo voy a perdonar tan fácilmente. Me debes una y grande.

    —¡Me ha salido un dibujo perfecto! —dijo él, ahora entre carcajadas—. Hasta puede que saque mejor nota que tú. En el fondo, al maestro Jovi le ha gustado, lo sé. ¡Tu retrato estaba muy logrado!

    —Caricatura, no retrato —contestó la joven. Si de sus ojos hubiesen salido dardos, habrían acribillado al muchacho.

    Como ya han adivinado, Chris no odia a Tom. Es más, Tom es su mejor amigo. Así es desde que llegó a la Newton dos años atrás. Él no es terrícola, proviene de un planeta que orbita alrededor de la estrella Gliese 581 de nuestra galaxia, a veinte años luz de la Tierra. Su padre fue trasladado aquí como embajador del sistema Gliese en nuestro sistema solar. Su aspecto físico es parecido al nuestro, podría decirse que es humano a simple vista: cabeza, torso, brazos, piernas y una cara casi idéntica a la humana, bastante agraciada, ojos oscuros y almendrados, nariz recta, boca grande, pelo castaño oscuro. Sí, un gliesiano guapo. Y eso, en un mundo donde seres con las formas más extrañas y dispares se relacionan, nos guste o no, es importante para hacer buenos amigos. Chris podía realizar las mismas actividades con Tom que con sus amigos terrícolas, circunstancia que no siempre se daba con otros habitantes provenientes de fuera. Por ejemplo, su amigo Flipper, llamado así porque su nombre es imposible de pronunciar en su lengua de origen, y ahora entenderéis por qué: él proviene del sistema Kepler 22 de nuestra galaxia, a seiscientos años luz de la Tierra, donde la vida inteligente evolucionó a partir de seres vivos habitantes de un medio equivalente al agua, por lo que su aspecto es parecido al de un delfín, con brazos y piernas cortas. Nada elegante y, desde luego, nada apto para practicar deporte o hacer carreras de tarpán. Flipper es atento, servicial y muy inteligente, será el primero en hacerte un favor si lo necesitas, pero el último al que llamas para divertirte. Claro que ser extraterrestre constituye a veces una ventaja, y Liz es buena prueba de ello. Ella proviene de otra galaxia, Andrómeda, ¡a dos millones y medio de años luz de la Tierra!, y es un ser excepcionalmente hermoso. Su cuerpo alargado y esbelto está formado por una materia que no es ni líquida ni sólida, sino similar a un gel. Flexible y adaptable. Cuando va de compras, todo le sienta bien. Si no queda una talla, encoje su cuerpo hasta la siguiente. Unos vaqueros, un vestido largo, siempre está perfecta.

    Pero nada como la semejanza para desarrollar una buena relación de amistad. Así sucedió con Tom y si hay un recuerdo que nunca se borrará de la memoria de Chris es precisamente el día en que le conoció. Aquella mañana llegaba a la escuela un chico nuevo, proveniente de otro planeta. Todos los alumnos del curso esperaban expectantes al nuevo alumno de la Newton porque a su edad no solían viajar mucho por el espacio y, cuando venía

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