Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Siempre lejos del faro
Siempre lejos del faro
Siempre lejos del faro
Libro electrónico385 páginas5 horas

Siempre lejos del faro

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

En medio de una guerra, no hay peor príncipe que uno que no quiere ser rey.

En 1940, con el mundo en guerra, el príncipe Michael de dieciocho años se convirtió en el último rey de Rumania. Su golpe de Estado contra el dictador designado por Hitler ayudó a poner un fin prematuro a la guerra en Rumania, salvando miles de vidas en el proceso.

Esta es historia conocida. Sin embargo, desconocido para el público es que un año antes de su coronación, a principios de la guerra, el príncipe Michael había desaparecido. Sin dejar rastro, se desvaneció cuando el mundo entró en la guerra más fatal de su historia. Reapareció ciento veinte días después, finalmente tomando el trono y cumpliendo su destino otorgado al nacer. Su paradero durante ese tiempo de ausencia continuó siendo un misterio y un secreto que el rey se llevaría a la tumba.

No sería hasta la aparición de un viejo cuaderno olvidado tras la muerte del monarca que los huecos en la narrativa por fin saldrían a la luz. La historia no contada de su fuga y eventual regreso detalla su viaje a la isla de Santorini, el amor que encontró allí y su tranquila existencia lejos de la guerra y de su antigua vida. Era una normalidad que esperaba fuera suya por el resto de sus días. Sin embargo,con el empeoramiento de la guerra, las crecientes amenazas a su antiguo reino y rastreado por la última persona que podría imaginar, Michael se enfrenta a la gran decisión que podría alterar el curso de la historia: ¿permanecer en su nueva existencia con el amor de su vida o regresar para cumplir su destino como rey?

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento11 dic 2020
ISBN9788418369322
Siempre lejos del faro
Autor

Josué Llamas Rodríguez

Josué Llamas Rodríguez nació en Guadalajara (México), en 1997. Obtuvo su licenciatura en Ciencias Cognitivas y Cerebrales de la Universidad de Tufts en 2020. Es coautor de publicaciones científicas en Human Molecular Genetics y sus cuentos y poemas han sido publicados en la revista literaria Sin Fronteras, premiada y reconocida por el Consejo Nacional de Maestros de Inglés como una de las mejores revistas literarias de secundaria en el mundo. Siempre lejos del faro es su ópera prima. Actualmente vive en Boston (Massachusetts), donde continúa trabajando como investigador en neurociencia.

Relacionado con Siempre lejos del faro

Libros electrónicos relacionados

Ficción histórica para usted

Ver más

Artículos relacionados

Categorías relacionadas

Comentarios para Siempre lejos del faro

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Siempre lejos del faro - Josué Llamas Rodríguez

    Prólogo

    Era la primera vez que alguien había muerto al pie de ese viejo faro. Michael e Isabela no estuvieron allí para verlo, pero eso no impidió que arruinara el resto de sus vidas.

    Ya no me avergüenza admitir que conozco esta historia mejor que la mía. Dediqué mi vida a alguien más, y es él quien vive en la mente de millones, mientras que el mundo me desconocerá el día que me entierren o me cremen. Entre ambas opciones, me da igual. Pero no me quejo: así es como siempre ha sido y deberá ser. Aprendí a temprana edad que hay dos tipos de personas: las que nunca serán olvidadas y aquellas como yo que vivimos para contar nuestras historias. Puedo decir con confianza que no había hecho nada impactante con mi vida antes de encontrarme con el cuaderno oculto del rey Michael. Es cómico cómo la vida a veces adopta a gente común para revelar al fin uno de sus efímeros secretos. El secreto que, por motivos que son un misterio, se me confió llegó en forma de ese cuaderno empolvado. Ilegible para aquellos que no conocieron su letra, apareció cuando su escritor ya no estaba para protegerlo. Es evidente que fue escrito con la intención de que nunca fuera leído. Aunque ni yo me creo esto último. Puede ser que me equivoque, y no sería la primera vez, pero las cosas que se escriben, aun si son secretos, son para que eventualmente salgan a la luz.

    1

    La isla de Santorini está situada a unos doscientos kilómetros de la costa griega. Puede ser recorrida en su totalidad a pie en un día entero, toda vez que uno comience temprano por la mañana. Santorini no está sola en el mar Egeo, pues forma parte de un archipiélago que incluye la isla vecina de Therasia, habitada solamente por una fracción de la población de su hermana mayor. Situadas entre ellas, se encuentran las islas Nea Kameni y Palia Kameni, perpetuamente deshabitadas sobre la caldera que es el mar de Santorini. Nea Kameni perdió todo tipo de vida después de que su volcán dormido entrara en erupción hace más de tres mil seiscientos años, creando el resto de las islas que la rodean. Algunos estipulan que es este el origen de la leyenda de Atlantis, la ciudad perdida. Palia Kameni, por su parte, está deshabitada porque se ubica a pocos metros de Nea Kameni, y como ley de vida, lo inhóspito solo atrae de lo suyo.

    A lo lejos, pero aun siendo parte del archipiélago, se encuentra Aspronisi, la última de las islas deshabitadas, no más grande que un par de casas puestas juntas. Aislada y con los acantilados característicos del archipiélago, las visitas son casi imposibles. La belleza de las islas desérticas habla por sí sola. Pero, aun así, la joya del archipiélago, del Egeo, y algunos se atreven a decir que del Mediterráneo, es Santorini sin discusión alguna. Con sus dos ciudades principales, Firá y Oia, la isla sobrevive del turismo y la fama por ser uno de los lugares más magníficos del mundo.

    Es curioso, cómico en realidad, cómo es que un biógrafo de la familia real de Rumanía conoce tanto de una pequeña isla en medio de la nada. No me sorprende que mi título no sea reconocido como otros que sirven a la familia real. No me verán en las revistas ni en fotos históricas. No es eso para lo que me contrataron. Pero la vida y muerte de un rey es tema extremadamente delicado y no debe tomarse a la ligera. Todo lo que hoy sabemos acerca de los monarcas en la historia, incluyendo sus tragedias, logros, matrimonios y muertes, fue documentado por un leal biógrafo con la simple misión de seguir de cerca al rey a donde fuera.

    Es una rara ocasión ser testigo de la coronación de un nuevo monarca, considerando la lentitud del proceso y las largas vidas que llegan a tener. Pero más rara aún es la oportunidad de estar presente tras la muerte de uno. A un biógrafo real normalmente se le asigna documentar la vida de un solo hombre. Y mientras que la mayor parte de mi vida laboral se dedicó a la vida y reinado de Michael I, me tocó el raro privilegio de documentar la muerte de dos monarcas rumanos: la de Carol II en 1953, y ahora, sesenta y cuatro años después, la de su hijo Michael. El proceso es bastante rudimentario: una vez que diferentes doctores han confirmado la muerte del rey, la noticia se comparte con el resto del mundo y el biógrafo real documenta todo lo relevante de los últimos días del rey. Ahí es donde entro yo y donde la importancia de mi puesto es más notoria. Si la monarquía en Rumanía siguiera en pie, el complicado proceso de encontrar al sucesor habría comenzado, pero Michael fue el último rey de Rumanía.

    Ser biógrafo real es un trabajo que no elegiría si pudiera vivir mi juventud de nuevo. Después de que mis padres juraron que nunca haría nada destacable después de graduarme con la intención de dedicar mi vida a documentar la de otros, me encontré literalmente al lado del rey dos años después de que la guerra terminara. Fue en parte la suerte de que el antiguo biógrafo real hubiera muerto en uno de los bombardeos. Michael y el resto de la familia real buscaban a alguien para recapitular todo lo ocurrido en la guerra y que lo siguiera por el resto de su vida. A mis veinticuatro años y sin ningún otro apego ni responsabilidad en la Tierra, era el candidato perfecto. Los hombres hábiles eran escasos en ese entonces, al menos aquellos aún respirando y con todas sus extremidades. Era la situación perfecta para alguien con mi escasa experiencia, y por setenta años hice lo mejor que pude para probar que no fue un error darme la oportunidad.

    Al principio hice mi mejor esfuerzo por ser como una mosca en la pared, tratando de no interferir en los asuntos de un rey con la inmensa tarea de reconstruir un reino devastado por una destrucción de tal magnitud que no se ha vuelto a ver. Los beneficios y lujos eran incontables al ser tan cercano a la realeza. Al jugar bien mis cartas, que en gran parte consistían en asegurarme no ser una molestia, pude ver una bella amistad desarrollarse a través de los años entre este humilde biógrafo y el hombre más importante con el que jamás compartiría una habitación. Las tragedias de su vida hicieron crecer nuestra relación de una manera que no esperaba tan pronto. El duelo tiende a hacer eso.

    Siempre me pregunté si mis conversaciones con el rey Michael eran completamente honestas o si vigilaba lo que me revelaba por temor a lo que un día escribiría de él. Es difícil saberlo. Pero aun con esta cercanía y setenta años de leal servicio, hoy me encuentro sin qué hacer y desterrado del palacio real de por vida. Dudo que jamás vuelva a tener un puesto en el que tanto peso de la historia caiga en mis manos. No es el tipo de trabajo del que uno se retira; de ser honesto, pensé que trabajaría para la familia real hasta el día de mi muerte. No es que falte mucho para eso. La mayoría de la gente no llega a vivir mis años.

    ¿La razón de mi despido? Se encuentra en las manos del lector que lee estas páginas. No, no es culpa de quien lo lee, sino mía. Se me advirtió que, si me atrevía a publicar este libro, nunca volvería a poner un pie en el lugar al que he dedicado mi vida. Que, irónicamente, la historia se olvidaría pronto de mí y que un nuevo biógrafo real sería inmediatamente encontrado para reemplazarme. Si mi nuevo sucesor y suplente llega a leer esto, le deseo la mejor de las suertes. No será un trabajo fácil.

    Por esta y cientos de otras razones es que no fue fácil decidir publicar este libro, sabiendo que mi ruina sería un resultado inmediato. Más importante aún, saber que pondría en juego la reputación de un hombre admirado por millones. Si mi esposa aún viviera, me habría convencido de no hacerlo. Tenía un don inexplicable de siempre hacer mandar su voluntad. Probablemente habría tenido la razón, como siempre la tenía. Si me quedaran más años, probablemente lo hubiera pensado dos veces antes de hacerlo. El pánico del futuro que alguna vez gobernó mi mente de joven me habría detenido. Sin embargo, ninguna de esas razones me concierne hoy: el amor y la juventud me han dejado. No los culpo. Yo lo hubiera hecho también. En este momento, con los pocos días que estoy seguro de que me quedan, solo me concierne una cosa: la verdad.

    2

    El rey Michael I falleció de cáncer hace unos meses, un día de diciembre de 2017. Es muy probable que lo hayan visto en las noticias, dado que millones asistieron a su funeral. Su historia es bastante conocida en el este de Europa, y definitivamente en Rumanía, donde fue rey por tantos años y continúa siendo tan popular. Se ha acreditado que salvó la vida de millones de personas durante la Segunda Guerra Mundial cuando, inadvertidamente, arrestó y capturó al dictador Ion Antonescu, que gobernaba Rumanía después de ser fijado en el poder por el mismísimo Hitler. Era un joven rey de veintidós años cuando lo hizo. Algo impresionante en sí mismo, pero algo cotidiano en una vida como la suya. Este arresto permitió que las potencias del Eje se detuvieran lo suficiente para que cayeran en manos aliadas mientras Alemania sufría una caída inevitable. Se calcula que esto acortó la guerra por meses, salvando incontables vidas. Es una pena que no se le reconozca más por las hazañas que tan joven logró a una edad en que nadie las debería vivir.

    Una de las curiosidades más únicas de Michael es que se le considera el único rey en preceder y suceder a su padre en el trono. A la edad de cinco años —sí, leyó eso correctamente: cinco años—, Michael se convirtió por primera vez en rey de Rumanía. Siendo la razón que su padre, el príncipe Carol, sucesor a la corona, se involucró en una controversia irreversible que le costaría el trono. Al menos temporalmente. Su amorío con Magda Lupescu, una mujer casada, no fue recibido con calidez por el Gobierno ni por su esposa Helen. Carol renunció a su derecho al trono para mudarse a París con su amante. Cuando el abuelo de Michael falleció poco después, el joven príncipe de cinco años se convirtió en el legítimo monarca. Uno solo puede imaginar lo que ha de cruzar por la mente de un niño que apenas puede leer al enterarse de que se ha convertido en líder de un reino con casi veinte millones de habitantes. Se cuenta que, cuando el niño se enteró de que era rey, dijo sorprendido: «¿En serio?»; y al confirmarle que sí, pidió un pedazo de pastel de chocolate. En otra ocasión, el niño-rey desobedeció a su madre y gritó con singular enojo: «¡Madame, soy rey y quiero que me obedezcan!». El rey, por supuesto, recibió unas nalgadas reales bien merecidas. Por supuesto que una regencia gobernó en nombre del joven Michael durante ese tiempo, pero, aun así, es curioso pensar si alguna vez tuvo idea del poder que tuvo.

    El reinado del niño no duró mucho, ya que tres años después su padre Carol regresó con su amante y reclamó su derecho al trono, relegando a Michael nuevamente a príncipe. No le pareció molestar mucho, pues al descubrir que ya no era rey, dijo: «He estado terriblemente cansado de usar pantalones largos y un sombrero rígido e ir a lugares a los que no quiero ir». No se le puede culpar. Al comenzar la Segunda Guerra Mundial, el rey Carol intentó convertir a Rumanía en una dictadura y mantenerse neutral, pero las fuerzas alemanas y rusas no serían aplacadas por esta posición, y Rumanía fue conquistada. Pocos meses después, el rey Carol fue obligado a abdicar, y Michael, de dieciocho años, nuevamente se convirtió en rey. Sus cachetes redondos y cabello castaño peinado por la mitad ahora se habían convertido en los rasgos atractivos de un adulto joven. Su uniforme militar, siempre acompañado de corbata oscura y listones de oro, reflejaba su alta autoridad a donde fuera. Su cabello permanecía impecable, ondulado una vez que lo peinaba hacia atrás. Sus ojos azules siempre serían, junto con su mandíbula marcada, lo más característico de su rostro, unos que le agregaban más años de los que tenía. Aunque durante este tiempo era técnicamente un rey, era, en realidad, una figura sin poder real. Casi no aparecía en público, y las decisiones las manejaba Atonescu, el general de Hitler.

    Finalmente, en 1944, sabiendo muy bien los riesgos de sus actos, Michael tomó acción y presionó al general Antonescu para que se rindiera. Cuando este rehusó, Michael y sus tropas lo arrestaron. Al oír la noticia de que el rey había retomado el poder, pilotos alemanes intentaron asesinarlo en un bombardeo incesante sobre el palacio real. Pero Michael sobrevivió. Varias amenazas llegaron al escritorio del rey, advirtiéndole que jugaba con fuego y que pagaría con la sangre de su pueblo; pero no había marcha atrás. Rumanía se había convertido en el primer poder del Eje en rebelarse contra Hitler. Es una historia llena de heroísmo y valentía mostrada en momentos decisivos. Pero por más inspiradora que sea, está incompleta.

    Aquí es donde todo se complica y donde mi obligación como biógrafo se pone a prueba. Michael murió en su residencia en Suiza después de una larga batalla con la leucemia crónica. No es aconsejable involucrarse emocionalmente con el trabajo propio, pero su muerte rompió cosas en mí que espero que se arreglen donde sea que las almas rotas vayan tras la muerte. Lo acompañé por última vez en el avión militar cuando su cuerpo fue regresado a Rumanía. No había una sola nube en el cielo.

    Una vez en Rumanía, su cuerpo fue exhibido en el antiguo palacio real mientras los planes de su funeral se ejecutaban y yo me ponía a trabajar. Después de la muerte de alguien de la realeza, lo primero que sucede es que el biógrafo real examina la antigua habitación del difunto, que en su mayoría ha sido dejada casi intacta desde los días del rey. Cada cajón, cada estante, cada baúl se examina, documenta y se saca de la habitación. Los muebles también se retiran y son llevados, junto con todo lo demás, al almacén de reliquias reales, donde se guardan o se exhiben en el funeral u otras futuras raras ocasiones. Fue en este proceso donde vi lo que debió permanecer invisible.

    La habitación del difunto rey tenía un aura intocable. Silenciosa, pero no del mutismo que otorga paz, sino del que rodea a uno como agua fría que inmoviliza. El estilo griego, con columnas de mármol, arte de desnudos con valor mayor a la casa en que vivo y grandes espacios sin ningún propósito particular, convencía a cualquier espectador de que estaba sin duda alguna en la habitación de una figura mística. El suelo de madera contrastaba con el mármol en las demás habitaciones del palacio, pero hacía un espacio más cálido en los interminables meses de invierno. El escritorio y sillas de la madera más fina en la esquina lejana, las gigantescas ventanas que dejaban entrar la luz en los ángulos que mejor resaltaban el arte, el librero con trabajos ahora polvorientos y la cama central eran lo más destacado de la habitación.

    Mientras hombres más fuertes de lo que jamás fui se llevaban el escritorio principal de la habitación de Michael, noté que una de las tablas en el suelo bajo el escritorio sobresalía un poco más de lo usual. Era un detalle mínimo que la gran mayoría de las personas ignorarían sin pensarlo dos veces. Pero no lo entienden: no hay errores en ninguna parte del diseño y construcción del palacio real de Bucarest. La tabla destacaba solo cuestión de milímetros, pero lo suficiente para llamar mi atención. Había estado en esa habitación cientos de veces cuando Michael aún vivía allí, pero, oculto en la oscuridad del rincón bajo el escritorio, nunca había notado lo que ahora era tan evidente. Me acerqué una vez que los hombres se llevaron el escritorio y me percaté de que la tabla tenía un agujero del diámetro de un solo dedo. También era algo extremadamente raro y faltante en los cientos de otras tablas en los cuatro pisos de la impecable creación del perfeccionista arquitecto Nicolae Nenciulescu. La madera tiene hoyos de vez en cuando, pero la forma de este agujero revelaba su deliberada creación al ser tan perfecta. Introduje mi dedo índice y descubrí que con un suave tirón la tabla se desprendió perfectamente. Ni las piezas de un rompecabezas encajan tan bien.

    Lo que inicialmente parecía ser una imperfección en un suelo viejo ahora era claramente algo que en vida el rey nunca divulgó. Si era descabellado pensar que una tabla podía desprenderse en la habitación del rey, más inexplicable aún era el espacio debajo de la tabla antes de tocar el suelo. De unos treinta por treinta centímetros, con paredes de concreto negro, había sido claramente creado con intención y no era una casualidad de diseño. No fue fácil de divisar al principio, especialmente a mi edad, pero una vez que mis ojos se acostumbraron a la falta de luz y mi insaciable curiosidad llevó a mi mano a explorar el suelo, el espacio sombrío reveló lo que ocultó por tantos años con tanto sigilo.

    3

    Me congelé sin saber qué hacer al ver el cuaderno empolvado que reposaba en la oscuridad del agujero. Uno se dedica a la historia por varias razones, pero siempre con el sueño de que algo así sucederá, cargando fantasías de catatumbas secretas en Egipto y la búsqueda de la Atlántida. Uno se aferra a ellas sabiendo que nunca sucederán. Pero ahí estaba el cuaderno de piel café, cerrado con un hilo del mismo material y cubierto con una capa gruesa de polvo que no ha visto la luz desde que una persona lo dejó allí. Inmóvil como un extraño en casa ajena, sabía que los hombres que se llevaron el escritorio volverían pronto por el resto de las cosas, al igual que la familia del difunto que merodeaba por el palacio. Nunca fui bueno para resistir impulsos y, si no lo fui en mi juventud, no comenzaría a serlo ahora. En un reflejo fugaz, me decidí a tomarlo y guardarlo bajo mi brazo con el sigilo de un ladrón.

    —¿Ocurre algo? —preguntó Margareta, la hija mayor de Michael, que apareció de la nada detrás de mí. Me torné hacia ella, maldiciendo la ligereza de sus pasos y suplicando en silencio que no me hubiera visto sacar el cuaderno.

    Ni siquiera una vida entera de experiencia puede corregir a un mal mentiroso. En una situación tan incómoda y espontánea como aquella, solo podía esperar que mis instintos tomaran el control total de mi boca. Respondí con el mismo tipo de mentira que un niño atrapado con la mano en el tarro de galletas:

    —Nada, su alteza. Solo noté que hay un agujero en el suelo y hay que repararlo inmediatamente. Alguien podría lastimarse —dije pretendiendo que el objeto bajo mi brazo era mío. El simple hecho de mentirle a un miembro de la familia real era una violación suficiente para mi despido o algo peor.

    Miles de cosas pasaron por mi mente en ese momento, pero las posibles consecuencias no estaban entre ellas. En setenta años como acompañante leal de Michael, nunca hubo la más mínima sospecha de la existencia de algo como esto. Ni siquiera en sus últimos días, momentos en que la mayoría de las personas aprovechan para revelar todo aquello en la oscuridad, decidió mencionarlo. Siendo tan cercano a él, me enorgullecía al pensar que era el único que lo sabía todo, cuando era claro lo contrario.

    A juzgar por la falta de reacción por parte de Margareta al ver la tabla descubierta, me convencí de que ni siquiera sus propias hijas sabían de la existencia del cuaderno. Al oír mi ridícula excusa, ella lo descartó como un problema minúsculo y se marchó con su ligero caminar, que le permitía entrar a habitaciones sin que nadie se diera cuenta. Su constante indiferencia hacia mí fue en ese momento mi gran fortuna.

    Me justifiqué no mencionar el cuaderno con la excusa de evitarle complicaciones adicionales a la familia real. Lo último que necesitaban eran más cosas relacionadas con la muerte de su padre. Por lo que yo sabía, el cuaderno podía ser algo irrelevante que no valía la pena mencionar. Si fuera importante, no habría razón de perderse por tanto tiempo. En el mejor de los casos, tal vez sería algo que añadir un día a su biografía. Lo único de lo que estaba seguro era de que no podía resistir la tentación de ser el primero en leer sus contenidos. Uno se aferra a momentos emocionantes como estos en la vida. Momentos cada vez más efímeros a medida que uno envejece.

    ***

    Una vez en la seguridad de mi pequeño hogar, esperé al anochecer. Lejos del palacio y de todo aquello relacionado con la familia real, mi casa se pierde entre los cientos de otras sin rasgos que destaquen ni una creatividad particular en su diseño. Estaré completamente perdido el día que olvide el número de mi casa. Ya sin Michael, no veo necesidad de permanecer tan cerca del palacio y ahora vivo de tiempo completo aquí.

    Resultó imposible continuar el resto del día con la emoción y temor de mi secreto. Una vez en mi casa, no hay mucho de qué preocuparse. No había nadie. La muerte de mi esposa hace unos años se llevó consigo toda la vida y sonidos que una vez ocuparon las habitaciones. Sé que la mayoría de los viudos mantienen las posesiones de su esposa sin moverlas, como un altar: cada almohada, prenda y pañuelo usado. Pero una vez que falleció, hasta del perro me deshice. Fui un buen esposo y ella una buena esposa. Dedico una hora a la semana especialmente a pensar en ella, pero el resto del tiempo trato de vivir mi vida de modo tan normal como sea posible. Lo que puede parecer cínico para muchos es simplemente la única manera en la que alguna vez podré seguir con el resto de mis días.

    Examiné el viejo cuaderno sobre mi antiguo escritorio, que probablemente tenía la misma edad. La portada era varias sombras más oscura que su tono café ligero original, carcomido en las esquinas por el pasar del tiempo. La tinta apenas era legible y temía romper las páginas cada vez que les daba vuelta, pero, aunque era bastante tarde, no podía dejar de hacerlo. Nunca me había sentido tan vivo, tan cautivado y concentrado por algo en mis manos. Era la medianoche, pero no pude anticipar que pasaría las siguientes seis horas leyendo el cuaderno de principio a fin, sin tomar descansos para comer, beber ni dormir. Después de acabar, el sol comenzó a salir y la alarma de mi despertador sonó para despertarme de un sueño que nunca tuve. Ni siquiera de joven había pasado una noche entera sin dormir.

    Consideré mis opciones y concluí que podría quemar el cuaderno y olvidar por completo que alguna vez existió. Habría sido lo más fácil. Quemarlo lo habría desaparecido del mundo, pero nunca de mi memoria, por más mala que ahora fuera. Cuando se lo presenté a mis superiores, los directivos de la Sociedad de Historia Real, sabía muy bien la respuesta que darían. Me instruyeron inmediatamente nunca revelar la información a nadie, especialmente a la familia de Michael. Dijeron que sería imprudente, doloroso quizás, para todo el país si se enteraran de los eventos descritos en sus páginas. Amenazaron con despedirme, o peor, demandarme por divulgar información de la familia real al público. Pero algo que la gente olvida es que las amenazas solo funcionan con gente que tiene algo que perder.

    No hay forma de simplificarlo; sencillamente, sentí la obligación hacia Michael de compartir lo que en su momento decidió escribir y, sin duda, es una historia digna de contarse. Meses después, sus contenidos estaban en cualquier lugar que vendiera libros. A causa de eso me han llamado cientos de cosas que no me atrevo a repetir aquí. Como tal, indiferente a todas las amenazas y consecuencias, los contenidos del cuaderno secreto del ahora difunto rey Michael I de Rumanía son revelados al fin.

    4

    Como ahora saben, Michael gobernó como niño-rey hasta 1930, momento en que su padre Carol regresó y retomó el trono. Nuevamente príncipe, Michael no volvería a tomar la corona hasta 1940, con dieciocho años. Esto no es secreto. Lo que sí había permanecido oculto hasta ahora es que Michael desapareció por ciento veinte días a finales de 1939 sin que nadie supiera de su paradero. Cuatro meses de guerra en los que el príncipe de Rumanía estaba completamente ausente. Esto intencionalmente no se divulgó en las noticias. Lo último que un reino quebrantado por la guerra necesitaba era saber que su príncipe ni siquiera estaba en el palacio. El Gobierno hizo un buen trabajo en guardar el secreto. Mientras hubiera rey, el país tenía problemas más serios que saber el paradero del príncipe de diecisiete años.

    Michael regresó a Rumanía en diciembre de 1939, pocos meses antes de ser nuevamente coronado rey. Nunca habló de sus días desaparecido; ni siquiera al terminar la guerra ni después de casarse y tener hijas. ¿A dónde fue?, ¿por qué se fue?, ¿por qué regresó?, ¿qué hizo? Son preguntas que por años estaban destinadas a permanecer sin respuesta. Eso era un tema al que en ocasiones intenté dirigirlo, pero que él siempre evitó con convicción. Tras la muerte de Michael, asumí, como todos los demás, que nunca se resolvería. Me siento obligado ahora a compartirlo con el mundo. Hay demasiadas figuras en la historia que pretenden ser perfectas. El diario personal de Michael, cartas nunca enviadas, cartas recibidas, garabatos ilegibles, todo preservado de manera intacta en un grueso cuaderno, son un recordatorio de que ni siquiera el rey es libre de defectos.

    ***

    Carta encontrada sobre el escritorio de Michael. Bucarest, Rumanía; 25 de agosto de 1939.

    Para quien sea que encuentre esto primero:

    Discúlpenme. Discúlpenme por marcharme con tanta frialdad y sin explicación, pero estoy seguro de que las razones ahora son obvias. La incertidumbre en nuestra familia y el futuro con lo que sucede allá afuera es más de lo que puedo soportar. No duermo por las noches y los días son inaguantables sabiendo que en cualquier momento una guerra estallará. Peor aún, sabiendo que podría volver a ser rey. Mamá, sé que vives lejos y no es tu culpa. Lamento no haberte visto más a menudo. No te merezco como madre mía y jamás podré pagar la vida que me diste ni el dolor que te causaré al marcharme. Perdóname por no ser el príncipe que necesitabas que fuera. Papá, no te culpo por lo que has sido. Siempre fuiste duro conmigo, pero ¿cómo culparte si todos siempre han sido duros contigo? No has sido perfecto; no puedo perdonar lo que le has hecho a mi mamá, pero, para bien o para mal, siempre serás mi padre. Lamento dejarte sin tu hijo y al reino sin su príncipe, pero es algo que no quiero volver a ser. Que Dios los cuide en los tiempos que se avecinan. No piensen mucho en mí. Con suerte, no volverán a verme.

    M.

    No sería encontrada hasta la mañana siguiente por Andrei, el sirviente personal de Michael, responsable de despertarlo y asistirlo en su rutina matutina. Usualmente acompañado por protección a toda hora del día, Michael salió sigilosamente por la madrugada antes de que cualquier alma despertara. Lo único que llevó consigo fue la mochila más rústica que pudo encontrar, algo difícil en el guardarropa de un príncipe. La llenó con una boina y ropa humilde de colores opacos que logró conseguir en sus raros viajes fuera del palacio, una cantimplora llena de agua, latas de atún, un abrelatas, un mapa del sureste de Europa, una copia de la Odisea de Homero, todo el dinero en efectivo que pudo juntar en las últimas semanas y, por supuesto, un pequeño cuaderno. Esa mañana de agosto de 1939, se dirigió al sur con ropa de viajero pobre. Dejó la carta sobre su escritorio, se miró en el espejo una última vez y dejó atrás la única vida que había

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1