Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

El tránsito
El tránsito
El tránsito
Libro electrónico330 páginas5 horas

El tránsito

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Había en la familia Mureau una especie de incapacidad para condenar las cosas.

Retrato psicológico de una familia durante la Segunda Guerra Mundial. Se trata de los Mureau, una familia que vive bajo el recuerdo de la pérdida de un miembro y atormentada por la dominación de madame Mureau. La aparición de un oficial alemán motiva el cambio de sus destinos.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento4 jul 2018
ISBN9788417447908
El tránsito
Autor

Carlos A. Balboa

Carlos A. Balboa (Madrid, 1973) estudió Derecho en el Real Colegio Universitario María Cristina del Escorial. Ha desarrollado su carrera profesional en departamentos de gestión económica de grandes empresas. Actualmente es director financiero de un grupo empresarial.

Relacionado con El tránsito

Libros electrónicos relacionados

Ficción histórica para usted

Ver más

Artículos relacionados

Categorías relacionadas

Comentarios para El tránsito

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    El tránsito - Carlos A. Balboa

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta obra son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados de manera ficticia.

    El tránsito

    Primera edición: junio 2018

    ISBN: 9788417447175

    ISBN eBook: 9788417447908

    © del texto:

    Carlos A. Balboa

    © de esta edición:

    , 2018

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    Capítulo 1

    «Tan extraña es la soledad», pensó Olga. Experimentaba la sensación de que era algo real, una propiedad que se adhería a la superficie de las cosas, semejante al polvo o a una mancha que pudiera ser barrida o limpiada. Abrió las ventanas muy temprano. Allí estaban el bosque, las montañas, la tierra húmeda, el amanecer. Todo le parecía de cartón, como un decorado iluminado escénicamente, solo las pequeñas partículas de agua que ascendían hasta su ventana y que cubrían los campos a lo lejos en una especie de ensoñación melancólica evidenciaban de algún modo la vida. Se llevó una mano al pecho y tosió levemente, víctima de una gripe que arrastraba desde hacía tres semanas y que le envolvía la cabeza por entero. Sujetaba un pañuelo arrugado en la mano que se acercaba a la nariz mientras sentía pinchazos en uno de sus costados. Permaneció inmóvil frente a la ventana, con la mano derecha sobre el pecho mientras el brazo izquierdo sostenía el derecho, rodeando su propia cintura y agarrando la tela del camisón junto al pañuelo, luego se giró hacia la cama donde yacía dormida su hija Charlotte. Su sueño era un encanto óptico. Se distinguía el leve ascender y descender de las mantas sobre su pecho, pero no había la misma oscilación en su rostro, sino que este se mantenía sereno en una especie de luminoso ascetismo. Se tumbó a su lado y retiró de su cara el cabello, primero cuidadosamente con el dedo índice y el pulgar, luego filtrando mechones enteros entre los dedos, cada vez cerrando más el cabello contra las sienes y la cabeza. Su respiración era silenciosa, como si se estuviera aferrando al interior, a las paredes del sueño. Acompasaba las transparentes caricias de su madre con profundas respiraciones. Luego hace un esfuerzo por abrir los ojos empañados de sueño. Mueve su cuerpecillo contra el de Olga en busca de un beso. Le preceden las rodillas.

    —No, mi amor, no eres inmune a la gripe —le dice Olga presintiendo su enfermizo estado.

    —Vale, lo admito, pero dame un beso —dice frotándose sus ojos, que se llenan por dentro de fosfenos, trata de abrirlos y su expresión es de ilimitada y alegre niñez. En un gesto se echa encima de su madre—. Además, me gusta tu voz ronca, mamá, quiero una como la tuya para cuando vuelva a empezar el colegio —dice.

    Para cuando empiece el colegio. París queda tan lejos. Hoy se cumplen tres años de la muerte de Olivier. Hoy mismo comienza en la ciudad el juicio contra Missak Manouchian, el armenio. Hay una fotografía suya en los periódicos, en uniforme militar, con un largo abrigo verde marrón, una mano sujeta su cinturón y la otra la guarda en el bolsillo, en cierto modo trata de expresar algo, pero es una fotografía extraña. Eleva el pecho, ladea la cabeza, es casi un estado ocasional con la rareza de esa media sonrisa, aunque en esa fotografía está ya expresando su propia muerte. Reivindicándola. No aparecen en la fotografía, pero está rodeado de soldados, hombres de los suyos. La vida está cancelada para todos ellos, suspendida en algún sitio. Sí, la Historia es demasiado grande para soportarla, terminará por consumirnos a todos de acuerdo al papel que hayamos adoptado. Manouchian se ha sometido a ella y morirá debido a esto, porque la vida tiene su propia autoridad, una especie de autonomía productiva, como si no hubiera un estado intermedio, un discreto hueco por el que pudiéramos filtrarnos, escondernos de esa omnipresencia de los sucesos. ¿Cómo lo hace Charlotte? ¿Cómo se puede vivir desafectada, ingenuamente? Porque está viviendo el presente mismo, y los niños son la más clara expresión de este, el presente está concebido de algún modo para ellos, el pasado apenas lo recuerdan, es algo difuso y lleno de espectros. Sin embargo, para los adultos estos tienen una fuerza violenta que se proyecta en el futuro. Olga lo sabe, lo sabe porque se había puesto a gritar aquel día cuando Olivier fue arrastrado varios metros por su propio caballo. El cuerpo había quedado inmóvil al principio del boscaje. Incluso el caballo se había quedado quieto, basqueando en la tierra con una de las patas delanteras, sin llegar a posarla, a unos metros de Olivier. Olga había salido corriendo en aquella dirección, y le parecía que no corría lo suficientemente rápido a través de las borrosas praderas cuyas diferencias de nivel la hacían tropezar y la distancia era cada vez mayor y ella era incapaz de reducirla. Y el animal negro, absurdamente tranquilo, se destacaba con nitidez a lo lejos mientras fogonazos cruzaban por su cerebro y entrecortaban su respiración. Y el corazón golpeaba contra su pecho, yendo y viniendo de un lado a otro por dentro de la caja torácica. No, hoy Olivier monta a caballo como sin darle importancia, firme como un soldado a caballo, allí, a lo lejos, difuso entre las pequeñas partículas de agua. Salta obstáculos y madame Mureau, la madre de Olga, aplaude, sentada, coronada en el porche. Luego él se gira y al acercarse muestra sus encantos con esa particular y blanca sonrisa que Olga recuerda eróticamente. Una sonrisa penetrante, era como una elevación con múltiples detalles: orgullo, desprecio, etc. Olga se estremecía y otras veces a causa de no sabía qué cosa le atacaba por dentro semejante actitud ostentosa porque lo imaginaba sonreír de ese modo mientras acudía a una secreta cita en el bosque de Fontainebleau, proyectando una sombra sobre una mujer de baja estatura y diciéndole «parasiempres» y aspirando absolutos mientras cogía sus manos entre las suyas y clavaba esa sonrisa en su mirada de baja estatura. Eran imaginaciones suyas, pero él no las desmentía, sino que las alimentaba con sensual crueldad: «¿Qué hay de terrible en esa cabeza tuya? ¿acaso no entiendes que el amor es decepcionante?, ni tan siquiera me interesa estéticamente, esos estados melancólicos y flotantes, esa ridícula e hipersensible afección, las confesiones, la desesperación, la amargura…, pero, dime, ¿cómo es de bella esa mujercita que imaginas?». Olga no contestaba porque era una mujer celosamente enamorada.

    Recordaba tantas escenas…, no había nada más cruel que la memoria, evocando irremediablemente actos sin conexión, es decir, no era posible canalizar los recuerdos de una manera determinada repudiando aquellos que nos causaban dolor, sino que eran precisamente esos, los que causaban heridas más profundas, los que se materializaban en su mente. Los sentía bajo sus párpados. No podía comprender, sin embargo, de qué modo el rostro de Olivier no era ya una imagen, sino una sensación. Para recordar un rostro este debe expresarse en una cierta composición, la memoria no es fotográfica propiamente, sino que requiere de una secuencia, una evolución con sus luces, con las distintas ornamentaciones y las mutaciones de las horas. Al contemplar a Charlotte o a Alexander se reproducían invariablemente gestos que eran de Olivier, de tal manera que al recordar a Olivier percibía débiles rasgos de sus hijos. La forma en que Alexander colgaba la camisa sobre la silla, con delicadeza y lentitud, como si estuviera desempeñando una tarea superior, o la manera en que comía un sándwich sobre un libro de geografía abierto y extendiendo cada una de las hojas levemente y sosteniendo cada página entre los dedos casi sin ejercer presión en un larguísimo silencio en el que estaba como ausente y las cosas ordinarias de la habitación se proyectaban muy a lo lejos, y él se convertía así en el centro neurálgico de algo, era muy parecida a la forma en que Olivier reducía el mundo de Olga con esa tranquila y pausada exteriorización de sí mismo, cuya figura parecía nimbarse o aureolarse semejante a la aparición de un ser de otro mundo, y entonces ella se sentía mucho menos de lo que era en la comparación subjetiva que hacía de sí misma. Ella, siempre dispuesta a ser una especie de flanco que colgara de Olivier, una cosa pequeña y extraña, casi como un rasgo de Olivier, lo sentía así a propósito de múltiples cosas, pero se le hacía evidente sobre todo cuando se encontraban junto a otras personas. Aunque Olivier no era un hombre colérico, jamás tenía consideración hacia los demás cuando entablaba una conversación, como si no necesitara que hubiera alguien al otro lado de sus palabras, el ser laureado por todo el mundo como un brillante hombre de Estado, había ejercido en él no la corrección de determinados detalles sobre los que nunca sentía remordimiento alguno, sino precisamente lo contrario, la autoafirmación de todas esas acciones cometidas en nombre de no sabía qué finalidad o necesidad interior, así, Olga se individualizaba en él, justificando todos aquellos actos tan próximos a la locura de Olivier. ¿Acaso se había atormentado este cuando prendió fuego a ese asqueroso cubil de abogados o cuando había lanzado a través de las ventanas de su despacho en un segundo piso de una calle en Le Marais todo el mobiliario? Preso de una fuerza que solo podía finalizar por una de mayor intensidad y que, por tanto, eran ambas algo carente de fundamento. Un cabello oscuro, con un remolino que brotaba de la base del cráneo, con las patillas encanecidas prematuramente y una belleza que tentaba por igual a hombres y a mujeres, una mandíbula que parecía de acero y cuya seca arrogancia tenía el rango de la perfección. Labios anchos y un tono de voz de tal intensidad que cada cosa que salía de sus labios se convertía en dogma. Alfonse, el marido de la hermana de Olga, que por lo general se mantenía ajeno a todo lo que no fuera él mismo, trataba siempre de brillar ante él, fingiendo un falso interés en asuntos políticos con absoluto desconocimiento, confundiendo las fuerzas militares de uno o de otro país y acentuando con solemnidad una verborrea confusa y absurda de ideas de periódico de segundo orden. Para él, por ejemplo, por su carga semántica la RAF debía ser alemana, sonaba fuertemente como una palabra alemana y, por tanto, era alemana, normalmente era insuficiente que le corrigieran una o dos veces pues cuando Alfonse tomaba algo por verdadero era difícil que le diera un nuevo sentido, si la RAF bombardeaba Wuppertal, repetía mentalmente Wuppertal con un exagerado acento inglés e imaginando un pueblo de campiña absolutamente británico.

    Y, sin embargo, ¡qué diferente era Olivier cuando estaba junto a Alexander y Charlotte! Los idolatraba hasta tal punto que había veces en que no soportaba la presión de sentir con tanta intensidad. La manera en que extraían de él su propia infancia, fragmentada u olvidada a medias y que tanto echaba de menos con un loco anhelo. Sus hijos eran una puerta abierta al amor puro. Utilizaba entonces un lenguaje análogo al suyo, simplificando las palabras e incluso los actos como un camino hacia su misma inocencia. «Ser niño es una sensación, el sentimiento más elevado que pueda haber», le decía entonces a Olga. Y esta creía que ese rostro de hombre de Estado era un disfraz con el que penitentemente se ganaba la vida. Su verdadera naturaleza era esa, junto a los niños. Llena de emociones e irresponsabilidades, llena de tazones de leche y bizcochos, de tiernos dientecitos que asomaban en un lento descenso, lechuzas y lobos y lunas llenas y saltos a la manera de las ranas y vueltas y más vueltas y las cabezas sudadas precipitando la noche. Y esa serenidad con la que calmaba a Alexander durante las noches en que turbias imágenes venían a su mente. «Allí, en el techo, en esa oscuridad de ahí», decía Alexander, y Olivier veía con claridad la pesadilla. En esa oscuridad gravitaban los sueños lúgubres, torsos grotescos que parpadeaban con los fulgores rojizos de la chimenea y que él modificaba inmediatamente, tratando de convertir la oscuridad en algo deseable sirviéndose de esa magia o fenómeno sensible que existía en ella. «El interior de tus bolsillos también es un lugar que está a oscuras y, sin embargo, qué agradable es durante el invierno meter las manos dentro, ¿qué guardas ahí? No lo sabes, pero trata de imaginar lo que es, yo veo anillos de humo, blancos y suaves, que se pegan a las manos al sacarlas, y a los que puedes dar forma para convertirlos en todo aquello que tú quieras, un dragón, un muro…». Y Olga creía entonces que era suficiente, que la vida se cumplía con la eficiencia de los ciclos tras las cortinas, días ungidos con luces y sombras a derecha y a izquierda, así, como si no hubiera nada apremiante en su vida, todo aceptable, repetitivo, sin interrogaciones, pero la vida de alguna manera se abalanzaba sobre ella con esa forma de las letras de cambio, cuyo vencimiento era una exhortación al tiempo. Y luego un día se había desatado esa guerra y había despertado en Olga un extraño deseo de vida, porque deseaba que ocurrieran cosas, ser flagelada por la vida, castigada, ¡todo estaba siempre tan tranquilo! Al amanecer en París, la vida desfilaba, sí, de alguna manera desfilaban hombres y mujeres entregados absurdamente a una vasta existencia de la nada. Un abrigo nuevo, una deuda cancelada, reuniones de amigos, y esas pequeñas satisfacciones que a cada minuto se pudrían en la tierra como se pudren al sol las algas marinas. Una nada superable, continuamente superable, semejante al cansancio de ese parvulario que repite sin tregua una misma suma día tras día, mientras el tiempo se mantenía sólido, fiel a sí mismo. La manzana también se pudría en el simple contacto con la tierra y el agua del río fluía precipitándose sobre su propio lecho impregnando la vida, los huertos, cascadas, torrentes, pequeños médanos de tierra que se derrumbaban disolviéndose con la lluvia, nuevos médanos como pequeñas playas que surgían en el mismo sitio cuando la lluvia se retiraba. Y en medio de todo ello, Olivier, un dios, un diablo, con su actitud reposada, su vista al frente, su ancha sonrisa y su plena integración en la vida. Con esa afinidad con el resto de hombres, no demasiado franca en realidad pues consideraba a sus semejantes como algo insignificante, algo que colocaba siempre detrás de sus acciones, a tales causas tales efectos y a tales hombres tales consideraciones, aunque no encontrara plena estabilidad si no era junto a ellos. La vida tenía sentido cuando anudaba su corbata frente al espejo alzando la barbilla y enroscándose a sí mismo con una plena y poderosa sensación, y adquiría aún una mayor certeza de la vida y de sí mismo en las letras impresas en sus tarjetas de visita: Olivier de Blois. Un nombre cuya resonancia evocaba en los demás la misma historia de Francia. «¡Ah!», decían en los despachos y en las oficinas como tratando de penetrar en la esencia o en el carácter de un apellido que serpenteaba a través de trece siglos de historia, y cuya grandiosa y breve forma traía a la mente multitud de detalles y de convicciones sobre lo que era la pertenencia a una familia aristocrática —si es que existía tal cosa—. ¡Así que era eso ser un de Blois! Un traje perfecto oscuro con vetas grises, una camisa pulcramente blanca, y esa libertad de espíritu explícita y rigurosamente definida que hacía frustrar a hombres y a mujeres, a los hombres por la coerción que ejercía sobre ellos mismos haciéndoles juzgarse, observarse a sí mismos y a ellas por lo mismo en las distintas relaciones y comparaciones que hacían de sus compañías masculinas.

    Olga se creería que ella era una extensión de él, igual que la carne que rodea los huesos, algo que Olivier hacía crecer y madurar cuando le venía en gana. Su habitación en París, su habitación en el castillo Mureau, un armario, un tocador, polvos de talco, perfumes, peines, flores secas, coloretes de color y aspecto terroso, con los que Alexander jugaba, soplando suavemente sobre la superficie de los tarros, inclinando la cabeza sobre los diferentes polvos, que se quedaban flotando levemente extáticos sobre el haz de luz de la lámpara. Olores y colores que Alexander identificaba plenamente con la realidad de su madre y que ella utilizaba a veces inconsecuentemente para paliar esa sensación del irse de las horas muertas, aterciopelando su piel en el reflejo del espejo, poniendo gotas de magnolia y almizcle en sus muñecas como lágrimas: «¡Es extraordinario lo guapa que estás! ¡Totalmente bella!», le decía Olivier poniendo las manos sobre sus hombros tras ella en el reflejo del espejo, y utilizando diástoles entre las palabras. Sin que Olivier se diera cuenta de que la belleza de Olga reclamaba únicamente de la luz y de la sombra, que no había nada tan bello como esas horas púrpuras que se posaban de una manera natural con sus colores rosas y violetas sobre las redondeadas mejillas de Olga, nada tan bello como esa nariz hebraica, como esos ojos oscuros donde a veces temblaban los brillos prematuros del día y que eran unos ojos terribles y hermosos cuando callaban cosas y terriblemente hermosos en aquel momento impersonal y abstracto en que Olga sentía convulsiones y ausencia del ser desde el interior de su vientre cuando Olivier yacía sobre ella buscando las raíces mismas de sus entrañas, y que era algo cercano a la demencia que hacía que agarrase las sábanas fuertemente entre las manos a fin de sostenerse en ese desbordamiento, de sujetar de algún modo ese exceso del cuerpo, en una mezcla contradictoria de síes y de noes que se iban excluyendo uno a otro continuamente. Nada tan bello como esa piel tan complejamente blanca, tan variable, que como sobre un lienzo la luz operaba sus propias fuerzas o disipándose por completo, o llenando la piel de extrañas y bellas conciliaciones de brillos y de sombras.

    Olga lo veía ahora mismo, junto a Charlotte, ella misma lo sentía por las noches como se siente después de los años un miembro amputado. Tres años llevaba en la tumba: «¡Ahora eres el último varón de los Blois!», advertía entonces el señor Mureau a Alexander, con un tono de tal trascendencia que Alexander sentía la inmanencia de ser, esa cosa indefinible que de alguna manera encerraba dentro de sí misma numerosas cosas: un cabello Mureau, un gesto de Blois, las manos pequeñas, la forma de los ojos, piernas, brazos, una procesión de detalles mezclados y estigmas figurativos que lo resumían a él mismo. «No, abuelo, yo solo soy Alexander». Aunque poco a poco, a la edad de doce años, fuera capaz de reconocer en su propio rostro el rostro de sus padres como si de alguna forma se estuviera construyendo a sí mismo frente al espejo uniendo un trozo junto a otro y de una manera que era en cierto modo irrevocable. Sí, porque había implícita en la comparación un devenir, un destino latente y a la inversa, una misma sensación de cosas vividas, de certidumbres sobre el pasado, ¿no era en realidad una ventaja? Olga sostenía una taza de té, y sus manos eran anchas y su mirada estaba perdida en el amor apagado y en el estrecho roce de los labios en la taza. Sí, así sería entonces la tristeza de ambos: una melancolía inmóvil y hermética y resignada que atravesaba el castillo Mureau con un paso lento como un velo.

    Aunque en sí misma no fuera ya una tristeza, sino también una especie de tránsito, igual que cuando se produce un cambio de estación y el ave migratoria se siente interiormente obligada a abandonar sus plumajes por otros nuevos. Un proceso natural que envolvía a todos los miembros de la familia de tal manera que había algo que separaba el ritmo histórico de la guerra con el mundo interior del castillo. Los americanos habían bombardeado la base naval de La Rochelle, la mayor base de submarinos del Atlántico, surcando y oscureciendo el cielo a veintitrés mil pies sobre el nivel del mar mientras el mar rugía sobre el sonido metálico de los engranajes de motor de los aviones. Y, sin embargo, había en la familia Mureau una especie de incapacidad para condenar las cosas y no porque no tuvieran la suficiente magnitud humana, sino por la multiplicidad de condiciones y distancia y alejamiento del orden universal que reinaba entre ellos y el mundo exterior. La guerra era una sensación que flotaba en algún punto indeterminado del propio tránsito de sus vidas. «¡Qué extraño que el mundo ande matándose!». «¡Qué!», contestaba el señor Mureau, «el hombre lleva en guerra desde que es hombre, Caín exigió su derecho de ciudadanía, pero imagina, cualquier día de estos, una mañana cualquiera, abriremos el periódico y no habrá guerra en ningún lugar del mundo, millones de seres sentados, sin anhelos, seres de dos dimensiones, arrastrando una especie de desnudez humana y emocional, o esto o los pondrán a trabajar inútilmente, ¡no quedará maldita cosa con la que alimentar a las fábricas!».

    No quedará maldita cosa en ningún sitio, excepto ese aire cerrado y mustio, esa abstracta quietud que asaltaba a Olga a cada momento, como el vaho de la taza de té que desayunaba junto a Alexander y Charlotte y que tenía ese suave irse sinuoso de incienso. No se le iba ni siquiera cuando Alexander se precipitaba sobre los panecillos y la mantequilla y volvía a meter el codo y derribar la taza de café y Charlotte soltaba cosas divertidas sobre la torpeza de Alexander: «¡Oye, el hambre no te deja comer!», y la pequeña silueta de Alexander tras la mesa de cuarzo en el porche devolvía una expresión de ardilla con sus mofletes hinchados, y las cosas sobre la mesa o eran demasiado altas o habían surgido de la nada de repente en un loco paroxismo de tazas, teteras, cubiertos, cafeteras y platos. Y Olga los miraba y eran Alexander y Charlotte, sus hijos, recorriendo los interminables pasillos del castillo llenos de espectros, mientras jugaban como hermanos usando el odio, el amor, la alegría, la tristeza, tan extraordinariamente hermanos que no sospechaban hasta qué punto sabían tocar esas teclas precisas que hacían doler al otro en las raíces mismas. Tan extraordinariamente hermanos que dondequiera que estuviera uno de ellos, si se le preguntaba al otro dónde estaba, este contestaba encogiéndose de hombros: mátame si no está en tal o cual sitio. Y eran los mismos secretos y la misma forma de mirar y el mismo color del cabello y eran tan iguales en los millones de cosas que los distinguían. Y a Olga le causaban una impresión de propiedad en la semiclaridad del día, cuando no se estaban quietos, y Charlotte tenía el pelo alborotado de sueño y hablaba consigo misma de cosas que no tenían fecha, evocando inmensos sueños de niña, poblando aquí y allá el castillo de diminutos seres de orejas puntiagudas y sin sentir el tiempo cuando dejaba a las flores sin pétalos en un me quiere o no me quiere que aún no tenía objeto a sus nueve años, y los pétalos caían al suelo con una sensación de inutilidad dejando a solas, entre sus dedos, el tallo con ese lecho luminoso y amarillo, como de diminutas puntas, de la margarita que semejaban una especie de cepillo. Y había algo sombrío en esa sensación de propiedad, algo excesivo, una contracción orgánica que se precisaba en su vientre, en su pecho y que empezó el mismo día en que le habían cortado los cordones umbilicales mientras aún mantenía los muslos abiertos y desde entonces la sensación era algo más delicado ya que en el claustro materno eran nada más que una intuición, una irracionalidad de futuro, un estado. Ahora era consciente de sus cuerpos, de esas individualidades que se iban afirmando casi indómitamente, y todo se mezclaba porque el cielo estaba enturbiado, abigarrado de banderas. Y había un cielo alemán, y otro cielo holandés, y otro cielo francés, y otros cientos de cielos sobre aquel que se ofrecía como recompensa a los justos. Y había una guerra en el mar de Coral entre portaaviones americanos y japoneses, y otra en Birmania, y en Libia y en Samoa... Y el azul celeste se desvanecía y los ojos eran órganos fijos en el cielo con la forma de una boca abierta y nadie sabía ya qué sentir respecto a ninguna cosa. Todo tan humanamente absurdo, tan ilimitadamente absurdo que esa sensación de propiedad subjetiva que la tenía permanentemente en guardia, se proyectaba sobre sus hijos mezclando la guerra y la muerte de Olivier con la vida de sus hijos. Poco le importaban los destinos humanos cuando caminaba de la mano de Charlotte a la caída de la tarde, cruzando los senderos del bosque, y había una extraña quietud en los robles y los helechos, aunque los insectos estuvieran batiendo las alas o colgaran de las hojas con sus brillantes atuendos, una mansa quietud que la enloquecía y sentía entonces impulsos de apretar con fuerza la mano de Charlotte, y la brisa batía las hojas y esa calma era como si estuviera a punto de reventar por algún sitio. Y ella se sentía demasiado débil en su papel protector porque Olivier tenía una juventud perenne y una seguridad en sí mismo que se proyectaba en los demás, «la tristeza, la soledad, es lo único que poseo yo», se decía a sí misma sin perder de vista a lo lejos a Charlotte.

    —¡Charlotte, no te alejes tanto! —Y las ramas de los robles parecían unidas en lo alto de sus copas en un traslúcido techo que dejaba pasar unas líneas anaranjadas de luz en cuyo encantamiento había una multiplicidad de cosas. Un color se hallaba mezclado con otro formando una única categoría, una única existencia. Y a través de los colores, Charlotte corriendo de aquí a allá, deteniéndose ante cualquier cosa que llamara su atención, el morado del revés de una hoja de árbol, los hilos plateados del reverso y el resto de dimensiones. Volvía la cabeza un segundo esperando a su madre y en seguida desaparecía de nuevo. Por las noches caía rendida del día, a medida que se le leía un libro sus ojos se cerraban con el peso alfabético que tenían tantas palabras, y Olga sentada sobre la cama, silenciosamente recorría con el dedo índice sus cejas y besaba sus ojos, y su voz no se callaba, sino que se iba perdiendo gradualmente en el sueño de Charlotte. Luego, se tumbaba ella a su lado, ya había dado las buenas noches a Alexander, se había

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1