Tres mujeres
Por Tarryn Fisher
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Imagina que tu marido tiene otras dos mujeres.
Nunca te vas a encontrar con las otras esposas. Ninguna conoce a la otra y a causa de este acuerdo tan poco convencional solo puedes ver a tu marido una vez por semana. Pero le quieres tanto que no te importa. O al menos es lo que te dices a ti misma.
Un día, haciendo la colada, encuentras un trozo de papel en su bolsillo, en él una cita con una mujer llamada Hannah, y sabes que es otra de las esposas.
Pensabas que estabas bien con el acuerdo, pero no lo puedes evitar, la buscas, la encuentras… y bajo falsedades te conviertes en su amiga. Hannah no sabe quién eres de verdad. Entonces empieza a aparecer en vuestros encuentros con moratones y te das cuenta de que su marido la está maltratando. Que por supuesto también es TU marido. Pero no sabías que era violento, nunca lo ha sido.
¿Quién es exactamente tu marido y hasta dónde quieres llegar para saberlo?
¿Y quién es la misteriosa tercera esposa?
«Fisher inserta con gran habilidad momentos de duda, anhelo, paranoia y triunfo en una historia inquietante. Los fans del suspense se verán sin duda recompensados».
Publishers Weekly
«Encantará a los fans de Perdida de Gillian Flynn... La historia, como el guion de una película, se va construyendo en un crescendo emocional y psicológico que mantiene a los lectores con todos sus sentidos alerta hasta la última página».
USA Today
«No podía dejar de leer… te comes las uñas, se te para el corazón desde el mismo inicio; una novela con personajes que a la vez te cautivan y te repelen. He disfrutado de cada palabra. SEIS ESTRELLAS».
Alessandra Torre, autora de El amor que llegó de Hollywood
«Un thriller que se lee sin tregua, con una trama llena de intriga y de giros sorprendentes».
Booklist
«La autora mantiene un férreo control sobre una trama que discurre a la velocidad del rayo, y los extremos a los que es capaz de llegar su protagonista para recuperar su vida hacen que la lectura sea increíblemente satisfactoria».
Kirkus
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Tres mujeres - Tarryn Fisher
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Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.
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Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
Tres mujeres
Título original: The Wives
© 2019 by Tarryn Fisher
© 2021, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.
Publicada originalmente por Graydon House
© De la traducción del inglés, Isabel Murillo
Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.
Diseño de cubierta: Rudesindo de la Fuente - Diseño gráfico
Imágenes de cubierta: Shutterstock
ISBN: 978-84-9139-700-7
Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Uno
Dos
Tres
Cuatro
Cinco
Seis
Siete
Ocho
Nueve
Diez
Once
Doce
Trece
Catorce
Quince
Dieciseis
Diecisiete
Dieciocho
Diecinueve
Veinte
Veintiuno
Veintidós
Veintitrés
Veinticuatro
Veinticinco
Veintiséis
Veintisiete
Veintiocho
Veintinueve
Treinta
Treinta y uno
Treinta y dos
Treinta y tres
Treinta y cuatro
Treinta y cinco
Treinta y seis
Agradecimientos
Para Colleen
UNO
Viene todos los jueves, cada semana. Ese es mi día, hecho a medida para mi nombre, porque casualmente me llamo Thursday. Es un día de esperanza, perdido en medio de los días más importantes; no es ni el principio ni el final, sino una parada. Un aperitivo del fin de semana. A veces me pregunto por los otros días, y si esos otros días se preguntarán por mí. Las mujeres somos así, ¿o no? Siempre preguntándonos cómo serán las otras, con una curiosidad y un odio que acaban cuajando en lagunas emocionales. Aunque eso de poco sirve, la verdad; si te pasas el día formulándote preguntas, todo acaba saliendo mal.
Preparo la mesa para dos. Noto que estoy un poco colocada cuando pongo los cubiertos y tengo que pararme un instante a pensar dónde va cada cosa según las normas de etiqueta. Me paso la lengua por los dientes y sacudo la cabeza para espabilarme. Estoy tonta; en la cena solo estaremos Seth y yo, es una cita en casa. Y no es que hagamos gran cosa más; no salimos a cenar muy a menudo por riesgo a ser vistos. Imagínatelo… no querer ser vista con tu propio marido. O que tu marido no quiera ser visto contigo. El vodka que me he tomado antes me ha puesto a tono, me ha relajado piernas y brazos y me siento más suelta. Estoy a punto de tirar el jarrón de flores al colocar un tenedor al lado de un plato: un ramo de rosas del tono rosado más claro que he encontrado. Las he elegido por su insinuación sexual, porque cuando te encuentras en una posición como la mía, controlar al máximo el juego sexual es de vital importancia. «Mira qué flores más delicadas, pétalos rosas, ¿no te hacen pensar en mi clítoris? ¡Estupendo!».
A la derecha de las flores vaginales coloco dos palmatorias de plata con velas blancas. Mi madre me dijo en una ocasión que bajo la luz titilante de la llama de una vela, las mujeres podemos parecer hasta diez años más jóvenes. Mi madre le daba importancia a esas cosas. Cada seis semanas, el médico le clavaba una aguja en la frente y le inyectaba treinta centímetros cúbicos de bótox en la dermis. Estaba suscrita a todas las revistas de moda que se te puedan pasar por la cabeza y coleccionaba libros sobre cómo conservar al marido. Nadie se esfuerza tanto en conservar al marido, a menos que ya lo haya perdido. En aquella época, cuando mis ideales no estaban aún contaminados por la realidad, la consideraba una mujer superficial. Yo albergaba grandes planes para ser cualquier cosa que no fuese mi madre: ser amada, tener éxito, tener unos hijos preciosos. Pero la verdad es que los deseos del corazón no son más que una corriente que va en contra de la marea de tu crianza y la naturaleza de tu carácter. Puedes pasarte la vida nadando contra ella, pero al final te cansas y la corriente de los genes y la educación que has recibido te engulle. Acabé convirtiéndome en una mujer muy parecida a ella y solo un poco parecida a mí.
Acciono la rueda dentada del encendedor con el pulgar y acerco la llama a la mecha. El encendedor es un Zippo, con una gastada bandera de Gran Bretaña estampada en la carcasa. La lengua parpadeante de fuego me recuerda mi breve temporada con el tabaco. Para hacerme la interesante, básicamente; nunca me tragué el humo, pero me encantaba ver aquella cerecita encendida entre mis dedos. Mis padres me compraron las palmatorias como regalo de inauguración de mi casa, después de que yo las viera en el catálogo de Tiffany’s. Me habían parecido terriblemente elegantes. Cuando eres recién casada, ves un par de palmatorias y te imaginas las infinitas cenas íntimas que acompañarán. Cenas muy similares a la que celebraremos hoy. Mi vida es casi perfecta.
Miro por la ventana en saliente del salón mientras doblo las servilletas. La vista del parque se extiende debajo de mí. Hace un día gris, típico de Seattle. La vista del parque es la razón por la cual elegí este apartamento en vez del otro, mucho más grande y bonito, el que domina Elliott Bay. Por mucho que sepa que la mayoría se habría decantado por el apartamento con vistas a la bahía, yo prefiero tener vistas sobre la vida de la gente. Una pareja con el pelo blanco está sentada en un banco, de cara al camino por donde circulan cada pocos minutos ciclistas y corredores. No se tocan, aunque sus cabezas se mueven al unísono cuando pasa alguien. Me pregunto si Seth y yo seremos igual que ellos algún día, pero me sube rápidamente el calor a las mejillas cuando pienso en las otras. Imaginar lo que me deparará el futuro es complicado cuando debes tener en cuenta a las otras dos mujeres que comparten tu marido contigo.
Pongo en la mesa la botella de pinot grigio que he elegido hoy en el mercado. La etiqueta es aburrida, sin nada que llame la atención, pero el hombre de aspecto austero que me la ha vendido me ha descrito con gran detalle su sabor y se iba frotando las manos mientras hablaba. Y a pesar de que apenas han pasado unas horas, no recuerdo muy bien qué me ha dicho. Estaba distraída, concentrada en la tarea de reunir todos los ingredientes. La cocina, tal y como me enseñó mi madre, es la única manera de conseguir ser una esposa.
Retrocedo unos pasos y examino mi trabajo. En términos generales, la mesa ha quedado impresionante aunque, de todas maneras, sé que soy la reina de la presentación. Todo está en su debido lugar, tal y como a él le gusta y, por lo tanto, tal y como me gusta a mí. No es que yo no tenga personalidad, sino simplemente que todo lo que soy está reservado para él. Como debe ser.
* * *
A las seis en punto, oigo la llave girar en la cerradura y luego el siseo de la puerta al abrirse. Oigo el clic que produce al cerrarse y las llaves de él entrando en contacto con la mesita del recibidor. Seth nunca llega tarde, y cuando vives una vida complicada como la suya, el orden es importante. Me paso la mano por el cabello que con tanto esmero me he ondulado y salgo de la cocina al pasillo para recibirlo. Está mirando el correo y las gotas de lluvia resbalan por las puntas de su pelo.
—¡Has recogido el correo! Gracias.
El entusiasmo de mi voz me produce turbación. No es más que el correo, por el amor de Dios.
Seth deja las cartas en la mesita de mármol de la entrada, al lado de las llaves, y sonríe. Noto un vacío en el estómago, luego calor y una oleada de excitación. Me acerco hasta quedarme a escasa distancia de él, aspiro su aroma y hundo la cara en su cuello. Es un cuello espléndido, bronceado y ancho. Sostiene una cabeza con una estupenda mata de pelo y una cara clásicamente atractiva, con una minúscula insinuación de picardía. Me acurruco en él. Cinco días sin el hombre que amas es mucho tiempo. En mi juventud, pensaba que el amor era una carga. ¿Cómo ibas a poder hacer cualquier cosa cuando debías tener en cuenta a otra persona durante todos los segundos del día? Pero cuando conocí a Seth, todo eso se fue por la borda. Me convertí en mi madre: permisiva, complaciente, abierta de brazos y piernas tanto a nivel emocional como sexual. Me emocionaba y me provocaba repulsión al mismo tiempo.
—Te he echado de menos —le digo.
Le beso la parte inferior de la barbilla, luego ese punto tan sensible que tiene junto a la oreja y a continuación, me pongo de puntillas para llegar a su boca. Estoy sedienta de sus atenciones y mi beso resulta agresivo e intenso. Emite un gemido gutural y su maletín cae al suelo con un ruido sordo. Me rodea con los brazos.
—Una bienvenida muy agradable —dice.
Presiona con dos dedos los nudos de mi columna vertebral, como si tocara el saxofón. Los masajea con delicadeza hasta que yo me retuerzo contra él.
—Podría ser aún mejor, pero la cena está lista.
Sus ojos se vuelven neblinosos y me emociono en silencio. He conseguido excitarlo en menos de dos minutos. Me gustaría decir: «Supera eso». Pero ¿a quién? Noto alguna cosa desenroscándose en mi estómago, una cinta que se desenrolla, que se desenrolla. Intento sujetarla antes de que vaya demasiado lejos. ¿Por qué siempre tengo que pensar en ellas? El secreto para que esto funcione consiste precisamente en no pensar en ellas.
—¿Qué has preparado?
Desanuda su bufanda y la enlaza alrededor de mi cuello, me atrae hacia él y me besa otra vez. Su voz suena ardiente y traspasa mi frío trance. Dejo de lado mis sentimientos, decidida a no echar a perder nuestra noche juntos.
—Huele bien.
Sonrío y echo a andar en zigzag hacia el comedor, unos buenos golpes de cadera para acompañar la cena. Me detengo en el umbral de la puerta para observar su reacción cuando vea la mesa.
—Lo haces todo bonito.
Intenta alcanzarme con sus manos fuertes, bronceadas, recorridas por gruesas venas, pero me revuelvo en broma para apartarme de él. A sus espaldas, veo la ventana bañada por la lluvia. Miro por encima del hombro de Seth; la pareja del banco se ha ido. ¿Qué cenarán? ¿Comida china por encargo? ¿Sopa de lata?
Paso a la cocina, asegurándome de que Seth no deje de mirarme en ningún momento. La experiencia me ha enseñado que si te mueves de la manera adecuada, los hombres no pueden despegar la mirada de ti.
—Costillar de cordero —digo, hablando por encima del hombro—. Cuscús…
Seth coge la botella de vino de la mesa, la sujeta por el cuello y la ladea para estudiar la etiqueta.
—Un buen vino.
En teoría, Seth no bebe vino; con las otras no bebe. Por motivos religiosos. Pero conmigo hace una excepción, que tengo anotada como otra más de mis pequeñas victorias. Lo he engatusado para que comparta conmigo tintos intensos, merlots y frescos chardonnays. Nos hemos besado, reído y follado borrachos. Solo conmigo; eso no lo ha hecho con ellas.
Una tontería, lo sé. Soy yo quien ha elegido esta vida, y no se trata de competir, sino de aportar, pero es imposible evitar llevar la cuenta cuando hay otras mujeres implicadas.
Cuando salgo de la cocina con la bandeja de la cena sujeta con dos manoplas, Seth ha servido el vino y está mirando por la ventana, saboreando una copa. Debajo de la ventana de la duodécima planta, la ciudad tararea su ritmo nocturno. Por la parte frontal delantera del parque discurre una calle concurrida. A la derecha, fuera de nuestra vista, está el Sound, salpicado de veleros y transbordadores en verano, y cubierto por la niebla en invierno. Desde la ventana del dormitorio, se ve una extensión de agua que puede estar en calma o revuelta. La vista perfecta de Seattle.
—La cena me da igual —dice—. Te quiero ahora.
Su voz suena autoritaria; Seth no suele dejar espacio para las preguntas. Es un rasgo de su personalidad que le ha resultado útil en todas las áreas de la vida.
Dejo la bandeja en la mesa. Mi apetito por una cosa se ha esfumado para ser sustituido por el hambre de otra. Sin despegar su mirada de mí en ningún momento Seth sopla las velas para apagarlas y pongo rumbo al dormitorio, palpándome la espalda en busca de la cremallera del vestido para empezar a bajarla. Muy despacio, para que él pueda mirar, retiro la capa de seda. Lo percibo detrás de mí: su voluminosa presencia, el calor, la anticipación de lo que está por llegar. Mi cena perfecta se enfría en la mesa, la grasa del cordero se solidifica en los bordes de la bandeja decorada con tonalidades anaranjadas y beis a la par que voy quitándome el vestido, me doblo por la cintura y dejo que mis manos se hundan en la cama. Tengo las muñecas cubiertas por el edredón cuando sus dedos me arañan las caderas y enganchan la cinturilla elástica de mis bragas. Me las baja, y cuando resbalan hasta la altura de mis tobillos, me libro de ellas de una patada.
El «tinc» del metal y luego el «zzzwiiip» de su cinturón. No se desnuda; solo se escucha el sonido amortiguado del pantalón cuando se desliza hasta sus tobillos.
Después, envuelta en un albornoz, recaliento la cena en el microondas. Noto una pulsación entre las piernas, un hilillo de semen en el muslo; estoy dolorida en el mejor sentido posible. Le llevo el plato hasta el sofá, donde, descamisado, Seth se ha tumbado. Con un brazo por encima de la cabeza, es la pura imagen del agotamiento. Por mucho que lo intente, me resulta imposible borrar la sonrisa de mi cara. Esta sonrisa de colegiala es como una grieta en mi fachada habitual.
—Eres preciosa —dice cuando me ve. Su voz suena ronca, como le sucede siempre después del sexo—. Me encanta follarte. —Me acaricia el muslo y coge el plato—. ¿Recuerdas esas vacaciones de las que estuvimos hablando? ¿Adónde quieres ir?
Esta es la esencia de la conversación postcoital con Seth: después de correrse, le gusta hablar del futuro.
¿Que si me acuerdo? Pues claro que me acuerdo. Recompongo mis facciones para parecer sorprendida.
Lleva un año prometiéndome unas vacaciones. Solos los dos.
Se me acelera el corazón. Llevo tiempo esperando esto. No quería presionarlo porque sé que está muy ocupado, pero aquí lo tengo: mi año. He estado imaginando todos los lugares donde podríamos ir. Al final, he restringido la búsqueda a un lugar de playa. Arenas blancas y aguas de color lapislázuli, largos paseos a orillas del mar dándonos la mano en público. ¡En público!
—Pensaba en algún sitio cálido —respondo.
No lo miro a los ojos, no quiero que vea lo ansiosa que estoy por tenerlo solo para mí. Soy absorbente, celosa y mezquina. Dejo que el albornoz se abra cuando me inclino para dejar la copa de vino en la mesa de centro. Introduce la mano y la ahueca para abarcarme un pecho, como sabía que haría. En ciertos aspectos, es muy predecible.
—¿Islas Turcas y Caicos? —sugiere—. ¿Trinidad?
¡Sí y sí!
Me instalo en el sillón, delante del sofá, y cruzo las piernas de tal modo que el albornoz vuelve a abrirse y deja a la vista un muslo.
—Elige tú —replico—. Has estado en más lugares que yo.
Sé que eso le gusta, lo de tomar las decisiones. ¿Y qué me importa a mí adónde vayamos? Mientras lo tenga durante una semana entera, sin interrupciones, sin compartirlo. Durante esa semana, solo será mío. Una fantasía. Pero ahora llega el momento para el que vivo y, que a la vez, tanto temo.
—Cuéntame qué tal te ha ido la semana, Seth.
Deja el plato en la mesita y se frota las puntas de los dedos. La grasa de la carne los ha dejado brillantes. Me gustaría acercarme y llevarme esos dedos a mi boca, chuparlos hasta dejarlos limpios.
—Lunes no se encuentra nada bien, el bebé…
—Oh, no —dijo—. Está aún en el primer trimestre, eso le durará unas cuantas semanas más.
Seth mueve la cabeza en un gesto de asentimiento y en sus labios asoma una leve sonrisa.
—Pero a pesar de las náuseas, está muy emocionada. Le compré uno de esos libros con nombres para bebés. Está subrayando los que más le gustan y cuando vaya a verla de nuevo los repasaremos juntos.
Siento una punzada de celos y la alejo de inmediato.
Esta es la parte más memorable de mi semana, oír detalles sobre las otras. No quiero echarlo a perder con sentimientos mezquinos.
—Emocionante, sí —digo—. ¿Y ella qué quiere, niño o niña?
Ríe y se levanta para ir a la cocina y dejar el plato en el fregadero. Oigo correr el agua y luego la tapa del cubo de basura después de que tire la servilleta de papel.
—Ella quiere niño. Con el pelo oscuro, como yo. Pero a mí me parece que, tengamos lo que tengamos, tendrá el pelo rubio, como ella.
Me imagino a Lunes: melena rubia lisa como una tabla, bronceado de surfista. Es delgada y musculosa, con una dentadura blanca y perfecta. Ríe mucho —sobre todo por las cosas que él dice— y está juvenilmente enamorada. Seth me comentó un día que tiene veinticinco años, pero que parece una colegiala. En condiciones normales, vería con malos ojos a un hombre que pensara eso, que persiguiera el cliché que los hombres buscan en las mujeres más jóvenes, pero en el caso de Seth no se aplica. A Seth le gusta la conexión.
—¿Me lo dirás cuando sepas lo que vais a tener?
—Falta aún para eso, pero sí. —Sonríe y la comisura de su boca se eleva—. Tenemos cita con el médico la semana que viene. Tendré que ir directamente hacia allí el lunes por la mañana.
Me guiña el ojo y carezco de la habilidad suficiente como para esconder mi rubor. Tengo las piernas cruzadas y muevo el pie hacia arriba y hacia abajo mientras noto el calor inundándome el vientre. Sigue ejerciendo sobre mí el mismo efecto que el día en que nos conocimos.
—¿Te preparo una copa? —pregunto, y me levanto.
Me acerco al mueble bar y le doy a la tecla «Play» del equipo de música. Por supuesto que quiere una copa, siempre quiere una copa durante las veladas que pasamos juntos. Un día me contó que en su despacho guarda ahora en secreto una botella de whisky y me regodeo mentalmente por mi mala influencia. Tom Waits empieza a cantar y cojo la botella de vodka.
Antiguamente le preguntaba por Martes, pero Seth duda más en hablar sobre ella. Siempre lo he atribuido a que Martes está en una posición de autoridad por ser la primera esposa. La primera esposa, la primera mujer que él amó. En cierto sentido, resulta desalentador saber que no soy más que su segunda elección. Me he consolado a menudo con el hecho de que sí soy la esposa legal de Seth, que a pesar de que ellos dos siguen juntos, tuvo que divorciarse de ella para casarse conmigo. Martes no me gusta. Es egoísta; su carrera profesional ocupa un papel dominante en su vida, el espacio que yo reservo para Seth. Y aunque lo desapruebo, tampoco es que la culpe por ello. Seth está fuera cinco días a la semana. Tenemos un día de rotación en el que vamos turnándonos, pero nuestro trabajo consiste en llenar la semana con cosas que no sean él; en mi caso, con estupideces como hacer cerámica, leer novelas románticas y ver Netflix. Pero en el caso de Martes, ella llena ese tiempo con su profesión. Busco mi bálsamo labial en el fondo del bolsillo del albornoz. Fuera de nuestro matrimonio tenemos vida. Es la única forma de mantener la cordura.
«¿Otra vez pizza para cenar? », solía preguntarle yo. Seth me reconoció un día que Martes era más una chica de comida preparada que una chica de cocinar.
«Tú siempre tan crítica con las habilidades culinarias de los demás», me replicaba entonces, en tono de broma.
Saco dos vasos largos y los lleno de hielos. Noto que Seth se mueve por detrás de mí, se levanta del sofá. La botella de refresco para el combinado sisea cuando la abro y relleno a continuación los vasos hasta arriba. Antes de que me haya dado tiempo a preparar las copas, lo tengo pegado a mí, besándome el cuello. Ladeo la cabeza para que pueda acceder mejor. Coge su copa, se acerca a la ventana y yo tomo asiento.
Lo miro desde mi lugar en el sofá, noto la humedad de la copa en la mano.
Seth se sienta a mi lado y deja la bebida en la mesa de centro. Estira el brazo para rascarme la nuca y ríe.
Sus ojos bailan, flirtean. Me enamoré de esos ojos y de que siempre parece que estén riendo. Esbozo una sonrisa y me recuesto en él para disfrutar de la sensación sólida de su cuerpo contra mi espalda. Sus dedos ascienden y descienden por mi brazo.
¿Qué nos queda por hablar? Quiero asegurarme de que estoy familiarizada con todas las áreas de su vida.
—¿El trabajo…?
—Alex…
Se interrumpe. Observo cómo se pasa el pulgar por el labio inferior, una costumbre que me encanta.
«¿Qué habrá hecho ahora?»
—Lo he pillado en otra mentira —dice.
Alex es el socio de Seth; fundaron juntos la empresa. Por lo que alcanzo a recordar, Alex siempre ha sido la cara visible del negocio: el que se reúne con los clientes y contrata a los trabajadores, mientras que Seth es el que gestiona la construcción de las casas, el que se ocupa de las subcontratas y de las inspecciones. Seth me contó que la primera vez que tuvieron un encontronazo fue por el tema del nombre de la empresa: Alex quería ver su apellido incorporado en el nombre del negocio, mientras que Seth quería que incluyera el término «Pacific Northwest». Lo resolvieron sin que ni el uno ni el otro se erigiera vencedor, y finalmente se decidieron por Emerald City Development. Con el paso de los años, su atención al detalle y la increíble belleza de las casas que construyen les ha proporcionado clientes de alto nivel. No conozco a Alex; Alex no sabe que existo. Piensa que la esposa de Seth sigue siendo Martes. Cuando Seth y Martes llevaban poco tiempo casados, fueron de vacaciones con Alex y su mujer, una vez a Hawái y otra vez a esquiar a Banff. He visto a Alex en foto. Es un par de centímetros más bajito que su mujer, Barbara, que fue en su día Miss Utah. Achaparrado y con calvicie incipiente, es un tipo que parece de lo más engreído.
Hay mucha gente que no conozco. Los padres de Seth, por ejemplo, y sus amigos de infancia. Como segunda esposa que soy, tal vez nunca se me brinde esta oportunidad.
—Oh —digo—. ¿Y qué ha pasado?
Mi existencia es agotadora, con tantos juegos que jugar. Es la maldición de la mujer. Ser directa, pero no serlo excesivamente. Formular preguntas, pero no demasiadas. Le doy un sorbo a mi copa y me recuesto en el sofá.
—¿Te gusta esto? —pregunta Seth—. Es un poco extraño, que preguntes sobre…
—Me gustas tú. —Sonrío—. Conocer tu mundo, lo que sientes y experimentas cuando no estás conmigo.
Y es verdad, ¿no? Amo a mi esposo, pero no soy la única. Están las otras. Mi único poder reside en que lo sé. Podría desbaratarlo todo, sacar ventaja de ello, follármelo hasta que reventara y luego fingir un interés distante e indiferente, todo ello formulando tan solo unas pocas preguntas en el momento adecuado.
Seth suspira y se frota los ojos con los puños.
—Vayamos a la cama —dice.
Le estudio la cara. Por esta noche, ya ha hablado bastante. Me tiende una mano para ayudarme y la acepto. Dejo que tire de mí para ponerme en pie.
Y esta vez hacemos el amor, con besos profundos mientras lo enlazo con las piernas. No debería preguntármelo, pero lo hago. ¿Cómo es posible que un hombre ame a tantas mujeres? ¿Que tenga una mujer distinta prácticamente a días alternos? ¿Y dónde me ubico yo en la categoría de sus favores?
Se queda dormido enseguida, pero yo no. El jueves es el día que no duermo.
DOS
El viernes por la mañana, Seth se marcha antes de que yo me despierte. He estado moviéndome de un lado a otro y dando vueltas en la cama hasta las cuatro y luego debo de haberme quedado profundamente dormida, puesto que no lo he oído marcharse. A veces me siento como una jovenzuela que se despierta sola en la cama después de una aventura de una noche, con él largándose sigilosamente antes de que le dé tiempo a ella de preguntarle ni tan siquiera su nombre. Los viernes siempre me quedo en la cama más rato y observo el hueco que ha dejado Seth en la almohada hasta que el sol entra por la ventana y me da directo en los ojos. Pero hoy el sol aún tiene que extender sus dedos sobre el horizonte y miro su hueco como si estuviera dándome vida.
Las mañanas son duras. En un matrimonio normal, te despiertas al lado de una persona, validas tu vida con su cuerpo empapado en sueño. Hay rutinas y agendas, que acaban siendo aburridas, aunque son también un consuelo. Yo no tengo el consuelo de la normalidad, un marido que ronque y al que poder dar patadas durante la noche, ni dentífrico pegado al lavabo que friegas y friegas con frustración. Seth no se percibe en las fibras de esta casa y eso, la mayoría de los días, me duele en el corazón. Pasa poco tiempo aquí y luego se marcha a ocupar la cama de otra mujer mientras la mía se enfría.
Miro el teléfono y la aprensión me provoca mariposas en el estómago. No me gusta enviarle mensajes de texto. Imagino que a diario se ve