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La sociedad de la intolerancia
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Libro electrónico166 páginas3 horas

La sociedad de la intolerancia

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Entre las dimensiones de crisis de la democracia liberal hay una particularmente aguda: la creciente falta de respeto por la opinión de quienes no forman parte de nuestro grupo de referencia. Esto lo vemos continuamente en las redes sociales, en artículos de opinión de la prensa, incluso en reuniones de amigos. Lo que debería ser un hecho en una sociedad plural, la serena convivencia de opiniones divergentes sobre la política u otros aspectos de la vida social, ha dado paso a una sorprendente animadversión hacia quienes se manifiestan públicamente sobre algo que no nos gusta o no coincide con nuestra propia posición. Y no estamos hablando solo del ya habitual "troleo" o los intentos por denigrar al disidente; lo preocupante comienza a ser la voluntad de señalar y contribuir a perjudicar a quienes pensamos que sostienen opiniones "desviadas", como ocurre en lo que ya se conoce como la "cultura de la cancelación". El objetivo de este libro es tratar de levantar acta de este fenómeno, describir dónde y cómo se manifiesta, cuáles pueden ser las causas de esta transformación en la cultura pública de las sociedades democráticas, y cuáles son sus consecuencias. El núcleo del análisis gira en torno al significado último de la virtud de la tolerancia y advierte de los peligros de su progresivo debilitamiento.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento6 oct 2021
ISBN9788418807329
La sociedad de la intolerancia
Autor

Fernando Vallespín

Fernando Vallespin Oñaes catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid desde 1992, en la que ha ejercido casi toda su carrera académica, y donde ha ocupado cargos como el de vicerrector de Cultura, la dirección del Departamento de Ciencia Política o del Centro de Teoría Política. Ha sido presidente del Centro de Investigaciones Sociológicas de 2004 a 2008, y en la actualidad ostenta el cargo de director académico de la Fundación Ortega-Marañón. Ha publicado varios libros y más de un centenar de artículos académicos y capítulos de libros de ciencia y teoría política en revistas españolas y extranjeras, con especial predilección por la teoría política contemporánea. Colabora habitualmente en el diario El País y la Cadena SER.

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    La sociedad de la intolerancia - Fernando Vallespín

    Introducción: La erosión de la cultura política liberal

    Cuando el delegado del Gobierno en Madrid no autorizó la manifestación del pasado 8-M, la ministra de Igualdad, Irene Montero, proclamó que se estaba «criminalizando al feminismo». Quien dictó la prohibición lo hizo, como es obvio, porque lo exigía la situación sanitaria. Además, era del mismo partido con el que dicha ministra compartía gobierno. Eso no obstó para que declarara que quienes denegaron el permiso tenían una «agenda reaccionaria convenientemente engrasada». Recordemos que en ese momento Podemos se hallaba en plena disputa sobre el feminismo dentro de la propia coalición de gobierno, así que cuando hablaba de feminismo, del «criminalizado», debía de referirse al suyo propio, al que ella deseaba implantar, visto como el «auténtico», el que «debe ser»: el de los nuestros.

    Poco después, en cuestión de días, la Comunidad de Madrid prohibió que dicha ministra diera una conferencia sobre esos mismos temas en un instituto. La razón que se dio es que había que evitar que los jóvenes fueran adoctrinados. En este caso nos encontramos con el reverso de la misma patología, el presuponer que quien se desvía de lo que para los gobernantes conservadores de Madrid es la verdadera posición ante el problema debe ser silenciado. El disidente no opina, «adoctrina». Desde una perspectiva liberal clásica, lo lógico hubiera sido que a los bachilleres de Madrid se les ofreciera una muestra de las diferentes posiciones existentes sobre estas cuestiones de género y el problema de los trans, y que a partir de ahí ellos se construyeran la suya propia.

    No es preciso decir que algo así no se les pasa por la imaginación a quienes ya poseen un posicionamiento sobre algo que está endurecido, que es fijo e inalterable. Lo malo es que este mismo síndrome está presente en casi todo lo que nos encontramos en los debates públicos. Los ejemplos abundan, y a lo largo de este libro iremos presentando alguno más. Quienes, para bien o para mal, nos dedicamos a la actividad de estar en los medios de comunicación lo tenemos ya bien interiorizado, el machaque en las redes cada vez que se emite alguna opinión que no complace a alguien. Si por un casual se le ocurre a uno adoptar una actitud «equidistante» o no ajustada a la tendencia actual de reducir cualquier discusión a una disputa binaria, te agredirán por los dos lados. No hay salvación posible, te muevas hacia donde te muevas, siempre habrá alguien que se sienta agraviado por tu opinión y así te lo hará saber. Algunos con mayor o menor educación; otros, con total agresividad, con escarnio e incluso insultos. Lo que te pide el cuerpo al final es quedarte calladito, justo lo que no puedes hacer cuando te llaman para, precisamente, opinar.

    La otra opción, seguida por muchos como mecanismo de defensa o estrategia de supervivencia, es entrar tú mismo en ese juego y opinar siempre en contra de alguien. Ya que, diga lo que diga, lo que me espera es la ducha fría de la descalificación, el mal menor es tomar partido, así al menos se adquiere el beneplácito de una de las partes. Porque las reacciones no van solo en una dirección, la de la reprobación pública, también hay verdaderas olas de aplauso o encomio. Unos te machacan y otros te jalean. Y dentro de las condiciones en las que opera nuestra economía de la atención, lo importante es gozar de impacto, aun a costa de tener que renunciar a las matizaciones o incluso a lo que de verdad se piensa. Lo tengo más que comprobado: la rentabilidad directa de una columna, por ejemplo, depende de cuán radical sea el pronunciamiento a favor de alguna de las opciones enfrentadas, de la visceralidad de la crítica a algún actor político, de la descripción en blanco y negro. Como el autor se ande con matices, tome distancia de las partes o zurre a unos y otros, o entre en una exposición más o menos sofisticada y técnica, la repercusión sobre las redes disminuye considerablemente.

    Desde luego, muchos hacemos caso omiso a esas dinámicas y decimos lo que nos place, pero si algún día nos dejamos llevar por la pasión o consideramos que alguien merece algún correctivo serio, en ese caso enseguida nos sorprende el favorable efecto que encuentra. Y es difícil sustraerse al chute que proporciona el ser llevado en volandas por los entusiastas, e incluso el morbo de la reacción destemplada de los críticos. «Ladran, Sancho, señal que cabalgamos.» Eso, el ladrido, es la condición casi natural de nuestro nuevo espacio público. El caso es que los incentivos caen del lado de buscar la bronca, que favorece que lo escrito adquiera una mayor difusión, y en una cultura tan subordinada a lo cuantitativo y donde la precariedad es casi el estado natural de cualquier escribidor, hace que las firmas más leídas se aseguren la permanencia en sus respectivos medios. El beneficiario de este incentivo perverso es la polarización, la contundencia en las opiniones, la descalificación visceral de las que no encajan en lo exigido por el otro bando, la pérdida del matiz. Y, como aquí trataremos de justificar, el desvanecimiento de la tolerancia, la pérdida paulatina de la capacidad para aceptar lo que no nos gusta, el quebranto del respeto por el que discrepa.

    Frente a esta queja pueden elevarse algunas objeciones que no son menores. La fundamental es que va de suyo que emitir una opinión en público presupone someterse a la crítica. En eso consiste precisamente el juego democrático. Sin crítica, por muy hiperbólica o destemplada que esta sea, no hay democracia digna de tal nombre. Esas son las reglas, y si no le gustan, tiene la piel demasiado fina o carece de espaldas lo suficientemente anchas para encajarla, más vale que se dedique a otra cosa. ¡Desde luego! Mas esa no es la cuestión principal. Como aquí trataremos de explicar, el problema no es que unas posiciones se enfrenten a otras. Todo lo contrario, es ahí donde las sociedades abiertas encuentran su chispa, en permitir que florezca una cultura de la discrepancia, y en hacer de esta el impulso principal para poder ilustrarnos conjuntamente. Uno aprende de quienes discrepan, de quienes transgreden, no de los afines. Por otro lado, se dirá, tanto en los medios como en las redes sociales abundan las descalificaciones mutuas, las agresiones verbales, inclusos los discursos del odio, pero ¿a qué vienen tantos aspavientos? En definitiva, ¿acaso no es lo que ha ocurrido siempre? La única diferencia es que hoy, gracias a las redes sociales y a internet, en general podemos enterarnos de lo que la gente realmente piensa; antes, sus opiniones estaban siempre distorsionadas por los medios de comunicación, por los formalismos técnicos de las encuestas de opinión, por su incapacidad para eludir las mediaciones para acceder al espacio público. Además, ¿por qué deberían ir estas nuevas prácticas en contra del concepto de tolerancia? Total, el enfrentamiento de opiniones solo es posible en realidad bajo las condiciones que ella ampara.

    Todo esto es cierto, sin duda, pero con muchos matices importantes. Afirmar que no existen restricciones a la hora de manifestarse sobre lo divino o lo humano no tiene que ver necesariamente con la tolerancia, sino con la libertad de expresión, algo que está garantizado en todos los sistemas democráticos, aunque este es un campo al que también habremos de aludir. Y la crítica constante y mordaz tampoco es el problema, ya hemos dicho que va pegada como una lapa a la democracia. La tolerancia tiene que ver más bien con cuáles son las reacciones o las actitudes ante lo que se dice o critica –o lo que alguien es–, al reconocimiento y el respeto del interlocutor, no a que las opiniones puedan emitirse o no. La tolerancia presupone además que se está en desacuerdo, muchas veces profundo, con lo emitido –o el ser de alguien– y que aun así estas diferencias se aceptan y coexisten sin grandes problemas. De no incorporar dicho elemento del rechazo, el concepto carecería de sentido, no hace falta tolerar lo que nos deja indiferentes. Luego lo veremos con calma. A donde quiero llegar ahora es a que hemos ido perdiendo de vista las implicaciones de dicha virtud, y esto ya es en sí mismo un síntoma grave. O sea, que cada vez somos más intolerantes sin saberlo. Y esto está empezando a tener importantes efectos.

    Unas palabras sobre el título. Hay todo un género ensayístico que se vale de títulos como «La sociedad de...». Los ejemplos abundan: La sociedad del espectáculo (C. Débord), La sociedad del cansancio (Byung-Chul Han), La sociedad del miedo (H. Bude) o, más recientemente, La sociedad decadente (R. Douthat) o La sociedad de las singularidades (A. Reckwitz). Y podríamos mencionar una buena decena más, por referirnos solo a autores conocidos. La idea central detrás de estos títulos es poner el foco sobre un aspecto de la vida social o política que no suele merecer la atención que debiera, aportar un diagnóstico sobre nuestro mundo a partir de alguna tendencia tan relevante como novedosa. Dada la actual imposibilidad de dar cuenta del todo, se elige un elemento que se considera relevante para, a partir de ahí, ofrecer algo así como un destello reflexivo que nos pueda ilustrar sobre alguna pauta del cambio social y político.

    Esto y no otra cosa es a lo que aquí aspiramos, sacar a la luz una tendencia –quizá no del todo percibida en toda su profundidad– para enhebrar un análisis que inevitablemente nos debería conducir más allá de lo que anticipa el título. Porque el análisis que aquí emprendemos desea darle vueltas a una hipótesis; a saber, que el aspecto quizá más notable de la tan cacareada crisis de la democracia tiene que ver sobre todo con la progresiva erosión de la cultura política liberal. La amenaza no viene, como siempre tendemos a decir, de los «hombres fuertes» populistas; su más formidable enemigo es mucho más sutil y casi inapreciable porque se arraiga en comportamientos y actitudes que poco a poco van erosionando ese tejido imprescindible que sostenía las instituciones y prácticas democráticas y permitía presentarnos como «sociedades abiertas». El debilitamiento y el abandono progresivo de algunos elementos de dicha cultura es lo que precisamente favorece la caída en actitudes populistas. No es el único factor, desde luego, pero su importancia no debe

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