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Técnica de pintura (Traducido)
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Técnica de pintura (Traducido)

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Las técnicas pictóricas abarcan las prácticas necesarias para dar consistencia y durabilidad a las pinturas, y aquellos principios rectores tras los cuales el artista puede transformar las sustancias colorantes en elementos adecuados para la imitación de las luces y los colores que cubren las cosas naturales. Esta extensión procede de la propia estructura orgánica de la estructura singular del cuadro, que impone al pintor, para cada acto del pincel, la doble intención de la estabilidad de los colores y su apariencia significativa, estando la resistencia y la idoneidad de los medios técnicos tan indisolublemente unidas que no pueden separarse sin que el propio arte desaparezca; Pues si la materia pictórica carece de resistencia a las infinitas causas que tienden a alterarla en el transcurso del tiempo, debe necesariamente destruirse a sí misma, al igual que, si los medios para reproducir la verdad no son adecuados, la obra se sitúa fuera de la órbita del arte.
IdiomaEspañol
EditorialStargatebook
Fecha de lanzamiento10 sept 2021
ISBN9791220844222
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    Técnica de pintura (Traducido) - Vincent Tyler

    Prefacio

    Las técnicas pictóricas abarcan las prácticas necesarias para dar consistencia y durabilidad a las pinturas, y aquellos principios rectores tras los cuales el artista puede transformar las sustancias colorantes en elementos adecuados para la imitación de las luces y los colores que cubren las cosas naturales. Esta extensión procede de la propia estructura orgánica de la estructura singular del cuadro, que impone al pintor, para cada acto del pincel, la doble intención de la estabilidad de los colores y su apariencia significativa, estando la resistencia y la idoneidad de los medios técnicos tan indisolublemente unidas que no pueden separarse sin que el propio arte desaparezca; Pues si la materia pictórica carece de resistencia a las infinitas causas que tienden a alterarla en el transcurso del tiempo, debe necesariamente destruirse a sí misma, al igual que, si los medios para reproducir la verdad no son adecuados, la obra se sitúa fuera de la órbita del arte. Toda la resistencia que las sustancias colorantes empleadas tendrán que oponer a la acción del tiempo, ya que sólo pueden provenir de su composición material: todos los aspectos que los colores mismos asumirán en las mezclas realizadas por el pintor, ya que sólo pueden depender del modo en que la luz actúa según las condiciones moleculares de cada sustancia colorante, sucederá que la resistencia y el efecto serán proporcionales a las relaciones mantenidas, por una parte, con las leyes naturales que rigen los fenómenos dependientes de la constitución íntima de los materiales pictóricos, y por otra, con las que rigen sus diversas apariencias externas. En consecuencia, todas las cuestiones técnicas, ya sean relativas a la conservación del cuadro o a la mayor eficacia de un método de disposición del color, salen del campo de la apreciación o del gusto individual, para subordinarse a los principios inmutables que rigen la materia; Y todo material de arte, por más que haya sido transformado por el genio de un artista en causa externa de ilusión óptica, o por refinamientos químicos reducidos a la pasividad por la acción del tiempo, es necesario que estos efectos se remonten siempre a las propiedades del material concreto, por el cual la obra pintoresca existe plásticamente, y vuelve el dominio de las leyes que rigen todo lo que es perceptible en ella. Las técnicas de la pintura, por lo tanto, ocupan su lugar entre los conocimientos positivos del arte y constituyen su fundamento principal, ya que no es posible decir que el arte existe hasta que la imagen concebida por el artista toma forma sustancial a través de los medios técnicos adecuados; de lo contrario, sobre la base de la mera capacidad de imaginar, todo el mundo podría llamarse pintor y, al mismo precio, declararse aún más grande que lo que fue. La durabilidad de las pinturas se basa en un conocimiento íntimo de todo el material pictórico, que está compuesto por una cantidad considerable de sustancias minerales, vegetales y animales que requieren una manipulación especial y superficies de apoyo predeterminadas: Si el mejor uso de los colores depende de la más amplia comprensión de los fenómenos relativos a la luz, es obvio que las prácticas inherentes a la preparación de este material y las reglas que deben guiar su aplicación a la obra de arte se ven afectadas por el estadio de cultivo técnico que informa una época, una escuela o una personalidad artística, y si ocurre que un cuadro, mantenido en condiciones favorables de conservación, se altera y arruina mucho más que si se pintara de la misma manera, Si ocurre que una pintura, mantenida en condiciones favorables de conservación, se deteriora y arruina mucho antes de la duración alcanzada por obras más antiguas, sólo puede atribuirse a una mala constitución material, así como a una mala comprensión de los medios del arte, cualquier falta de efecto pictórico se atribuye, sobre todo cuando se ha visto que otros, en obras similares y con fines parecidos, obtienen de los mismos medios una imitación más persuasiva de la realidad. Esta simple y espontánea apreciación, a la que debe someterse inevitablemente toda obra pictórica que carezca de los requisitos de perdurabilidad y mérito artístico, incluye una advertencia que es muy importante mantener viva en el espíritu de los que van a emprender el camino del arte, a saber, que por mucho que se reduzcan los estudios técnicos de una época determinada, la obra del pintor nunca quedará exonerada de los defectos que tiene respecto a la consistencia material y respecto al arte, Pues así como la magnitud del daño causado por un color que se desprende de un cuadro no se ve disminuida por la reflexión de que los conocimientos técnicos del autor o de su época no pudieron prever y prever inconvenientes semejantes, de la misma manera un cuadro sin valor artístico no puede ser apreciado estéticamente, por muchas consideraciones de tiempo, lugar, medios e intenciones que se invoquen en su favor. Y además de esta inexorable condición impuesta al pintor por las ineludibles exigencias de su arte, el artista está también moralmente obligado a procurar la más larga conservación de su obra, como contrapartida a la persistente confianza pública que nunca ha exigido al artista ninguna garantía contra las ingratas y perjudiciales sorpresas de la negligencia técnica: una confianza tantas veces defraudada por el deterioro de los cuadros que acaban de salir de las manos del artista y continuamente ofendida por la frivolidad con que se adoptan nuevos ingredientes y procedimientos pictóricos sin ninguna experiencia seria y probada. El abandono total de la preparación de toda la materia pictórica en manos de la industria y la falta de consideración que hoy en día se da al elemento técnico en los juicios de arte, son sólo consecuencias del momento actual de los estudios técnicos, no nuevos en la historia del arte ni un obstáculo absoluto para la formación de ese criterio técnico que en épocas igualmente deplorables ha producido obras ilustres en cuanto a solidez material y valor artístico inestimable; pero suficiente, sin embargo, para explicar cómo incluso menos tiempo del que ha transcurrido desde la intrusión comercial, que se remonta a finales del siglo XVIII, es suficiente para que los artistas olviden la necesaria relación entre el futuro de sus obras y aquellos materiales de cuya elección y método de uso depende exclusivamente el resultado obtenido. La inveterada costumbre de desentenderse de las consecuencias evidentes de tal decadencia de las técnicas pictóricas, al tiempo que se reclama a los artistas la ya seria preocupación por el arte puro y a los aficionados y críticos, con más fundamento, el riesgo de inmiscuirse en lo que se considera desatendido por los profesores de arte, debe haber conducido también a la errónea opinión de dividir la obra de arte en dos elementos distintos; el medio que sirve para erigir materialmente el cuadro y el arte que vendría a ser como una abstracción de todo impedimento técnico, sino la suma de tendencias, intuiciones, temperamentos y todas las demás causas de orden intelectual o refractarias al análisis preciso que pueden considerarse como concurrentes para crearlo. No es éste el lugar para una definición del arte, pero es necesario observar cómo una distinción semejante de la obra pictórica conduce al falso concepto de atribuir a las sustancias colorantes, que no son el único medio eficaz de la pintura, la propiedad inmediata de la analogía con los aspectos de lo real, mientras que no se comportan en la imitación artística si no se transforman por las mezclas, las veladuras, las yuxtaposiciones y los contrastes, sin los cuales los colores no pueden ser considerados como elementos del arte; ninguna analogía absoluta que los presente con las imágenes de las cosas naturales, ni poder concebir nada más chocante para el sentido de la verdad, que la aplicación de cualquier sustancia colorante, tal como la suministra la naturaleza o la administra la industria, como complemento de ilusión al diseño de cualquier objeto de la verdad. Pero por mucho que se considere que la apreciación de la pintura es independiente del conocimiento técnico relativo, no deja de ser una condición particular del arte de la pintura el distinguirse de sus artes hermanas por un vínculo más intrínseco entre el material del que toma su existencia y su expresión final. Como cualquier otra arte plástica toma del mundo exterior algo concreto, capaz, si no de iniciar ideas de belleza, sí suficiente para atraer la atención como un cuerpo sensible, con las propiedades de ocupar el espacio en altura, anchura y profundidad: para hacer un obstáculo más o menos activo a la luz a través de huecos o protuberancias; y mediante el juego de luces y sombras, independientemente de cualquier fórmula artística, pero según el comportamiento de los objetos reales, para ofrecer nuevos elementos de verdadera consistencia, como la escultura y la arquitectura. Un trozo de arcilla o una piedra es ciertamente poco, pero sin embargo constituye una base, un embrión, un punto de partida para la comparación, que facilita la imitación. Para el pintor, nada de eso; su visión, por el contrario, no puede tomar la apariencia de la realidad si no contradice los principios del relieve, porque, constreñido en una superficie plana, debe representar a varias distancias puntos, líneas o formas materialmente colocadas de la manera más inverosímil. Si a esta dificultad añadimos la sensación de indeterminación de los colores de la realidad en contraste con la sustancia visible de los materiales colorantes, es fácil ver cómo la similitud de la imagen pictórica con la realidad puede verse comprometida incluso por su esquema, no por la incertidumbre de la visión del artista o por su incapacidad de comparar la realidad con la imagen pintada, sino, más sencillamente y con mayor frecuencia, por la falta de un criterio de uso, de la vasta y compleja forma de utilizar el material técnico; Limitada, sí, en la superficie invariable sobre la que se aplican los colores, y en el número de colores y disolventes necesarios; pero susceptible de ser transformada en tantas imágenes pictóricas como el genio humano y el aspecto infinito de la naturaleza puedan sugerir. La técnica y el arte se muestran así unidos por los lazos más estrechos. Y qué es el arte pictórico si falta el efecto de las luces y los colores; y la técnica en la que el artista podría preocuparse si no fuera por mi vano manejo de los colores y los disolventes. El arte sólo comienza donde empieza a existir una imagen expresiva y una suficiencia técnica para transformar el producto inerte de los colores materiales en la apariencia de luces y colores verdaderos, por lo que se puede argumentar razonablemente que la impotencia para dominar la materia pictórica equivale de hecho a la falta de la idea informadora, ya que no se puede obtener nada de un medio técnico que sea incapaz de suscitar la impresión que se desea producir. Todos los efectos ópticos que surgen de una pintura no pueden tener otro origen que las cualidades intrínsecas de los medios técnicos utilizados, ya que no es posible ver el color donde todo parece apagado, ni la luz donde parece negra. Sin embargo, si las impresiones que despiertan los distintos medios del arte cambian por la intervención y el contraste de los colores y la distancia, siempre será necesario que el significado que asuma el ingrediente material esté en relación con el criterio técnico del que procede, y responda, como ya se ha dicho, a propiedades reconocidas de los medios utilizados, ya que no se puede concebir ningún resultado interesante donde falte la inteligencia de la aplicación y la idoneidad para despertar determinadas sensaciones. Esto explica el imparable instinto de los artistas y conocedores del arte de acercarse a los lienzos para estudiar a partir de las huellas que deja el pincel el proceso intelectual y mecánico que lo guió. A partir de unos pocos lienzos, siempre que se puedan comprender los rasgos más destacados de los medios materiales de un artista, surge toda su personalidad pictórica, del mismo modo que para el anatomista basta una falange de un dedo para reconstruir el individuo al que perteneció: se trata de estudiar esta anatomía técnica. En las memorias de los antiguos maestros y en los escritos de los técnicos de su época, no se menciona la duda de considerar el uso de la materia pictórica como el privilegio de una ciencia arcana encerrada en fórmulas misteriosas, o más bien dependiente de estas fórmulas, que es el error más común y, se podría decir, la esperanza más querida del artista novato.

    Esa atribución a procesos desconocidos, a mecánicas indescifrables pertenecientes a épocas lejanas, a hombres singulares apenas conocidos por sus obras y desaparecidos junto con sus secretos; esa confesión bondadosa de no poder alcanzar la expresión, la belleza y la verdad que irradia el tecnicismo de las creaciones de los maestros, cambiando así el efecto por la causa; ese poder casi decir: tú como Rafael, tú como Tiziano, si vivieran en nuestra oscuridad de hallazgos técnicos, serían nuestros compañeros de infortunio, es uno de los fenómenos típicos del período actual de nuestra educación artística. Todos los historiadores y biógrafos coinciden en afirmar que Tiziano volvió a sus bocetos muchas veces durante un largo periodo de tiempo y que sus superposiciones de colores y el dominio de esos toques decisivos que resuelven la obra y dan la ilusión de una obra surgida de la nada y tan conservada como si hubiera salido ayer de las manos del maestro no son más que el resumen de la intensa y perseverante observación de la verdad y la laboriosa elaboración del pincel que son las únicas que conducen a las altas cotas del arte. Sin embargo, para este gran arte suyo, si no se confunde con los más grandes practicantes del oficio, es siempre un entendimiento tácito que atribuye procedimientos conocidos sólo por él y enterrados con él para siempre. Y se creía que las mezclas misteriosas eran las que utilizaban Paolo Veronese y Tintoretto en obras gigantescas realizadas entre cohortes de discípulos y ayudantes, que sabían imitar todo de los maestros, excepto el poder ilimitado del genio; el único enigma que verdaderamente dejaron sin resolver para la posteridad. El brillo de los frescos de la época de las prácticas pictóricas más diligentes y los secretos más impenetrables, el del temple del siglo XV, sigue siendo un misterio. Cuántas cosas ocultas debieron saber los pintores antiguos y cómo ocultar y susurrar sus misterios al oído, si nada de esto se ha filtrado a ningún profano, de modo que una nota, un recuerdo, una carta a un amigo, a un protector, a un conocido, insinúa esa angustia que debe ser para el artista cuando no puede dar vida a su propia idea y la inefable alegría de haber conquistado alguna noción esencial para su arte. El aire lúgubre que rodeaba la calumniada memoria de Andrea del Castagno no era más que una invención de los románticos de la técnica pictórica, no pareciendo natural que entre tantos misterios y secretos faltaran un puñal y un cadáver. Pero la divulgación del descubrimiento de John Van Eych, al igual que no sacó de su vaina ninguna otra arma que los alfileres dialécticos, dejó a la cábala dormitando entre las jeringuillas y cocinas de los nigromantes, que nunca dieron pinturas, aceites y barnices a los pintores. Sin afirmar que todos los antiguos maestros conocieran estos secretos y que las enseñanzas técnicas no adolecieran de la naturaleza celosa de algún maestro de escuela, cualquiera que sea la interpretación que se dé al pasaje de Armenini que describe con colores sombríos las grandes dificultades de la juventud de su tiempo para dominar todas las prácticas inherentes a la pintura, como si retratara la perplejidad y el desaliento de los jóvenes de hoy, como los que se detienen en el camino hacia las regiones últimas del arte del obstáculo de las técnicas, nada se desprende, pues, de las enseñanzas de sus Verdaderos Preceptos de la Pintura, salvo la única persuasión de que hay que conocer el modo general de funcionamiento de la materia de la pintura. Entonces, ¿de dónde sacaron los maestros del arte ese conocimiento del que sus obras siguen siendo ejemplo y guía para la investigación moderna, en la generalidad de sus métodos y en su aplicación a tantos casos individuales? El concepto de educación artística en los mejores tiempos del arte fue tan acertado por Muntz que no podría expresarse mejor que citando sus propias palabras [1]: "Uno de los hechos más característicos de la historia de las artes en esa época, y especialmente en Florencia, es ver que la mayoría de los artistas famosos, Bramante, Donatello, Ghiberti, Ghirlandaio y muchos otros, practicaron en algún taller de orfebrería. Esto se explica por el hecho de que el orfebre estaba obligado, al igual que los de la Edad Media, a conocer la teoría y la práctica de todas las artes, ya que debía practicarlas todas a pequeña escala, para modelar y decorar los cálices, los candelabros, los relicarios y las demás obras diversas de orfebrería eclesiástica y de vajilla que debía ejecutar. El orfebre trabajaba como arquitecto, dando forma a nichos, pilares, ventanas y frontones; como escultor, cincelando pequeñas figuras y ornamentos; como pintor, disponiendo los esmaltes para resaltar la belleza de las formas con la riqueza del color; y como grabador, trabajando el oro y la plata mediante un buril. Al tener que utilizar los materiales más diversos, se vio obligado a saber martillar el hierro, fundir el bronce, así como a soldar y limpiar los trabajos de metal del yunque o del molde. Es fácil ver que, con un abanico tan amplio de conocimientos, el orfebre del Renacimiento era el más capacitado para dar a sus alumnos una educación que les permitiera abarcar cualquier rama del arte sin temor a fracasar; se le consideraba un maestro por excelencia, porque de sus talleres habían salido los mejores arquitectos, escultores y pintores de la época. Estos, habiendo aprendido durante su aprendizaje a manejar materiales cuya naturaleza no implica un trabajo apresurado, habían contraído allí los hábitos de precisión y paciencia, cuyos resultados pueden verse en las obras maestras que son el orgullo de los museos y las colecciones privadas de nuestro tiempo. El carácter más destacado, sin duda, de la formación de los artistas del Quattrocento es su universalidad. En ninguna otra época de la historia del arte encontramos organizaciones tan enciclopédicas en el verdadero sentido de la palabra, cultivando las ramas más dispares y logrando la excelencia en todo, grandes arquitectos, grandes escultores y grandes pintores al mismo tiempo; a veces incluso grandes eruditos o grandes poetas, como Alberti, Leonardo y Miguel Ángel. Esa universalidad que ya se afirmaba en el siglo XIII (Nicola, Giovanni y Andrea Pisano eran escultores y arquitectos; Giotto pintor y arquitecto; Orcagna pintor, arquitecto y escultor) depende, si no me equivoco, de las enseñanzas de la antigüedad, de ese método verdaderamente científico que tenía la ventaja de abrir la mente, de dar la clave a infinidad de problemas, de hacer a sus seguidores igualmente capaces de cualquier trabajo intelectual en virtud de la fuerza crítica que les infundía. Dueños de este secreto, los italianos, en lugar de perder el tiempo en detalles inútiles, fueron directamente a la meta. Pero junto al criterio técnico, que se reforzaba más con el ejercicio práctico y el conocimiento de la materia propia de las tres artes que con la ayuda de los textos escritos, se exigía también a los antiguos maestros y a las viejas escuelas una percepción exacta de las obligaciones y sacrificios que les imponía a ellos mismos y a los demás el futuro de su trabajo, así como el aprendizaje que templó la energía física y moral para conquistar el poder de gobernar el material técnico, sometiéndolo al dominio del espíritu, moldeándolo, esclavizándolo al propio organismo, para salir transformado, conquistado, de hecho una emanación espontánea del propio espíritu. Cuanto más se retrocede en los periodos históricos del arte, más parece que el sentimiento de previsión de la durabilidad de las obras es congénito a la facultad de crearlas, y maravilloso, porque falta el fundamento de una larga experiencia. Si se pudiera comparar el innumerable número de obras mediocres o malas que han desaparecido por razones inherentes a su constitución material con las de los maestros que se han conservado en buen estado hasta nuestros días, se constataría una relación constante entre los medios utilizados para hacer perceptible la idea del artista y el valor de la propia idea. En otras palabras, se quiere afirmar que la posesión de las prácticas necesarias para el buen uso de los materiales pictóricos es proporcional al poder de crear verdaderas obras de arte. Esta opinión, a la que se puede llegar por otros medios que la supuesta comparación ineficaz, deja de ser fiable si por la posesión de materiales de pintura se entiende el perfecto dominio de los mismos. El genio de Leonardo vuela con muchas más alas que la mesurada pluma de Piero della Francesca, sin superarlo sin embargo en la solidez del proceso técnico, lo que parecería contradecir la afirmación hecha; pero la verdad se hace evidente cuando se considera al otro con sus respectivas técnicas en las filas de discípulos e imitadores. Así, más tarde, el daño causado a la claridad de las pinturas por la imprimación de los Caracceschi, y por la delicuescencia del asfalto de los Tenebristi, no llegó a destruir el brillo de las partes luminosas de los cuadros de Annibale o Tintoretto, al igual que a principios del siglo XIX el uso excesivo del óleo en los cuadros de Appiani y Sabbatelli se mezcló también con virtudes técnicas desconocidas por la innumerable multitud de pintores sin nombre de la misma época. En realidad, el surtido de ingredientes pictóricos que el artista encuentra a su alcance está depurado por la criba del trabajo más intenso, más complejo, de la mente creadora consciente de tener que pervivir en la posteridad, consciente del mayor sacrificio que se impone a los que aspiran a mayores méritos, ávido también de aquellos estudios que, no procediendo lateralmente en la búsqueda de la belleza, no puede ser asimilado por el propio genio sin que éste, descendiendo a menudo de las regiones de la imaginación, desvíe sus ojos de las maravillas de la naturaleza expresiva, buscando paciente y perseverantemente dependencias más profundas entre su propia obra y la verdad que le guía: abierto a todas aquellas mejoras que superan el obstáculo, tan grande en las artes plásticas, de captar incluso en un boceto los aspectos fugaces del movimiento y de la pasión; vigilante de la experiencia ajena y atento a los resultados de la propia, constante en la lucha heroica de la eterna lucha del arte con el tiempo, que extiende inexorablemente su velo oscuro allí donde precisamente la virtud del pintor se muestra más débil, en el esplendor de la luz y en la transparencia de las sombras, dificultades y victorias supremas del arte del colorido. La base del criterio técnico es la constante simplificación que cada pintor introduce en sus medios técnicos con el ejercicio progresivo de su arte, y antes de la tradición que atribuye a Tiziano el mérito de obtener de sólo cinco colores la riqueza de su extraordinario colorido, era objeto de crítica Lorenzo di Credi [2que mantenía preparados de veinticinco a treinta tintes, y se consideraba ridículo a Amico Aspertini [3], ceñido hasta los dientes con macetas y piñatas llenas de color; Y como la naturaleza del hombre es susceptible de todos los excesos, se ve de paso que el amor a la sencillez mantiene todavía entre los artistas a los seguidores de la quimérica teoría de los tres colores fundamentales, una verdadera pérdida de tiempo por no conseguir en la práctica extraer del amarillo, el azul y el rojo, con la ayuda del blanco y el negro, todas las gradaciones posibles de los matices. El principiante, que desconoce los resultados de la mezcla de colores por adición o absorción de la luz, sobrecarga su paleta con tantos colores como produce la industria, con la esperanza de captar más fácilmente los efectos de los colores de lo real o de que le digan los componentes. Desconoce el maravilloso trabajo físico-anatómico del artista en el momento de cada pincelada, la observación y el recuerdo del objeto que quiere retratar, la elección de los colores para obtener rápidamente el tono deseado, la precisión de la cantidad de cada color a plasmar con un trazo medido de la paleta, teniendo en cuenta incluso los restos del color anterior que quedan en la punta del pincel, sin siquiera pensar en mirarlo; la adición de barnices, esencias, óleos, si es necesario, y finalmente la pincelada franca como el golpe de un martillo o ligera como el terciopelo de una pluma, fluyendo, insinuándose en el difícil modelado de un rostro y en las más variadas accidentalidades del plano rugoso del boceto. Cuánto terreno que cubrir, cuántos obstáculos que superar, cuánto despilfarro de materiales y esfuerzo separa la mano que casi se ha identificado con el pincel y el brazo que lo dirige, y la visible torpeza del pintor inexperto al que el pincel incluso se le cae de la mano, o se sumerge pesadamente en un color opuesto, haciéndolo a veces demasiado intenso, a veces demasiado pálido, o demasiado pálido, y que, vacilante, cansado y descorazonado, se arriesga en el lienzo al inicio o a la continuación de un color falso, que llevará inevitablemente a otros colores vecinos aún más alejados de la verdad y destinados a alteraciones inminentes, que las precauciones olvidadas para la durabilidad de la obra llevarán a la ruina lamentable.

    Pero a este período que todos los militantes del arte han atravesado bajo la aclamación de los premios escolares le sigue invariablemente un frenesí de mecanismo técnico aún más fatal para el futuro de la pintura, No hay nada más perjudicial para la solidez de la superficie pintada que la superposición de capas de colores claros sobre masas oscuras y el barnizado apresurado para eliminar los escurrimientos de color aún húmedos y las mezclas, pasteles heterogéneos, témperas y óleos, todo lo cual puede acortar el camino para

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