La Leyenda De La Semilla
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En estas doce historias están presentes la culpa, el remordimiento, la crisis, la tensión, la duda y, a veces, la esperanza. Son cuentos que no invitan a nada, pero siembran sospechas inquietantes.
Rodrigo Villalobos
Rodrigo Villalobos ha sido locutor, presentador de televisión, periodista y comediante.Desde su adolescencia ha estado involucrado en diversos medios de comunicación, como radio y televisión, donde destaca por su facilidad de palabra, energía y agudeza.Ha cursado estudios en filología española, periodismo, producción audiovisual y comunicación de masas.Actualmente es uno de los referentes del stand up comedy tico.
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La Leyenda De La Semilla - Rodrigo Villalobos
A Lucas y Kim.
–Papi, quiero comer sandía –llegó el chico, apresurado.
Quiero: una palabra prohibida. Nadie ahí se atrevía a decir quiero. Se quería lo que se tenía, punto; y lo que no se tenía ni siquiera debía pasar por la mente como un deseo. Pero un niño no entiende de restricciones; aunque, ¿dónde habría aprendido a decir que quería algo? De seguro de su madre, tan obstinada como valiente.
Como respuesta, el padre no tuvo otra para darle que:
–No, hijo. No es posible comer sandía ahora.
–¿Por qué no, papi?
–Porque no estamos en temporada.
–¿Temporada? No entiendo.
–Quiere decir que en este momento no se pueden conseguir sandías.
–¿Y por qué no?
En definitiva, el chico tenía ese mismo espíritu curioso de su madre, a quien las respuestas sencillas nunca la satisfacían.
–Porque en este momento simplemente no hay, se acabaron y hay que esperar a que haya de nuevo para comerlas –respondió como queriendo exasperarse; aun así sintió que la respuesta seguía siendo simplona y también presentía que la refutación no tardaría medio segundo en llegar.
–Eso no es cierto, acabo de ver a alguien comiendo sandía.
Así que de ahí la repentina necesidad. «Maldito contrabandista», pensó, «de seguro estaba escondido comiéndola y el niño lo vio». ¿Ahora cómo se lo explicaría?... ¡Bah! Debía ser directo y contárselo tal cual, total, el chico demostraba ser bastante agudo; ojalá no lo fuera tanto como su madre, ansiaba él.
–De seguro era una sandía pirata.
–¿Cómo?
–O sea, era una sandía que alguien consiguió de forma ilegal: robada o producida en algún lugar prohibido.
–¿Por qué? ¿De dónde vienen las sandías?
Vaya pregunta y vaya asunto con las sandías. Si tuviera una a mano simplemente se la daría al pequeño y se acabaría el dolor de cabeza –quizás–.
–No sé –empezó a titubear–, llegan y ya. Un día te das cuenta y están ahí en los camiones repartidores para que te acerqués a pedir una, te la dan y asunto acabado.
–Papi, pero debe haber alguien que haga las sandías, ¿no?
–Pues, creo que sí. Ellos.
–¿También Ellos?
–Sí, Ellos lo hacen todo. Todo. Deciden quién hace qué y cuándo se come qué.
–¿Y por qué, papi?
¿Por qué? Eso no tenía sentido. Era la misma clase de preguntas que su mujer se hacía y por las que tuvo que arriesgar el pellejo yéndose a esa maldita revolución que no dejó otra cosa que un vacío en el alma de ese hombre y un sinfín de preguntas que nadie le iba a responder y que era mejor callar, aunque era imposible con el chico removiendo las llagas. De ahí que las lágrimas hicieran su aparición, embalsamando sus ojos pero quemándole el pecho. No debía permitir que su hijo lo viera llorar, al fin y al cabo, se suponía que todos en ese lugar eran seres felices, y aquellos que insinuaran no serlo eran considerados unos ingratos por el resto; más aún, ¿cómo hacerle entender que desde que su madre desapareció los ojos inquisidores estaban puestos sobre ellos?
–Pa, ¿por qué es que Ellos también hacen las sandías?
–No lo sé. Siempre ha sido así y ya. Te vas a convertir en un inconforme, no podés andarte por la vida cuestionando todo.
¿O sí? A fin de cuentas –y aparte de la jaqueca que le estaba produciendo a su padre–, ¿qué había de malo en querer enterarse del origen de las sandías? Hace mucho tiempo también él era así y también le gustaban las sandías tanto como al pequeño. Pensando en eso logra recordar una vieja historia, una leyenda más bien, que le contara su abuela y que esta oyera a la vez de su madre, acerca de unas cosas llamadas semillas. ¿Valdría la pena repetírsela al chico? ¿Para qué llenarle la cabeza de más tonterías de las que ya él mismo se llenaba? Aunque es cierto que la historia le causaba una curiosidad enorme, por supuesto que luego fue borrándola por lo absurdo de todo el mito, empezando porque las tales semillas eran unas cositas pequeñas como las grageas que se reparten ahí todas las mañanas y que hay que tragar para nutrir al cuerpo con lo básico para subsistir un día.
Contaba la leyenda que esas semillas venían dentro de la sandía por montones, eran negras y aunque en apariencia se podían tragar, a casi nadie le gustaban porque sabían feo y en la boca no se colaba una sola, sino un montón, por lo que la fruta debía comerse con cuidado para no atragantarse («Qué porquería más peligrosa las semillas esas»). En fin, que esas pequeñas cosas negras, aparte de amenazar con ahogar al comensal a cada mordisco, en realidad servían para que nacieran otras sandías. Sí, claro, porque lo más fantasioso del cuento este y la razón por la que desechó semejante relato infantil, es que las frutas y verduras crecían en la tierra. («¡Quién se habrá imaginado algo tan tremendamente absurdo! ¡Frutas y verduras que nacían y crecían en el suelo! ¡En el suelo! ¡Por el cielo que la gente de antes sí creía tonteras!»).
Resulta que las semillitas esas se enterraban, o como solían decir, se sembraban, y al cabo del tiempo empezaba a brotar una planta que daba frutos (sí, en masculino: frutos; hasta raro hablaban), y esos frutos tenían por dentro más semillas que luego se sembraban también para que volviera a nacer otra planta y así sucesivamente («eran como inmortales las primitivas plantitas»). No, la verdad es que era demasiado tonta esa leyenda como para contársela a su hijo; mejor seguiría riéndose solo.
–Papi, ¿y si yo hago una sandía? –la nueva pregunta lo volvió a conectar al mundo presente.
–¿Cómo?
–Que si yo hago una sandía, ¿me la puedo comer?
–Bueno, no sé, supongo que sí. Solo que para hacer una sandía tendrían que reclutarte en una de las productoras de Ellos y hacerlas ahí. Aunque quiénes entran también lo deciden Ellos. Pero cómo las hacen, no tengo ni idea.
–No, yo digo ahora.
–¿Ahora, qué?
–Hacer una sandía ahora.
–¿Y cómo pensás hacer una sandía? –lo retó, curioso.
–El señor que estaba comiendo sandía me dio esto. Cuando comía, escupía esto en la mano, y yo le pregunté que qué eran esos y él me regaló unos y me dijo que los guardara porque adentro tenían lo que se necesita para hacer una sandía de verdad.
¡Imposible! ¿Acaso eran eso…? ¿Eran semillas?
–¡¿Quién te las dio?! –gritó emocionado y confuso al mismo tiempo, sacudiendo al chico por los hombros y custodiando por todas partes que nadie los estuviera vigilando.
–Un señor –se defendió el chico, asustado de ver a su padre reaccionar con ese brillo en los ojos. Por lo general, cuando su papá se sobresaltaba, lo hacía por algún recuerdo de mamá que le llenaba los ojos de lágrimas, y aunque siempre tratara de ocultarlo, el niño adivinaba que estaba pensando en ella; pero esta vez era diferente, ahora en sus ojos había una luz pequeña como de alguien que está empezando a entender algo.
–¿Dónde puedo encontrar a ese tipo? –susurró y le hizo señas para que hablara más bajo, lo que al pequeño le pareció más sospechoso aún.
–Me dijo que no lo intentara buscar porque no lo iba a encontrar, y por eso me dio esto, dijo que vos entenderías.
El chico le alargó un papel sucio y doblado. No necesitó leerlo para llevarse una sorpresa: tenía la letra de ella.
«A veces lo que creemos imposible puede ser más real que las cosas que aseguramos con certeza. Ahora no es el momento de las explicaciones, ya te las daré en su momento junto con el abrazo que creías difunto. Imagino que te sorprendieron las semillas; ellas y yo tenemos mucho en común, en especial el negarse a morir. Ellas significan la posibilidad de volver a empezar a través de la vida que renace constantemente. Si logramos por fin encontrar semillas, nada nos detendrá en la tarea de volver la vida a su estado anterior, ese que conocemos solo en cuentos. Ellos no podrán evitarlo.
Los amo.»
Y ahí fue. Ahí, cuando comprendió que la vida puede volver a brotar en un corazón que se creía seco y muerto.