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Historia mínima de Reino Unido
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Libro electrónico221 páginas2 horas

Historia mínima de Reino Unido

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Las claves del excepcionalismo británico

¿Los romanos conquistaron a los celtas de las islas británicas?
¿Desde cuándo es una monarquía?
¿Cuándo Inglaterra, Irlanda, Escocia y Gales conforman un reino unido?
¿Cómo se independizaron las colonias del Imperio británico?
¿Por qué tiene una "relación especial" con Estados Unidos?
¿Por qué la música británica conquistó todo el mundo?
¿Cuál ha sido su relación con Europa?
¿Por qué triunfa el Brexit?
IdiomaEspañol
EditorialTurner
Fecha de lanzamiento1 sept 2021
ISBN9788418428968
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    Historia mínima de Reino Unido - Tom Burns Marañón

    Prólogo

    La historia del Reino Unido está, como la de todos los países, envuelta en leyendas, pero puede que en el país de Kipling esté más arropada por ellas que en otros porque los británicos son maestros a hora de contar cuentos.

    Rudyard Kipling (1865-1936), que nació en la India en lo que hoy es Mumbai y entonces era Bombay, periodista, poeta, autor de cuentos cortos y de novelas para todas las edades, fue el cantor de la Gran Bretaña imperial. A poco de cumplir los cuarenta y un años fue el primer autor en lengua inglesa que recibió el Premio Nobel de Literatura. En 1906, el año anterior a recibir el galardón, Kipling publicó Puck de la colina de Pook, un originalísimo volumen de fábulas y versos en torno a la historia del Reino Unido que son recitados por un elfo, el Puck del shakesperiano Sueño de una noche de verano, a dos niños en la bucólica campiña del sur de Inglaterra. Una generación de críos británicos, nacidos antes de la Gran Guerra, no olvidaría estos y otros relatos del pasado de su país. Al comienzo del siglo xx el Imperio británico estaba en su apogeo, pero Kipling, que conocía sus luces y sombras, intuyó que su poderío no tardaría en desfallecer.

    El hilo conductor de cualquier historia breve o extensa del Reino Unido es la explicación de cómo unas islas separadas por brumas y bruscas mareas de la Europa continental, y al margen de sus grandes dinastías reinantes, pudo hacerse con un imperio global. El British Empire, que alcanzó su cénit en el siglo xix, es solamente comparable con los imperios romano y español. En extensión superó a ambos y en músculo militar y poderío económico también.

    El razonamiento consensuado es que los británicos triunfaron porque hicieron las cosas en libertad y a su manera. El excepcionalismo del Reino Unido se debe a que se adelantó a todos en la limitación del poder de la Corona y que resolvió la cuestión religiosa antes que ninguno. La geografía gobierna la historia y el hecho de ser un conjunto de islas protegidas por una experimentada marina de guerra hizo posible el particularismo del Reino Unido.

    Shakespeare describió Inglaterra como esta tierra de majestad… este otro Edén… esta piedra preciosa enclavada en un mar de plata. Su paraíso de los hombres libres era el de los happy few, los ‘pocos felices’. Estaba protegido por los muros de madera de la Royal Navy que en el siglo xvi fundó Enrique VIII, el prototipo del inglés que se pone el mundo por montera. De hecho, a partir del primer milenio los británicos no sufrieron ninguna invasión hostil.

    El xix fue un siglo indiscutiblemente victoriano de hegemonía británica. A mediados de él la reina Victoria inauguró en Londres una temprana Exposición Universal que exteriorizó la prepotencia del Reino Unido para propios y extraños. La Great Exhibition, una grandiosa exhibición levantada en Hyde Park, el inmenso parque central de Londres, que duró de mayo a octubre 1851, celebraba la Revolución Industrial. Con intencionada contundencia daba urbi et orbi, una serie de mensajes que ensalzaban la autoestima nacional y eran inapelables en aquel momento.

    De acuerdo con la narrativa nacional y monumental de los británicos, se llegó a la cima imperial por la pronta autoafir­mación de un yo identitario y, a la vez, por circunstancias fortuitas. Mientras los poderes continentales se batían en guerras dinásticas en el siglo xviii y luchaban contra el vecino para extender sus fronteras, los británicos, un pueblo marítimo, comercial y orgulloso de ser libre, se dedicaron a colonizar el ultramar en busca de materias primas y mercados para su naciente industria manufacturera. Se dijo que se habían hecho con un imperio por casualidad y aprovechando el descuido de los demás.

    El que se acercaba a la exposición de 1851 asimilaba que Gran Bretaña era el taller del mundo y el suministrador de su energía, el carbón; que el Reino Unido financiaba y transportaba los negocios internacionales; que los británicos dominaban el progreso científico y el desarrollo tecnológico, y que el padre de la economía moderna, que era la global, era un británico, Adam Smith. Además, en una época de mucho barullo político en el continente europeo, el visitante aprendía que Gran Bretaña tenía un sistema parlamentario y una Corona constitucional que aseguraban la estabilidad y el avance de la libertad política.

    Victoria, que murió octogenaria en 1901, fue a lo largo de los sesenta y tres años de su reinado soberana de dominios y colonias en los cinco continentes y emperatriz de la India. El xix fue el siglo de Rule Britannia! y la Royal Navy dominaba los siete mares. El Reino Unido reunía bajo la Corona imperial lo que en el siglo xxi serían Silicon Valley, Cantón y los yacimientos petrolíferos de Arabia Saudita.

    Por regla general las viejas naciones presumen de un recorrido excepcional para distinguirse de las otras. La originalidad de la que se jactan los británicos puede que sea especialmente justificada. Hicieron cosas extravagantes porque siempre fueron muy suyos.

    Siendo un país apegado a la vieja religión y destacadamente mariano, rompió con Roma y la cultura católica continental en el siglo xvi y creó su propia Iglesia estatal, que era la anglicana. Entrado el siglo xxi, cuando sus negocios y sus servicios financieros estaban volcados en el mercado único continental, el Reino Unido volvió a divorciarse de Europa. Rompió con la Unión Europea después de más de cuarenta años de compenetrado matrimonio.

    Es por ello, por hacer las cosas a su aire, que la excepcionalidad del Reino Unido cobra especial interés. Todo ensayo historiográfico, según el canon del oficio, relata lo que ocurrió en una determinada sociedad e intenta descifrar por qué las cosas sucedieron de una manera y no de otra. Cuanto mayor sea la particularidad de lo acontecido, mayor es el interés.

    El estudio de lo que pasó y por qué pasó es especialmente interesante en el caso del Reino Unido. Los británicos conocen muy bien las gestas que protagonizaron los héroes de su pasado, también las sombras de los villanos, y están conformes con el sugerente destino patrio que narra su historia monumental. Se ufanan con el relato de una narrativa lineal y ascendente, generalmente pactada y siempre unidireccional, hacia el temprano reconocimiento de los derechos civiles y una pronta prosperidad.

    La virtuosa trayectoria comenzó con la Carta Magna de 1215, en la cual la Corona reconoció las limitaciones de su poder y fue espoleada por la Revolución Gloriosa de 1688, en la cual el Parlamento consolidó el suyo. En el siglo xix se amplió el sufragio, se implementaron políticas sociales y el Reino Unido evitó los conflictos cívicos que desestabilizaron la vecindad continental. Inglaterra había tenido su revolución antes que nadie cuando a mediados del siglo xvii fue decapitado el rey y proclamada una efímera república puritana.

    La gran explicación del Reino Unido en su esplendor decimonónico corrió de la mano del poeta, alto funcionario e historiador aristócrata lord Thomas Macaulay, uno de los más eminentes entre los muchos egregios que produjo el largo reinado de Victoria. Escribió que gracias al acuerdo entre la Corona y el Parlamento en 1688 se descubrió que la autoridad de la ley y la seguridad de la propiedad eran compatibles con la libertad de opinión y de la acción individual como nunca lo fueron antes y como de la favorable unión entre el orden y la libertad nació una prosperidad de la cual no existen ejemplos en los anales de las conductas humanas.

    En una de esas deliciosas casualidades que recorren la historia, Macaulay publicó su panegírico sobre la democracia liberal que el Reino Unido exportó a Estados Unidos en 1848, el año en el cual estallaron revoluciones en gran parte de Europa y Karl Marx y Friedrich Engels publicaron en Londres el Manifiesto Comunista. El Reino Unido, dedicado a lo que era lo suyo, siguió su curso reformista.

    El gran relato británico se detuvo en el siglo xx cuando el Reino Unido ganó dos guerras mundiales y, debido al esfuerzo realizado, se convirtió en una potencia mediana. Si alguien pregunta por qué morimos, / di que nuestros padres mintieron, escribió Rudyard Kipling, el cantor de las grandezas victorianas, sobre la lápida de su único hijo, que en 1916 cayó en el frente.

    El Reino Unido perdió su Empire y, como ocurre con todo imperio en fase de decadencia, la búsqueda de un nuevo papel fue un ejercicio frustrante. Y, como también sucede, el que tuvo retuvo. Los británicos no han dejado de ser excepcionales.

    i

    De Stonehenge a la batalla de Hastings

    Stonehenge, el misterioso conjunto de inmensas piedras que fue levantado entre el final del Neolítico y el comienzo de la Edad del Bronce, es el monumento del comienzo, nebuloso pero palpable, del Reino Unido. Ahí se debió de rendir culto a los muertos, porque está rodeado de enterramientos que se siguen descubriendo. Celtas de la cercana Bretaña francesa, íberos llegados de España, gentes del Mediterráneo, a juzgar por los artilugios que acompañan a los cadáveres, fueron los primeros pobladores de unas islas separadas de la masa continental europea.

    Hay otros puntos de referencia en las islas que tienen unos cinco mil años de antigüedad, pero Stonehenge, por su magnitud, es el más emblemático y el más visitado. Se encuentra en un páramo cerca de la tranquila ciudad provincial de Salisbury, que está dominada por posiblemente la catedral más bella del país.

    La esbelta catedral de Salisbury estaba en plena construcción a los doscientos años de la batalla de Hastings (1066) en la cual Guillermo, duque de Normandía, derrotó a Haroldo II, rey de los anglosajones, y se convirtió en amo y señor del territorio que conquistó. El templo está coronado por una aguja de 123 metros de altura y es el más alto del país. De una cultura muy distinta es también un punto de referencia. Es el de unos británicos cristianizados que habían abandonado los ritos druídicos entre dólmenes de sus antepasados y alcanzado la habilidad técnica de alzar una iglesia hacia el cielo.

    Stonehenge marca un comienzo de la historia del Reino Unido que es difícil de descifrar. La invasión normada que se produjo a partir de la batalla de Hastings marca otro que se puede transcribir con facilidad. La incursión fue el inicio de una Inglaterra moderna y reconocible como tal. Guillermo I, el conquistador y el fundador de una dinastía que ocuparía el trono a lo largo de casi dos siglos, importó clérigos, es decir, la sapiencia del continente; impuso el sistema feudal, que era el que funcionaba en su época, y ordenó una minuciosa auditoría de sus nuevas posesiones para saber quiénes vivían dónde y qué hacían.

    Los orígenes, por muy nebulosos que sean, nunca están sin embargo lejos de la imaginación de los británicos. Prueba de ello es que el bulevar principal de lo que hace más de medio siglo se concibió como la más futurística ciudad del Reino Unido enfila directamente el más mítico monumento del borroso pasado de las islas británicas. El Midsummer Boulevard cruza el centro de la moderna urbe de Milton Keynes y cuando el cielo está despejado sus dos kilómetros se alumbran al amanecer con los primeros rayos del solsticio de verano. Los mismos destellos del alba iluminan minutos después Stonehenge, que está a doscientos kilómetros al este en línea recta.

    Antes de levantar la primera piedra de la nueva urbe en 1967, los promotores de Milton Keynes trazaron en la campiña lo que sería el Midsummer Boulevard, su calle mayor. El bulevar se dirigiría hacia el lugar donde los ancianos druidas demostraban sus conocimientos de astrología al celebrar sus ritos en la Noche de San Juan. A un lado y a otro del bulevar, se extenderían parques, glorietas y ensanches cuadriculares donde se mezclarían oficinas, comercios y residencias, edificios bajos todos.

    Al mover la tierra en esos campos se descubrieron yacimientos arqueológicos que demostraban que la zona estuvo bastante poblada cuando, nadie sabe muy bien cómo, se levantaron esas gigantescas piedras que forman el conjunto de Stonehenge. La dirección que se eligió para la calle mayor no fue un mero capricho de los fundadores de una futura ciudad de doscientos cincuenta mil habitantes situada en el centro de un triángulo equilátero cuyos ángulos son Londres, Oxford y Cambridge. Tenía su explicación.

    Aquel año cuando comenzaron las obras en Milton Keynes, The Beatles estaban grabando Sergeant Pepper’s Lonely Hearts Club Band y el Reino Unido, bautizado por los publicistas como Swinging Britain, era el último grito en una llamada nueva Era de Acuario, enclavada en una posmodernidad que dejaba pasar el sunshine. La lustrosa ciudad que partía de cero sería un incuestionable modelo para el urbanismo humanizado que exigía una sociedad próspera y avanzada. Pero no sería un salto hacia lo desconocido.

    Resulta llamativa la intención de enlazar Milton Keynes con la historia y en este caso con las privaciones de la época megalítica. Es por ello un buen ejemplo del excentricismo y del excepcionalismo del pueblo británico. También de su historicismo y de su profundo conservadurismo. El nombre de la nueva ciudad no tiene, en todo caso, nada que ver, como frecuentemente se cree, con esos dos popes de la economía del siglo xx que fueron Milton Friedman y John Maynard Keynes. Milton viene del antiguo inglés Mylen Ton, ‘lugar de en medio’, y Keynes es una vulgarización del apellido del barón normando de Caihaignes que luchó con Guillermo en la batalla de Hastings y obtuvo en recompensa el señorío donde casi dos milenios después se levantó una nueva ciudad.

    La futurística urbe de Milton Keynes, lugar donde han triunfado muchas start-ups empresariales y donde han fracasado otras tantas, enmarca el estreno del Reino Unido en Stonehenge y su reinauguración en el campo de batalla de Hastings.

    El polifacético escritor inglés de la primera mitad del siglo xx G. K Chesterton solía decir que en la Edad del Hierro las islas británicas eran la Ultima Thule. Eran el punto más lejano de ningún lugar. Eran como las nubes que acompañan al sol cuando desaparece bajo el horizonte del Atlántico. La primera noticia fidedigna que se tiene de ellas se debe a Julio César, que en el verano del 55 a. C. desembarcó al frente de dos legiones en Thanet, que entonces era un islote, cerca de Dover, a medio kilómetro de la costa del condado de Kent. Fue una visita fugaz de reconocimiento y fue frustrante. Se repetiría con resultados igual de decepcionantes al año siguiente.

    César estaba por entonces en plena guerra de conquista en Galia y cruzó el canal de la Mancha porque había llegado a sus oídos que los desconocidos habitantes de la futura Gran Bretaña auxiliaban a su enemigo. Descubrió que eran todavía más bárbaros que los de la Bretaña francesa. Vestían pieles, se cubrían el cuerpo de tintes azules, practicaban la poligamia y, además de ser muy impetuosos, empleaban sofisticadas técnicas militares como el uso de cuadrigas para atacar al adversario.

    En el 54 a. C. César volvió al mismo lugar donde había desembarcado el año anterior y esta vez, según su propia crónica de la expedición, llegó con cinco legiones, repartidas en más de seiscientas barcazas, y una poderosa fuerza de caballería. La entrada natural a Inglaterra era la bahía de Dover, pero los romanos ya sabían que había que evitarla puesto que el anterior verano habían sufrido ahí una letal lluvia de jabalinas que los británicos lanzaron desde los acantilados colindantes y que les obligó a desplazarse a Thanet. Los White Cliffs de Dover, blancos porque los promontorios están cubiertos de tiza, son lo primero que se ve cuando desde Calais se cruza el canal de la Mancha por su punto más estrecho. Los verticales acantilados son las celebradas murallas defensivas de las islas británicas.

    En este segundo desembarco en Thanet, y visto el despliegue invasor, los nativos se retiraron prudentemente. César se adentró en el condado de Kent, pero no consiguió ninguno de sus dos objetivos. Uno de ellos era una victoria decisiva en una batalla a campo abierto, puesto que el enemigo, buen conocedor del territorio, resultó ser un experto en la estrategia guerrillera de las emboscadas. El otro era la táctica de dividir al contrincante en base a acuerdos clientelares con distintas tribus. Las británicas no se prestaron a ello.

    A César le preocupó sobremanera, en todo caso, la seguridad de su flota que en la abierta cabeza de playa que había establecido en Thanet estaba a merced de las caprichosas y violentas movidas de la mar en lo que los ingleses llaman el English Channel. Esto le obligó a continuamente retroceder para inspeccionar sus barcos. El avance exploratorio se demoraba, el invierno estaba próximo y César optó por cortar por lo sano. Volvió a Galia con algunos rehenes y sin dejar un solo legionario en la otra, nada lejana, orilla. No se sabe si algún jefezuelo británico en adelante pagó un tributo a Roma o si algún otro dejó de apoyar la rebelión de Vercingétorix y de los francos contra el imperio.

    Excelente propagandista de sí mismo, César se ocupó de detallar sus campañas por escrito y de describir sus proezas militares. Así lo hizo con sus incursiones en la ignota tierra británica. Lo que relató fue

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