La buena gente del campo
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Flannery O'Connor
Flannery O’Connor was an American novelist and short-story writer, who over the course of her short career produced two novels and more than thirty short stories, including the critically acclaimed Wise Blood, “A Good Man Is Hard to Find,” and “Everything that Rises Must Converge.” Set primarily in the rural South, O’Connor’s Southern Gothic stories, strongly influenced by her Catholic faith, often portrayed the spiritual transformation—often violent, always painful—of a flawed individual. In 1972, she was posthumously awarded a National Book Award for Collected Stories, and was the first twentieth-century fiction writer to be collected and published by the Library of America. The Flannery O’Connor Award for Short Fiction, given annually by the University of Georgia Press, was named in her honour. O’Connor died in 1964 of complication from lupus.
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La buena gente del campo - Flannery O'Connor
Flannery O’Connor
La buena gente
del campo
Traducción de
Marcelo Covián
019La buena gente del campo
Aparte de la expresión neutral que tenía cuando estaba sola, la señora Freeman tenía otras dos, una ansiosa y, la otra, contrariada, que usaba en todas sus relaciones humanas. Su expresión ansiosa era firme y fuerte como la lenta marcha de un camión pesado. Sus ojos jamás viraban bruscamente a la derecha o a la izquierda, sino que giraban cuando el piso giraba, como si siguieran una línea amarilla pintada en el centro. Raras veces usaba la otra expresión porque no necesitaba retractarse a menudo de lo que decía, pero cuando lo hacía su rostro se detenía en seco, había un movimiento casi imperceptible en sus negros ojos, durante el cual parecían retroceder, y entonces quien la veía se daba cuenta de que la señora Freeman, aun cuando estaba allí, tan real como los sacos de grano apilados, estaba ausente en espíritu. Intentar comunicarse con ella cuando esto sucedía era algo de lo que la señora Hopewell ya había desistido. Podría hablar hasta morirse. Era imposible conseguir que la señora Freeman admitiera que no tenía razón en algo. Si lograban hacer que hablara, entonces decía algo como: «Bueno, no podría decir que sí ni que no». O dejaba que su mirada se posase en el último estante de la cocina, donde había un montón de botellas polvorientas, y decía: «Ya veo que no ha comío muchos de los higos que puso en conserva el verano pasao».
Se ocupaban de los asuntos de mayor importancia en la cocina durante el desayuno. Todas las mañanas, la señora Hopewell se levantaba a las siete, encendía su calentador de gas y el de Joy. Joy era su hija, una muchacha rubia y recia que tenía una pierna artificial. La señora Hopewell la consideraba una niña, aun cuando ya tenía treinta y dos años, y muy culta. Joy se levantaba cuando su madre estaba comiendo, caminaba pesadamente hacia el lavabo y daba un portazo, y al poco tiempo aparecía la señora Freeman por la puerta trasera. Joy oía a su madre decir: «Entre»; luego conversaban un rato entre susurros y desde el lavabo era imposible distinguir sus voces. Cuando Joy se acercaba, por lo general ya habían terminado con las noticias meteorológicas y hablaban de una de las dos hijas de la señora Freeman, Glynese o Carramae. Joy las llamaba Glycerin y Caramel. Glynese, una pelirroja, tenía dieciocho años y muchos admiradores; Carramae, una rubia, tenía solo quince pero ya estaba casada y embarazada. Su estómago no retenía nada. Todas las mañanas, la señora Freeman contaba a la señora Hopewell las veces que su hija Carramae había vomitado desde su último informe.
A la señora Hopewell le gustaba decir que Glynese y Carramae eran las mejores chicas que conocía, que la señora Freeman era una «dama» y que no le avergonzaba llevarla a cualquier parte o presentarla a cualquiera con quien se encontraran. Luego contaba cómo había llegado a contratar a los Freeman y hasta qué punto eran un regalo del cielo para ella y cómo llevaban cuatro años a su servicio. La razón por la cual hacía tanto tiempo que estaban con ella era porque no eran gentuza. Era buena gente del campo. Había