Luna de miel
Por Leonard Michaels
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Leonard Michaels es uno de los grandes escritores norteamericanos del siglo xx aunque poco conocido en nuestro país. Sus relatos fueron admirados por Philip Roth y Saul Bellow y en su producción se encuentran obras maestras como este cuento que ahora presentamos, Luna de miel. El origen judío de Michaels, cuyos padres emigraron a EE.UU. desde Polonia, aparece de manera recurrente en este relato (y en sus demás textos) recordándonos en ocasiones a Woody Allen.
Si Franz Kafka hubiera sobrevivido a la tuberculosis y luego al nazismo, si hubiera llegado a América como su joven Karl Rossmann, en su vejez habría escrito cuentos parecidos a los de Leonard Michaels.
Jordi Puntí, El Periódico de Cataluña
Leonard Michaels
Leonard Michaels (1933-2003) was the author of Going Places, I Would Have Saved Them If I Could, and The Men's Club, among other books. FSG will publish his Collected Stories in June to coincide with the reissue of Sylvia.
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Luna de miel - Leonard Michaels
Leonard Michaels
Luna de miel
Traducción de
Aurora Echevarría
019Luna de miel
Un verano, en un complejo turístico para lunas de miel de las montañas Catskill, vi cómo una chica llamada Sheila Kahn se enamoraba del camarero que la atendía. Se había casado unas horas antes en la ciudad y era la primera noche que iba al restaurante. El camarero se inclinó a su lado y le preguntó si quería el bistec o el pollo. Ella lo miró con grandes ojos enfermos. Su marido dijo: «¿Sheila?». Las otras tres parejas sentadas a la mesa, todas recién casadas, miraron a Sheila como si esperaran el remate de un chiste. Ella se quedó ahí sentada como una momia.
El camarero, Larry Starker, un tipo alto de pómulos nórdicos y mirada gris glacial, era considerado peligrosamente guapo. De hecho, había posado para cubiertas de libros baratos, en las que aparecía como un bárbaro teutónico a punto de abusar de una mujer semidesnuda y esposada que se retorcía de terror y placer a sus pies. O encadenado a una columna, viendo acercarse a una reina del látigo enfundada en cuero. Pero el verdadero Larry Starker, de veintidós años, no tenía ni idea de sexo erótico. Había hecho primero en la facultad de Odontología y esperaba tener su propia consulta algún día en Brighton Beach, donde había crecido jugando al balonmano con los chicos del vecindario. Como el resto del personal del restaurante, trabajaba para pagarse los estudios y comprar libros.
Yo tenía dieciocho años y trabajaba de ayudante de Larry. Era mi primer trabajo en un buen complejo turístico. Los tres veranos anteriores había trabajado en un hotel cutre donde, aparte de comidas pesadas y un estanque con un bote de remos, había pocas distracciones, y los miembros del personal del restaurante dormíamos dos en una cama. Los maridos llegaban los fines de semana, montaban una mesa de cartas en el césped y jugaban al pinacle, sin hacer caso a las mujeres y a los niños que habían ido a ver. Mi familia solía pasar todos los veranos en un lugar así y mi padre era uno de esos hombres que jugaban al pinacle. Nunca me llevó a pescar ni a cazar como un padre norteamericano, pero él tampoco iba a pescar ni a cazar. El único lugar al que me llevó fue al cantero, un domingo por la tarde, para encargar su lápida.