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La cueva del sabio
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Libro electrónico358 páginas20 horas

La cueva del sabio

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ALÁN MAYMÓ, casado, padre de un hijo y abuelo, es intérprete, escritor, poeta, pintor y artista marcial. Ha publicado dos libros de poesía en francés y ha sido miembro de la Sociedad de Poetas Franceses.

La cueva del sabio es su primera novela, cuya historia tiene lugar en Tossa de Mar, una pequeña ciudad de la Costa Brava, a noventa kilóm

IdiomaEspañol
Editorialibukku, LLC
Fecha de lanzamiento8 nov 2020
ISBN9781640867314
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    La cueva del sabio - Alán Maymó

    Prólogo

    La historia del ser humano es una lucha constante para conseguir la felicidad, liberarse de esos demonios que arrastramos a lo largo de la vida. Algunos escogen el sendero de la religión o la filosofía para encontrar las respuestas a las grandes preguntas que los crean: ¿quién soy realmente? ¿Cuál es el camino? ¿Por qué estoy aquí?

    La cueva del sabio trata de un sendero que busca lo mismo, pero con un enfoque diferente, válido para cualquier tipo de persona que sepa lo importante que es abrir el corazón para entender el mundo y a uno mismo.

    Este camino es llamado comúnmente «El camino del guerrero» o «La vía marcial», que permite, mediante una filosofía de vida muy concreta, encontrar la propia felicidad y paz interior siempre que no sea para hacer el mal. Sin obviar, por supuesto, la otra parte del camino, la cual a menudo atrae a los más jóvenes: la adquisición de conocimientos y fortaleza física que ayuda a mejorar la autoestima.

    ¿ Puede alguien alardear de no haber pasado por momentos de apuro en su vida donde el temor o la inseguridad le hayan hecho elegir un comportamiento inadecuado?

    Esta historia habla de esos momentos en los que debemos tomar decisiones. También es el relato de una determinación y de la evolución de un joven adolescente hacia un destino que ni siquiera él mismo hubiera sospechado nunca. En él trasciende la pasión por las artes de la guerra («arte marcial» proviene del latín martialis, de Marte, el dios de la guerra), así como la aceptación de los conceptos filosóficos que rigen el Arte Marcial que he llamado Jusamkibo.

    CAPÍTULO 1

    LA DECISIÓN

    Tossa de Mar, 21 de junio de 2007

    Una escuela secundaria en un pueblo de la Costa Brava, un día de sol, típico del verano en el Mediterráneo, y una escena que siempre se ha podido ver desde tiempos remotos a la salida de cualquier instituto.

    —¡Tú, mamón, dame un cigarrillo! —ordenó el cabecilla de una pandilla de jóvenes delincuentes, que se dedicaban a molestar y amargar la vida de los demás. El chico era alto, medía metro ochenta y cinco, delgado, pero con músculos, todo un nervio. Siempre llevaba tejanos, ya fueran largos o cortados en short, de color azul y con huecos, botas camperas y camiseta sin mangas, más bien negra, enseñando sus tatuajes en los brazos, el derecho una calavera y el otro una serpiente enrollada alrededor de un cuchillo. En temporada media añadía la típica chaqueta de piel negra como de motero. Además, lucía unos pendientes en forma de anilla en cada oreja y otro en la nariz. Tenía los ojos marrón oscuros, con cejas negras y el pelo negro liso con coleta que le bajaba hasta media espalda. Era el más alto y el más fuerte del grupito. Como en muchas bandas callejeras, mandaba el que más personalidad tenía, y a menudo el que supo imponerse mediante la fuerza o la agresividad; este, con veinte y dos años, reinaba sobre su grupito de adolescentes.

    —No, no tengo —contestó Ray.

    —¿Qué dices? ¿No me quieres dar un cigarro, hijo de mamá, pequeña mierda?

    —Es que no fumo —balbuceó el chico.

    Ray era un adolescente de diecisiete años, de estatura media, como metro setenta y cinco, de tez morena y pelo oscuro, más bien corto y ondulado, con ojos color de miel, en forma de almendra. Tenía labios carnosos y dientes blancos, era delgado pero musculoso. Vestía simple, le gustaba el tejano, más bien ajustado, con una camiseta que combinaba con el pantalón (como le enseñó su madre) y bambas Nike. En invierno cuando hacía un poco de frío, solía llevar una chaqueta de jeans con un jersey por debajo y unas botas camperas que le gustaban mucho. Y cuando hacía un tiempo entremedio vestía con un tejano y una sudadera con capucha y bambas. En verano como mucha gente llevaba short, chanclas y camiseta.

    —Mentiroso —masculló el jefecillo soltándole un bofetón en plena cara dejándole la marca de su mano y un pequeño rasguño debido a un anillo—. Así sabrás, gallina, que cuando te pido algo me lo tienes que dar. ¿Entendido? —le gritó el agresor con actitud amenazante.

    Los chicos de la banda se alejaron riéndose mientras Ray intentaba recuperarse, aunque no del dolor, sino de la vejación. Esa escena se repetía con demasiada frecuencia, y, cada vez que ocurría, se sentía impotente y humillado. No sabía cómo responder; nada más verlos sentía que sus piernas flaqueaban, el miedo le impedía reaccionar y luego se sentía avergonzado frente a sus compañeros de colegio. No quería ser un cobarde.

    Ray, como muchos chicos que no tuvieron figura paterna, con la autoridad que eso supone, era más bien tímido y muy poco seguro de sí mismo. Educado por su madre con amor y cariño, aunque a veces con firmeza, no se forjó un carácter fuerte. Por esa razón era la víctima de acosos. No se sabía defender, y teniendo en cuenta que su físico no era imponente, atraía a los malvados que lo veían como una presa fácil y asustadiza.

    Su madre siempre lo protegió. Él era bastante emotivo y sensible, tenía mucho interés por la lectura de ciencia ficción y también los superhéroes con poderes que usaban para defender a los débiles.

    Mientras recorría el kilómetro que separaba el instituto de su casa, se detuvo delante de la cartelera de los cines y su mirada se quedó clavada en un cartel que anunciaba una película de artes marciales, en la cual el protagonista se hacía con el malo con una patada en salto a la cara.

    «Ojalá la próxima vez que me tope con esos macarras pudiera pagarles con su misma moneda», pensó rabioso.

    A esas horas las calles estaban llenas de gente y el verano vestía la pequeña Tossa de Mar con miles de colores y sonidos que le daban ese aire de vacaciones eternas y, aún en pleno siglo xxi, seguía conservando sus callecitas llenas de historia que te hacían vivir siglos atrás, cuando los piratas imponían sus leyes en el Mediterráneo.

    Ray llegó por fin a casa intentando esconder el rasguño de la mirada inquisidora de su madre, pero en vano.

    —Hola, mamá —dijo con la vista clavada en el suelo.

    Su madre se llamaba Gema. Era una mujer madura de cuarenta y cinco años, con formas generosas, alta, de un metro setenta y dos. Tenía una larga melena negra con rizos preciosos, una tez morena y grandes ojos marrón oscuro. Hacía gimnasia desde pequeña y seguía yendo al gimnasio cada semana para mantenerse en forma. Le gustaba vestir muy femenina con elegantes vestidos de colores claros que resaltaban su tipo muy andaluz. Calzaba zapatos con tacones e iba siempre bien maquillada cuando salía con sus colegas de Eurocoches. Cuando vestía informal, llevaba un tejano apretado y un top, y, si el tiempo lo pedía, una chaqueta de piel. A su edad seguía teniendo muy buen tipo y unos cuantos se giraban para mirarla. Además, tenía una sonrisa blanca que invitaba a la conversación.

    Había cuidado de Ray ella sola desde que cumplió los dos años.

    —¡He! Ven aquí, hijo. Pero ¿qué demonios has hecho esta vez? ¿Te has vuelto a pelear? —inquirió su madre, ya contrariada.

    —Sí, pero no —se avergonzó él.

    —¿Cómo que sí pero no? ¿Te has pegado con alguien o alguien te ha pegado? Tú, como siempre, no has buscado nada y te han pegado porque si, ¿y eso lo tengo que creer?

    Ray agachó la cabeza y recordó que cuando su madre cumplió cuarenta años se fue de su ciudad natal y se lo llevó con ella. El chico tenía doce. La madre se lanzó a la aventura con el hijo en una furgoneta solo con lo básico y con las pertenencias personales de su hijo, que no estaba nada contento de dejar sus amigos y sus rutinas. Gema era una mujer muy decidida y con mucha voluntad que tuvo que educar a su hijo sola, y las madres solteras nunca están bien aceptadas en una región muy aferrada a las tradiciones católicas. Sin embargo, toda la adversidad no pudo con su determinación de ofrecer una vida mejor a su hijo en una región más rica y económicamente más desarrollada.

    —¡Sí! —se enfadó el chico—. Porque es la verdad, ese tío cuando me ve siempre viene a por mí.

    —¿Y por qué razón no puedes ir a buscar un profesor? —insistió Gema.

    —No, de eso nada. No soy un chivato. Además, ellos son mayores y más grandes, por lo menos tienen veinte años y siempre van en grupitos de tres o cuatro. Todo el mundo les tiene miedo —afirmó Ray—. No sé qué hacer.

    —Bueno, hijo, pues mañana voy a hablar con el director de la escuela y los denunciaremos.

    —No, mamá, eso sería mucho peor —se asustó—. Si se enteran de una denuncia me harán la vida imposible, ya me las arreglaré —acabó diciendo, sin saber cómo.

    —Está bien. Espero que eso sea verdad. Ven aquí que te voy a curar —dijo Gema.

    El joven no paraba de darle vueltas al asunto, buscando una solución. A su madre no se lo había dicho por vergüenza, pero el auténtico motivo por el que le habían pegado era porque nadie le había enseñado a defenderse. Fue entonces cuando recordó la película de la cartelera del cine y le vino una idea: si aprendía artes marciales seguro que podría defenderse solo y sin la ayuda de nadie. El único problema era que no sabía dónde dirigirse porque en su pueblo no había muchos gimnasios.

    Fue la casualidad, que, al día siguiente, al salir de la escuela decidiera coger otra ruta para volver a casa, y, atravesando dos calles, vio el letrero de un local en el que nunca se había fijado: Club de Boxeo Suarez. Después de pensárselo un momento, se armó de valor y pasó el umbral de la puerta.

    Era un local pequeño y modesto presidido por un ring en el que dos muchachos no mucho mayores que él luchaban en silencio bajo la atenta mirada de un hombre mayor de pelo plateado. Le impresionó la concentración de los luchadores dirigidos por la voz autoritaria del entrenador.

    —¡Esa guardia, Marc! Te las vas a comer todas, protégete la cara —Ray se sentía sobrecogido, no se veía capaz de aguantar un solo de esos golpes.

    En la sala no se escuchaba nadie hablando. El silencio solo se quebraba por las respiraciones rítmicas y entrecortadas de los luchadores, por los golpes repetidos en serias en el saco, o por algunos gritos provocados por el esfuerzo intenso del trabajo físico de esos gladiadores de los tiempos modernos.

    De repente, una voz ronca lo sacó de su sueño.

    —¿Buscas algo, chico? —preguntó el entrenador al percibir su presencia. Se trataba de un hombre bajito de unos cincuenta años, con el pelo plateado y unos bigotes impresionantes,

    Sorprendido, Ray contestó un tanto intimidado:

    —¿Yo? Pues, en realidad, solo quería mirar.

    —Adelante. Y si quieres probar una clase, te puedes quedar.

    Asombrado por la propuesta, Ray vaciló.

    —Es que… No lo había pensado.

    —Pues pásate un día si quieres y prueba un entrenamiento.

    —Gracias, señor —contestó el adolescente con educación—. Me lo pensaré. —Y acto seguido se fue corriendo, ya que su madre estaría preocupada.

    Los últimos metros los hizo corriendo, lleno de emoción. Aunque le daba un poco de miedo, deseaba ser como esos jóvenes valientes que suben al ring a demostrar su coraje y habilidades para luchar.

    —¡Mamá! Ya sé lo que voy a hacer —gritó con alegría al entrar en casa.

    —¿A qué viene tanto ruido?

    —Mamá, ya está.

    —¿De qué estás hablando, hijo?

    —Pues me voy a apuntar al club de boxeo Suarez.

    —¿Qué has dicho que querías hacer? —contestó Gema bastante sorprendida.

    —Quiero hacer boxeo, así me podré…

    —¡De eso nada! ¿Me has oído?

    —¡Pero mamá! —se angustió Ray, pues nunca en toda su vida había estado tan seguro de lo que quería hacer.

    —No, no y no. De ninguna manera voy a consentir eso —sentenció Gema con autoridad—. No quiero verte medio desfigurado y con cara de idiota. ¿No has visto por la tele como acaban abobados todos esos boxeadores? Parecen cavernícolas.

    —Dices eso porque no me quieres ayudar. Te da igual si me siguen maltratando en el colegio. ¡Eres injusta! —gritó desesperado.

    Se sentía impotente. La rabia le ardía en las entrañas y, cogiendo la mochila, abrió de nuevo la puerta y salió de casa corriendo. Su madre se quedó un momento pensando, y se dijo a si misma: «Bueno, ya se le pasará, solo es otro capricho».

    Ray vagaba sin rumbo por la calle, cuando a lo lejos vio una silueta que le era familiar.

    —¿Hey, Fran, que pasa? ¿Cómo va todo? —saludó, y se acercó a él con entusiasmo.

    Fran era su amigo desde la llegada de Ray en Tossa. Siempre se habían llevado muy bien, pero al cambiar de barrio y de instituto no se veían tan a menudo. Era el deportista del grupo, también tenía diecisiete años, alto, de metro ochenta y cinco, atlético con una musculatura parecida a un atleta del Decathlon. Le gustaba el atletismo y levantaba pesas para ser más robusto y explosivo. Moreno, con los ojos verdes y una sonrisa blanca (su madre había cuidado de su aspecto físico y su salud), y lucía una melena con rizos castaños que traía locas a las niñas de su colegio. Le gustaba vestir con camisa ajustada al cuerpo que hacía resaltar su musculatura, un tejano también ajustado negro o beige y unas bambas blancas. En temporada fresca vestía con chaqueta negra cuando salía de fiesta.

    —Yo bien, aunque las notas más bien regular, pero sin nada grave. ¿Y tú?

    —Pues la verdad es que yo no muy bien, tengo algún que otro problema.

    —Sí, ya veo ¿Y el rasguño?

    —A eso me refería.

    —¿Qué te ha pasado? —se preocupó Fran.

    —¿Sabes el gamberro ese de los piercings lleno de tatoos? El que viene a menudo con sus perros de presa y no son del instituto.

    —Sí, creo que se llama Pepe. ¿Qué pasa con él? —preguntó su amigo.

    —El rasguño es un recuerdo suyo.

    —Vaya desgraciado hijo de puta. ¿Y qué vas a hacer?

    —Quería apuntarme a boxeo, pero mi madre no me deja… Dice que acabaré atontado con tantos golpes.

    —Sí, ya entiendo a tu madre, no quiere que le toquen la cara al hijito. ¿No es así? — preguntó Fran con malicia.

    —Lo que más me duele es que no veo cómo arreglar esto por ahora —se sinceró Ray. De nuevo se sentía tan impotente, y al hablar de ello se le formaba un nudo en el estómago, las imágenes de sus momentos de debilidad le asaltaban y le entraba una rabia que poco a poco se transformaba en odio contra su persecutor.

    —¿Y por qué no te apuntas a algo como judo o karate?

    —¿Tú crees? Es que no sé ni en qué consiste todo eso, a mí nunca me han interesado todas esas cosas de pelea y demás, tío.

    —O no sé, algo de defensa propia.

    —Personal, se llama defensa personal —corrigió Ray—. Lo conozco porque lo he visto en YouTube. ¿Y eso dónde se practica?

    —Buena pregunta, no tengo ni puta idea. Pero si quieres puedo preguntar por ahí.

    —Me harías un enorme favor —respondió aliviado.

    Ya hacía algunos meses que Pepe y sus secuaces venían a hostigar el pobre chaval que intentaba solucionar las cosas como podía, cediendo a veces, soltando algún dinerillo, pero cada vez era más difícil de soportar y pensaba: «Suerte que pronto vendrán las vacaciones». Pero ahora en el horizonte se perfilaba un portador de buenas noticias.

    El sábado 23 de junio, a dos días de las vacaciones, llamaban a la puerta.

    —Voy, voy —gritó el chico—. Hey, Fran. Cuánto tiempo, ¿cómo estás?

    —Hola, Ray, voy bien y tengo noticias que te podrían interesar.

    —¿Ah, sí? Te escucho.

    —Pues me he enterado, por un amigo de un colega que practica karate, que ha escuchado a hablar de un anciano visto en la montaña…

    —Sí, ¿y? —le interrumpió con impaciencia.

    —Espera, déjame terminar. Pues se ve que sabe de lucha y cosas de estas, quizás te pueda ayudar —contestó Fran—. Pero no sé si es una de esas leyendas urbanas.

    —¿Lo dices en serio? ¿Cómo me va a ayudar un viejo medio vagabundo con técnicas de lucha?

    —Bueno, no sé, tú sabrás lo que quieres hacer. Al fin y al cabo, es tu vida —respondió un poco molesto su amigo Fran.

    —Vale, tío, no te lo tomes así. Lo siento, es que últimamente estoy metido en muchos líos y… ya sabes —dijo el chico.

    —Vale, no te preocupes

    —¿Y dónde queda el cobijo del «viejo ermitaño»? —lanzó Ray con ironía.

    —No lo sé exactamente, cerca del puente de piedra me han dicho. ¿Te suena?

    —Sí, más o menos.

    —¿Entonces qué vas a hacer?

    —Todavía no lo sé.

    —Bueno, nos vemos. Cuídate, tío —dijo Fran con cariño a su amigo. Le sabía mal por Ray, pero tenía que ser él quien decidiese y que hiciera lo correcto para solucionar ese problema.

    —Vale, gracias, hermano.

    Quedaron la tarde del martes (cuando finalizaban los cursos) a la playa. Después, Fran se marchó, y, como siempre, Ray empezó a darle vueltas a todo eso, sin saber que un acontecimiento inesperado precipitaría las cosas.

    CAPÍTULO 2

    LA EXCURSIÓN

    Martes, 26 de junio. Día de final de cursos, por la tarde.

    Era una de esas calurosas tardes, típicas del verano mediterráneo, propicias al descanso en donde el cielo, allende, se une al mar en una sinfonía de azules, templados por el blanco de algún cúmulo de paso.

    Ray y algunos amigos decidieron aprovechar esa tarde de vacaciones para ir a la playa, que se encontraba muy cerca de su casa y podía llegar fácilmente paseando en pocos minutos. Desde la playa, de espaldas al mar, se podía contemplar una montaña que combinaba armoniosamente los verdes y ocres y difundía en la atmosfera ese olor de pino tan característico de los veranos ibéricos, y no muy lejos al lado izquierdo se podía admirar el castillo de Tossa de Mar que contemplaba la bahía desde su posición dominante.

    Fran había venido con Jaime, su hermana Vanesa y una amiga que respondía al dulce nombre de Nahia. Todos tenían diecisiete años, menos Jaime, que tenía uno menos y también era el más bajito. Aunque medía un metro sesenta y cinco, había adquirido una fuerte musculatura gracias a los entrenos y a su pasión por el fútbol, donde jugaba como delantero. Siempre decía que su ídolo era Maradona. Jaime tenía los ojos marrones y la cara un poco redonda de adolescente, el pelo corto y castaño como su hermana.

    Vanessa, de talla más bien media alta, muy guapa con el pelo largo castaño muy bien cuidado, las uñas siempre pintadas, con ojos grandes y del mismo color que su hermano. No era atlética, pero sí tenía buen cuerpo y formas por su constante aplicación para lucir. Tenía los rasgos muy finos de la cara de su madre. Como le gustaba la playa y también había piscina en su casa, en verano se ponía muy morena.

    En cuanto a Nahia, era alta en comparación con las chicas de su edad, ya que medía metro setenta y cuatro, de tez morena con un pelo muy largo y ondulado. Sus ojos de un azul profundo atraían muchas miradas. Sus labios carnosos y una sonrisa blanca con una pequeña nariz muy bien dibujada le daban una cara de modelo. Los chicos volaban a su alrededor como mariposas, su cuerpo de deportista con las formas correspondientes (pecho y glúteos firmes y redondos) hacía que muchos pretendientes estuvieran al acecho. Solía vestir de manera muy elegante cuando salía de fiesta. Le gustaban los vestidos que acentuaban sus curvas, siempre con tacones. En el día a día, llevaba un tejano o un short ajustado y topes que iban de conjunto, a veces con tacones o bien con bambas cuando iba más de deporte. Para salir o incluso algunos días para ir al instituto, se maquillaba ligeramente.

    La playa tenía el tamaño ideal para ser un terreno de juego, ya que la orilla empezaba lejos y la plaza era suficientemente espaciosa para que los jugadores de fútbol o vóleibol pudieran hacer sus partidos y los bañistas pudieran disfrutar del agua y de la caricia del sol.

    —¡Venga, chicos! ¿Una partidita de vóley? —propuso Jaime muy animado.

    —Bueno —contestó su hermana—, pero sin hacer partido ni contar los puntos, ¿vale? ¿Qué te parece, Nahia? —la amiga, un poco reservada, asintió con la cabeza.

    Naha se caracterizaba por ser dulce, educada y tímida, pero se soltaba cuando conocía más a la gente y entonces dejaba ver su personalidad fuerte y determinada. Era una chica que sabía lo que quería, culta y con una mente brillante. Aunque era joven, ya demostraba un buen autocontrol de sus emociones y no se dejaba llevar fácilmente. También sabía lo que no quería, con mucha voluntad y generalmente lograba lo que se proponía.

    Empezaron a jugar, y no se les daba mal, solían jugar juntos a menudo, sobre todo los chicos, y Fran había estado compitiendo unas temporadas.

    A orilla del mar, a pocas decenas de metros, la gente disfrutaba de un momento de descanso, acostados, bronceando o leyendo mientras los niños soñaban con sus cuentos de hadas y castillos de arena.

    —Vamos, Fran, haz un smash de estos de competición, de los olímpicos como tú sabes —lanzó Ray, picando un poco su amigo.

    —¡Hecho! Tira la pelota, pero bien recta como una vela —contestó Fran.

    Ray hizo un lanzamiento muy bien colocado que su compañero golpeó con tanta fuerza que él no tuvo tiempo de tocarla y, al rebotar al suelo, cogió fuerza y velocidad y se fue a golpear la mano de un hombre que estaba bebiendo su cerveza, con el resultado de que el vaso de plástico se le cayó encima y le dejó el bañador empapado.

    —¡Oiga! —gritó Ray desde unos metros—. Me lanzas la pelota, ¿por favor?

    Pero se quedó de piedra cuando el tipo, de unos veinte años, alto y fuerte, con un bigote negro, y una mirada azul que reforzaba su aspecto intimidante, se levantó de golpe.

    —¿Qué has dicho? —preguntó el hombre con un tono ofendido.

    —Si me puedes dar la pelota —repitió tímidamente, el infortunado.

    —¡Una mierda, te voy a dar! ¡Cabrón, hijo de puta, me tiras la pelota, se me cae la cerveza, me mancha mi bañador nuevo y encima te tengo que dar la pelota!

    —Pero tío, no te pongas así, ha sido sin quer…

    Antes de poder acabar la frase el otro se le había echado encima, cogiéndole del cuello con tal contundencia que cayeron al suelo y el pobre Ray, que no sabía nada de pelea y menos de agresividad, no tuvo tiempo de reaccionar y se llevó un par de puñetazos en plena cara.

    —¿Y ahora, te vas a disculpar? Cobarde.

    —Sí, sí… Pero no…, me pegues…, más, por favor.

    —¡De rodillas! —gritó, airado, el agresor.

    Ray, con lágrimas en los ojos y la cara maculada por la sangre que salía de la nariz, se puso de rodillas y pidió perdón. Al cabo de un minuto, llegaron sus amigos, pero el agresor ya se había ido. Nahia se arrodilló a su lado y con su pañuelo empezó a limpiarle la sangre.

    —¿Estás bien, Ray? —preguntó con mucho cariño—. ¿Te duele?

    —Estoy bien, no es nada, solo un poco de sangre —mintió, le dolía toda la cara, pero ya que se había humillado ante sus amigos y no quería quejarse y apretó los dientes, le ayudaron a levantarse y lo acompañaron a casa.

    Esta vez, su madre no lo quiso ni escuchar, directamente lo castigó, quitándole la paga que le daba cada semana. Él estaba desesperado, con el ego herido como nunca, sin un duro y dolorido en su carne.

    El día siguiente, nada más levantarse, empezó a pensar, cogiendo el problema por todos sus ángulos, y tomó su decisión: «En cuanto me recupere iré al monte en busca del anciano ermitaño».

    Se pasó el día en su casa, desmotivado. No le animó ni el mensaje que recibió de su amigo Fran preguntándole cómo estaba. «¿Cómo voy a estar? Me siento un cobarde gilipollas. Siempre soy el débil que los otros ven como una presa fácil», pensó avergonzado de sí mismo.

    Dos días después, aunque no había salido demasiado de su casa, estaba mucho mejor. Era muy pronto por la mañana y el chico quería marcharse antes de que su madre despertara. Se apresuró en poner cuatro cosas en su mochila, un bocadillo de jamón, un paquete de galletas y una botella de agua completaron el equipaje del excursionista decidido a encontrar su solución al problema que no le dejaba vivir.

    Pasando por el salón dejó una nota a su madre: «Mamá, me he ido de excursión a la montaña. Estaré de vuelta esta tarde, así que no te preocupes, solo quiero estar un poco solo con la naturaleza».

    La mañana estaba fresca todavía, pero el día se anunciaba soleado y caluroso. Una vez listo, salió de casa cautamente, para no despertar a Gema, que no lo hubiera dejado marchar y menos sabiendo a lo que iba.

    Estaba determinado, pero con el corazón un poquito acelerado como el aventurero que desconoce lo que se va a encontrar en el camino. Mientras andaba, todo tipo de preguntas asaltaban su mente: «¿Y si no lo encuentro? ¿Y si me rechaza, o peor, me pega una paliza?». Muchas dudas y miedos, pero pensó: «No, da igual. Tengo que encontrar a ese hombre, no quiero pasar más vergüenza».

    El sol empezaba a envolver el monte con un dulce calor y Ray, que ya llevaba más de una hora andando, había tenido que atravesar parte del pueblo para llegar al monte y decidió darse un descanso.

    A cuatro pasos, había visto un árbol con una vegetación tan generosa que proporcionaba una sombra muy acogedora, y decidió sentarse. Los pájaros adornaban el silencio del bosque con sus melodías incesantes mientras un riachuelo que corría sobre las piedras se añadía a la sinfonía de la naturaleza. Respiró profundamente y pensó: «Cuánta paz… Dios, ayúdame a encontrar mi camino y te prometo que seré el mejor hijo y estudiante que se pueda ser».

    Después de haber recuperado fuerzas con las

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