Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Todo el mundo sabe que vuelves a casa
Todo el mundo sabe que vuelves a casa
Todo el mundo sabe que vuelves a casa
Libro electrónico401 páginas5 horas

Todo el mundo sabe que vuelves a casa

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Todo el mundo sabe que vuelves a casa es una historia, o un entramado de historias, acerca de las fronteras: entre México y Estados Unidos, entre el pasado y el presente, entre la esperanza y la desesperación, entre el amor y el desamor, entre la vida y la muerte, entre la realidad y la ficción. Sylvester nos regala una saga familiar que es a la vez épica e íntima, un inolvidable relato del ilimitado poder del amor y la redención. Con gran destreza literaria, con un sutil sentido del humor y con una ternura a prueba de las peores tragedias personales, la autora aborda en esta excelente novela, mediante la creación de personajes inolvidables, la dolorosa experiencia de miles y miles de mexicanos que migraron clandestinamente a Estados Unidos a finales del siglo pasado, y la de sus numerosos descendientes, hoy estadounidenses de pleno derecho, que añoran o repudian a un México a veces idealizado y casi nunca ideal.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento20 feb 2021
ISBN9786073042277
Todo el mundo sabe que vuelves a casa

Relacionado con Todo el mundo sabe que vuelves a casa

Libros electrónicos relacionados

Ficción literaria para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Todo el mundo sabe que vuelves a casa

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Todo el mundo sabe que vuelves a casa - Natalia Sylvester

    TODO EL MUNDO SABE QUE VUELVES A CASA

    barco

    ULTRAMAR

    Narrativa actual allende el mar...

    Coordinación de Difusión Cultural

    Dirección General de Publicaciones y Fomento Editorial

    TODO EL MUNDO SABE QUE VUELVES A CASA

    NATALIA SYLVESTER

    Traducción de Isabel Zapata

    escudo

    UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO

    MÉXICO 2020

    Ésta es un obra de ficción. Los nombres, personajes, organizaciones, lugares,

    incidentes y eventos son producto de la imaginación de la autora o

    bien han sido utilizados de manera ficcional. Cualquier parecido con eventos

    o personas reales, vivas o muertas, es pura coincidencia.

    Para Ceci

    La memoria guardará lo que valga la pena.

    La memoria sabe de mí más que yo;

    y ella no pierde lo que merece ser salvado.

    —Eduardo Galeano

    Días y noches de amor y de guerra

    Capítulo 1

    2 de noviembre de 2012

    El gran día

    Se casaron en Día de Muertos, lo cual no llamó la atención de nadie en todos los meses de planeación, hasta que el difunto suegro de la novia se apareció en el auto cuando terminó la ceremonia. Se ma­nifestó detrás del volante y estiró su brazo por detrás del asiento del copiloto para ver de frente a Isabel y a Martín.

    —Hermosa ceremonia, mijo —expresó.

    Las sonrisas de la pareja se congelaron. Tardaron lo que pareció una eternidad en pronunciar palabra, y cuando lo hicieron no pu­dieron más que balbucear.

    Toda la vida, Isabel había oído historias sobre espíritus que ve­nían a pasar este día con su familia. De niña construía altares para sus bisabuelos, conmovedores tributos hechos con cajas de zapatos abiertas, adornadas con flores de papel e imágenes de figuras reli­giosas que se parecían mucho a los dioramas que hacía en primaria. De adolescente, su familia se congregaba en torno a la tumba de su tía abuela para limpiarla; un año su madre incluso llevó una aspira­dora de baterías para la lápida. Hoy recordamos a nuestros muertos, decía siempre su madre. Los honramos.

    El padre de Martín lucía más agotado que muerto, como si hu­biera llegado tarde por estar atorado en el tráfico. Isabel miró a su nuevo esposo para saber qué hacer y le sorprendió notar que estaba molesto. No asustado, porque honestamente su suegro parecía in­ofensivo, como en las pocas fotos suyas que había visto. No, Martín tenía cara de haber mordido un chile que picaba más de lo esperado.

    —¿Sabías que esto pasaría? —le preguntó.

    —No, pero es típico de él. Típico. Sólo alguien tan descarado se aparece en una boda sin invitación.

    —¡Martín, por favor!

    No esperaba que fuera tan grosero. Isabel no se esperaba nada de esto, pero tenía muy arraigado el instinto de mantener la cordialidad y respetar a sus mayores —incluso más que sus supuestos sobre la vida y la muerte, aparentemente— así que sus esfuerzos por entender la situación fueron rápidamente superados por su deseo de hacer que todo el mundo se sintiera a gusto.

    Era la primera vez que veía a su suegro. Acomodó su vestido blanco, que abultaba cada centímetro del asiento, y enderezó el velo sobre sus hombros.

    —¿No nos vas a presentar?

    El viejo permaneció sentado, esperando.

    —No pienso hablarle —dijo Martín.

    —Martín, no lo dices en serio.

    En ese momento, su suegro sonrió y se acercó a ella a través del pequeño espacio que separaba la parte delantera y la trasera del Rolls—Royce que habían rentado.

    —Habla en serio, te lo juro. La terquedad corre por nuestras venas. Isabel, soy Omar. Aunque espero que al menos te hayan dicho mi nombre.

    —Claro, encantada —dijo.

    En circunstancias ordinarias, se hubiera acercado para darle un beso, hasta un abrazo, pero éstas no eran circunstancias ordinarias. No conocía las leyes que gobernaban a los muertos. ¿ Pueden tocar?

    ¿Sentir?¿ Sujetar? Parecía que Omar podía hacer avanzar el auto en cualquier momento. En vez de eso puso su mano sobre la de Isabel y ella no sintió un toque sólido sino una calidez viva, una suave electricidad. Sus ojos se encendieron, pero Martín se burló y volteó para otro lado.

    —Omar —dijo ella, dejando que su nombre le vaciara los pulmones—. ¿Quieres venir a la recepción? —Qué tontería decir eso.

    —Eres muy amable en preguntar, Isabel. Gracias.

    Salió por la puerta del auto, que seguía abierta, y empezó a caminar rumbo a los jardines de la iglesia. Ni Isabel ni Martín trataron de seguirlo.

    De algún modo extraño, sabía que no lo vería cuando ella y Martín abrieran pista con su canción ni cuando partieran su pastel de bodas. En toda la noche, no volteó ni una sola vez a ver si su suegro había llegado. Y como lo último que quería era hacer enojar a su nuevo esposo, hizo como si nada hubiera sucedido.

    Isabel no lograba conciliar el sueño en su noche de bodas. Los recién casados hicieron el amor distraídamente, como si no fuera nada nuevo, y claro que para ellos no lo era. No eran, bajo los estándares de la Iglesia, buenos católicos. Antes de hoy, ninguno de los dos había ido a misa en años. Habían empezado a acostarse a la tercera cita y media y habían usado condones y anticonceptivos y espermi­cida, a veces los tres al mismo tiempo.

    Aunque no era nada nuevo, Isabel había imaginado que el sexo matrimonial se sentiría diferente. Marido y mujer juntando sus cuerpos, y por primera vez no importaría que alguien los escuchara o que los pillara o que el condón tuviera ocho agujeros. Ahora estaban casados. Juntos para siempre.

    Martín batalló con los botones perfectamente redondos que es­calaban, imposiblemente cerca uno del otro, la columna vertebral de su esposa. Isabel no se dio cuenta, hasta que se quitó el vestido, de cómo el corsé la había constreñido toda la noche. Tuvo que tomarse un momento para respirar y las hendiduras que la estructura dejó en su piel, ahora expuestas, le dieron comezón.

    Le hubiera gustado hacerle el amor de maneras nuevas, de verdad que sí, pero más que eso lo que quería era acostarse junto a él, cerrar los ojos y abrirlos para ver que Martín seguía ahí al día siguiente y el siguiente y el siguiente después de eso.

    Cuando terminaron, mientras desenredaban sus cuerpos, los recién casados miraron al techo. Ella suspiró. Hubiera querido decir algo como estuvo maravilloso, pero las palabras que salieron de su boca fueron:

    —¿Qué pasa?

    —No sabía que estaba muerto —dijo Martín, con la mano en la frente.

    De pronto se dio cuenta de que ella tampoco lo sabía, pero el encuentro entero había sido tan surreal que no había quedado tiempo para procesar la logística. Llevaba años pensando en el papá de Martín como alguien ausente. Lo poco que sabía de él era por Claudia, la hermana menor de Martín.

    —Mi padre nos dejó hace años —dijo la primera vez que Isabel le preguntó por él, durante un recreo en tercer año.

    —¿O sea, está muerto o se mudó a otra ciudad?

    A los ocho años, carecía de tacto y de tolerancia ante la ambigüedad. A Claudia la pregunta le había dolido tanto que Isabel pensó que su amistad no pasaría de ese recreo, pero su amiga se recuperó rápido y ella decidió nunca volver a tocar el tema.

    Buscaba pistas, claro, cada vez que iba a casa de Claudia. No había fotos del padre por ningún lado y nunca le dio la impresión de que su ausencia estuviera asociada a alguna clase de nostalgia. Lo más cerca que estuvo de obtener una explicación fue el día en que un vendedor telefónico particularmente insistente le colmó la paciencia a la mamá de Claudia.

    —¡No sé cuándo va a regresar! —gritó Elda después de la cuarta llamada—. Nos abandonó hace años, así que mejor usted dígame a mí qué pensar.

    Colgó, satisfecha consigo misma. Isabel miró fijamente su plato de cereal, fingiendo que no había escuchado nada.

    Años después, Isabel aún podía recordar con facilidad la cadencia de esa negación familiar. Cuando ella y Martín se comprometieron e invitaron a Elda a su prueba de pastel, el repostero preguntó si debían esperar también al papá del novio.

    —Mi suegro ya no está con nosotros —dijo Isabel.

    Esperó a ver si Martín la corregía; si quizá, después de todos estos años, una boda podría bastar para que se reconciliaran. Él preguntó sobre los diferentes betunes y el asunto terminó ahí.

    Excepto que ahora los ojos de Martín se nublaron y su vasta mi­rada se quedó fija en el ventilador del techo como esperando a que el aire le ahorrara la vergüenza de las lágrimas. Cuando pareció no funcionar, enterró la cara en el cuello de Isabel y estiró un brazo sobre su estómago.

    Ella nunca lo había visto así. Sabía que debía compartir su sufri­miento, pero una parte de ella se sentía reivindicada. Una parte de ella pensaba: esto es lo que cambió, esto es lo que significa estar casados. Saber que nunca más habría alguien con quien Martín pudiera mos­trarse tan vulnerable hizo que Isabel quisiera ser fuerte para él.

    —Por lo menos ahora puedes dar el asunto por concluido —di­jo—. Pudo haber sido peor. Se pudo haber muerto y desaparecido para siempre y nunca te hubieras enterado.

    —No quiero dar nada por concluido. No quiero verlo ni hablar con él. Nada más no te acerques si regresa, ¿ok? —Sus palabras le quemaron la piel—. Lo arruina todo.

    —Nadie ha arruinado nada.

    Le acarició el cabello con los dedos hasta que se quedó profun­damente dormido. Luego se deslizó para levantarse, se vistió y se dirigió a una pequeña sala que había en su suite nupcial.

    Ahí estaba otra vez Omar, encorvado en el sillón de cachemira con las manos en las rodillas. A Isabel se le bloqueó la garganta.

    —Me asustaste.

    Omar se encogió de hombros como pidiendo perdón.

    —Bu.

    —No es chistoso.

    —Un poco sí.

    —¿Has estado ahí todo el tiempo? Mientras nosotros...

    Dios mío, no. Nada de eso.

    —¿Pero entonces supiste cuándo regresar? ¿Cómo?

    —Sólo lo supe.

    Le lanzó una expresión confundida, y después de algunos bal­buceos y falsos comienzos, Omar pareció encontrar las palabras para explicarse.

    —Cuando estás muerto, sientes todas las cosas que te perdiste en vida. Humores, ritmos, el estado de ánimo de una persona. No sus pensamientos —añadió rápidamente—. Pero de algún modo estamos más vivos que antes.

    Se acercó a él. No había nada en este hombre que no la intrigara. Mientras caminaba rodeando la mesa de centro y el lujoso sillón blanco que había entre ellos, deseó que éste fuera un hotel menos elegante, de esos que tienen cafeteras con bolsitas de plástico indi­viduales de café molido. Pero éste era el tipo de lugar donde había servicio a la habitación las 24 horas. A pesar de que la boda fue un viernes para bajar los costos, habían rebasado su presupuesto para reservar la suite. Se imaginó explicándoles a los empleados del hotel que el espíritu de un difunto había entrado a su sala. Casi le dio risa.

    —¿Qué es tan chistoso? —preguntó Omar.

    —No me estaba riendo.

    —Pero tu humor cambió. Hace un minuto estabas asustada.

    —No realmente asustada. Sorprendida.

    Se sentó frente a él. Incluso con las luces apagadas, podía ver sus rasgos profundos bañados en la frescura de las luces de la calle que brillaban a través de las ventanas. Ahora que tenía un momento para observarlo, le impactó cuánto se parecía a Martín, o más bien cuánto se parecía Martín a él. Tenía una cabellera canosa y una barba espesa y entrecana. El cabello de Martín era completamente negro y él siempre estaba rasurado al ras, pero para el mediodía sus cachetes ya picaban. Como resultado, la piel de ambos hombres lucía gruesa; sus poros abiertos les daban una apariencia tosca y ero­sionada que ella siempre había encontrado atractiva. Omar era un poco más bajo que su hijo, con hombros más anchos. Era un ejemplo perfecto del después del antes de Martín, una representación inquie­tante de la progresión natural del tiempo.

    Claro que también estaba la pequeña diferencia de la morta­lidad. Antes, en el auto, ella había estado demasiado abrumada para notar que la quietud de Omar oscilaba. Cuando lo veía di­rectamente parecía tan sólido como cualquier otro ser, pero en el momento en que veía hacia otro lado y la imagen de Omar se desplazaba a su periferia, vacilaba, como una llamada en video que se actualiza constantemente si la conexión es de mala cali­dad.

    Tenía ganas de despertar a Martín, de abrazarlo y dejar que la anclara en su mundo. Pero se resistió al recordar lo que su esposo le había pedido antes de quedarse dormido.

    Esposo. Hasta pensarlo se sentía como una revelación.

    Omar se cruzó de piernas y deslizó su tobillo hacia arriba para ponerlo encima de su rodilla.

    —Dios mío, hasta tienen los mismos gestos —dijo ella.

    —¿Es demasiado raro para ti? Puedo irme.

    Esta vez Isabel no se molestó en reprimir su risa.

    —Tienes razón. Por supuesto que lo es —dijo él.

    —Lo único que podría ser más raro que el hecho de que estés aquí sería que te pidiera que te fueras ahora que estás.

    —Me parece que mi hijo no estaría de acuerdo contigo —dijo, bajando la voz.

    Puede ser que tengas razón. Pero no tienes que susurrar. Él no despertaría ni aunque hubiera un terremoto.

    El sueño de un hombre muy feliz.

    No se molestó en discutirle eso. Afuera había comenzado a llover, gotas silenciosas que no golpean las ventanas pero silban cuando los autos resbalan sobre ellas en las calles apenas mojadas.

    —No pensé que fueras a regresar después de lo que pasó en la tarde.

    —No planeaba hacerlo. Intenté visitar a Elda y a Claudita antes de que empezara la recepción, pero no quisieron verme.

    —Qué raro —siempre había sospechado que Elda aprovecharía cualquier oportunidad para reclamarle a Omar—. No parecían para nada molestas esta noche —al contrario, Claudia estaba desacostumbradamente alegre.

    —Entonces me alegra saber que no les arruiné la fiesta.

    —¿Por qué no estarían contentas de verte? ¿Por qué Martín no lo estuvo? Yo lo habría esperado, después de tantos años.

    El tiempo no hace desaparecer los sentimientos. Sólo hace que la gente esté más dispuesta a hacerlos a un lado. Pero ellos no. Tendría que morirme ochenta veces para que estuvieran felices de verme, e incluso así simplemente disfrutarían la oportunidad de verme morir otra vez.

    —Lo dudo.

    —No conoces a mi familia como yo.

    Sus palabras le dolieron a Isabel más de lo que esperaba. Él pareció arrepentirse de inmediato.

    —No debí decir eso. Es insensible de mi parte señalarlo el día de tu boda.

    —¿Pero no niegas que sea verdad?

    Omar se quedó callado e Isabel sintió cómo se le escurría la última gota de adrenalina del día. En tan sólo unos minutos, Omar había expuesto el único punto ciego de su relación que ella llevaba años ignorando. Cada vez que Martín fingía que la ausencia de su padre no era la gran cosa, ella fingía creerle. Se sentía avergonzada, como si la hubieran sorprendido diciendo una mentira.

    —Perdóname —dijo finalmente Omar. Miró su reloj, en el que el minutero se acercaba más y más a la medianoche—. Tampoco debí decir eso. A veces, por la prisa de probar un punto, me olvido de mis modales.

    —Está bien. Es sólo que supongo que perdí mi oportunidad de causarte una buena impresión. Una esposa más leal no haría preguntas. Respetaría la petición de su esposo de no hablar contigo.

    —¿Te dijo que no hablaras conmigo?

    Omar se incorporó, como sintiéndose halagado de que su hijo lo hubiera siquiera mencionado. Isabel no dijo nada más, temerosa de haber traicionado ya la confianza de Martín.

    —Si te hace sentir mejor, nunca me han impresionado las personas que no hacen preguntas —dijo Omar.

    No pudo evitar sonreír.

    —A mí tampoco. Perdona la franqueza pero... es que me pides empezar mi matrimonio haciendo algo a espaldas de mi esposo.

    —Por favor nunca te disculpes por ser franca.

    —Ya sabes lo que quiero decir.

    —Sí. Cada minuto que pasa estoy más y más orgulloso de mi hijo.

    —Gracias —dijo Isabel.

    Se paró y respiró hondo, ajustándose la bata. Era el tipo de silencio que ella consideraba socialmente universal, esa pausa pesada y decidida al final de la velada que indica a los invitados que es hora de irse. Si Omar lo reconoció, no hizo nada para demostrarlo. Un rubor de pánico apareció en su cara. Ella esperó un momento antes de aclarar la garganta.

    —Discúlpame. Sólo me quedan unos minutos. ¿Podemos hablar?

    Isabel volvió a sentarse y cruzó las manos sobre sus piernas, enderezándose.

    —¿Sobre qué tema?

    Su franqueza pareció confundirlo. Quizá la pregunta era demasiado simple como para contestarla con simpleza.

    Él sonrió y acarició la mejilla de su nuera con la punta hormi­gueante de los dedos.

    —Tú dime. Pregúntame lo que quieras. Cualquier cosa con la que te sientas cómoda.

    —Está bien. ¿Por qué estás aquí, Omar?

    —¿Contigo? Ya te dije. Elda no quiso verme, así que vine aquí. No era exactamente lo que Isabel quería saber, pero lo dejó pasar.

    —¿ Y por qué no quiere?

    Se encogió de hombros.

    —Tendrías que preguntárselo a ella.

    —¿Y qué me dices de Martín? —Su paciencia se estaba agotando.

    —Me sorprendió que me viera —Omar negó con la cabeza en desconcierto—. Pero a fin de cuentas es el día de su boda y yo soy su padre, a pesar de que...

    —¿A pesar de que te fuiste cuando tenía siete años?

    —Ah. ¿Qué más te dijo?

    —Lo suficiente para aclarar por qué no quería que estuvieras aquí.

    No era del todo cierto. Martín tenía una manera de contestar preguntas sin responderlas o (si no podía evitarlo) dando respuestas a preguntas completamente distintas. Era encantador cuando se trataba de cosas triviales como qué tal había estado su día, pero en cuanto el tema cambiaba a su padre o su infancia, ofrecía una feliz anécdota familiar sin sustancia real.

    —¿Qué más te gustaría saber? —preguntó Omar.

    Isabel quería probar que conocía a su familia más de lo que él pensaba. Recordó una de las pocas historias que Martín le había contado que incluían tanto a su padre como a su madre.

    —Cuéntame de la vez que jugaron escondidillas y él se escondió tan bien que nadie pudo encontrarlo durante más de una hora.

    —¿Qué?

    —Él tenía cuatro años. ¿En el clóset? Se ganó un listón. Le encanta contar esa historia.

    —¿Cuando vivíamos en el departamentito de Pecan?

    —Sí, ésa.

    —Yo no... Me sorprende que se acuerde. Llevábamos apenas cuatro años aquí. Habíamos traído a mi familia de México. Primero mis padres y luego mi primo Julio. Nunca debimos haberlo ayu­dado. Había sido problemático desde que éramos niños y no sé cómo se me metió en la cabeza que él cambiaría de adulto. Todos éramos demasiado ingenuos en esa época. Pensábamos que venir a este país lo cambia todo, y quizá lo hace, pero no de la manera que esperábamos. Elda lo sabía, sin embargo. Por eso insistió en que le ofreciéramos nuestro sofá, pero sólo durante un mes. Era todo el tiempo que tendría para encontrar un trabajo y un lugar donde quedarse. Un día me estaba ayudando a arreglar una fuga en nuestro baño cuando nos dimos cuenta de que necesitábamos otro tipo de llave. Pero yo tenía que ir al trabajo, así que él se ofreció a pasarme a dejar, llevarse el auto y arreglar el lavabo. Quedamos en que pasaría a recogerme cuando se acabara mi turno. No sé en qué estaba pensando cuando le entregué la llave. Horas después, seguía esperándolo como un tonto. Tomé el autobús al trabajo y, cuando llegué a la casa, Elda estaba esperándome con una amiga, pero Julio no estaba. Por supuesto que nos imaginamos lo peor: tuvo un accidente, se metió en un pleito o hizo algo para que lo arrestaran y deportaran. Y nunca lo sabríamos, porque no era como si pudiéramos llamar a algún lado, ¿sabes? Así que simplemente esperamos. Finalmente escuchamos sirenas a la distancia, luego más cerca y luego ... ¿ves ese momento en que suenan extra fuerte y esperas a que pasen porque tienes la certeza de que se seguirán de largo? Pues no lo hicieron. Las luces rojas y azules empezaron a brillar en nuestra sala y Martín despertó preguntando qué pasaba y no teníamos idea, pero sabíamos que no era nada bueno. Elda me dijo: hazte cargo de tu sobrino y yo me hago cargo de nuestro hijo. Así que salí y vi que estaban arrestando a Julio a menos de cincuenta pies de la entrada de nuestro departamento. Le estaban aplicando una de esas pruebas de equilibrio. La cosa no iba muy bien, y yo no podía dejar de pensar que era el fin, que iban a regresado y que quizá volvería a verlo meses después, si es que lograba reunir el dinero para volver a cruzar. También pensé que nos iban a descubrir a todos y a mandar de vuelta. Así que me detuve a mitad de camino en el estacionamiento y fingí que iba a la máquina de refrescos a comprar una coca. Hice como si nunca lo hubiera visto, mi propia carne y sangre. Y es probable que él tampoco me haya reconocido, estaba tan borracho que no hubiera distinguido a un policía de un payaso.

    Torné mi refresco, regresé a la casa, apagué todas las luces y espera­mos a que Julio y los policías desaparecieran. Pasó más de una hora. Martín estuvo en el clóset todo el tiempo. Elda se la pasó cami­nando por la casa, pensé que por nervios, pero ahora supongo que estaba fingiendo que lo buscaba. Me dijo que así protegió a Martín de la verdad esa noche. No sabía lo del listón.

    —Ésa...ésa no es la historia que esperaba —dijo Isabel. Volvió a sentarse en el sillón.

    —¿Cómo la cuenta mi hijo?

    Es uno de sus primeros recuerdos. Habla de eso como si fuera una de sus primeras victorias. Se acuerda de lo tarde que era. Supongo que eso es parte de la emoción. Un niño que desafía su hora de dormir y logra jugar a las escondidillas, romper un record familiar y ganar un premio.

    —Ay, Elda. Siempre tan buena con él.

    —¿Y tú? ¿Tú eras bueno con él?

    Ahora era el turno de Omar de levantarse y amagar con su salida. Cuando estiró los brazos, Isabel se preguntó si sus huesos crujían, si sus extremidades se cansaban o si el movimiento era un hábito y nada más.

    —Supongo que depende a quién le preguntes.

    —Te estoy preguntando a ti. A él le pregunto después —dijo ella, levantando las cejas en dirección al dormitorio.

    Omar miró la puerta con nostalgia.

    —Supongo que lo fui. Intenté serlo. Pero a veces nuestras mejo­res intenciones se convierten en nuestros peores errores.

    Algo en la manera en que su voz tomaba distancia de ella, como si quisiera esconder esta confesión, la impresionó. Era peor que impotencia, era injustica: peor incluso que despojar a una persona de su último deseo. Aquí estaba, sufriendo al intentar decir las cosas que nunca tuvo oportunidad de decir, pero la reticencia de ella a escucharlo lo había reducido a acertijos y verdades a medias. Le hubiera gustado hacer más por él.

    —Dile a mi hijo que volveré a buscarlo el año que viene.

    Le dio un beso en la frente, suave como brisa. Isabel sonrió y cerró los ojos. Cuando los abrió, Omar había desaparecido.

    En las semanas que siguieron a su boda, Isabel y Martín descubrieron que la vida de casados se parecía mucho a la vida premarital, y disfrutaron diciéndole a la gente que les preguntaba, una y otra vez: ¿Cómo los trata la vida de casados?, que era más o menos lo mismo.

    Pero eso es bueno, por algo me casé con ella —decía Martín tras una pausa incómoda.

    Le encantaba este chiste y a veces Isabel lo complacía fingiendo que estaba tan sorprendida como la persona a la que se lo estaba contando, para luego unirse con los demás en una sonora carcajada.

    —¿Cuándo crees que la gente nos deje de preguntar? —dijo Martín una noche.

    Estaban caminando a su auto desde el departamento de Claudia, cargando una botella de ron a medio terminar que su novio, Da­mián, había insistido en que se llevaran a su casa para la próxima vez. Para alivio de Isabel, los invitados habían sido una mezcla de profesores de la escuela de Damián y auxiliares de vuelo que trabajaban con Claudia. Hicieron las preguntas acostumbradas que la gente hace para conocerse, pero eventualmente la sala se convirtió en una reunión de profesores mientras los amigos de Claudia tomaban vino y compartían historias de terror de pasajeros en la cocina. Isabel escuchó la mayor parte del tiempo y se rio de los chistes de aviones aunque no los entendiera. Era mucho más fácil que intentar tener una conversación de verdad con Claudia, que mantenía su distancia con ella desde que se habían reencontrado.

    —Por lo menos un año —dijo Isabel, contenta de poder pensar en otra cosa—. O hasta que alguien más se case. La verdad no me importa.

    —Me sigues la corriente con el chiste, así que me imagino que no.

    —Estaba en mis votos: aguantar los chistes tontos de mi marido.

    ¿Cómo no me di cuenta?

    —Subtexto. Nunca fuiste bueno con el subtexto.

    —Ya veo —le dio la vuelta al auto y, en un movimiento teatral, abrió la puerta del copiloto para ella—. Mientras nos comportemos como un buen matrimonio.

    Isabel se rio y se metió al auto con las piernas levemente adormecidas por las tres copas de vino. En momentos como éste le parecía increíble que estuvieran juntos. Si bien lo conocía desde niños, Martín siempre la tomaba por sorpresa. Habían retomado contacto en los últimos dos años, durante una serie de encuentros extraños en fiestas de amigos en común en las que se encendieron chispas de interés en los peores momentos posibles.

    La primera vez que se encontraron, Isabel casi no lo reconoció. Tenía el pecho ancho y era varias pulgadas más alto que ella, de modo que su quijada quedaba justo al nivel de su vista. Su cabello oscuro caía en picada sobre su frente, y sus ojos (que a ella siempre le habían parecido demasiado grandes para su cara) ahora estaban perfectamente enmarcados en unos lentes de armazón delgado. Todo en él era igual, sólo que más resuelto y refinado. A Isabel le dio gusto ver que había superado lo que ella y Claudia llamaban secretamente su fase Kenny G, y por un momento dudó si decírselo. Al final optó por preguntarle cómo estaba su familia.

    Se quedaron platicando en el pasillo estrecho del departamento de dos recámaras de su amiga, haciendo fila para el baño. Él bromeó sobre cómo, en una relación, la gente se pasa la mitad del tiempo ocultando sus funciones humanas más básicas y sin embargo uno está perfectamente dispuesto a pararse afuera de un baño a quejarse de cuánto debe esperar como si lo único que fuera a hacer al entrar fuera admirar las formas del mosaico.

    —O los jabones —dijo Isabel—. Me encantan los que tienen forma de caracol de mar.

    Él sonrió e intentó repetir caracol tres veces seguidas, pero no pudo. Se rieron y, cuando se abrió la puerta, Isabel se dio cuenta de que Martín había estado esperando a su novia.

    Se volvieron a encontrar cuatro meses después. Isabel estaba soltera. Reconoció a la novia de Martín antes de verlo a él, y al observar sus piernas largas y caderas anchas, sospechó que ella nunca sería su tipo. Se dijo a sí misma que probablemente no quisiera serlo. Terminaron la velada jugando Scattergories, y ella y Martín tuvieron las mismas respuestas tantas veces (cosas que la gente tira a la basura: vidas) que se volvió una misión personal superar al otro.

    Para cuando Martín estuvo soltero y la invitó al cine y a cenar, Isabel llevaba casi un año saliendo con uno de los representantes farmacéuticos del hospital donde trabajaba. La sorprendió tanto la invitación, que entendió que le estaba proponiendo una cita doble.

    —Richard se muere por probar el nuevo menú —dijo, demasiado tarde para corregir su error.

    La noche se puso incómoda en cuanto la chica que iba con Martín les preguntó de dónde se conocían.

    —Nos conocemos de

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1