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Cristo decide en mi vida
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Libro electrónico129 páginas1 hora

Cristo decide en mi vida

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Tenemos el agrado de presentar el Tomo III de la colección "Cristo Vive en mí", titulado "Cristo decide en mi vida".
La colección recoge diversos textos inéditos del Padre Ricardo E. Facci que ayudarán al lector, a profundizar sobre una realidad que toca a todo cristiano: dejar que Cristo sea el artífice de la propia vida.
Estamos convencidos que estas páginas ayudarán a quienes desean vivir profundamente un camino de santidad.
Ponemos en manos de María Reina de la Familia cada una de estas páginas, ella que se dejó conducir por la voluntad Divina diciendo "hágase en mí según tu palabra", hoy nos dice: "hagan todo lo que Él les diga".
Equipo Editorial
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento8 dic 2020
ISBN9789874756510
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    Cristo decide en mi vida - Ricardo E. Facci

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    Distribuye:

    Asociación Hogares Nuevos

    Zona Urbana S6106XAE-Aaron Castellanos

    (Santa Fe)- Argentina

    e-mail: info@hogaresnuevos.com

    www.hogaresnuevos.com

    ©Asociación Hogares Nuevos

    Zona Urbana S6106XAE - Aarón Castellanos (Santa Fe) - Argentina.

    Con las debidas licencias. Queda hecho el depósito que ordena la ley 11.723

    Noviembre 2020

    Industria Argentina.

    laimg_2643_9789874756510.jpg

    Presentación

    Tenemos el agrado de presentar el Tomo III de la colección Cristo vive en mí, titulado Cristo decide en mi vida.

    La colección recoge diversos textos inéditos del Padre Ricardo E. Facci que ayudarán al lector, a profundizar sobre una realidad que toca a todo cristiano: dejar que Cristo sea el artífice de la propia vida.

    Estamos convencidos que estas páginas ayudarán a quienes desean vivir profundamente un camino de santidad.

    Ponemos en manos de María Reina de la Familia cada una de estas páginas, ella que se dejó conducir por la voluntad Divina diciendo hágase en mí según tu palabra, hoy nos dice: hagan todo lo que Él les diga.

    Equipo Editorial

    Primera Parte:

    La vocación del Cristiano

    1. La Meta es la Santidad

    La santidad es la meta a la cual estamos llamados. Uno de los secretos de la perseverancia es no olvidarse de la meta.

    Permanentemente debemos recordar este llamado.

    La gramilla y las malezas crecen rápido; se los arranca, se les coloca productos para que no vuelvan a nacer, sin embargo se las ingenian y vuelven a nacer solos. Aquella planta que llena los ojos, que se cultiva por la flor o por la semilla, hay que sembrarla, cuidarla, resembrarla una y mil veces.

    Los vicios en nuestro corazón nacen solos, en cambio las semillas grandes de Dios hay que resembrarlas constantemente porque la agitación de la vida no las deja crecer. Dice San Pablo en 1Cor 1,2: Pablo saluda a la iglesia de Dios que reside en Corinto, a los que han sido santificados en Cristo Jesús y llamados a ser santos. El salmo 80 expresa en el versículo tercero: despierta tu poder, Señor y ven a salvarnos, ven a santificarnos.

    Si nos remontamos al principio, con la caída de Adán, el pecado desbarató el plan divino para la santificación del hombre. El pecado destruyó, desarmó el plan que Dios tenía para que el hombre fuera santo.

    Nuestros primeros padres se hundieron en un profundo abismo de miseria, y al hundirse arrastraron a todo el género humano. Durante siglos el hombre gime en su pecado y construye una cima infranqueable donde de un lado está Dios y del otro el hombre. Para llevar a cabo lo que el hombre no puede, Dios promete un Salvador. Esto no pertenece solamente a la etapa previa al nacimiento de Jesús y a la constitución de la Iglesia, sino que se vuelve a reeditar en cada uno de nosotros.

    Cuando nuestros padres nos engendran, están utilizando la capacidad que Dios Creador le dio al hombre, pero no pueden darnos la plenitud de la pureza, porque automáticamente nos contaminan con el pecado. En la etapa que va desde que fuimos engendrados hasta el bautismo, reeditamos el tiempo de espera del pueblo de Israel, reeditamos el tiempo de la promesa de un salvador.

    La promesa estaba depositada en el pueblo de Israel pero era para todos, y es por eso que nosotros participamos de esa promesa: y acudirán pueblos numerosos que dirán: vengan, subamos a la montaña del Señor, a la casa del Dios de Jacob; Él nos instruirá en sus caminos y caminaremos por sus sendas (Is 2,3). Jesús lo confirma: por eso les digo que muchos vendrán de oriente y occidente y se sentarán a la mesa con Abraham, Isaac, Jacob (Mt 8,11). Porque Él quiere que todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad (1Tim 2,4). Dios amó tanto al mundo que entregó a su Hijo único para que todo el que crea en Él no muera sino que tenga vida eterna (Jn 3,16).

    De esta manera ha amado Dios al mundo: Israel fue el depositario de la promesa y debía transmitirla de generación en generación. Pero en el plan de Dios ya desde el principio, la promesa estaba destinada a toda la familia humana, y en esto se fundamenta nuestra actitud misionera. No solamente la actitud que debía tener el pueblo de Israel, sino nuestra propia actitud misionera, porque la promesa se ha cumplido. Pero claro, no existirá nunca una actitud misionera si primero no se tiene conciencia del mensaje, de la acción redentora, de que la salvación llegó para uno y para todos.

    No se puede llamar a los demás a ser santos, si primero no se lo entiende para uno. ¿Cómo se podrá decir que Dios ama si primero no se experimentó que Dios ama? ¿Cómo se podrá decir que Dios llama si primero no se experimenta que Dios llama? ¿Cómo se podrá decir que Dios mandó a su Hijo y que murió en la cruz, si primero no se experimenta que murió en la cruz por uno? Si a nosotros Pablo nos enviara una carta, también, la podría encabezar del mismo modo: ustedes, llamados a ser santos.

    En función de la consagración por el bautismo, estamos llamados a ser santos. Por lo tanto, la santidad es ofrecida a todos los hombres.

    Levítico 11,44: los santificaré y serán santos porque yo soy santo. Jesús lo puntualiza mucho más en Mateo 5,48: sean perfectos, como perfecto es el Padre Celestial. ¡Qué expresión tan cargada de un ideal alto, de una meta alta, llena de esperanza! Sean perfectos como el Padre Celestial es perfecto. Jesús, en el sermón de la montaña, se lo estaba proclamando a la multitud que lo seguía. Allí estaban todos, inclusive muchos que no entendían quién era Él. Pero igualmente les decía: sean perfectos... Esto marca una pauta muy grande para toda la vida de la Iglesia: no hacen falta pedestales para ser llamados a la santidad.

    Todos estamos llamados a la santidad. ¡Con cuánta mayor razón quienes han dado pasos más cercanos en la relación con Dios! Porque han continuado el crecimiento en la vida de santificación, recibiendo sacramentos y hasta preparándose para vivir con Él. Por lo tanto, existe la posibilidad de ser santos. Jesús da los medios en Juan 10,10: Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia, he venido para darles los medios para alcanzar la santidad. La Iglesia marca el llamado a la santidad para todos los bautizados, no sólo para la jerarquía.

    Esta conciencia que tiene el pueblo de esperar que el sacerdote o la religiosa sean santos, ¿no será porque en definitiva el pueblo sencillo capta que tienen más medios para poder alcanzarlo? ¡Todos están llamados! Todos pueden y tienen la gracia suficiente, pero parece que algunos tienen algo más que lo suficiente. Si para todos es deber responder a este llamado por estar bautizados, cuánto más para quienes viven una consagración. La tarea misionera y evangelizadora recuerda y nos recuerda que se está llamado a la santidad.

    Santa Teresa de Jesús dice: no puedo entender qué es lo que temen para ponerse en el camino de la perfección; estamos llamados a la santidad. Uno puede preguntarse: ¿cómo santificarse? ¿Qué hacer para santificarse? Dice san Pablo en 1Cor 1,4: doy continuamente gracias a Dios a propósito por la gracia que les ha sido otorgada en Cristo Jesús.

    La comunidad cristiana está llamada a la santidad, pero al mismo tiempo tiene una gracia para alcanzar esa vida de santidad. Por eso, San Pablo da gracias a Dios, porque le fue otorgada en Cristo Jesús. Esta gracia llega a la humanidad, a todos los hombres, a través de los méritos infinitos de Jesús.

    Jesús, cuando muere en el sacrificio de la cruz, obtiene méritos infinitos para saldar la deuda que la humanidad tenía con Dios, que era infinita. La falla del ser humano, la ofensa, se mide no por quien ofende sino por a quién se ofende. No es lo mismo ofender a una persona que pasa por la calle que ofender al presidente de la nación. Los dos son personas humanas, pero una de ellas tiene un cargo diferente, una responsabilidad diferente en la comunidad humana; entonces es más grave ofender al presidente de la nación.

    El pecado del hombre ofende a Dios. Dios es infinito. Por eso, el pecado siempre se transforma en una ofensa infinita. Esto significa que jamás el hombre por el hombre mismo puede repararla. Cuando uno va a confesarse y el sacerdote da una penitencia, ésta tiene un sentido reparador, pero es nada más que simbólico, porque nunca se podrá reparar la ofensa a Dios. Para reparar la ofensa a Dios hubo que esperar la venida de Jesucristo. Él también es Dios y podía poner un mérito infinito y ser el único capaz de saldar la deuda que

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