Seguir a Cristo
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"La amistad de Cristo, ser amigos de Jesús: esta experiencia, esta gracia, permite que conozcamos todo lo que Jesús escucha del Padre. La amistad de Cristo nos comunica todo, nos hace conocer todo, el todo de la Verdad. No hay conocimiento o formación más profunda y totalizante que la amistad de Cristo. No existe universidad, curso de formación, estudio, que pueda enseñar algo tan grande y verdadero como la experiencia de la amistad de Cristo.(...)
La humildad que se nos pide es la de creer verdaderamente que se nos ha dado la posibilidad de conocer todo acogiendo principalmente la relación de amistad con el Señor. En otras palabras, como dice san Benito: 'No anteponer nada al amor de Cristo'. Preferir el amor de alguien: esta es en el fondo la mejor definición de la amistad".
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Seguir a Cristo - Mauro Giuseppe Lepori
Mauro Giuseppe Lepori
Seguir a Cristo
Traducción de M. Eugenia Pablo (OCist) y Beatriz Mel
Título en idioma original: Seguire Cristo
© El autor y Ediciones Encuentro S.A., Madrid 2019
Edición original publicada por Edizioni Cantagalli S.r.l. – Siena, 2015
Traducción de M. Eugenia Pablo (OCist) y Beatriz Mel
Revisión de Beatriz Mel
Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. del Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.
Colección 100XUNO, nº 61
Fotocomposición: Encuentro-Madrid
ISBN Epub: 978-84-1339-334-6
Depósito Legal: M-32588-2019
Printed in Spain
Para cualquier información sobre las obras publicadas o en programa
y para propuestas de nuevas publicaciones, dirigirse a:
Redacción de Ediciones Encuentro
Conde de Aranda 20, bajo B - 28001 Madrid - Tel. 915322607
www.edicionesencuentro.com
Índice
Prólogo a la edición española
Introducción. La conversión siempre es posible
«Todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer»
«Escucha, hijo»
«Pídeme a mí»
El corazón y el Evangelio
La casa del Maestro
Pertenecer para ser libres
El espacio del diálogo
El silencio por la caridad
El acontecimiento en el silencio
La realidad de la realidad
Al servicio de la alegría
La fraternidad
El honor
Participación en la Pasión de Cristo
La obediencia, verdadero éxito
Qué es lo realmente útil
La castidad, caridad real
Conversión al amor
El amor, vértice del seguimiento
Preferir a Cristo
Prólogo a la edición española
Las meditaciones recogidas en este volumen son breves enseñanzas que ofrezco cotidianamente, con el estilo monástico tradicional de los «sermones capitulares», en el Curso de Formación Monástica que tiene lugar cada año, durante un mes. El curso se desarrolla en la Casa General de la Orden Cisterciense en Roma, en colaboración con el Pontificio Ateneo de San Anselmo. Cada día, unos cincuenta jóvenes monjes y monjas provenientes del mundo entero reciben formación sobre diferentes asignaturas que ofrecen un conocimiento básico y útil para vivir su propia vocación. Durante este mes también se crea entre estudiantes, profesores y las personas que colaboran en el desarrollo de la formación, una vida comunitaria hecha de convivencia fraternal, oración común, ayuda recíproca y silencio. Además de tejer una red de amistades intercontinentales que durará en el tiempo, el curso permite frecuentemente a los participantes redescubrir el valor y el sentido de la vida fraterna en sus propias comunidades, que sufren la tentación de caer en la rutina o en una sutil indiferencia, lo que hace que, con el tiempo, la vida de comunión, en vez de verse enriquecida, se vuelva estéril.
Este espacio, esencialmente educativo, dirigido a madurar en las personas el don gratuito de sí hacia Dios y hacia el prójimo, es, en el fondo, el espacio que le corresponde a cualquier comunidad cristiana y familiar. En este sentido, la tradición monástica, desde sus orígenes y de forma particular bajo el impulso potente de san Benito y de su Regla, siempre ha sostenido la indispensabilidad de la aportación de un modo específico de enseñanza, de estilo pastoral. Quien recibe en la comunidad la tarea de acompañar a los hermanos o hermanas en el camino vocacional está llamado a ofrecer una formación que no esté solo al servicio del conocimiento, ya sea teórico o práctico. Quien recibe esta tarea está llamado, por el contrario, a ofrecer una formación que esté al servicio de la conciencia de la experiencia integral que todo hombre está llamado a hacer, si realmente quiere abrirse a la plenitud de la humanidad que ha venido a ofrecernos el Hijo de Dios al hacerse hombre, al haber vivido entre nosotros, muriendo, resucitando y sentándose a la derecha del Padre, con toda la humanidad que ha asumido de nosotros y por nosotros.
Cuando san Benito comienza a hablar del abad en la Regla, inmediatamente lo reclama a este modo de formación: «Por lo tanto, el abad no debe enseñar, establecer o mandar nada que se aparte del precepto del Señor, sino que su mandato y su doctrina deben difundir el fermento de la justicia divina en las almas de los discípulos» (RB 2,4-5).
La palabra «autoridad» deriva del latín augere, que significa crecer, aumentar. Aquí san Benito nos permite entender que la maduración que debe favorecer la enseñanza del abad no supone tanto un crecimiento, por así decirlo, en «altura», sino el dilatarse de la persona por entero, en todas las dimensiones de su ser. El fermento, la levadura, «dilata» la harina, en su interior y exterior. San Benito aborrece toda formación que no permita una maduración completa de la persona. En especial, le horroriza toda maduración exclusivamente aparente y exterior, sin raíces ni alma. Por ello, sabe perfectamente que el crecimiento y la maduración de una persona necesita tiempo y paciencia. Es más, debe durar toda la vida. Por este motivo, la formación no es solamente una enseñanza de nociones; es un trabajo capaz de introducirnos en una experiencia que permita al fermento recibido penetrar en todas las dimensiones de la persona, de su libertad, incluyendo las experiencias inevitables de retroceder, de caer, de la necesidad de volver a empezar siempre, de nuevo. Por ello, la formación del pastor es un fermento que no se esparce de una vez por todas, sino que es continuamente propuesto, profundizado y que se adapta a las situaciones, siempre diferentes, de personas y comunidades, así como al momento histórico y cultural en el que se vive.
Aquel que está llamado a enseñar, a formar, a esparcir «el fermento de la justicia divina» (que podríamos parafrasear con «la plenitud de vida que Dios ofrece al hombre»), ciertamente, como diría san Benito, también «debe ser docto en la ley divina, para que sepa y tenga de dónde sacar cosas nuevas y viejas» (RB 64,9). Pero de nada valdrían su cultura y erudición si su palabra no fuese ante todo una transmisión de lo que es verdad por sí mismo, una comunicación al corazón de los otros de aquello que hace arder el propio corazón con el contacto y la escucha de Cristo presente que camina junto a nosotros, y que, al hablarnos, nos comunica el don del Espíritu, «toda la verdad» (Jn 16,13; cfr. Lc 24,13-32). Frecuentemente, quien enseña no hace más que escuchar y recibir con gratitud y estupor aquello que Cristo dice a los demás. También los apóstoles aprendieron todo al escuchar a Jesús cuando hablaba a las multitudes.
Por ello, el modo particular de formación que caracteriza a la experiencia monástica —del que provienen obras colosales y siempre actuales como las de san Bernardo de Claraval—, no es nunca fruto de una genialidad individual, sino el eco que se irradia, con humildad y certeza, a partir de una experiencia comunitaria de un silencio que escucha y de una palabra compartida; un eco que crece en la comunidad eclesial, siempre fruto del árbol de la Cruz, en el que el amor de Cristo se desposa con el amor fraterno para generar un mundo nuevo.
P. Mauro Giuseppe Lepori O. Cist.
Agosto de 2019
Introducción. La conversión siempre es posible
¹
Lo que sucedió en Nazaret cuando el Ángel Gabriel se presentó a María es para cada uno de nosotros el comienzo de todo. En aquel momento, acogido por el «sí» humilde y disponible de la Virgen, el Verbo se hizo carne, Dios se hizo hombre y así se inició una novedad inconcebible, porque en aquel momento comenzó una posibilidad de relación del hombre con Dios que jamás se hubiera podido imaginar. Desde entonces se ha hecho posible para el hombre estar en relación con Dios del mismo modo como lo estamos entre nosotros. La relación con Dios se ha transformado en la relación de una madre con su bebé, de un padre con su hijo, de un muchacho de pueblo con sus compañeros de juegos, de estudio, de trabajo; se ha transformado en la relación que tenía la gente