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La costa luminosa
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Libro electrónico220 páginas3 horas

La costa luminosa

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La costa luminosa recoge toda una época histórica de la Costa Rica reciente: partiendo de la llegada de los argentinos y chilenos a nuestro país, pasando por las insurrecciones en Centroamérica, la incipiente "guerrilla" en Costa Rica, así como el posible asesinato del poeta y ecologista nicaragüense David Maradiaga y la pira en que se convierte la casa en que vivían tres de sus amigos.

Esta obra denuncia la corrupción subyacente, la oscuridad y la bestia que vive en nuestra sociedad y dentro de cada uno de nosotros.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento5 ago 2020
ISBN9789930580301
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    La costa luminosa - Juan Murillo

    Juan Murillo

    La costa luminosa

    ▀ ▀ ▀

    A David Maradiaga,

    María del Mar Cordero,

    Óscar Fallas,

    Jaime Bustamante,

    Olof Wessberg,

    Antonio Zúñiga,

    Óscar Quirós,

    Jorge Aguilar,

    Kimberly Blackwell,

    Diego Saborío

    y

    Jairo Mora.

    ▁▁▁

    ...pues sin ti nada puede emerger a las costas luminosas.

    Titus Lucretius Caro, De rerum natura

    "… deliver me from this dreadful tyranny of self.

    I have sunk low. Let me sink lower still,

    that I may know the truth."

    Malcolm Lowry, Under the Volcano

    La lápida ha sido encalada. Donde debería estar su nombre aparece el de otro, en pinceladas apresuradas. Su cuerpo desahuciado fue llevado al osario común. Con el tiempo, todos los huesos sin nombre alimentaron el incinerador. Las cenizas fueron arrastradas por el agua a las alcantarillas de la ciudad, luego a los ríos, finalmente al mar. David ha desaparecido y, tiempo después, nadie recordará cuál fue el nombre que se pronunció en aquel momento.

    —Maradiaga, yo sé quién es usted –dice con una voz áspera, apenas distinta a la de la tormenta que ruge sobre las latas de zinc.

    Los labios del tipo pronuncian un nombre lleno de kas. O eso cree escuchar Federico. La lluvia apenas lo deja oír; los sonidos son incomprensibles. No hay intercambio de saludos. David y Milton miran a K sin decir nada. K tampoco habla. Federico se sienta sin saber si debe hacerlo o quedarse de pie. Junto a su cara cuelga una de las manos del tipo, en la que pulsa una vena gorda. De la muñeca cuelga una esclava gruesa. En el dedo anular un anillo engarza una piedra negra.

    David Maradiaga lo mira desde el otro lado de la mesa sin contestar. Parecen reconocerse. Federico ve la mirada entrecerrada e inmóvil de David, y lenta en la borrachera le llega la certeza de que todo va mal. De pronto le urge ir al baño, salir a la calle a respirar, estar en su casa, en su cama, pero no se puede mover.

    —Yo conocí a su tata en Nicaragua… cuando era Coronel –una pausa, y más lento y fuerte para que no haya confusión–. Era bueno para interrogar su tata… amigo de la picana.

    David lo mira en silencio. Milton tampoco se mueve. Federico los observa, petrificado.

    David no va a permitir que le digan esas cosas y por lo quieto que está, Federico se imagina que esto no va a durar mucho, que la conversación va a pasar a los vergazos en cualquier momento. Milton localiza la puerta de salida entre la penumbra y el humo del tabaco, y pone disimuladamente las manos bajo la mesa, para volcarla, si hace falta, y ganarse unos segundos.

    —Yo sé de dónde viene usted –añade K, y pone las manos sobre la mesa, sonriendo satisfecho– y la mierda que le corre por las venas.

    Milton le busca con la mirada el arma que debería estar ahí, pero no la encuentra. No hay sobaqueras, los tobillos no están a la vista. Mira a David para tratar de adivinar por dónde van las cosas y prepararse. Los ojos de David son dos rayas negras. La mano en la botella de cerveza.

    —Parece que usted lo conoce mejor que yo –le dice–, como que son de los mismos.

    Ninguno se mueve. En la penumbra inmóvil del bar pasan los segundos. El humo del cigarro se detiene en el aire. La mano de K se levanta lentamente de la mesa, un hematoma bajo una uña. Se mueve con cuidado hasta el bolsillo del pantalón y comienza a sacar algo lentamente. Federico siente en ese instante la gravedad aumentar sobre el marco de su cuerpo y las picaduras de agujas imaginarias le cubren la espalda y la cabeza. Así es como termina esto, piensa Milton, sintiendo cómo se tensa involuntariamente su cuerpo en anticipación.

    La mano se alza en el aire turbio del bar, pero en ella solo hay un paquete de Ticos. K saca uno y lo enciende con un Zippo verde, le suelta la mirada a David y observa a Federico y a Milton por primera vez.

    —Así es –dice, aspirando una bocanada–.Yo estoy en el negocio de la guerra. Ustedes, en cambio –dice mirando a cada uno un segundo, soplándoles el humo en la cara– se dedican a proteger ardillas y flores –y pausa para ver si van a reaccionar. Se adelanta sobre la mesa y acercando la cara aun más a David añade–: No les gusta la pelea, porque saben cómo termina... ¿verdad?

    Milton piensa en el incendio de diciembre, en Jaime, María del Mar, Óscar, encerrados entre el humo y las llamas. Mira a David. David es alto, pero no tanto como K, ni tan macizo. David acerca la cara a la de K y le dice lentamente:

    —Sí. Esto termina cuando todo sale a la luz.

    K trata de comprender lo que dice David en medio del estruendo de la tormenta. Arruga la frente, confundido, incrédulo, se ríe suavemente, y se levanta moviendo la cabeza. Se da vuelta y dice algo, algo que no logran comprender, algo como ahorita arreglamos esto o afuera nos vemos, algo que no quieren escuchar pero que escuchan decir a la voz del diluvio y lo miran alejarse hacia la esquina oscura de donde salió, y unirse a otros dos que vigilan la mesa desde lejos, con desinterés profesional.

    Al principio nadie dice nada. Milton no puede creer que no estén, botella quebrada en mano, peleando por la vida. Federico calla esperando que la tormenta levante un muro de ruido entre ellos y los otros para decirles: Vámonos antes de que vuelva. Los tres se levantan al mismo tiempo, fingiendo tranquilidad, y se dirigen a la escalera que baja a la calle. Sobre la mesa quedan las frías aún por empezar.

    Afuera llueve con cólera. La noche es una cortina de gotas blancas iluminadas por los arcos de luz de los postes. Las ráfagas del viento sucumben al peso del agua. Por los caños bajan ríos como venas que se desangran, tomando las calles.

    Saltan del quicio de la puerta y el diluvio se los traga de inmediato. En el Parque Central, apenas cuadra y media hacia el norte, ya no queda nada seco en ellos. Se suben al primer taxi que aparece entre la lluvia como una balsa salvavidas.

    Un grupo de siluetas corre hacia ellos bajo el cono de luz de una lámpara.

    —¡Vamos jalando! ¡Póngale! –grita Milton.

    El taxista siente la urgencia en el tono de la orden y se voltea para ver a los otros dos.

    —¡Soque, güevón, soque!

    Milton inspecciona con dificultad el retrovisor derecho. Las luces de otro carro se encienden detrás de ellos. Los siguen.

    Doblan varias esquinas. Le gritan instrucciones contradictorias al taxista, que finalmente, alterado, acelera, sintiendo un peligro que no entiende.

    En una esquina da vuelta en una cuesta y el taxi para de golpe, avanza lentamente, y se apaga. El motor burbujea entre nubes de vapor, sumergido en una laguna de aguas retenidas en la intersección.

    —Jale, jale, jale –dice Milton, y abre la puerta.

    Federico saca lo último que le queda en los bolsillos y se lo tira al taxista en el regazo mientras abre la puerta. El agua inunda el carro. El taxista vocifera. Federico y Milton vadean hacia la orilla norte. David cruza las aguas, solo, hacia el sur.

    Sobre la calle por la que venían se detienen unas luces incrustadas en un bulto oculto bajo la cortina del aguacero.

    David les grita algo desde la otra orilla, pero bajo el estruendo de la lluvia su voz es nada, una gota apenas. Milton le grita que regrese, con los brazos en alto y los ojos en el carro que espera a oscuras en la esquina. David hace un gesto con la mano desde la otra orilla, igualmente sordo. Sonríe y asiente con la cabeza, señalando en la dirección general de la base. Se da vuelta y desaparece entre la lluvia.

    Milton busca a David entre el torrente y se lo lleva puta. Federico empieza a correr calle abajo entre la lluvia, a la cual ya no tiene sentido evadir porque es inmensa. Le grita que no pierda el tiempo, que lo siga.

    El agua serpentea iluminada entre sus pies. La ciudad brilla. En la huida, enfrentados a algo semejante a sus temores nocturnos, perdieron a David. Después de tanto hablar de lo que le había pasado a Jaime, Óscar y María del Mar, después de oír a David decir que mientras estuvieran al descubierto, en lugares públicos, en grupo, nadie podía tocarlos. Federico recuerda –recordaría muchas veces después– el momento en que se volteó para ver a David al otro lado de la intersección inundada, iluminado por detrás por las luces callejeras, Milton gritándole algo. David se había dado vuelta. Federico recordó haber visto el carro a medio camino entre ellos y David, sus ocupantes invisibles en la lluvia cerrada; en medio del lago el taxista maldiciendo, sus cosas saliendo por las puertas del taxi, a flote. Y al otro lado del mar David agitando la mano, tal vez no avisando que estaba bien, sino pidiendo ayuda como lo hacen los que caen por la borda. Y después se había dado vuelta y en diez pasos había desaparecido entre las olas, las corrientes subterráneas llevándolo a donde nadie lo podría alcanzar.

    Imagina que tal vez David no había corrido una cuadra cuando se empezó a sentir expuesto. Imagina que buscó a su alrededor algún negocio abierto, pero solo encontró cerrojos, mallas, cortinas metálicas. Imagina que David vio, sobre la acera opuesta, una figura corriendo directamente hacia él. Que se quitó el agua de los ojos para tratar de distinguir mejor: una silueta negra entre las lentejuelas de la lluvia. Que se dio vuelta y corrió con todo lo que tenía y subió una cuesta empinada pasando grandes casonas con jardines abrazados por hierro forjado, fachadas neoclásicas, coloniales, victorianas, imponiéndose insolentes a la orilla de la calle y que corrió bajo rótulos apagados de hoteles, buscando una puerta abierta, un local que a esa hora pudiera darle refugio, testigos, espacio para enfrentar su destino en otro lugar que no fuera entre las transitorias gotas sin memoria. Se dio vuelta y miró hacia atrás. Entre las palmeras de abanico y las rejas tortuosas lo seguían. Correr no era lo suyo: le faltaba el aire y empezó a sentir una punta finísima clavársele en el lado izquierdo. Ese dolor pequeñito, conocido, se haría insoportable y eventualmente no lo dejaría correr, lo detendría. Empezó a sentir el peso de la ropa empapada. La lluvia en la cara no lo dejaba ver ni respirar. El agua en estampida se vaciaba en los drenajes, transparente sobre el negro. Se detuvo, soltando bufidos. Casi no podía respirar.

    No iba a poder perder al perseguidor. No quedaba más que enfrentar el destino en medio de la lluvia metamorfa. Se daría vuelta y la sombra lo vería de lejos y bajaría el paso, acercándose, pero ahora con más determinación. Lo alcanzaría por fin. Se acercaría con la mano pesada. David tendría tiempo apenas para un empujón, tal vez ni para eso, detenido de golpe a medio paso por un puñado de plomo.

    No le sorprendió lo que pensaba. Desde la muerte de Jaime, María del Mar y Óscar, imaginar cómo alguien mataba a David era cosa de todos los días. Por algún azar incomprensible, David se había salvado la noche del incendio. Pero las noches y las oportunidades eran infinitas.

    ***

    David había sentido esto alguna vez, antes, en sueños, cifrado por la imposible lógica del que duerme: la sensación de reconocer un gesto diminuto, la inclinación imperceptible del cuerpo, el tono de la piel en algún pliegue discreto, en la flexura del codo, en la curvatura del cuello. Un reconocimiento inmediato de algo que había albergado toda una vida, de espaldas a sí mismo, sin saber que lo tenía marcado en la memoria, una memoria lejana de esa historia común que ahora debía provocarse, un sueño como una nube que se desdobla en inmensas volutas sobre sí misma y crece y se hace inmensa. Reconocer a la amante que uno había esperado siempre a golpe de primera vista es un ejercicio de nostalgia, una invención desesperada. No es amor a primera vista, no, es dolor, el dolor preliminar de las cosas que no logran nacer a la luz, dolor por lo que se pierde para siempre cuando la vida simplemente no llega a ocurrir.

    Camila pensó que la mirada fija de David sobre Ana duraba más de lo aceptable y decidió interrumpirla, pero ya Ana había empezado a estacar la rabia monocorde de Ciudad de pobres corazones en su guitarra. Nadie cantó con ella. Al terminar hubo un silencio incómodo en el círculo de luz en el corazón del Pulpo, sumergido en la tormenta.

    Manolo miró de reojo a David. Paola lo miró también. Si Ana hubiera sabido lo del incendio tal vez no hubiera escogido esa canción, pero la había cantado igual, como si lo supiera, como si entendiera perfectamente.

    En la entrada del pasillo apareció Ernesto, el hijo de seis años de Paola, restregándose los ojos, en medias y pijama.

    —¿Qué está haciendo despierto, papito? Es tardísimo –dijo Paola arrodillándose frente a él.

    —El suelo está mojado –dijo Ernesto mostrándole la planta empapada de una media.

    —Vení, vamos a la cama –lo alzó con dificultad y le quitó las medias con la mano libre, mientras lo llevaba por el oscuro pasillo hacia la parte de atrás del bar.

    El agua entraba por debajo de la puerta metálica y cubría el salón delantero, donde estaban ellos, y la barra.

    —Me cago en este diluvio –dijo Nina, y abrió la puerta para ver qué pasaba afuera. La ola de agua negra y basura que entró por la hendija arrastró los maletines de Ana y Camila. Entre gritos de alarma, pero sin bajarse de los taburetes, lograron recuperar las mochilas, los papeles mojados, un suéter negro con un hueco en el codo. En el suelo flotaban las colillas de cigarros entre las patas de los taburetes, como barquitos de un mar envenenado. Nina había cerrado la puerta, pero era demasiado tarde; había ya varios centímetros cercando las patas y cubriendo del suelo.

    —Esta vara se está inundando, ¿qué hacemos? –dijo Irina sosteniéndose la cabeza con las manos, inspeccionando el suelo.

    —Vamos a la cocina, que es más alta. Cuando el aguacero pare vuelve a bajar –propuso David y se puso de pie en el agua.

    Pero es más fácil decir las cosas que hacerlas: Camila y Ana no querían mojarse los zapatos y tuvieron que pasar como gatas por sobre los taburetes hasta la barra y luego como en pasarela por la barra para llegar a la cocina, donde ya estaban Nina y el Conde. David esperaba a Manolo, que parecía haber perdido su capacidad para maniobrar la silla de ruedas, las manos empapadas de un caldo hecho de lluvia, cenizas y cerveza añeja. En la entrada de la barra descubrieron que la silla de Manolo no cabía.

    —No importa –le dijo David con un guiño, agarrando la botella que había tras la barra–, jale a la parte de atrás.

    En las tierras altas de atrás había una carrucha gigante de madera para cable de poste que hacía de mesa redonda. David se subió en ella y Manolo se aparcó en frente. El agua aún estaba lejos y ahí estarían secos por un rato. David le pasó la botella a Manolo, que le zampó un beso medio desesperado. Desde la cocina les llegó un tufo dulzón y la voz quejumbrosa del Conde implorando en medio de las risas de las muchachas. David se echó un trago de la botella.

    —¿De dónde sacaste a ese espécimen? –le preguntó Manolo–. Cero pinta de Maldoror. Podías haber escogido otro más despabilado.

    David se echó otro trago.

    —Sería maravilloso que realmente fuera Lautréamont, pero que fuera el Conde de verdad y no un tataranieto puramierda.

    —Hay que darle tiempo. Necesita creérsela: que los humores malévolos del ancestro lo penetren. Con que se lo repitamos un tiempo la idea lo va a ir transformando.

    Manolo le quitó la botella y se echó otro trago. Cerró los ojos, sacudió la cabeza, miró al suelo.

    —Mierda, ahí viene el agua –dijo, y movió la silla a punta de pifias y resbalones hasta el lado de atrás del carrete.

    En la cocina, Irina, Ana, Camila y el Conde trataban de desmenuzar el bodoque pegajoso en el que se había transformado el mate después del tratamiento con microondas que le había aplicado Paola, que no había regresado del cuarto de atrás. Al rato de estarle dando, entre canciones de trova a capela, ya tenían separada toda la yerba y la colocaron sobre una página abierta de La Nación para que el papel periódico terminara de secarla. Luego la pusieron sobre la barra con delicadeza maternal y al cuidado de la mirada luctuosa del Conde.

    El agua estaba por cubrir el suelo de la cocina también e Irina le pidió al Conde que les pasara la silla para subirse a la barra de nuevo. Lograron pasar de la barra a los taburetes sin contratiempo, pero como solo había cuatro, tuvieron que empezar a pasar el último taburete de la fila al frente. El Conde, que de por sí estaba mojado, no tuvo empacho de transitar el lago de las colillas y se dedicó a transferir el taburete de atrás al frente de la fila. Cuando entraron al salón de atrás, vieron a David sentado de piernas cruzadas sobre la carrucha, Manolo acostado y roncando junto a él, la silla de ruedas abandonada a un lado. El agua ya había hecho del carrete una isla y no quedaba tierra firme en ese salón tampoco. Siguieron hasta el cuarto de atrás donde dormían Paola y los niños. Cuando Ana pasó, de última, frente al carrete le preguntó a David:

    —¿Cabe una más?

    —Siempre cabe una más –le respondió David con una sonrisa, y le señaló el espacio vacío al otro lado del torso catatónico de Manolo. Ana se subió al carrete y los otros tres se perdieron por la puerta del cuarto, dejando un rastro de taburetes como un archipiélago.

    —¿Estará bien? Está haciendo muy feo –dijo Ana inspeccionando con cuidado las facciones de Manolo, que roncaba con la boca y los ojos abiertos.

    —No le pasa nada –respondió David–. Tiene ángeles que le cuidan el sueño.

    —¿Por qué no fueron a

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