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Álvaro d'Ors: Sinfonía de una vida
Álvaro d'Ors: Sinfonía de una vida
Álvaro d'Ors: Sinfonía de una vida
Libro electrónico915 páginas7 horas

Álvaro d'Ors: Sinfonía de una vida

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Información de este libro electrónico

Al escribir la historia suelen surgir personajes que influyen de manera decisiva en su tiempo, por lo que dicen o por lo que hacen. Alvaro d'Ors es uno de ellos, al entender su brillante actividad profesional como un servicio. Tercer hijo de Eugenio d'Ors ("Xenius") y heredero del carácter humanista de su padre, fue catedrático de Derecho Romano en Granada, Santiago y Pamplona, y experto en Epigrafía y Papirología, Filología Clásica, Historia Antigua, Derecho Canónico y Teología Política.
Sinfonía de una vida es el título que él mismo puso a un esbozo autobiográfico que redactó al recibir un premio. Su infancia y juventud en Barcelona y Madrid, el período de la guerra civil, su larga vida académica y sus años tras la jubilación constituyen una obra sinfónica ejecutada por diversos instrumentos, dirigidos por el deseo de hacer en cada momento lo que debía, sin esperas ni omisiones.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento5 oct 2020
ISBN9788432152771
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    Álvaro d'Ors - Gabriel Pérez Gómez

    GABRIEL PÉREZ GÓMEZ

    ÁLVARO D'ORS

    Sinfonía de una vida

    EDICIONES RIALP

    MADRID

    © 2020 by GABRIEL PÉREZ GÓMEZ,

    © 2020 by Ediciones Rialp, S. A.,

    Colombia, 63, 8º A - 28016 Madrid

    (www.rialp.com)

    Este libro ha contado con el apoyo de la Fundación Ciudadanía y Valores (FUNCIVA)

    Realización ePub: produccioneditorial.com

    ISBN (versión impresa): 978-84-321-5276-4

    ISBN (versión digital): 978-84-321-5277-1

    No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    ÍNDICE

    PORTADA

    PORTADA INTERIOR

    CRÉDITOS

    ABREVIATURAS

    PRÓLOGO

    UNA SINFONÍA

    AGRADECIMIENTOS

    CURRICULUM VITAE

    1. ADAGIO DE JUVENTUD (1915-1936. INFANCIA Y JUVENTUD)

    BARCELONA, PRINCIPIOS DEL SIGLO XX

    EL NIÑO DE LAS JUDÍAS

    MAMA, FES-ME ROS!

    «UN AUTO Y UN PIANO HACEN UN TREN»

    1923. EL EXILIO MADRILEÑO

    UN VIAJERO OBSERVADOR

    EN EL INSTITUTO-ESCUELA

    AÑOS 30. OCUPANDO EL TIEMPO LIBRE

    VERANO DE 1931. DESCUBRIENDO LOS CLÁSICOS

    1932. UNIVERSIDAD

    UN DURO GOLPE

    JUNIO DE 1936. LOS CUADERNOS

    2. ALLEGRO VIVACE (1936-1939. TIEMPO DE GUERRA)

    JULIO DE 1936. UNA FAMILIA DISPERSA

    DEJARÁ DE LLAMARSE D’ORS

    OTOÑO DE 1936. SOBRE LA BELLEZA

    TIEMPO DE ESPERA

    PLANES DE FUGA

    RUPTURA CON SU MAESTRO

    INVISIBLE

    SOLDADO A LOS 22 AÑOS

    SEPTIEMBRE DE 1938. CADETE ASPIRANTE

    OTOÑO-INVIERNO DE 1938. OFICIAL PROVISIONAL

    FEBRERO DE 1939. «MIRA EL LADRÓN DE GALLINAS»

    MARZO-ABRIL DE 1939. LA PAZ

    VERANO DE 1939. VUELTA A LA UNIVERSIDAD

    3. ANDANTE (1940-1988: ESTUDIO Y DOCENCIA)

    OTOÑO DE 1939. PROFESOR AYUDANTE

    ENERO DE 1940. A ROMA EN HIDROAVIÓN

    PRIMAVERA DE 1940. ENTRE EL CINE Y LA ESPOSA DESEADA

    DOCTOR Y PREMIO EXTRAORDINARIO

    1941. CONOCE EL OPUS DEI

    1942. CON EL KEMPIS Y EL DIGESTO

    DICIEMBRE DE 1943. CATEDRÁTICO EN GRANADA

    OTOÑO DE 1944. SANTIAGO

    1944. CARL SCHMITT

    1945. NOVIAZGO Y BODA

    1945. COÍMBRA

    RAFAEL GIBERT

    CARBALLEDO

    1953. EL CÓDIGO DE EURICO

    ENERO DE 1953. ISTITUTO GIURIDICO SPAGNOLO IN ROMA

    1954. De la guerra y de la paz

    PADRE JOVEN DE FAMILIA

    SEPTIEMBRE DE 1954. MUERTE DE XÈNIUS

    UNA DEFINICIÓN DE AMOR

    1957. EMPIEZA EL DPR

    JUNIO DE 1958. BELINHA

    1958. PROBLEMAS DE CENSUR [A]

    LA IDEA DE LA UNIVERSIDAD

    1960. «LEALTAD OBLIGA»

    VERANO DE 1961. TRASLADO A PAMPLONA

    INQUILINO E INMIGRANTE

    «UN POBRE QUE NO SABE QUÉ HACER CON EL DINERO»

    1962. BIBLIOTECARIO GENERAL

    DE COMIDAS Y BEBIDAS

    BORRICO DE NORIA

    GUSTOS MUSICALES

    UN VIAJE AGOTADOR

    MAESTRO Y DISCÍPULOS

    AGOSTO DE 1964. VIAJE A AMÉRICA

    1965. EL CÉNIT DEL CARLISMO

    FORALISTA

    1969. EL FARO DE MOTRIL

    1972. DOCTOR HONORIS CAUSA EN TOULOUSE

    MUERE MARÍA PÉREZ PEIX

    EL CASO ENRIQUE Y EL VERANEO EN BENICASSIM

    POLÍGLOTA Y TRADUCTOR

    MAYO DE 1976. MONTEJURRA

    UN INFARTO POR LA CALLE

    DICIEMBRE DE 1983. MÁS HONORES EN COÍMBRA

    1985. CALENDARIOS DE ADVIENTO

    ÚLTIMA LECCIÓN

    CON LA MITAD DE LA CASA

    1988. PATRIARCA

    4. ALLEGRO MAESTOSO (1989-2003. TIEMPO DE JUBILACIÓN)

    POMPAS Y VANIDADES

    MAGNANIMIDAD

    SOBRE LA SANTIDAD

    LA PRODUCCIÓN FINAL

    SE DETERIORA SU SALUD

    LA IDEA DE LA MUERTE

    SERVIAM!

    LA MUERTE DE DOÑA PALMIRA

    NUEVO INGRESO

    VOLVER A EMPEZAR... HASTA EL FINAL

    VITA MUTATUR

    ÍNDICE ONOMÁSTICO

    ARCHIVO FOTOGRÁFICO

    AUTOR

    ABREVIATURAS

    EPISTOLARIOS:

    Notas a M.T.: Notas manuscritas a El pensamiento de Eugenio d’Ors: diálogo entre la filosofía y la vida, tesis doctoral de Marta Torregrosa (publicada como Filosofía y vida de Eugenio d’Ors. Etapa catalana: 1881-1921. Eunsa, Pamplona, 2003).

    OTRAS FUENTES INÉDITAS:

    C.P. Cuadernos Personales

    Catalipómenos

    Veladas imaginarias

    La devoción del Sagrado Corazón de Jesús

    PRÓLOGO

    DECÍA EUGENIO d’ORS

    QUE

    «toda biografía se vuelve, inevitablemente, una obra en colaboración. A medias, del biógrafo y de su héroe, un Autor y una Sombra». Un hecho del que dejó constancia en su libro sobre Goya, redactado «página tras página» por Goya y por él mismo[1].

    Al acabar de escribir esta biografía de Álvaro d’Ors, tengo una sensación muy parecida: página a página, el personaje ha ido imponiéndose, como sugiriéndome lo que venía a continuación. La impresión de coautoría es más que evidente cuando, repasando estas hojas, encuentro muchos textos del protagonista —en buena medida inéditos—, que expresan acontecimientos y apreciaciones con mucha más intensidad de lo que podría hacerlo yo. Después de pensar sobre la conveniencia de resumir los hechos con mis palabras o dejar al biografiado que se exprese libremente, me he decantado por la segunda posibilidad. Sus textos aparecen unas veces en el mismo cuerpo principal, con sangría y fuente más pequeña; y otras, en algunas notas a pie de página.

    A don Álvaro —así se le llamaba habitualmente— le gustaba mucho la imagen del collar de perlas, del que decía que lo importante es el hilo que las ensarta; justamente lo que no se ve. Me gustaría mucho que el resultado de esta biografía fuera algo parecido: perlas de distintos aspectos de su vida, unidas por el hilo invisible del amor hecho servicio. Pero mi mujer —a la que debo el haberme convertido en yerno de don Álvaro, y de ahí esta segunda paternidad suya sobre mi persona que tanto me complace— me dijo, después de leer uno de los primeros borradores de este libro, que «parecía un tendedero», en el que había ido colocando las piezas de ropa y en donde tendría que «ajustar mejor algunas pinzas». ¡Vanidad mía! Aunque, bien visto, en los tendederos también hay una cuerda.

    Pido, pues, al lector que aplique un criterio benevolente a la lectura de estas páginas y entienda que los errores que hay son solo del autor que queda vivo, incapaz de seguir el exacto orden temporal en una vida tan rica de matices que daría para un collar con muchas vueltas o varios collares a la vez.

    UNA SINFONÍA

    La estructura de este libro, dividido en cuatro partes, sigue el modelo de la sinfonía musical, aunque se trate de una sinfonía bastante sui generis. Álvaro d’Ors había previsto este título, Sinfonía de una vida, para una serie de escritos, todavía inéditos, que llamaba de manera genérica Catalipómenos metaescolásticos. Con este nombre se refería, siguiendo lo que el término griego indica, a lo que ha ido quedando atrás, fuera del ámbito científico, pero que había formado parte de su existencia. Cuando, todavía en activo, comenzó a redactar esta obra se refería a ella como Paralipómenos, es decir, lo que queda al margen. Una vez jubilado oficialmente, cambió el nombre a Catalipómenos, ya con el sentido claro de cosas del pasado.

    Según nuestro biografiado, su vida fue una sinfonía:

    porque se divide en cuatro tiempos: el adagio de la juventud, el allegro vivace de la Guerra, el andante de la vida profesional y el allegro maestoso de la jubilación[2].

    Pero, como en tantas otras cosas que pasaba por el tamiz de su pensamiento, Álvaro d’Ors tampoco sigue en esto el esquema convencional musicológico, y construye su propio molde sinfónico: adagio, allegro vivace, andante y allegro maestoso.

    Lo habitual en una sinfonía es que, después de una lenta introducción, el primer movimiento comience con un allegro, con forma de sonata, en donde ya se encuentran los temas principales que, posiblemente, aparecerán desarrollados después. El segundo movimiento suele ser un adagio o un andante que adopta una forma ternaria o seccionada como la del rondó. El tercero es normalmente el más breve y suele consistir en un scherzo, un minueto o un vals. El cuarto y último movimiento, el finale, acostumbra a ser más rápido que el allegro inicial, con forma de sonata o de rondó o con una mezcla de ambos. Sobre este esquema básico caben muchas posibilidades, como que dos movimientos se unan en uno solo (lo que ocurre, por ejemplo, en la Sinfonía para órgano de Saint-Saëns o en la Quinta Sinfonía de Sibelius) o incluso que se añada un quinto movimiento (como en la Pastoral de Beethoven o en la Quinta Sinfonía de Mahler). Lo que no es tan habitual es arrancar, como hace Álvaro d’Ors para su propia sinfonía, con un adagio, seguir con un allegro, dedicar el tercer tiempo a un andante especialmente largo, y terminar con un allegro vivace. Pero tiene sus razones.

    La división que el protagonista de estas páginas hace de su propia vida parece obedecer más a un criterio etimológico, al significado de los términos mismos, que a la disposición métrica habitual de las sinfonías. En este sentido, además de composición musical, por sinfonía hay que entender también —como la voz griega sugiere originalmente— el conjunto de voces, instrumentos, o ambas cosas, que suenan acordes a la vez[3]: lo mismo que ocurre en una vida, en donde lo que sucede no siempre es lineal, con tramas que se superponen y muchos hilos argumentales que discurren al mismo tiempo. La trayectoria de Álvaro d’Ors es muy rica y hay muchos momentos en los que sus actividades se multiplican, de tal manera que es muy difícil seguir un único hilo en cada instante: su biografía está trenzada de muchos cabos que no hacen sino proporcionar unidad y coherencia, se trate de cuestiones profesionales, personales o familiares.

    Para el caso de Álvaro, el sonar acorde de sus distintas facetas vitales significa que todas sus manifestaciones personales, familiares o científicas estaban dirigidas en una misma dirección; lo que, en otras palabras, se llama también unidad de vida.

    El adagio inicial sugiere el ritmo lento con que transcurre el tiempo en los años de infancia y juventud: época de experiencias que van a marcar una personalidad, momentos de estudio y formación en los que la cadencia es parsimoniosa y en los que se puede subrayar la idea de tranquilidad, paz, despreocupación...

    Dedicar a la guerra civil española un allegro vivace es un guiño muy propio de Álvaro, para quien este tiempo de acción vital influyó con fuerza en diferentes órdenes de su vida, pero fundamentalmente le sirvió para adquirir madurez en su concepción del mundo.

    Por lo que se refiere al andante de su carrera profesional que, contrariamente a lo que dicta la teoría sinfónica, es el movimiento más largo de su existencia, la misma expresión de andante puede sugerir la idea de caminante, de homo viator, de persona que sigue el camino de servicio que se ha trazado, paso a paso, clase a clase, libro a libro.

    La coronación de su trayectoria, el finale, adopta para él un tiempo de allegro maestoso, porque efectivamente está viviendo con júbilo la última etapa de su vida, ya sin obligaciones académicas y cada vez más cerca del «beneficio de la muerte», el lucrum mori en expresión de san Pablo, que él había considerado y hecho suya muchas veces.

    Un esquema parecido a este que acabamos de glosar es el que utilizó su discípulo Rafael Domingo en su intervención con motivo del acto in memoriam que le dedicó la Universidad de Navarra poco tiempo después de su muerte. Para esta biografía suya nos inclinamos por seguir exactamente la misma división que Álvaro hace de sus 88 años, tomando además como hilo conductor lo dicho por nuestro protagonista en un apresurado currículum que escribió a petición del propio Rafael Domingo, su sucesor en la cátedra de Pamplona, y que transcribimos más abajo. Una visión rápida, de conjunto, de algunos de los hitos fundamentales de su vida puede servir para que el lector logre ubicarse sin pérdida por las digresiones en que, inevitablemente, ha de caer este relato.

    AGRADECIMIENTOS

    El resultado de este trabajo no hubiera sido posible sin la ayuda de muchas personas que han puesto a mi disposición su tiempo, sus recuerdos y también sus consejos. Es de justicia reconocer el amparo de tres de los discípulos de Álvaro: Jesús Burillo, Emilio Valiño y Rafael Domingo, cuya memoria de hechos, conversaciones y circunstancias da cuenta del afecto que profesan a su maestro.

    He pasado muchas horas de agradable conversación con amigos de Álvaro, ya fallecidos, como Javier Nagore, José Cañadell o Miguel Garísoain, que me supieron transmitir una visión cercana de su trato directo. Fue una lástima que la enfermedad de don Amadeo de Fuenmayor me impidiera más ratos de charla con él. Quizá por la premura de tiempo —del poco tiempo de vida que él sabía que le quedaba cuando hablamos— su testimonio fue escueto, pero también muy preciso. Igualmente murieron don Federico Suárez y don José Orlandis después de contestar a mis primeras cartas con sentidas remembranzas que agradezco profundamente. Don Amador García Bañón me proporcionó cartas y otros materiales que había elaborado. Antonio Fontán tuvo la amabilidad de hacerme algunas indicaciones para que entendiera mejor un pasaje-clave de esta historia. Ana Rosa Bello, hija de Antonio Bello, compañero de don Álvaro en el Instituto-Escuela, buscó y encontró viejos recuerdos que me hizo llegar. Extiendo este agradecimiento a Montserrat Herrero, quien no tuvo inconveniente en facilitarme la traducción castellana del epistolario entre Carl Schmitt y Álvaro d’Ors[4], a pesar de tratarse de una versión provisional.

    Tengo que mencionar con especial gratitud a uno de los amigos más fieles de nuestro protagonista: Rafael Gibert, que me confió cerca de 1 000 cartas que le escribió don Álvaro entre los años cuarenta y el final de su vida. Con esa entrega, él sabía que renunciaba a una parte muy importante de su intimidad, que yo he procurado tratar con pudor. Sin ese material, estas páginas no serían posibles. El profesor Gibert tuvo también la amabilidad de leer un borrador de esta biografía y aclararme algunos aspectos confusos, al tiempo que su buena memoria «iluminaba» el original con pasajes desconocidos.

    Por lo que se refiere al capítulo familiar, Ana María Pérez Bofill, prima de Álvaro y monja de la Compañía de Santa Teresa de Jesús en Barcelona, me ha hecho sabedor de algunos momentos clave de su infancia y juventud, lo mismo que otro primo, Fernando Martínez Pérez-Peix (que falleció antes de que estas páginas vieran la luz), que además me ha proporcionado abundante material gráfico inédito. Gracias a ellos he podido reconstruir el ambiente en el que nuestro protagonista vivió sus primeros años.

    Finalmente, varios hijos de don Álvaro me han ayudado de distintas maneras: desde la lectura paciente y comprensiva de los primeros borradores de esta biografía, hasta hacerme partícipe de algunas de sus experiencias con su padre que yo desconocía. En este sentido, permítaseme que resalte de manera muy especial a Paz, mi mujer, y a Miguel, cuyas memorias han guardado con precisión muchos hechos y las circunstancias sensibles que los rodeaban. Soy consciente de que me he aprovechado de ellos. Con Javier tengo una deuda de gratitud grande: como legatario de los escritos paternos, él me ha permitido bucear entre papeles para encontrar muchas de las cosas que se transcriben aquí, al tiempo que su microscópica lectura del original ha sabido detectar errores y falsas interpretaciones por mi parte.

    Y una última precisión: este trabajo no es una obra colectiva. No lo ha hecho ni la familia de don Álvaro, ni sus amigos, ni sus discípulos. Le diré al lector, en la confianza de que me va a entender bien, que este libro está escrito como si yo hubiera tenido la oportunidad de acudir a una imaginaria clase de don Álvaro en la que, en contra de su humildad natural, hubiera explicado su vida y yo tomara unos apuntes. Las deficiencias que se pueden apreciar en este trabajo vienen, por tanto, de mi propia incapacidad —entre otras cosas, yo no soy letrado ni filólogo— y de mis frecuentes distracciones, quizá mirando a su hija mayor, que también estaba en aquella clase.

    Pamplona, Carballedo, Bueu, mayo de 2006, diciembre de 2019.

    [1] Eugenio D

    ’O

    RS, Biografía, ABC, 6-VII-28, p. 3. «Apenas sobrepasa los límites del puro documento pedagógico, toda biografía se vuelve, inevitablemente, una obra en colaboración. A medias, del biógrafo y de su héroe, de un Autor y de una Sombra. Así he podido advertirlo yo, al escribir un libro, que ha salido —ahora lo advierto— redactado, página tras página, por Goya y por mí. De los dos, empero, era, y con mucho, Goya el más fuerte. No podía evitarse que, en este caso, la Sombra arrastrase al Autor con quien se le emparejaba. La vida del gran artista barroco, ha debido, desde luego, contarla a lo barroco. Con aquel desorden en la sensibilidad, que a mí no me gusta (que no me gusta, es decir, que, secretamente, tengo miedo de amar demasiado). Con desorden, con profusión, con desigualdad. Con humores diversos y graves contradicciones internas».

    [2] Álvaro D

    ’O

    RS, Veladas imaginarias [Original inédito].

    [3] Del lat. symphonia, y este del gr. συμφωνία, de σύμφωνος, que une su voz, acorde, unánime. f. Conjunto de voces, de instrumentos, o de ambas cosas, que suenan acordes a la vez (DRAE).

    [4] Carl Schmitt und Álvaro d’Ors. Briefwechsel, ed. de Montserrat HERRERO, Duncker & Humblot, Berlín, 2004.

    CURRICULUM VITAE

    EL 27 DE MAYO DE 1987, Álvaro d’Ors redactó su curriculum vitae a petición de su discípulo Rafael Domingo, para los Estudios de derecho romano que se iban a publicar con motivo de su jubilación. Escrito en tercera persona, tiene el valor de reflejar lo que considera que son los hechos más importantes de su biografía hasta ese momento, aunque tengamos la sensación de que no les da ninguna importancia: para él, su vida no tenía interés para nadie, porque se trataba de la «existencia de un pobre catedrático en provincias» que no había tenido mayor relevancia[1].

    En este curriculum se omiten muchos datos significativos y da la sensación de que, en la parte final, se centra en campos de actividad más que en hechos relevantes. Por otra parte, debido a la fecha en la que está redactado, no se recogen otras ocupaciones de Álvaro d’Ors durante su época de Pamplona, al servicio de la Universidad de Navarra, así como algunos de sus trabajos en torno al Derecho Foral navarro. Tampoco se reseñan los premios y distinciones que obtuvo después de 1987.

    A pesar de estas carencias, parece un buen modo de comenzar esta biografía presentar una visión de conjunto del personaje, de sus rasgos más relevantes y redactada por él mismo.

    Nació el 14.4.1915, como tercer hijo de Eugenio d’Ors Rovira y María Pérez Peix, en Barcelona, en la conocida Casa de las Punxas de la Avenida Diagonal. Fue bautizado con los nombres de Álvaro (como su abuelo materno) y Jordi. En Barcelona había de vivir la familia hasta 1922.

    Por su obstinada resistencia a frecuentar la escuela, no empieza sus estudios regulares hasta los 8 años (cuando la familia vive ya en Madrid), en el Instituto-Escuela, donde, tras dos años de preparatorio, cursa el Bachillerato entre 1925 y 1932. Hubo de ser su madre quien le enseñara a leer y escribir cuando tenía ya 6 años.

    Su inclinación hacia las letras se manifestó desde los primeros años de estudio. Sin embargo, suele decir que, para su formación intelectual, aparte el trabajo de traducción, lo más decisivo fue el aprendizaje de la cerámica, dibujar mapas y coleccionar insectos.

    A los años de su juventud corresponden los viajes familiares por toda Europa, que le habían de facilitar en su madurez sus relaciones académicas internacionales.

    En las vacaciones estivales de 1931 estuvo en Londres para practicar la lengua inglesa. En aquel momento se sentía especialmente atraído por el estudio de la Literatura inglesa, en especial por autores como Keats, Shelley y otros poetas románticos. Pero, en Londres, las visitas diarias al Museo Británico lo convirtieron al mundo clásico. Durante el último curso del Bachillerato solo estudió griego y latín.

    Comenzada la carrera de Derecho en el curso 1932-1933, su interés por el mundo clásico le llevó irresistiblemente a intensificar el estudio del Derecho Romano, a consecuencia de lo cual, el catedrático José Castillejo se interesó por él, hasta el punto de que le animó a seguir estudiando Derecho Romano, y, desde el curso 1934-1935, a explicar un cursillo libre sobre partes del Programa de la asignatura. Le animó asimismo a ampliar los estudios de latín y griego, y por ello se matriculó desde 1933-1934 en la Facultad de Filosofía y Letras; cuyo plan, obra de García Morente, su Decano, daba gran libertad para escoger las asignaturas a gusto de cada estudiante.

    Habiéndole sorprendido el Alzamiento militar de 1936 cuando se hallaba en Barcelona de paso para pasar las vacaciones en Heidelberg, hubo de refugiarse en un lugar del campo hasta que consiguió evadirse atravesando el Pirineo. Sirvió luego en el Ejército Nacional, principalmente en los Tercios de Requetés Burgos-Sangüesa y Navarra y desde entonces se ha mantenido unido al Tradicionalismo. En 1938 se hizo alférez provisional.

    A pesar de haber seguido los cursos de Filología Clásica hasta el extremo de tener ya un primer borrador para su tesis doctoral cuyo tema era la comedia togada de Afranio, la Guerra Española vino a interrumpir esos estudios, y tras los tres años de interrupción bélica, aunque se licenció en Derecho no llegó a licenciarse en Letras.

    Ya desde el mismo año 1939, una vez licenciado del servicio militar, asumió parte de la docencia de Derecho Romano en la Universidad Central, de cuya cátedra se había encargado el ya catedrático (excedente de Murcia) Ursicino Álvarez, que había de acceder a la titularidad de Madrid en 1943.

    Empezó a trabajar entonces en el Centro de Estudios Históricos, donde el profesor italiano Giuliano Bonfante se había encargado de promover los estudios clásicos. Ese profesor, cuyos cursos de latín y griego impartidos en aquel centro siguió, le encargó, ya en ese momento en que todavía era estudiante, de hacer una edición anotada del discurso ciceroniano «Pro Caecina» (para la colección de Clásicos Emerita) que solo años más tarde pudo realizar.

    Asimismo trabaja en el Instituto Nacional de Estudios Jurídicos, y especialmente en la redacción del Anuario de Historia del Derecho, de cuyo consejo directivo formó parte hasta 1984. Tanto en uno como en el otro de estos dos centros de Madrid tomó parte muy activa en la formación de sus respectivas bibliotecas.

    Durante estos años de docencia en Madrid trabaja asiduamente en el Instituto Nebrija de Estudios Clásicos, del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, y concretamente en la redacción de la revista Emerita, en cuyo consejo de dirección sigue figurando. En estos años, y estimulado por el tema de su tesis doctoral, se dedicó con interés a la Papirología, en la que es reconocido como un precursor dentro del ámbito español. Con ocasión de poder estudiar y publicar los nuevos fragmentos de El Rubio, de la Ley colonial de Osuna, se adentró en el campo de la Epigrafía.

    En 1940 se trasladó a Roma para ampliar estudios de Derecho Romano bajo la dirección de Emilio Albertario. Allí elaboró en gran parte la tesis doctoral sobre la Constitutio Antoniniana que fue presentada en Madrid en 1941, cuando había reanudado su labor docente en aquella Universidad. Obtuvo entonces el premio extraordinario del Doctorado en unión de Amadeo de Fuenmayor, Hernández Gil y Fenech, todos ellos profesores de la Facultad, que habían de ser catedráticos poco después.

    En diciembre de 1943 ganó por oposición la cátedra de Derecho Romano de Granada, pero ya en el verano de 1944 se trasladó por permuta a la de Santiago de Compostela.

    En Santiago vivió los diecisiete años centrales de su vida. Allí contrajo matrimonio con Palmira Lois, en 1945, de cuyo matrimonio nacieron once hijos.

    En los veinte años siguientes, su vinculación a aquella Universidad habría de seguir, incluso después del traslado a Pamplona, y por ello leyó allí, el 12 de abril de 1985, su última lección oficial.

    A los cursos ordinarios de Derecho Romano se unieron de 1947 a 1952 los de una de las cátedras de Derecho Civil, y en los dos cursos siguientes los de la cátedra de Historia del Derecho. Al mismo tiempo tuvo a su cargo la dirección de la Biblioteca de la Facultad de Derecho.

    Desde Santiago acudió regularmente, hasta 1948, a la Universidad de Coímbra, para impartir allí seminarios romanísticos con el fin de suscitar la vocación de un romanista que la Facultad de Derecho de Coímbra deseaba conseguir. Esa fue, en efecto, la de su discípulo Sebastián Cruz, luego catedrático de Derecho Romano de aquella Facultad. Esta reiterada colaboración con la Universidad portuguesa culminó años más tarde con el doctorado honoris causa, poco después de que igual distinción le hubiera sido concedida por la Universidad de Toulouse.

    La mencionada docencia en Historia del Derecho le impulsó al estudio de las fuentes jurídicas visigóticas, que concluyó con su libro, en 1960, sobre El Código de Eurico.

    Desde 1953 en que se creó el Istituto Giuridico Spagnolo en la Delegación romana del Consejo Superior de Investigaciones Científicas fue encargado de su dirección. Durante los veinte años que retuvo este encargo, sin dejar la cátedra, viajaba con regularidad a Roma con el fin de atender la supervisión de los trabajos que allí hacían los pensionados. Con este motivo se intensificaron también sus relaciones con los romanistas italianos que habían empezado ya el año 1940 en que él había sido pensionado en Roma. A esta época corresponde el aumento de su colaboración con la revista del Laterano Studia et Documenta Historiae et Iuris, especialmente por la crónica de Epigrafía jurídica griega y romana que, durante esos veinte años, publicaba trienalmente en esa revista. Por ese Instituto Jurídico Español pasaron como becarios pensionados muchos jóvenes juristas españoles, buena parte de los cuales fueron accediendo después a cátedras de las más variadas especialidades jurídicas.

    Desde el curso 1961-1962 profesó en la Universidad de Navarra, en la que continúa actualmente como profesor emérito, tras su jubilación oficial en 1985. Durante los diez primeros años de Pamplona estuvo encargado de la organización de las nuevas bibliotecas de esta Universidad, culminando así lo que había sido un quehacer constante de toda su vida académica.

    Sus servicios como universitario fueron oficialmente reconocidos con la concesión de la Cruz de Alfonso X el Sabio al mérito docente, y los de la Universidad de Navarra con la Medalla de Plata por los XXV años de servicio.

    [1] Mis Catalipómenos metaescolásticos (Sinfonía de una vida) no sé si se llegarán a publicar. Son una serie de estampas distribuidas en cuatro tiempos sinfónicos y vienen a sustituir a las memorias habituales pero que yo no escribiré, pues mi vida de catedrático en provincias no tiene tanto interés. Epistolario A. F., Pontevedra, 24-IX-1997.

    1.

    ADAGIO DE JUVENTUD (1915-1936. INFANCIA Y JUVENTUD)

    BARCELONA, PRINCIPIOS DEL SIGLO XX

    El 14 de abril de 1915, en plena guerra europea, nace en Barcelona el último de los hijos de Eugenio d’Ors Rovira y María Pérez Peix. El nacimiento de Álvaro Jordi tuvo lugar en el mismo domicilio familar, un sexto piso de la conocida como Casa de les Punxes, en la Avenida Diagonal.

    «Sepa usted y diga a mis amigos que mi tercer retoño ha nacido estos días, varón como los otros dos, y que se cristiana mañana con el nombre de Álvaro. Tómese nota de él como de un futuro residente. Ya ve usted, yo estoy hecho ya un joven patriarca mientras que, por lo visto, usted continúa en Zenobita». Con estas palabras daba cuenta Eugenio d’Ors al poeta Juan Ramón Jiménez de la venida al mundo del protagonista de estas páginas[1].

    Dicen que nací con más de seis kilos de peso, y que, exuberantemente lactado a pechos de mi buena madre, irrumpí en la vida con gran empuje[2].

    El embarazo y, sobre todo, el parto de una criatura con semejante peso debieron de ser difíciles para una mujer menuda, como era su madre, que, siete y cinco años antes, ya había dado a luz a otros dos hijos: Víctor y Juan Pablo.

    Fue bautizado a los nueve días del nacimiento, el 23 de abril, fiesta de san Jorge. Para la ocasión se eligieron como padrinos a un representante de la familia materna (su tío Álvaro Pérez Peix) y otro de la paterna (una prima de su padre, Conchita Ors, a la que familiarmente se conoce por el apelativo con que la llamaba Eugenio d’Ors: Tel∙lina[3]).

    La estirpe de los Ors procede de la provincia de Barcelona, si bien, en tiempos más lejanos, podría entroncar también con Lérida. Según la interpretación que hacía don Eugenio, su apellido significa oso: «El nombre de Ors significa, naturalmente, el Oso y se encuentra en la onomástica de todos los países. Hay los Ursinos, que son príncipes, y los Orsini, que son anarquistas y ponen bombas. Hay los Beer, que dan nombre a Berna, que los agasaja, y a Berlín, que se los come (...) La estirpe de los Ors (…) procede del pueblo de Ors, en la provincia de Lérida, o quizá del otro Ors, de la misma provincia, convertido por los modernos en Os de Balaguer»[4].

    Fue Xènius quien tuvo la idea de modificar el apellido para evitar la cacofonía que se producía al unir la última o de su nombre y la primera de su apellido, de manera que colocó en medio una d (minúscula) seguida de un apóstrofo. El apellido, singular en la España de principios del siglo XX, sería fuente habitual de conflictos administrativos cada vez que se hiciera precisa la inscripción en cualquier registro. Todavía, a fecha de hoy, una parte de la prole de don Eugenio figura en el Registro Civil como Ors, mientras que otros lo hacen como d’Ors y como D’Ors. La «d» minúscula y el apóstrofo ha dado lugar a una larga serie de variantes[5].

    Mi apellido, con la D y la O, siempre fue causa de dificultades burocráticas, que me hacían ver con miedo cualquier ventanilla de matrícula o similar. Mi documentación nunca estuvo del todo en orden, y respiro aliviado cuando obtengo cualquier papel sin más dificultades[6].

    El padre de Xènius era José Ors Rosal, nacido en Sabadell, que ejercía su profesión de médico en el hospital de la Santa Creu de Barcelona. Era, a su vez, hijo de Joan Ors i Font y Concepción Rosal i Sanmartí. De otra parte, la familia Rovira proviene de Villafranca del Penedés, si bien la madre, Celia Rovira García, había nacido en Manzanillo (Cuba), donde sus parientes, entre otras actividades agroindustriales, fabricaban una conocida marca de ron. Los padres de Celia se llamaban José Rovira Alcocer y Eloísa García Silveira. El matrimonio Ors-Rovira tuvo dos hijos: Eugenio y José Enrique, que quedaron huérfanos de madre cuando tenían 14 y 12 años respectivamente. Este hecho de su orfandad influiría de manera notable en la personalidad de los chicos. A ello hay que añadir que, una vez viudo y jubilado, José Ors contrajo nuevas nupcias con la francesa Hortensia Coutencour, con la que se estableció en La Garriga (Barcelona). Este segundo matrimonio enfrió las relaciones con sus hijos: Eugenio, aunque nunca perdió el contacto con él, se distanció de su padre, y José Enrique desapareció pronto de la vida familiar, después de alguna discrepancia, como consecuencia de que no se le permitiera disponer de la herencia materna hasta cumplir los 25 años (momento en el que se alcanzaba entonces la mayoría de edad)[7].

    Por lo que se refiere a la familia de María Pérez Peix, su padre era Benigno Álvaro Pérez González, a quien los suyos nunca le llamaron por el primero de sus nombres. Este era un rico hombre de negocios de la Barcelona de finales del siglo xix, que había hecho una importante fortuna en la industria textil y gozaba de una posición muy sólida. Aunque era vallisoletano y riojano de origen[8], se afincó en Cataluña y fundó la empresa Pérez y Paradinas, que extendió a Madrid, Salamanca, Valladolid y Córdoba. Podría decirse que Pérez y Paradinas era una máquina de ganar dinero. Al principio, Álvaro Pérez era copropietario del negocio y después fue su único dueño, tras el fallecimiento de Paradinas, su socio. Sus más directos competidores eran los establecimientos Peyré de Sevilla y los almacenes Simeón de Galicia.

    Álvaro Pérez se casó con Teresa Peix Calleja, que era hija de un industrial de Manresa, José Peix i Quer, y de una palentina, Eugenia Calleja, asentada en Barcelona desde tiempo atrás y muy introducida en sus círculos sociales. Eugenia Calleja influyó decisivamente en la formación de su hija, a la que trasmitió su dominio del francés y del inglés, cosa muy poco frecuente en aquella época y menos aún entre las mujeres. Una vez casada y viviendo instalada entre la mejor burguesía barcelonesa, Teresa Peix, la abuela materna de Álvaro d’Ors, desempeñó el papel de mujer resignada que sacrificó su vida por la empresa de su marido. Habituados a las ausencias del padre por viajes de negocios, sus hijos, Fernando, María, Álvaro y Pilar, fueron educados en buena medida por ella, que lo haría de la manera más refinada posible en aquellos años.

    En el momento en el que se casaron, en Barcelona el 31 de septiembre de 1906, el matrimonio d’Ors-Pérez podía considerarse muy poco corriente: fueron una de las parejas de moda de la Barcelona de su tiempo[9]. Cinco meses antes de la boda, Eugenio se había ido a vivir a París para trabajar como corresponsal de La Veu de Catalunya. Los recién casados permanecerían en la capital francesa de forma estable hasta 1910, en que volvieron a Barcelona. En la Ciudad Condal, los dos esposos eran bien considerados como intelectuales y artistas, por lo que se integraron en sus círculos culturales, rodeados de personas que llevaban una existencia parecida a la suya: hablaban de literatura, teatro, música, filosofía, escultura o pintura y se hallaban al tanto de lo que ocurría por el mundo en esos campos, especialmente en Europa.

    La producción periodística y literaria de Xènius, que fue el seudónimo que más fortuna hizo entre los que utilizó Eugenio d’Ors[10], le dotaba de una presencia pública indudable: sus escritos se leían y se comentaban en los distintos círculos culturales. Este prestigio hizo que el presidente Prat de la Riba[11] le propusiera para varios cargos técnico-políticos en la Diputación de Barcelona primero y en la Mancomunidad de Cataluña después, como director del Institut d’Estudis Catalans (1911), director de Educación Superior del Consejo de Pedagogía (1914) y, finalmente, director de Instrucción Pública (1917).

    Por su parte, de María Pérez Peix se puede decir que era una artista en el sentido más pleno: había estudiado música y danza y aprendió guitarra —entre otros, con Andrés Segovia—, fue una excelente amazona, practicaba el patinaje sobre hielo y algo tan infrecuente en una mujer como la cesta punta. También cultivó la fotografía. A ella se deben, entre otras muchas, magníficas placas de su padre, de su marido y varios autorretratos del matrimonio en su residencia de recién casados en París. Se adentró en el mundo de la escultura bajo el seudónimo de «Telur», después de haber trabajado en los talleres de Josep Clará y haber conocido al maestro Auguste Rodin[12]. De su producción escultórica conviene destacar las cabezas que realizó de cada uno de sus hijos. A los mayores los modeló casi a la vez, pero en el caso de Álvaro se tomó un tiempo extra: se había quedado cinco años descolgado y convenía retrasar su retrato hasta que tuviera la misma edad que representaban sus hermanos. Como excusa, cuando Álvaro le preguntaba por qué no le hacía su cabeza, María le decía que «todavía era feo». La escultura de su hijo menor la realizaría alrededor de 1930.

    Dada la fuerte influencia cubana y castellana que afectaba respectivamente a cada una de las familias, tanto en la casa de los Ors-Rovira como en la de los Pérez-Peix se utilizaba el castellano como lengua habitual, lo que se trasmitió de manera natural al nuevo hogar de Eugenio y María, que, aunque cultos catalano-parlantes y escribientes, normalmente no recurrían a esta lengua entre ellos ni con sus hijos. Como consecuencia de las largas estancias de Eugenio y María en París, el francés se convirtió en la segunda lengua familiar.

    De los primeros años de Álvaro apenas si hay más constancia documental que una colección de fotografías en las que se le puede ver en brazos de su abuela o con otros familiares. Los retratos, en buena medida hechos por su madre, nos muestran a un niño grande para su edad, espigado, rubio, de frente despejada, con los ojos claros y una mirada despierta que denota gran inteligencia. En una de estas fotografías aparece junto a sus hermanos Víctor y Juan Pablo irguiéndose y «sacando pecho», lo que da idea de su personalidad de hermano pequeño que quiere estar a la altura de los mayores.

    En estos años iniciales se produjo un suceso que pudo haberle costado la vida y que se resolvió con bien gracias a la sangre fría de su madre. Cuando no pasaba de los cuatro años, el pequeño Álvaro tuvo la ocurrencia de sentarse en el alféizar de una ventana de su casa, para contemplar la calle desde esta posición, con los pies hacia el vacío (ya hemos dicho que la familia vivía en un sexto piso). Cuando lo vio su madre se acercó a él como si no ocurriera nada, sin dramatismo ninguno en su semblante ni en el tono de su voz, hablándole de cualquier trivialidad. Fue aproximándose así hacia él, hasta que lo tuvo bien sujeto. En ese momento tiró del niño hacia el interior y, una vez a salvo, ya sí, vinieron los reproches en el tono conveniente. Sobre este hecho sacaría Álvaro d’Ors muchas consecuencias acerca de la conveniencia de no perder la calma en circunstancias críticas.

    EL NIÑO DE LAS JUDÍAS

    Las noticias más exactas —y muy escuetas— de estos primeros años de infancia se deben a la propia pluma de Álvaro d’Ors. En diciembre de 1964 esbozó en sus Cuadernos Personales una serie de recuerdos de su niñez que, de alguna manera, habían influido fuertemente en la formación de su personalidad y, por tanto, en su vida. Junto al relato sucinto del recuerdo, nuestro biografiado añade el símbolo > para apuntar las consecuencias que esos hechos iban a tener en su trayectoria. El primero de los episodios que refiere lleva por título el de Niño de las judías:

    Un niño que iba por la calle de Petritxol con una cazuelita de alubias. Yo iba con mi madre. Las aceras estaban llenas y había que subir y bajar al arroyo con frecuencia. Era ya anochecido. En aquella calle y tiempo había pobres vergonzantes, que me impresionaban mucho. Vi cómo una persona mayor, en el trajín de la calle, tropezó con el niño: cazuela por el suelo y alubias perdidas. Lloraba. Le iban a pegar al volver a casa. Durante mucho tiempo, quizá años, yo lloraba antes de dormirme pensando en el niño de las judías, y mi madre venía a consolarme. > ¡Compasión para siempre!

    [13].

    La escena fue presenciada cuando, posiblemente, no pasaba de los cuatro o cinco años. Este hecho iba a proporcionarle una idea exacta de lo que es la compasión, que siempre entendería como sentimiento de conmiseración y lástima hacia quienes sufren penalidades o desgracias. Con el tiempo, quizá basándose en esta misma experiencia infantil, Álvaro entendería muy bien y tendría presente de manera muy precisa la diferencia que hay entre compasión y misericordia[14].

    Contrariamente a lo que quizá cabría esperar del hijo de unos intelectuales, cuando llegó el momento de iniciar su educación normalizada en un centro escolar, el pequeño Álvaro no solo no mostró ningún interés por escolarizarse, sino que hacía alarde de aborrecer la idea.

    Su padre debió de ser especialmente comprensivo con esas nulas ganas suyas de ir al colegio, ya que él mismo había tardado mucho tiempo en hacerlo[15]. Existe la posibilidad, no confirmada, de que esta tolerancia familiar se debiera también al hecho de haber pasado una grave enfermedad, como era en aquellos años la meningitis. Tenemos noticia de este asunto a través de una glosa de Eugenio d’Ors, si bien no se especifica cuál de sus hijos fue el que estuvo a las puertas de la muerte[16].

    Como consecuencia de estas circunstancias, los padres de Álvaro no mostraron especial interés en procurarle una enseñanza normalizada: daba tan claras muestras de inteligencia como de detestar el colegio. No le gustaban las aglomeraciones de niños que se peleaban en los patios de recreo por razones que él no entendía o que se le antojaban absurdas, como tampoco parecía tolerar la disciplina necesaria, aunque no fuera especialmente rígida. A su situación personal había que añadir lo que solía decirle, en tono socarrón, su tío Fernando Pérez Peix, en el sentido de que, para triunfar como él en el mundo de los negocios, no era necesario estudiar: «No estudies, no estudies —le decía— que, con el tiempo, los burros serán buscados». Una excusa más para reafirmarse en su postura. Pero esta actitud comprensiva de sus progenitores no significaba que se desentendieran de su formación escolar ni de su educación. Como parecía necesario que se relacionara con otros niños, le insistieron en que debía acudir a algún tipo de centro educativo. Llegados a este punto, el pequeño Álvaro les dijo a sus padres y a los abuelos que aceptaría asistir al Instituto de Danza que acababa de crear Juan Llongueras:

    Como no toleraba colegios, me llevaron a la Escuela de Música y Baile de Llongueras. Quizá por el baile rítmico que hice allí, tuve siempre gran sensibilidad para el ritmo, y el ritmo de vida en general. Pero nunca llegué a bailar bien[17].

    Acaso una de las primeras ocasiones que tuvo Álvaro de poner en práctica estas habilidades recién adquiridas fue en Argentona, en el verano de 1922, con siete años recién cumplidos, mientras pasaba unos días junto a la abuela Teresa, la Bita[18]. Durante las fiestas del pueblo se montaba para el baile un entoldado —el llamado envel·lat—, donde también tenían cabida los pequeños, a primeras horas de la tarde. En aquel baile, Álvaro acompañó a otra niña, también veraneante como él, y a la que no dudaba en calificar de «preciosa».

    Tras mucho bailar, al llegar el momento de subastar un ramo de flores —la toya— para que un pequeño galán obsequiara a su pareja, yo, gracias a las monedas que mi buena abuela me había dado para golosinas, me hice con la toya; se la ofrecí emocionado a mi damita, que aceptándola complacida, siguió bailando conmigo. Al terminar el baile infantil, la acompañé a su casa, y, cuando volvía yo a la de mi abuela, llevaban mis manos, como recuerdo, su pañuelito perfumado…[19].

    Mientras tanto, a falta de colegio o de cualquier otra actividad reglada con un horario que le ocupara su día, se pasaba buena parte del tiempo dibujando en una mesita, a pie de calle, o desde el privilegiado observatorio de la Casa de les Punxes, imitando lo que veía hacer con mucha frecuencia a su padre. Posiblemente —al igual que él haría después con sus hijos pequeños y con sus nietos[20]—, don Eugenio lo sentaría en sus rodillas para pintar.

    En el bulevar inmediato a nuestra casa, cuando hacía buen tiempo, iba yo de niño a instalarme con una pequeña mesa y silla, para dibujar al aire libre; dibujaba figuras humanas, como hacía mi padre, preferentemente grupos[21].

    Como si fuera un juego familiar, los tres hermanos se emplearon a fondo en el dibujo y adoptaron los mismos seudónimos que su padre utilizaba para firmar algunas de sus ilustraciones. Así, Víctor se hizo con el de Xan, Juan Pablo con el de Lucas y Álvaro con el de Miler. Como premio a los mejores resultados, algunos se publicarían en la prensa de la época como si fueran del propio Xènius. Pero si estos apodos fueron adoptados, otros les vinieron impuestos: Víctor era Titín, Juan Pablo fue Totó y Álvaro se convirtió en Babo; apelativo familiar que usaría algunas veces, de niño, al escribirle a los suyos.

    Como quiera que el chico iba creciendo, se hacía cada vez más necesaria su escolarización y había que ponerle algún tipo de remedio, aunque fuera provisional. Según él mismo confiesa, a la edad de seis años aprendió a leer en una sola tarde, de la mano de su madre. A escribir aprendería por su cuenta:

    En Barcelona, había empezado por resistirme a la escolarización, y ese vacío fue definitivamente subsanado por una aproximación a la música y a la danza rítmica; en casa, aprendí a dibujar viendo cómo lo hacía mi padre, y de manera casi ininterrumpida. Luego, un buen día, que recuerdo exactamente, cuando tenía seis años, mi madre me enseñó a leer. A escribir no me enseñó nadie, pues consistía, para mí, en dibujar como mi padre las letras de mi madre

    [22].

    Como el método de aprendizaje no fue nada convencional, el trámite de hacer palotes que educa la mano para realizar correctamente los trazos, fue inexistente. Lo habitual en la época era ejercitarse en unas pizarritas individuales con sus correspondientes pizarrines, o en cuadernos rayados de caligrafía, para después comenzar a escribir sin pautas visibles. De esta carencia se lamentaría a veces con el tiempo, al constatar las dificultades de lectura que entrañaba su letra[23].

    Otro intento de resolver —aunque de manera provisional— su carencia de escolarización, se hizo contratando los servicios de una institutriz inglesa, con la que aprendió las primeras palabras en esta lengua. Pero la experiencia no debió resultar para él todo lo satisfactoria que esperaba, ya que señalaba a sus padres que no le gustaba salir con la nurse a la calle: pasaba vergüenza porque decía que se le veían las enaguas, aunque también podía influir en estas pocas ganas suyas de salir a la calle la prevención casi obsesiva de los mayores por posibles contagios de enfermedades. Era bastante habitual que se prohibiera a los niños beber agua de las fuentes públicas, por miedo a que pudieran contraer el tifus. Otra niñera, de nombre Estrella, se convirtió en la protagonista de una anécdota entrañable que incluso sirvió para que don Eugenio la recogiera en sus glosas: Juan Pablo le comentó a Álvaro un día la buena fortuna que tenía la nueva institutriz, porque «cada noche era su santo»[24].

    Entre las salidas con la nurse y sus horas de música y danza rítmica, Álvaro también dedicaba largos ratos a estar junto a su madre, viéndola trabajar en su estudio cuando modelaba sus esculturas, junto al torno de alfarero… o en la bien surtida biblioteca familiar, donde tenía a su alcance todo tipo de obras, incluso algunas inapropiadas. Esta experiencia le llevaría después —siendo padre de familia— a estimular a los suyos con lecturas adecuadas a sus edades y circunstancias personales de gustos y aficiones. En más de una ocasión comentó que nunca tuvo ninguna restricción para acceder a los libros de su padre, que, por otra parte, era muy desprendido y no tenía especial apego por conservar los textos, que estaban siempre a disposición de los interesados.

    Como hombre viajero por excelencia, y dotado a la vez de una memoria prodigiosa[25], que le permitía retener todo lo leído una sola vez, nunca tuvo él la codicia de conservador libresco, como tampoco la tuvo de coleccionista de cuadros. Parecía haber reducido su sentido de propiedad a su inteligencia y buen gusto nada más (...) Aprovechaba sus frecuentes viajes para sumergirme en su biblioteca. Allí encontré muchas lecturas interesantes y hasta edificantes, y también otras que no lo eran[26].

    El resumen que hace Álvaro d’Ors de esta época es bastante explícito:

    Me crié entre diálogos, caricias y libros. Con el tiempo, llegué a reconocerme en aquel recuerdo de no sé qué escritor francés: La cendre latine et la poussière grecque m’entouraient (sic): j’étais haut comm’un infolio (sic)[27].

    Por razones de edad, establecería una relación más cercana con su hermano Juan Pablo (cinco años mayor que él), que iba a ejercer una gran influencia en su persona durante estos primeros tiempos de infancia. Víctor, con siete años más y un temperamento apasionado y cariñoso, tanto lo consideraba un juguete como un estorbo.

    En una temporada en que sus padres estaban de viaje, como había ocurrido en otras muchas ocasiones, el pequeño Álvaro se instaló en el domicilio de sus abuelos en la Calle Caspe. Aprovechando esta circunstancia, la abuela Teresa decidió normalizarlo por su cuenta y lo envió al mismo centro en el que estudiaba su primo Guillermo Pérez Bofill: el Colegio San Luis Gonzaga, en la calle de Buenavista, que dirigía alguien apellidado Corretcher. Es posible que Álvaro aprovechara el transporte de Guillermo, al que un cochero llevaba a diario en carruaje. Pero, decididamente, la escolarización no estaba hecha para él, ya que, a los pocos días de asistir a clase a regañadientes, le ocurrió algo que le haría reafirmarse en su voluntad de no ir más a la escuela y que también le marcaría de algún modo para el resto de su vida:

    Al tercer día quizá, me mandaron leer en un Quijote pequeño, ruin y grasiento. Debí de hacerlo muy mal. A la salida un compañero grandullón me dijo: «¡Burro!». La abuela aceptó mi decisión de no volver ya más al Colegio[28].

    Esta anécdota, que quizá no habría tenido ninguna consecuencia para cualquier otro niño de su edad, se quedó grabada en Álvaro: aquello supuso para él un pequeño «complejo de no saber lo que sabe todo el mundo».

    Por lo que se refiere a la familia Ors, el roce debió ser menos asiduo y prácticamente limitado al tío Juan y a Tel·lina. Solo en los últimos años de su vida, Álvaro refirió alguna historia de sus abuelos, José y Celia, a propósito del hallazgo de unos recuerdos escritos de su padre y que se remontaban a la época cubana de la bisabuela paterna[29].

    MAMA, FES-ME ROS!

    Dada su posición económica, la familia materna de Álvaro d’Ors pertenecía a la más representativa burguesía barcelonesa de los finales del siglo XIX. El abuelo, Álvaro Pérez, tenía un aspecto que no pasaba desapercibido, con su cara huesuda, ojos azules penetrantes, barba blanca y trajes de corte impecable. Al tío Fernando le tocó el papel de «gran derrochador» de la familia: se hacía conducir en coche para ir desde su casa hasta las oficinas y almacén de la empresa, en la misma calle Caspe, a solo varias manzanas de distancia. Una vez allí, alguien al que se le daba el título de «secretario» desenrollaba una alfombra roja desde la puerta de la calle hasta el estribo del auto: apenas debía desgastar sus zapatos[30]. Los Pérez-Peix disponían de un coche Hispano-Suiza, de dos Lincoln, con sus chóferes correspondientes, y de un Willys, que tenía menos partidarios porque la suspensión era incómoda, pero que se utilizaba para los paseos por el campo, a los que era tan aficionada la abuela.

    Con este ambiente familiar, Víctor, Juan Pablo y Álvaro, mientras vivieron en Barcelona, tuvieron una existencia muy cómoda. Aunque educados por sus padres en la austeridad y sin mayores caprichos, habitaban en una casa de un barrio elegante, hablaban de manera educada y se vestían como buenos hijos de burgueses. Solo atendiendo a estos aspectos, su diferenciación social era más que evidente en una época convulsa, de lucha de clases y todavía con la Semana Trágica de Barcelona en la memoria colectiva. Entre los recuerdos de infancia de Álvaro d’Ors se encuentra precisamente el de la situación de la ciudad, con sus tensiones laborales y políticas:

    Desde el balcón de nuestra casa pude ver yo —y no sin cierta simpatía— los proletarios en huelga o que desfilaban en protesta de reclamaciones laborales: con gorros de visera, amplias blusas y alpargatas; me dieron una intuición directa y viva de lo que podían ser los conflictos laborales. Alguna otra vez veía desfilar soldados, como los de plomo, que yo tenía[31].

    En alguna ocasión se refirió a este clima popular y a los gritos que repetían los manifestantes, que se le quedaron grabados. Uno de ellos, remachado a coro por una buena porción de obreros que protestaban, era el de Volem pa amb oli!, pa amb oli volem! («¡Queremos pan con aceite!»). En otra ocasión, le impresionó algo que oyó a un exaltado durante una concentración de anarquistas y que venía a hacer un resumen cabal de su espíritu iconoclasta: Que tothom li cali foc a casa seva! («¡Que todo el mundo le prenda fuego a su casa!»).

    Álvaro d’Ors comentó alguna vez el recuerdo nostálgico que guardaba de estos primeros momentos de infancia, cuando un día, en la casa de su tío-abuelo Juan Ors, se encontró con el hijo de una lavandera, desgarbado, feúcho y que, además, parecía no tener padre conocido, dado que su madre estaba soltera. El pequeño Álvaro iba elegantemente vestido con un traje de terciopelo oscuro. En la casa del tío Juan todo eran alabanzas y piropos hacia él, hasta que se escuchó con toda nitidez la voz del otro niño que, en tono suplicante, se dirigía a la lavandera:

    Mama, fes-me ros! (¡Mamá, hazme rubio!).

    Siempre que Álvaro d’Ors contaba a los suyos esta anécdota se sentía conmovido por haber sido, involuntariamente, la causa de la envidia de otra persona. También decía que de ahí provenía su vergüenza de ser alabado públicamente[32].

    «UN AUTO Y UN PIANO HACEN UN TREN»

    A pesar de la inteligencia evidente del pequeño de los d’Ors, había un aspecto del saber en el que se sentía derrotado siempre: tenía verdadera animadversión por las cuestiones mecánicas o que implicaran algún tipo de habilidad manual. Le superaban. De aquí le vino para el resto de su vida una franca admiración por las personas capaces de ejercer estas destrezas[33].

    Esto explica que, con el tiempo, se declarara torpe para conducir un vehículo, arreglar un electrodoméstico o desmontar cualquier artilugio con tornillos, por simple que fuera. Siempre pensaba que lo estropearía más; que, si lo intentaba, iba a ser incapaz de recolocar las piezas en su sitio, o que iban a sobrarle algunas. También el uso de aparatos mecánicos —aunque fueran sencillos— le producía cierto respeto, ante el temor de que pudiera averiarlos con una utilización inadecuada. Una cosa era entender cómo funcionan determinados mecanismos y otra era su manipulación concreta. En este sentido puede encontrarse una cierta similitud con Eugenio d’Ors, de quien su hijo menor recordaba que no era capaz de colocar ordenadamente el contenido de una maleta. También conviene resaltar aquí la admiración que le causaba su tío-abuelo Juan Ors cuando, cercanas las Navidades, acudía cada año a casa de Xènius para instalar un enorme Belén —un pesebre, como se decía en Cataluña—, cuyo armazón de madera construía él mismo.

    Esta vertiente de su personalidad era más que evidente en sus juegos infantiles: no le gustaba jugar con el Meccano que tanto había divertido a sus hermanos mayores, especialmente a Víctor. En cambio, le apasionaban los puzzles o, como se llamaban en la época, «rompecabezas», que resolvía con prontitud. Esta capacidad de componer lo disperso y unir lo aparentemente heterogéneo —que después sería un elemento fundamental en su trabajo científico— se hizo patente con una frase suya que luego le recordarían sus padres en más de una ocasión, como típica de su personalidad: «Un auto y un piano hacen un tren».

    Pero una cosa era lo que podía hacer con la cabeza y otra lo que con las manos: daba la sensación de que «se bloqueaba» ante la necesidad de poner en práctica cualquier destreza manual. Quizá el momento estelar de su ignorancia mecánica tuvo lugar también en su infancia, poco antes del traslado de la familia a Madrid:

    Yo jugaba con mi patinet, alrededor de la Casa de les Punxes. No corría mucho, pero me entretenía: tenía la sensación de que cumplía con el deber de jugar como los demás niños (a los que yo veía como más fuertes y hábiles). La campanilla de mi patinet casi no sonaba. Me encontró Juanito Jover (¡luego ingeniero!) y se empeñó en arreglarme el timbre. Se sentó en uno de los bancos del paseo central, bajo los plátanos. Descompuso todo y fue dejando las piezas sobre el banco. Yo le miraba angustiado, de pie, con mi patinet cogido entre las manos. Era la hora de comer: desde una ventana, la madre (o chacha) de Juanito gritó: «¡Juanito, a comer!». Salió corriendo. Dejaba un montón de piezas sueltas. Mi patinet se quedó sin timbre para siempre[34].

    Siempre que contaba este sucedido, Álvaro ponía especial énfasis en la desolación que le produjo ver el timbre de su patinete completamente despiezado; parecía estar reviviendo los hechos y ponía cara de gran impotencia, extendiendo la mano en la que, después de sus cambios de voz para recrear la escena, sus interlocutores podían ver los componentes del timbre desmontado que acababa de recoger del banco. Tenía muchas cualidades de actor.

    Cuando, llegados los años 80, el mundo de la informática se hizo moneda corriente en la Universidad española y, poco a poco, fueron desapareciendo las máquinas de escribir, Álvaro d’Ors se negó a aprender el nuevo sistema de tratamiento de la información, alegando su ineptitud para adquirir destreza con los ordenadores, ya que tenía la impresión de que los estropearía si tecleaba algo incorrecto[35].

    1923. EL EXILIO MADRILEÑO

    En agosto de 1917 moría Enric Prat de la Riba, el primer presidente de la Mancomunidad de Cataluña y protector de don Eugenio. A partir de ese momento comienza a gestarse lo que, en palabras de la familia d’Ors, viene a llamarse «el exilio madrileño». Los nuevos artífices de la política catalana no terminaban de conectar con el modo de pensar de Xènius, su idea del «imperialismo» y del papel de Cataluña dentro de este esquema.

    Sería precisamente Josep Puig i Cadafalch[36], el arquitecto autor de la Casa de les Punxes en que vivía la familia d’Ors, el encargado de suceder a Prat de la Riba y quien se convertiría en principal adversario de d’Ors. Xènius —que nunca militó en la Lliga— había logrado influir en Prat de la Riba en el sentido de «ampliar los horizontes» del político con otras ideas más alejadas de la visión tradicional de los nacionalismos. Pero este entendimiento no se produjo con Puig i Cadafalch: tras unos años de nadar a contracorriente, se quedó sin la estabilidad que necesitaba para seguir trabajando como había hecho hasta entonces y terminó por presentar su dimisión. El detonante fueron los gastos —algunos imprevistos— originados por la puesta en funcionamiento de la biblioteca de Canet de Mar (que sus adversarios criticaron abiertamente), pero podía haber sido cualquier otra nimiedad. En opinión de su hijo Álvaro, Xènius, en la medida en que era un intelectual, no servía para hacer política:

    Hay un dicho, [sobre mi padre] que me parece recordar que es auténtico, de cuando le preguntó alguien: «Don Eugenio, ¿no tiene Vd. ganas de entrar en la política?», y él respondió «Sí, pero me las aguanto». Su experiencia política personal fue la de Cataluña: la de un intelectual que funciona bien en tanto le protege un político poderoso (Prat de la Riba), y cae en desgracia cuando aquél se muere, pues no sabe luchar por sí mismo. Porque un rasgo de la familia es que no sabemos «luchar», y, por eso mismo, no somos deportistas, ni ricos[37].

    Según dijo públicamente Eugenio d’Ors en los primeros momentos de este periodo crítico, constataba que existían unas «diferencias fundamentales de criterio» con los nuevos artífices de la política catalana que, en enero de 1920, se tradujeron en una serie de actuaciones de la presidencia de la Mancomunidad que él consideraba como «vejatorias» hacia su persona, y que, en todo caso, suponían una descoordinación en los servicios, nada favorable al desarrollo normal de la política cultural de Cataluña: «Me creo en el deber de facilitar una solución que tenga la doble ventaja de suprimir el

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