No se sabe cuántos nietos tuvo Jerónimo Melrinho, ese berebere llegado del norte de África a Portugal. Lo único cierto es que uno de ellos, el más entrañable, fue José Saramago, el célebre escritor que el pasado miércoles 16 de noviembre llegó al centenario de su nacimiento.
Saramago dejó innumerables páginas sobre esa figura señera que le enseñó la vida en sus esencias múltiples. Gracias a Jerónimo, Saramago se convirtió en un minucioso observador de los detalles, de la naturaleza y de la gente; gracias a él cultivó su mirada descamada, límpida, desde su infancia en su natal Azinhaga; a Jerónimo, su abuelo materno, le debe, en suma, sus reflexiones, muchas de las historias noveladas que en 1998 lo hicieron acreedor al Premio Nobel de Literatura…
“Bien vistas las cosas, soy sólo la memoria que tengo, y esa es la única historia que puedo y quiero contar. Omniscientemente”, expuso el propio Saramago en . Nos compartió también esa reflexión sobre “el duro ejercicio de vivir” en noviembre de aquel 1998, cuando abrió su discurso de recepción del Nobel en Estocolmo, citando precisamente a Jerónimo: “el hombre más sabio