Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Crítica Escogida
Crítica Escogida
Crítica Escogida
Libro electrónico432 páginas3 horas

Crítica Escogida

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Ignacio Valente ha sido el crítico literario chileno más influyente, más comentado del último medio siglo. Entre 1966 y 1993, en las páginas de El Mercurio, ejerció la crítica cada domingo —y, desde entonces, con regularidad variable— en una columna seguida, leída y discutida con tanta lealtad por sus admiradores como por sus adversarios.

Muy lejos del papel de comentarista, ha sido un protagonista principal: de grandes descubrimientos como Zurita, de suculentas polémicas como con Neruda y Lihn, de apoyos críticos decisivos como el que Parra solía agradecerle, e incluso ha llegado a ser personaje literario gracias a la aversión apasionada de Maquieira y Bolaño.

Cuando sus primeras reseñas ya tienen más de 50 años, asombra ver qué bien se sustentan, qué bien siguen acertando. Y sobre todo, más allá, o antes, del acierto y el error, hay motivos exclusivamente literarios para la formidable recepción de Valente como escritor, motivos asombrosos si se considera que ha escrito miles de reseñas, y que estas cosas no suelen darse juntas: nunca es frívolo y nunca es aburrido.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento17 may 2020
ISBN9789563790849
Crítica Escogida

Relacionado con Crítica Escogida

Libros electrónicos relacionados

Fantasía para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Crítica Escogida

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Crítica Escogida - Ignacio Valente

    CRÍTICA ESCOGIDA

    Ignacio Valente

    Crítica escogida

    Ignacio Valente

    © Ignacio Valente, 2018

    © Ediciones Tácitas, 2018

    ISBN 978-956-379-084-9

    Ediciones Tácitas Limitada

    Pedro León Ugalde 1433

    Santiago de Chile

    contacto@etacitas.cl

    Fotografía de portada: Ilonka Csillag

    Distribuido por LaKomuna (www.lakomuna.cl)

    Valente, Ignacio / Critica escogida

    Santiago de Chile: Ediciones Tácitas, 2018,

    1.ª edición, 394 pp., 15 cm × 23 cm

    Dewey: 801.950983

    Cutter: V154

    Colección Etcétera (dedicada a Eduardo Piola)

    Recopilación de ensayos literarios del escritor Ignacio Valente (seudónimo del sacerdote José Miguel Ibáñez Langlois) en los géneros de narrativa y poesía, editados (en su mayoría), en periódicos. Contiene, además, índice onomástico y de obras literarias citadas.

    Materias: Valente, Ignacio (seudónimo), 1936-

    Ibáñez Langlois, José Miguel, 1936-

    Crítica literaria. Chile.

    Ensayos chilenos.

    Poetas chilenos.

    Literatura. Historia y crítica.

    Nota del autor

    El desafío de esta recopilación pone a prueba tanto la substantividad como la coherencia de unos textos que el tiempo ha dispersado ya, si bien son los lectores —y no yo— quienes pueden decidir sobre tales atributos.

    Pero si yo encontrara que la dispersión y fuerza centrífuga de los años es superior al núcleo unitario de mi pensamiento crítico, no habría aceptado la oferta. Lo hice en nombre de una esperanza personal, ya que llamarla certeza sería presuntuoso: la esperanza de que estos artículos —o al menos un número significativo de ellos— retengan, más allá de lo efímero de la prensa semanal, un sustrato de vigencia perdurable por encima de su circunstancia, y como tales, puedan ser de cierta utilidad para los lectores y para los estudiosos del fenómeno literario en Chile.

    Dicho esto, debo añadir el inmediato paliativo: el lector tiene delante, para leer a renglón seguido, una serie de artículos escritos en las antípodas del renglón seguido: en momentos y circunstancias que danzan (un tanto locamente, como nuestra historia literaria) a lo largo y ancho de casi medio siglo. En estas condiciones de heterogeneidad, solo puedo ofrecer al lector una selección aproximada de botones de muestra, a la manera de una móvil antología poética, cuya unidad viene dada, más que por fechas o asuntos, por un estilo. Creo tenerlo, y haberlo mantenido en mi desempeño crítico, en términos de un modo constante y casi obstinado de leer, de escribir, de filosofar sobre la literatura, modo discernible en este caleidoscópico desfile de textos dispares. Lo que no elimina en modo alguno su evidente disparidad.

    En efecto, los artículos son misceláneos y desiguales por su fecha, por los autores comentados o las materias tratadas, por la circunstancia y aun por la intención formal. Más todavía: como esta selección cubre un arco temporal de tantos años, se notarán en ella ciertas variaciones e inflexiones naturales de mi pensamiento: no puedo suscribir hoy, en sus términos exactos, todo lo escrito hace veinte o cuarenta años. Es obvio, por ejemplo, que algunos de mis juicios de valor son tanto más asertivos cuanto más antiguos son. No obstante —debo repetirlo—, si no encontrara en estos textos una fundamental unidad o coherencia interna —una común idea de la literatura, e incluso un metro común, unas comunes pautas valorativas—, no me habría atrevido a publicarlos en forma de libro.

    He preferido, por eso mismo, dejar los artículos intactos, tal como ellos fueron escritos en su día, venciendo la tentación de introducirles pequeños retoques que hubieran acentuado subrepticiamente esa esencial unidad o que, más aún, hubieran puesto al día los anacronismos que su variedad de fechas o su distancia de la actualidad hacen hoy evidentes, sobre todo cuando ha sido imposible encontrar la fecha precisa de su publicación. Me parece mejor que esa pérdida de contexto quede a la vista del lector, como testimonio de su contingencia histórica. También quedan intactas las huellas más efímeras de la circunstancia editorial o periodística, e incluso las disparidades de nomenclatura —por ejemplo, en la manera de titular los artículos—, para llevar hasta el límite la fidelidad a su origen.

    He rehuido la selección temática, y tampoco he querido ceñirme a la cronológica. He elegido —como se eligen los poemas— los textos que creo más representativos de mi trabajo crítico, y solo secundariamente he considerado su materia para incluirlos aquí. No están presentes ciertos artículos que serían de cajón, porque fueron ya rescatados del periodismo en libros análogos a este, y no he querido que se repitieran, salvo pocas excepciones.

    ¿Cómo elegir un puñado de ochenta y tantos artículos sobre la base de más de mil trescientos? Los números son implacables. Me ha dolido dejar fuera a tantos escritores chilenos y extranjeros, poetas y narradores, de quienes me he ocupado apasionadamente en múltiples oportunidades, es decir, a quienes he seguido a lo largo de su obra casi completa. Esta poda se me ha hecho aún más sensible en el caso de muchos autores jóvenes, a quienes en su día fue un placer descubrir o sacar del anonimato, pero que por razones obvias han debido dejar paso a sus mayores.

    También he eliminado, por el imperativo de la brevedad, tantos artículos que no eran de estricta crítica literaria, es decir, que debatían ideas de fondo a propósito de determinados libros: asuntos filosóficos, morales, psicológicos, sociales, teológicos... Por supuesto, una intensa huella de mis planteamientos sobre tales materias ha quedado en estos artículos, en virtud de la imposibilidad de desdoblarse el crítico del filósofo o del teólogo, pero se trata solo de una huella. En una palabra, ha quedado fuera la autoría de José Miguel Ibáñez Langlois: me he reducido a lo firmado por Ignacio Valente, el mero crítico. No obstante, he incluido un par de artículos que representan un cierto trabajo de síntesis entre la literatura y la fe teologal.

    Es notorio que durante estos años he escrito un determinado número de artículos duros, movido por un afán de purificación del ambiente literario, o aun de denuncia de ciertas imposturas que amenazaban imponerse en la opinión pública. Tales artículos han quedado también excluidos: prefiero con mucho, pasada ya la oportunidad de ciertas polémicas más o menos encrespadas, rescatar lo que había de celebración de talentos, de alabanza o incluso de júbilo. Creo que esta es la parte más perdurable y menos circunstancial de la función crítica. Además, en lo personal, no me interesa revivir viejas heridas o susceptibilidades.

    Así y todo, el lector apreciará que varios de los artículos aquí seleccionados me presentan, ya desde la frase que los introduce, como instigado o aun acosado por comentarios adversos. Esta situación —debo advertirlo expresamente— no es representativa de mi oficio real: con mucha frecuencia han pasado largos meses de crítica semanal no antagónica en absoluto. Se trata de un efecto distorsionador operado por la selección misma: es natural que, a la hora de elegir entre tanto texto posible, sea en esos puntos de crisis o enfrentamiento donde se den las precisiones más rigurosas y autorreflexivas del juicio literario, las más perfiladas y contrastantes con respecto a su pacífico telón de fondo. Es especialmente en la primera parte del libro —dedicada al propio quehacer crítico— donde se rinde este mayor tributo al pensar dialéctico; el resto está casi exento de tal dimensión.

    En efecto, para facilitar su lectura, he dividido estos artículos en tres partes: crítica, narrativa, poesía. Puede extrañar la primera parte; pero, a los textos —mucho más numerosos— dedicados a narradores y poetas, he querido anteponer algunos en que reflexioné, en su día, sobre la propia tarea crítica o sobre determinados aspectos de la teoría literaria general que sustenta esa tarea mía. Creo que ellos son una necesaria introducción con respecto al resto, es decir, a los comentarios directos de libros y autores.

    Entre estos últimos, he dedicado una extensión mucho mayor a la poesía que a la narrativa. Esta diferencia casi no necesita una explicación. Por una parte, es sabido que en Chile la poesía es, en términos generales, más rica, variada y alta que nuestra creación narrativa. Por otra parte, yo me he sentido siempre más a mis anchas —y con más fundamentos tanto de teoría como de sensibilidad— en el comentario del género poético.

    Solo me resta volver a subrayar la ausencia, en este libro, de tantos y tantos escritores para mí muy estimables, pero cuya inclusión en los artículos correspondientes habría dado a este libro, forzosamente reducido, un tamaño más apto para eruditos que para lectores relativamente comunes, en quienes he pensado como los destinatarios de esta antología. Habent sua fata libelli.

    CRÍTICA

    Medio siglo de crítica

    Llevo más de cincuenta años de crítica dominical en estas columnas. Me reclutó de manera sorpresiva Arturo Fontaine Aldunate en 1966. Tenía yo veintinueve años y mis antecedentes eran del todo académicos: doctorados, libros de teoría poética, docencia, ensayos más bien eruditos. Empecé a hacer crítica semanal menuda con curiosidad, por ver qué pasaba. Me gustó desde el comienzo y cada vez más, para mi asombro, como si hubiera dado casi al azar con un destino imprevisto pero inexorable. Tardé, sin embargo, en dar con el tono periodístico adecuado. Conservaba mis hábitos académicos. Por ejemplo, daba por supuesto que mi lector había leído ya el libro que yo comentaba; explicárselo, describírselo, me parecía una pérdida de tiempo, si no una frivolidad. Mientras duró mi lastre académico, mis pares de la universidad solían celebrarme. Cuando, al cabo de algunos años, dejé la erudición por el decir llano del género de prensa, muchos de ellos me dieron por perdido para la sabiduría.

    Yo creo, en cambio, haber ganado con la metamorfosis. Escribir sobre un libro otro libro, o un ensayo, de preferencia en lenguaje técnico, me parece tarea más bien fácil comparada con el desafío semanal de un artículo breve para lectores comunes, si el artículo ha de decir algo, o más aun, si ha de decir lo substancial. El diario obliga a una mezcla de claridad y concentración, más atractiva —para mi gusto— que el ensayo especializado. No digo que haya llegado a descreer de ese producto académico, pero ojeo la mayoría de los que me veo obligado a leer con cierto aburrimiento. ¡Tanto montaje instrumental para tan poca substancia! Excepciones de esta norma existen, pero cada vez menos —me parece— desde que el estructuralismo, el postestructuralismo y Derrida se apoderaron de la teoría literaria.

    Con todo, yo creo haber sido una especie de estructuralista avant la lettre. Frente al impresionismo de Alone, entonces reinante, quise reivindicar —de acuerdo con mis estudios y teorías previas— una condición de máxima objetividad para la obra literaria y su estructura, palabra que yo usaba mucho pero con la inocencia de los años anteriores al ismo. Hasta hoy no he renegado de esa aspiración casi científica, pero hace mucho tiempo que la atemperé, por una rendición al poder intransferible del gusto personal. No creo, con ello, haberme rendido al subjetivismo. Es otra cosa: ¿de qué vale toda la ciencia del lenguaje —en caso de existir— si el crítico no tiene ese imponderable sentido objetivo que se llama buen gusto, buen olfato, tacto literario, don de apreciación espontánea, visión, oído, etc.? Pero esto nos llevaría demasiado lejos.

    Prefiero abordar el aspecto político —para mí, apolítico— del asunto. Todo empezó con el gobierno militar, durante el cual —por vejez, muerte, exilio, censura o, en fin, desaparición de los demás críticos— quedé como casi el único en estas columnas. El hecho —bien ajeno a mi voluntad— me ha valido ser calificado a veces de crítico oficial de ese régimen. Para mí, el asunto es sencillamente ridículo. No percibo diferencia alguna entre mi crítica anterior, concomitante y posterior a ese gobierno. Desde luego, en esos años tuve la misma capacidad de antes y de después para no hacer jamás cuestión del color político de los autores y de sus obras. Para ciertos conspicuos politólogos, esa sola prescindencia es ya un carácter de derecha. Aunque yo disto mucho de la ciencia política, mi abundante dedicación a la filosofía social —y también a la teología social— me lleva a rechazar esa identificación como gratuita. Simplemente la política —y más nuestra pequeña política ideológica— no es el sustrato último y el más esencial de la existencia humana, con respecto al cual todo lo demás se defina, incluso por omisión.

    Sí lo es, en cambio, la religión: la re-ligación con el Absoluto. Ella sí que está presente en todo, por presencia o por ausencia, y más en una obra humana tan total como la obra verbal. Pero vano sería temer de mi fe cristiana o de mi sacerdocio una parcialidad extraliteraria en nombre de lo absoluto. Lo he dicho otras veces: yo no renuncio a mi fe a la hora de hacer crítica —sería un desdoblamiento imposible—, pero nada más lejos de mí que favorecer a autores creyentes o católicos o siquiera nostálgicos de Dios. Más bien entre los católicos son muchos, ay, los damnificados. Cuanto más alta es una perspectiva —y la teológica es la más alta—, menos pueden temerse de ella tales interferencias. Por lo demás, sería absurdo cifrar la perfección crítica en una ausencia total de convicciones extraliterarias: para ser buen crítico, en ese caso, habría que dejar de ser hombre: habría que ser un monstruo. Mi dedicación paralela a la poesía y la teología, a la filosofía y las ciencias sociales, mal no le ha hecho a mi desempeño crítico. Tengo la pretensión de creer que le ha hecho bien, porque Aristóteles y San Agustín son una buena escuela para todo. En cualquier caso, los lectores juzgarán.

    Mis cincuenta años de crítico me han deparado, junto con algunos dolores de cabeza, un placer continuo y creciente, tanto al leer como al escribir. Los dolores de cabeza se refieren a un cierto número de polémicas, por lo general estériles, casi siempre relativas a autores insatisfechos con mis juicios o con mi silencio, de Neruda para abajo. Desde un punto de vista dialéctico, el triunfo sobre mis adversarios consiste en su autoimpuesta obligación de leerme, de mirar con lupa mis adjetivos, de practicar una exégesis bizantina de mis textos. Desde el punto de vista moral —el que ahora me importa más—, esta es una buena ocasión para pedir perdón por las ofensas que, con palabras de más o de menos, por pasión o por ceguera, haya podido cometer. Estoy en paz con todos los escritores del país, si bien no puede decirse que todos ellos estén en paz conmigo, porque esa bienaventuranza es —por lo menos en Chile— imposible.

    Desafíos de la crítica literaria

    28 de noviembre de 1982

    En nuestra república de las letras hay cierto revuelo por los adjetivos de grande, asombrosa, visionaria que se ha ganado, en estas columnas, la poesía de Raúl Zurita. Hay revuelos de acuerdo y desacuerdo. Estos últimos —que están en su pleno derecho— no siempre se han expresado en formas viriles y nobles. Para mí, con todo, el fenómeno no es nuevo. ¡Qué no se dijo en su día, entre los bastidores del establishment literario, cuando saludé con elogios superlativos la antipoesía de Nicanor Parra o los relatos de Juan Emar! Es cierto que los tres casos son muy diferentes. Juan Emar había muerto años atrás, pero su obra era celebrada como genial en círculos muy reducidos, cosa que por lo demás sigue ocurriendo hoy, a pesar del fervor de mi redescubrimiento y divulgación. Nicanor Parra era ya todo un gran poeta, pero creo haber hecho algo por difundir su reconocimiento cuando muchos se lo negaban aún. Raúl Zurita es un poeta que se inicia, y por eso mis adjetivos pueden llamar la atención, pero ellos forman parte de un estricto descubrimiento.

    Descubrir: he allí el desafío que yo siento como más propio de la crítica literaria. Si no estuviera dispuesto a asumir ese reto intelectual, con todos sus riesgos, no escribiría en estas columnas. Esperar la consagración pública de un nuevo valor es harto más cómodo, pero también harto más cobarde para un crítico.

    Fue el propio Juan Emar quien parodió, en páginas inolvidables, al crítico que se cuida ante lo nuevo, expresándose en términos calculados y ambiguos, que le dan pie para salir con su ya lo dije yo tanto si el escritor de marras triunfa como si fracasa con el tiempo. El crítico ya ponderó ciertos adjetivos, ciertos adverbios, ciertos sutiles énfasis que le permitan salir airoso en ambos casos. Si yo perteneciera a esa especie, habría dicho algo así de Zurita: este joven poeta significa un aporte interesante en el panorama de la nueva poesía chilena, y su fantasía desatada resulta promisoria pero tal vez hace temer un deslizamiento en el simple delirio verbal. Si el día de mañana Zurita resulta un gran poeta, yo podría aducir lo de interesante y promisorio, y hacer gárgaras con el sentido creador que daba yo al término delirio; si Zurita es olvidado como insignificante, yo sacaría a relucir lo de hace temer y haría gárgaras con el sentido irracional del simple delirio. Todo lo cual no pasaría de ser una suma cobardía intelectual.

    Yo me juego y me arriesgo en mis anticipaciones. Juzgar lo nuevo con un juicio comprometedor me parece la razón de ser misma de la crítica literaria. Ensalzar a la Mistral o a Neruda me resulta una tarea positiva pero más bien fácil a estas alturas del siglo. Cuando descubro un nuevo talento, asumo el riesgo de mis adjetivos, aun a sabiendas de las reacciones que provocan entre los afectados —los que se sienten ensombrecidos por el éxito ajeno—. Es triste, sí, que los revuelos se produzcan no tanto por solidaridad hacia un autor que ha sido tratado con reparos y reservas, sino a la inversa, por disgusto hacia un autor que ha sido tratado con elogios y entusiasmo. Se sufre porque alaban a otro. No puedo hablar de envidia porque no soy juez de las conciencias, pero tampoco puedo dejar de divisar el chaqueteo nacional como una institución literaria.

    La crítica semanal participa del carácter conflictivo de los premios y de las antologías. Se ha dicho que un premio literario es la forma oficial de ofender a todos los escritores menos uno, el premiado. Y las antologías siempre dejan víctimas: los excluidos, y a veces también los incluidos, cuando cuentan hasta el número de líneas otorgadas a uno u otro autor. Ser crítico es vivir en trance de conferir un premio semanal, es hacer una antología todas las semanas, año tras año. Pero, al fin y al cabo, el crítico no es un juez que distribuye éxitos y olvidos impunemente, pues él mismo debe justificar por semanas y meses y años su propia autoridad: da la cara por sí mismo. No participa de la ventajosa situación de un juez ocasional, que ordena la literatura actual a su manera —incluidos los críticos— sin tener que justificar su título de juez de jueces. El crítico de oficio está sometido a la dura prueba de la confrontación con los hechos. Los hechos, en este caso, tienen un nombre: el tiempo.

    Esta confrontación es tanto más delicada si se piensa en la casi imponderable materia sobre la cual recae la crítica. A medida que ascendemos por la jerarquía del espíritu, los juicios de valor se hacen menos evidentes. Cualquiera puede discernir si un par de zapatos está bien hecho o no. Pero cuando se trata de una sinfonía, de un cuadro, de un poema, es fácil descalificar la hermosura más grande con un esto no vale nada, o emitir un esto es grandioso delante de una insignificancia. El acto queda impune... por el momento. El tiempo suele dar un veredicto más seguro.

    Mientras tanto, inserto en la fragilidad del presente, el crítico requiere no solo de instrumentos estéticos y conceptuales, sino también de una condición moral. Me refiero a la generosidad como un espacio que se otorga a la obra en cuestión para dejarla ser lo que es. Sin generosidad no hay crítica. Pienso en la tesis de Heidegger sobre la libertad como esencia de la verdad: la revelación del ser se produce en ese espacio donde el hombre permite al ser que sea lo que es. También a la belleza hay que dejarla ser, hay que ofrecerle la generosidad del espíritu bajo la forma de una lectura abierta, que permita a la obra ejecutarse según la manera como ella misma pide ser leída y existir. De tal especie de generosidad proviene el entusiasmo ante la forma de la hermosura. La mezquindad puede liquidarlo todo.

    No hilo estas reflexiones con el fin de ampararme en suerte alguna de infalibilidad, sino para poner de relieve el riesgo exacto de la crítica literaria. El riesgo mío, yo lo asumo sincera y gustosamente semana tras semana, en condiciones públicas. Solo puedo invitar a cada juez, ocasional o consuetudinario, a asumir cabalmente el suyo propio.

    Severidad crítica

    3 de mayo de 1992

    Hacia 1967, cuando Hernán del Solar llevaba ya muchos años de crítica literaria semanal, y yo apenas uno o dos, me dijo algo inolvidable, del siguiente tenor: Veo que usted ha comenzado con mucha independencia y severidad crítica. Yo, por mi parte, lo encuentro todo bueno; he llegado a ser casi incapaz de poner reparos a nadie. Si quiere un consejo mío, siga por donde va, porque con la benevolencia mía solo se consigue, a la larga, mucho sufrimiento.

    Hoy añadiría yo que con la severidad crítica también se cosecha sufrimiento, pero de otra índole, más tolerable y, sobre todo, éticamente más justificado. Porque no es un placer, desde luego, abstenerse de comentar un libro por insuficiente, y menos aun comentarlo con serias reservas. Pero creo que Hernán del Solar, ese hombre tan compasivo, no aludía al simple dolor del ejercicio crítico sino, todo lo contrario, al problema moral que este encierra, y su confesión se refería a la conciencia: hablar siempre bien de los autores le producía un sufrimiento ético, relacionado con la claudicación, porque la crítica es exigente o termina por no ser crítica, a medida que la compasión ahoga a la justicia, y la proliferación de elogios borra los discernimientos y las jerarquías de valor.

    Me he referido varias veces a este asunto, en la medida en que —otras tantas veces y muchas más— he sido considerado un crítico literario duro. Cada cierto tiempo debo volver a explayarme sobre la materia. Confieso que, si bien me atemoriza equivocarme en un juicio severo sin razón, mucho más me atemoriza contribuir, con la falta de rigor crítico, a la mediocridad espiritual y formal en nuestra literatura, y a la confusión de sus rangos jerárquicos. Como decía Hegel a propósito de la abstracción, en la noche todos los gatos son pardos. Si para algo sirve un crítico, es para proponer una lectura orgánica y pareja de nuestra creación literaria que, en el maremágnum de los factores postizos de publicidad o brillo, decante las jerarquías objetivas de valor en términos de calidad, y supuesto el previo análisis.

    Vastas corrientes del pensamiento contemporáneo cuestionan la posibilidad misma de este ejercicio. Para Lévi-Strauss, al cabo de su monumental antropología estructuralista de la cultura, es impensable la superioridad de un soneto de Shakespeare sobre un estribillo cualquiera de la selva africana: ambos serían igualmente funcionales en su contexto. Desde premisas muy distintas, el deconstruccionismo de Jacques Derrida llega a la misma conclusión. Ella me parece filosófica, axiológica y estéticamente falsa, en nombre de la objetividad potencial de la belleza, y también en nombre de la experiencia espontánea común a todos los autores y lectores del planeta, incluidos Lévi-Strauss y Derrida. Todos los autores quieren escribir mejor, los lectores quieren leer las mejores obras; la memoria colectiva de la humanidad practica una selección incesante, y por el solo hecho de hablar de literatura ya estamos calificando.

    En cuanto a la crítica, que no pocos confinan también al dominio del análisis puro, sin juicios de valor, yo considero esa pureza descriptiva una entelequia irreal y antinatural. La pregunta ¿Qué tal la novela de Fulano? y la respuesta Buena, mala, regular, son absolutamente inevitables. Lo que tales lectores se dicen espontáneamente, el crítico lo razona con categorías analíticas, pero, al fin y al cabo, termina diciéndolo con la misma necesidad inexorable, y con más fundamento. Si no, termina por no hacer crítica, crisis, juicio, según la poderosa etimología de la palabra.

    Por supuesto, la cuestión de la falibilidad personal del crítico es enteramente distinta, y de nada serviría ocultarla bajo consideraciones generales sobre la objetividad de los valores. Ningún lector empírico coincide con esa idea platónica y heurística —referencial— que podríamos llamar El Lector Absoluto. En esta materia debo hacer una confesión personal: en los inicios de mi ejercicio crítico semanal, cuando estaba yo más ligado a una teoría literaria —la expuesta en mi libro La creación poética,1 que todavía suscribo en lo esencial—, y cuando tenía en el cuerpo muchos menos centenares de libros leídos que hoy, estaba yo más cerca de esa pretensión absolutista, y tenía una fe más ingenua en la posible aproximación del lector empírico al Lector Trascendental. Hoy sé mejor que un crítico está siempre muy limitado por particularidades, preferencias e incluso manías, las peores de las cuales son las inconscientes.

    Pero estamos en el mundo histórico, y el crítico, por limitado que sea, no puede sino correr el riesgo y hacerlo lo mejor que pueda. No es posible paralizar el juicio crítico en nombre de la finitud histórica y personal. En compensación, existe también la crítica del crítico, quien, sobre todo cuando ejerce semanalmente y por años, está sujeto al control incesante de sus lectores. No es una instancia exenta del juicio de la opinión pública; está todas las semanas en permanente y peligrosa exposición de sus criterios, de su gusto, de sus valoraciones. Esto es algo que suelen olvidar con frecuencia los francotiradores eventuales, que gozan de una situación harto más cómoda. El crítico habitual responde de sus juicios: es responsable, vulnerable, y paga caros sus errores.

    Volviendo a mi caso personal, soy el último entre los llamados a juzgar mi propio desempeño, y con él, los fundamentos de mi severidad crítica. Pero en defensa de ella puedo decir, desde el punto de vista moral, que es una severidad pareja. Si de algo puedo vanagloriarme después de cincuenta años de crítica, es de desconocer la crítica de amigo, institución nacional —seguramente universal— cuya extensión me espanta en el país. Se dicen maravillas de los amigos con una facilidad pasmosa. Con los míos, no he usado nunca de favoritismo alguno. Que lo digan ellos, los que no se han librado de mi severidad.

    Por lo demás, he cultivado personalmente una distancia antisocial casi desagradable en relación a los escritores y sus corrillos. Alone, cuyo nombre quería sugerir esa soledad, era mucho más sociable que yo en su medio literario. Esa distancia no es fácil, pero siempre la he estimado necesaria en función de la libertad crítica. Puedo equivocarme tanto como se quiera, pero reivindico a ultranza el crédito de la honestidad profesional en el ejercicio crítico.

    Sacerdocio y crítica

    28 de septiembre de 1980

    Ciertos autores, cuya obra he comentado en el último tiempo con severidad crítica, invocan escandalizados mi condición de sacerdote. ¡Cómo puede un sacerdote juzgar tan duramente! Ya Neruda, hace muchos años, me apodó curicrítico en una áspera polémica. Algunos escritores, damnificados por la riña del Premio Nacional, han esgrimido esta doble vocación mía —sacerdote piadoso, y crítico severo o aun despiadado— como una inconsecuencia que me descalifica. Y cierto vendedor de ideas ha contraatacado, hace poco, con el mismo argumento. El buen samaritano, el que perdona los pecados del mundo, el que pone la otra mejilla, no tiene derecho a expulsar —ni siquiera una o dos veces al año— a los mercaderes del templo.

    Me resulta sintomático, desde luego, que a menudo tales jueces del juez no compartan la fe católica, y no vean en el sacerdocio, por tanto, sino una función humana y social. A la hora de replicar, sin embargo, parecen ángeles tutelares de la divinidad del sacerdocio y de su imagen y semejanza de la misericordia celestial. Los acomete un repentino rapto místico, o al menos eclesiástico. Pero, en aras de la concordia, saltemos sobre esta pequeña falacia.

    Cuando yo practico mi diario examen de conciencia, nunca dejo de preguntarme por la caridad, la mansedumbre o la piedad de mi conducta sacerdotal. Pero no me interrogo, por cierto, si practiqué o no mi obra de misericordia dominical desde las columnas de este diario. La razón es muy simple. Entiendo que no he sido llamado a escribir aquí como dispensador de obras de misericordia. Soy crítico; por tanto, juez. Y la virtud del juez es la justicia. Y ser justo implica a ratos, ay, ser justiciero. Es por justicia que me alegro, semana tras semana, de irradiar mi entusiasmo por obras literarias cuya lectura es un gozo.

    Nadie puede acusarme de parco o ahorrativo en este don de celebrar el libro ajeno, de exaltar su belleza, de recomendar su lectura. Pero es también por justicia que a veces debo fruncir el ceño, entregar un dictamen negativo, y en alguna ocasión, incluso, levantar la voz o bajarla en un murmullo irónico. La misericordia, en este caso, sería una injusticia.

    A fe mía que sé bien lo que es apiadarse. Dedico la mayor parte de las horas del día a comprender las miserias del corazón humano y a perdonarlas con el perdón sacramental; la confesión es el ejercicio más alto y tierno de la piedad, impartida por un pobre instrumento de Dios que conoce bien sus propias miserias. Y no es este el lugar de ufanarme de otras tantas obras de misericordia. Este es, en cambio, el lugar para ejercer la pasión por la justicia. Existe una jerarquía objetiva de los valores del espíritu. A la luz de esta jerarquía, limitada sin duda por la falibilidad personal, la tarea del crítico es ordenar, subir, bajar, poner las cosas en su lugar. A la vista de jerarquías falseadas, de valores trastocados, de falsos prestigios convencionales, alguna vez hay que ejercitar esta misión con dureza. Y cuando se estrella uno con que a palabras sensatas, oídos sordos, la dureza debe convertirse por desgracia en estridencia: la justicia lo pide así.

    Nada más cómodo, entonces, que ser misericordioso; se evita uno los enemigos, las polémicas, las incomprensiones. Pero, precisamente en esos casos, nada me irrita tanto como la cobardía, el silencio cómplice, el conformismo o la abstención. Allí la misericordia se transforma en vileza. Además —me lo señalaba en días pasados un gran escritor— la misericordia debe hacerse a costa del bolsillo propio, no del ajeno. No debe practicarse a expensas de otros talentos damnificados, que lo son justamente cuando el falso prestigio de talentos inferiores los atropella o los relega al olvido. Era el caso del Premio Nacional.

    Se dirá que la crítica a las personas nunca se justifica, y menos en un sacerdote. Estoy completamente de acuerdo. Pero una experiencia de

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1