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Fútbol y anarquismo
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Libro electrónico267 páginas3 horas

Fútbol y anarquismo

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Fútbol y anarquismo suelen aparecer como mundos disociados, si no enfrentados, por sus irreconciliables intereses y desarrollos. Denostado por ser una invención burguesa, sus efectos despolitizadores y alienantes y por haberse convertido en un omnímodo negocio que ha arruinado su sentido lúdico, amateur y popular, el deporte rey y sus vínculos y afinidades con los movimientos anarquistas o de corte libertario no son tan inusitados como pudiera parecer en principio. Ambos tienen un origen coetáneo, saben combinar la habilidad individual con la solidaridad colectiva, sin tampoco olvidar que fueron las clases obreras y sus asociaciones las que se apropiaron de este deporte, que brindaba la posibilidad de competir en igualdad de condiciones, y contribuyeron a su popularización en todo el mundo. Este libro descubre una cara poco conocida de las confluencias pasadas y presentes entre fútbol y anarquismo. De Argentina a Chile, de España a México, de Inglaterra a Italia, de Croacia a Francia, o de Brasil a Uruguay, su autor sigue la singladura y peripecias de numerosos clubes y aficiones fundados o vinculados en sus inicios al anarcosindicalismo y a otros movimientos obreros —bastantes de los cuales existen todavía y son mundialmente conocidos, como el Argentinos Juniors, Corinthians y Sankt Pauli. Pero el recorrido no se detiene aquí y ofrece también un panorama de equipos e hinchadas más recientes, expresión viva de lo que se da en llamar "fútbol popular" y "fútbol alternativo", que, sin adherirse a la identidad anarquista y libertaria o a sus doctrinas, defienden la dimensión colectiva, cooperativa, autogestionada y no mercantilista de este deporte, a la vez que se comprometen en distintas luchas sociales y políticas.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento25 mar 2020
ISBN9788490979174
Fútbol y anarquismo
Autor

Miguel Fernández Ubiría

Libertario y amante del fútbol, es también autor de El escudo del balón cosido (2016), una historia sentimental de la Real Sociedad de Fútbol de San Sebastián.

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    Fútbol y anarquismo - Miguel Fernández Ubiría

    autoría.

    PRÓLOGO

    A duras penas habría podido imaginar que me tocaría en suerte escribir el prólogo de un libro que se interesa por la relación entre anarquismo y fútbol. Uno y otro se me han presentado casi siempre como dos mundos separados, cuando no enfrentados. Si el primero forma parte de mis adhesiones conscientes y perseverantes, y me ha aconsejado entregar a la imprenta media docena de libros, cuando tenía que justificar la atracción que el segundo me producía siempre invocaba el derecho, que a todas nos asiste, de conservar un ámbito de irracionalidad que nos permita escapar a la locura dominante. Ese deseo de hurgar en lo irracional explica, tal vez, que hace tres años publicase un librito, en gallego-portugués, sobre el mejor equipo del mundo: el Deportivo de A Corunha. Y que lo hiciera —creo— con cintura y con sentido del humor, no vaya a ser que la irracionalidad se nos escape de las manos.

    En el caso, improbable, de que alguien se pregunte, aun así, si los caminos del anarquismo y del fútbol no se me han cruzado nunca, responderé que —no creo que la memoria me falle— lo han hecho en dos ocasiones, claro que de forma más bien liviana. La primera me invita a recordar que años atrás, y aquí en Madrid, un grupo de fanáticos tuvo a bien fundar, con mi activa colaboración, una peña deportivista que, más bien virtual, recibió el nombre de Curuxás, el apodo de un connotado maquis anarcosindicalista que campó por sus respetos en la Galicia interior, hasta la década de 1960. La segunda subraya que en un libro que publiqué hace poco, titulado Anarquist@s y libertari@s, de aquí y de ahora, al amparo del propósito de trazar un balance del escenario presente de nuestros movimientos anarquistas/libertarios/autogestionarios, incluí un comentario que, para llamar la atención sobre la conveniencia de estimular visiones heterodoxas en los ámbitos más diversos, hurgaba en la posibilidad de concebir el deporte en general, y el fútbol en particular, conforme a reglas y valores diferentes de los que marcan sus manifestaciones modernas.

    Aunque semejantes antecedentes de cruce son —lo repito— livianos, me sitúan cerca del contenido de este trabajo que el lector tiene entre las manos. En sus páginas despuntan muchas materias de interés. Las menciono de forma somera, sin más objetivo que abrir el apetito de ese lector que acabo de invocar: el solapamiento, aunque relativo, en lo que hace al origen cronológico del anarquismo y del fútbol; la deriva popular, la proletarización de un invento burgués que permitía una práctica barata y, por ello, asequible; la relación del deporte rey con el sindicalismo y, más aún, con el anarcosindicalismo; las críticas, a menudo agrias, vertidas contra el fútbol —homologado, en su estímulo del vicio, a bares y prostíbulos— desde determinadas atalayas anarquistas, o, y por dejarlo ahí, la defensa, desde otras de estas últimas, del deporte aficionado. Con ese panorama de fondo, por estas páginas pasan un equipo chileno que tomó el nombre de un almirante, la singularísima peripecia del Júpiter barcelonés, los espasmos futbolísticos del zapatismo chiapaneco o la condición presente y pasada de clubes como Sankt Pauli, Argentinos Juniors o Corinthians, de la mano de casuísticas que nos obligan a viajar de Argentina a Chi­­le, de España a México, de Inglaterra a Italia, de Croacia a Fran­­cia, o de Brasil a Uruguay. De por medio se revelan, en suma, compromisos recios y activos con luchas que remiten al antifascismo, al antirracismo, a la contestación del machismo, a la defensa de los refugiados, a huelgas de muy diverso cariz, al repudio de la represión o a la solidaridad internacionalista.

    En la parte tercera de esta obra el lector encontrará, por lo demás, cumplidas explicaciones en lo que atañe a una cuestión importante: la de cuándo corresponde atribuir a un club, o a su hinchada, una condición anarquista y la de cuándo lo que despunta en ese club o en esa hinchada son prácticas de corte libertario que, vinculadas ante todo con la autogestión, no necesariamente llevan aparejadas una adhesión identitaria, o doctrinal, al anarquismo. Creo que en ambos casos está justificada, de cualquier modo, la inclusión de esas instancias en este libro. La propia invocación de las categorías de fútbol alternativo y fútbol popular contribuye —me parece— a perfilar con aristas más complejas, y más finas, el argumento correspondiente.

    Entiendo, en suma, que el trabajo de Miguel Fernández Ubiría aporta herramientas sólidas para perfilar cuál ha de ser la opción deportiva promovida por los movimientos anarquistas y, de forma más general, por los movimientos de vocación emancipatoria. En ella tienen que darse cita, por fuerza, la desmercantilización del deporte, la búsqueda de fórmulas que no hagan de la competición y del triunfo el elemento mayor de la actividad correspondiente, la apuesta por la dimensión colectiva y cooperativa del juego, el rechazo de los elementos de alienación interclasista y sexista que puedan presentarse, el despliegue de prácticas de carácter autogestionario, el vínculo con la realidad cotidiana de barrios y pueblos y, en suma, la crítica, insorteable, de lo que acarrean las instituciones deportivas y, con ellas, el llamado fútbol moderno.

    Queda por determinar, eso sí, qué futuro tienen las reglas, el proyecto, que acabo de invocar. No vaya ser que llevase razón Osvaldo Bayer cuando afirmó que los anarquistas argentinos no tardaron mucho en darse cuenta de que cambiar el fútbol es más difícil que hacer la revolución. De ser así, habrá que in­­ventar —supongo— otro juego que se dispute con los pies y con la cabeza. Y con un balón.

    Carlos Taibo

    PRIMERA PARTE

    INTRODUCCIÓN

    Es muy posible que quien haya decidido comenzar a leer este libro se encuentre algo desorientado por su título. Al fin y al cabo, fútbol y anarquismo son dos temas que no es muy frecuente ver relacionados entre sí. Para algunos son incluso conceptos absolutamente contrapuestos.

    Al fútbol lo consideran casi todos los que así opinan como el opio del pueblo, aquello que adormece las conciencias en la gente para que no piensen en otros asuntos y no causen problemas en esta sociedad cada vez más controlada por el capital. El antiguo pan y circo de los romanos.

    El anarquismo, sin embargo, es visto por esas mismas personas como el camino a seguir para poder alcanzar la sociedad humana ideal. Como el medio y el fin para arribar algún día a un mundo nuevo, donde los ideales de libertad y justicia prevalezcan y sean inseparables.

    A pesar de dichas opiniones, que comparto en gran medida, surgió en mí la idea de escribir este libro. Surgió, fundamentalmente, después de que descubriese el gran número de equipos de fútbol fundados por anarquistas, socialistas revolucionarios y obreros. Sobre todo en las tres primeras décadas del siglo XX. Dato prácticamente desconocido para la inmensa mayoría de aficionados al fútbol, y también para la mayor parte de los militantes y simpatizantes del movimiento libertario.

    En las pesquisas realizadas pude comprobar que las opiniones de los anarquistas, en pro o en contra del nuevo juego, fueron, poco a poco, convergiendo entre los que las emitían. El fútbol, en un sentido de auténtico deporte, desligado de sus obscenos aspectos mercantiles, podía ser practicado perfectamente por libertarios. Incluso mezclaba perfectamente la habilidad individual con la solidaridad colectiva.

    Mientras reunía la información necesaria, fue curioso comprobar que, aunque por caminos evidentemente diferentes y sin relación alguna entre sí, los orígenes del fútbol y del anarquismo comparten en el tiempo a sus remotos ancestros. Asimismo, su irrupción real, tal como los conocemos ahora, se produce en el siglo XIX y con tan solo un par de décadas de diferencia entre la idea y el juego.

    La intención al escribir este relato ha sido, pues, sacar a la luz la confluencia que se produjo entre fútbol y anarquismo en los inicios del pasado siglo y esclarecer cuál es la situación actual de dicha confluencia. Esta se sustenta, básicamente, en el hecho, suficientemente representativo, de aquellos equipos de fútbol que fueron fundados por el movimiento obrero, cada uno de ellos con su pequeña o gran historia. Bastantes de esos equipos, algunos con su nombre original modificado, existen todavía y son mundialmente conocidos.

    Como expresan los jugadores del Autônomos Futebol Clube de São Paulo, fundado en 2006, y que compiten en la várzea Paulistana (los descampados donde juegan al fútbol estos equipos): Decía Emma Goldman que si no podía bailar no sería su revolución. Pues bien, si no podemos jugar, tampoco es la nuestra.

    CAPÍTULO 1

    ORÍGENES DEL FÚTBOL

    Parece ser que fue en el continente americano donde surgió el primer juego que hacía de una bola su elemento principal. Según los no muy numerosos datos sobre sus orígenes, su antigüedad se remonta al siglo XV a. n. e. Los conquistadores españoles fueron los primeros que tuvieron noticia de este ancestro del fútbol, pues fueron testigos de su práctica durante su invasión del Imperio maya. Según las crónicas de la época, los mayas sometidos manifestaron que el juego tenía más de 3.000 años de existencia.

    Este juego era conocido como pok ta pok, cuyo nombre viene a ser una onomatopeya del sonido de la bola al golpear el suelo y las paredes inclinadas laterales. En realidad, más que un juego era un ritual. Aunque existen diferentes versiones de la ceremonia y de su significado, la más admitida es la que se relata a continuación.

    Representaba la lucha de la luz contra la oscuridad, del sol contra la luna. Al mismo tiempo, un equipo era el representante de la luz y el otro el de las tinieblas. Ambos equipos estaban compuestos de seis jugadores. La bola, de caucho, era el sol. El objeto del juego era, en definitiva, conocer el designio de los dioses. Ganaba el equipo que conseguía introducir la bola por un aro de piedra. Había uno para cada equipo, que se encontraba a una cierta altura en mitad del campo de juego, a izquierda y derecha del mismo. En Chichén Itzá construyeron los mayas la cancha más grande para la práctica del ritual. Medía 168 metros de largo por 70 de ancho y los espectadores se situaban en los laterales, por encima de la propia cancha y de los jugadores.

    Las crónicas difieren un poco sobre las partes del cuerpo con el que estaba permitido golpear la bola de caucho, pero la mayoría coinciden en que podían utilizarse las caderas, las rodillas y los antebrazos. También difieren las crónicas sobre qué ocurría tras el partido. Algunas dicen que los vencedores eran sacrificados. Esto es algo que no debería sorprender, pues para los mayas tal sacrificio era un honor, ya que veían la vida como un sueño y la muerte como un despertar. Otras fuentes dicen que eran los perdedores los decapitados.

    En el Mundial de Alemania de 2006 se hizo una exhibición de este juego entre dos equipos llegados de México que actuaron ataviados a la manera guerrera de los antiguos mayas e incluso se han comenzado a celebrar campeonatos mundiales entre las naciones actuales que antiguamente conformaron el Imperio maya.

    La siguiente referencia a un juego con una pelota nos llega desde China. En el extremo oriente, en el siglo III a. n. e., se practicaba un juego al que denominaban sus habitantes ts’uh kúh. En este juego una bola de cuero, rellena de plumas y pelos, tenía que ser lanzada con el pie a una pequeña red elevada a cierta altura y sujeta por dos varas de bambú, separadas entre sí por unos 40 centímetros.

    En el siglo II tenemos en Japón reseñas del kemari. Se dice que era un juego no competitivo, pero tal aseveración no está totalmente aceptada. Los equipos estaban compuestos por un número de jugadores que oscilaba entre seis y 12, y la pelota tenía un diámetro de 25 centímetros. La principal característica del juego consistía en dar toques a la bola sin dejarla caer al suelo. Competitivo o no, ciertos historiadores afirman que ganaba el equipo que más toques daba.

    Más o menos hacia la misma época existía en Grecia una práctica deportiva llamada episkyros en la que dos equipos de entre doce y catorce jugadores, valiéndose de manos y pies, trataban de pasar el balón por encima del equipo contrario hasta la línea de este. El campo de juego estaba delimitado por tres lí­­neas. Una en mitad del mismo y otras dos en los extremos.

    Pero el juego que se hizo realmente popular, contemporáneo de los dos anteriores, fue el harpastum romano. En este juego los equipos también estaban compuestos por entre seis y 12 jugadores, como en el kemari, y el terreno era un rectángulo delimitado por cuerdas. En un principio su práctica se inició como entrenamiento militar y se jugaba con todas las partes del cuerpo. El objetivo consistía en llevar la bola a la cuerda de fondo del equipo contrario y se empleaba toda la violencia que fuera necesaria. Lo único que no se toleraba era matar al oponente. Los romanos lo practicaban en Britania durante su conquista, por lo que no es descabellado pensar que sembraron en las islas la semilla de lo que más tarde fue bautizado como football. También, y con bastante seguridad, el harpastum fue el origen del calcio florentino que apareció en los inicios del Re­­nacimiento. Asimismo, en el Londres del siglo XII se practicaba un juego extremadamente violento en el que se daba patadas a una pelota. No ha quedado, sin embargo, ninguna definición, pero a buen seguro que era un heredero del juego romano.

    Un par de siglos más tarde, en el XIV, fue muy conocido en Francia otro juego en el que una bola era su principal elemento. Lo denominaban soule. La pelota podía ser de cuero o una vejiga de cerdo rellena de heno. Incluso una bola de madera podía servir. Se jugaba al aire libre y no existía un límite de participantes: dos pueblos enteros podían competir entre sí. Se partía de un punto, que podía estar situado en un pueblo, y había que depositar la pelota en otro, que normalmente se encontraba en el pueblo del otro equipo. En él estaban permitidas todo tipo de marrullerías.

    Descendiente directo del soule fue en el siglo XV el fútbol de carnaval, practicado en las islas británicas. La pelota tenía que golpear contra una rueda de molino que funcionaba a modo de portería. Cualquier manera de llevar la pelota a la rueda de molino contraria era válida. Como en el harpastum, la única prohibición era no asesinar al oponente.

    En el siglo XVI llegamos al calcio florentino, al que ya hemos hecho referencia, llamado así porque nació en la ciudad de Florencia. Las dimensiones del terreno de juego eran prácticamente las mismas que las de un campo de fútbol actual y participaban 27 jugadores por equipo. Se utilizaban tanto los pies como las manos y había que colar la bola por un agujero situado al final de cada campo. El calcio florentino fue el primero en introducir los primeros códigos de comportamiento en el juego. Era más organizado y, sin dejar de ser violento, el ardor de los juegos anteriores quedaba bastante reducido.

    También en el siglo XVI algunas variantes del fútbol de carnaval de las islas británicas se trasladaron a las public schools, donde se fueron fijando más reglas. Es bastante evidente que los códigos del calcio florentino llegaron hasta Inglaterra e influyeron de manera decisiva en el establecimiento de dichas normas.

    En 1561, Richard Mulcaster, un pedagogo nacido en Car­­lisle, Cumberland, se convirtió en el primer director de la Merchant Taylors’ School, donde incluyó la educación física como parte de las enseñanzas escolares. Y, en 1581, fue el primero en utilizar la denominación footeball para el deporte jugado con los pies, básicamente para diferenciarlo de otros deportes.

    Pero no fue hasta casi tres siglos después, en 1848, cuando se establecieron las bases en las que se asientan las reglas del fútbol moderno. Se le llamó Código Cambridge, a raíz de una reunión de representantes de distintos colegios ingleses celebrada en la Universidad de Cambridge en dicho año.

    Finalmente, el 26 de octubre de 1863, en la Freemason’s Tavern, situada en la Great Queen Street de Londres, se creó la Football Association (FA), donde se fijaron las reglas definitivas del balompié que, con ligeras modificaciones, han llegado hasta nuestros días.

    El fútbol no tiene en realidad ese origen obrero que mu­­chos reivindican, pero sí ha sido el pasatiempo preferido de las clases populares durante los últimos 120 o 130 años.

    Aunque, como ya hemos señalado, jugar de distintas formas con una pelota viene de antiguo, fue su codificación y uso en determinadas escuelas y universidades británicas lo que lo transformó en lo que actualmente conocemos como fútbol.

    Durante la segunda mitad del siglo XIX la práctica del fútbol en las fábricas estaba directamente relacionada con la lucha de los trabajadores por la disminución de la duración de la jornada laboral —de 14 a 16 horas en aquellos tiempos— y de la aparición del tiempo libre. En muchos casos el juego fue sufragado por los empresarios más avispados que vieron en él una fantástica manera de superar en prestigio a sus competidores, pues la mayoría de los partidos se celebraban entre empresas. Ese fue el momento en el que el fútbol empezó a convertirse en un deporte popular y, por lo tanto, las elites comenzaron a dejarlo de lado para dedicarse a practicar otros

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