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La trágica soledad del héroe
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Libro electrónico366 páginas4 horas

La trágica soledad del héroe

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La trágica soledad del héroe es, como el subtítulo del volumen adelanta, un acercamiento a la obra de Albert Camus tanto en su vertiente literaria como filosófica. Un análisis sobre sus inicios en el encuentro con la belleza del sol, el agua y la bondad del Mediterráneo, su posterior paso por el descubrimiento del absurdo y la sordidez del mundo vacío y la búsqueda, lúcida, de una salida a ese problema entre hombre y mundo que supone el absurdo por medio del concepto de rebeldía.
Sin olvidar, además, el dilema entre creación y filosofía, y cómo esta combinación puede dar respuesta por medio del héroe, su reflexión y sus acciones, a lo que el propio Camus denominaba "una filosofía en imágenes". 
La trágica soledad del héroe reivindica, así, la obra de uno de los autores fundamentales, tanto de la literatura como del pensamiento, del siglo XX cuya creación sigue aún vigente y sus escritos siguen siendo objeto de admiración y estudio.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento27 ene 2020
ISBN9788418240263
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    Buen libro, ante los que buscan libros de autoayuda, es mejor leer esto que no desengaña ni ofrece salidas fáciles. Para el resto es una interesante reflexión acerca de la humanidad, con muchos puntos válidos a mi parecer.

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La trágica soledad del héroe - José Antonio Molero Bote

© Derechos de edición reservados.

Letrame Editorial.

www.Letrame.com

info@Letrame.com

© Jose Antonio Molero Bote

Diseño de edición: Letrame Editorial.

ISBN: 978-84-18240-26-3

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Este libro colabora con:

IMPRESO EN ESPAÑA – UNIÓN EUROPEA

-

A mi madre y a mi padre

Argel,

la sensibilidad

mediterránea

.

Albert Camus

Podría parecer extraño que un autor premio Nobel de literatura, ensayista y novelista; autor de teatro y poeta aparezca, con asiduidad, en los manuales de filosofía y sus obras —sobre todo sus obras de ensayo— se publiquen junto a las obras de los filósofos al uso. Adscrito siempre a la corriente existencialista, de la que una y otra vez intentaba desmarcarse, su obra y su pensamiento siguen siendo motivo de controversia y estudio; y las ediciones de sus obras siguen agotándose aún hoy; casi cuarenta años después de su muerte.

En una época como la nuestra, en la que modas y tendencias duran apenas unos meses, tiene gran mérito ser un autor contemporáneo y a la vez ser convertido por el lector, que a la postre es el que juzga, en uno de los grandes clásicos de la literatura mundial.

Como autor, Albert Camus es un producto de su tiempo que es el nuestro. Escritor profundo y comprometido supo trazar, con rasgos claros a través de sus escritos, la geografía de la pobreza y el dolor con esa lucidez dada, únicamente, a los que la han vivido de cerca. Pero también la sensualidad de la vida mediterránea, el sol, la seducción de la luz y la belleza de los cuerpos en un mundo hermoso y feliz a la vez que perecedero.

Pretendía con su literatura dignificar al hombre y aliviarlo de sus pesadumbres, de ahí la importancia que otorga a la justicia frente a la opresión; y aunque no fue un filósofo en el sentido estricto del término sus relatos y ensayos están marcados por un trasfondo filosófico palpable, lleno de mitos e imágenes.

Siempre encontramos en sus obras una preocupación especial por el hombre y su problemática relación con el mundo transformada en sentimiento trágico; de manera que podríamos calificar esta como una «Literatura de la tragedia» que no se ciñe, exclusivamente como podría parecer, a la parte que algunos críticos, siguiendo al mismo Camus, han etiquetado como «período del absurdo» con Caligula, L’Étranger, Le malentendu y Le mythe de Sisyphe como principales obras representativas.

Lo trágico en Camus supera todos los períodos y se adueña de toda su obra de tal manera que se convierte, junto con lo absurdo, la soledad, la rebelión y la felicidad, en uno de los ejes fundamentales de su pensamiento. Piénsese en L’Envers et l’Endroit y esa visión de la vejez, trágica y solitaria, que solo espera la muerte en el relato que lleva por título «La ironía». O en Mersault, el héroe de L’Étranger, ese extraño que vive, diríamos casi, con mando a distancia en un mundo que quisiera comprender y que se le escapa con toda su coherencia aparente; al que el sol «obliga» a cometer un crimen del que no se sentirá culpable, en domingo, un día considerado por él como difícil. En Caligula, el emperador que decide caprichosamente sobre la vida y la muerte de sus inferiores; inmerso, siempre, en el mundo del absurdo y que con sádica extravagancia mata a sus súbditos y obliga a los hijos de sus muertos a confesar que con ello les ha hecho un favor. Personaje que, con lógica casi diabólica, anda preguntando por el ser en todas partes y que transforma esa pregunta en sentencia de muerte para el interrogado. En Quereas, el oponente de Calígula, que tiene puestas sus miras en la rebelión, lo cual equivale a la liquidación del tirano. En la Marta de Le malentendu, presa de un destino trágico propio de una obra clásica al dar, sin saberlo, muerte a su hermano. O en Rieux, Tarrou y el padre Paneloux, los principales héroes de La peste; envueltos en esa cósmica fatalidad representada por la epidemia, el enemigo contra el que se rebelan en una lucha épica contra el Mal. Así como tantos otros personajes que iremos estudiando.

Alguien podría objetar, ante esta enumeración, que toda la literatura inteligente del siglo XX posee esa característica común, es decir, que se trata de una literatura trágica, de crisis, esquizoide, absurda en definitiva; y que tan bien ha sabido entender Jaspers en su obra Genio y Locura¹. Pero esto no quiere decir otra cosa que el escritor comprometido no es ajeno a los avatares del siglo que le ha tocado vivir.

Sin embargo, existe una singularidad que no es, posiblemente, patrimonio exclusivo de Camus, pero que sí da, al menos, el tono de la importancia que juegan ambos conceptos en su pensamiento. Ni el absurdo debe caer en un nihilismo oclusivo, como sería el caso de otros autores adscritos a la misma corriente, ni lo trágico se entiende en la obra, al menos considerándola toda ella en su conjunto², con un significado cerrado como parece ser la tendencia general.

En Albert Camus se da lo que podríamos denominar lo «trágico abierto»; que viene a significar que existe una posibilidad de superación frente a esa falta de entendimiento entre el hombre y el mundo recuperando, así, el sentido del límite frente a los riesgos de la seductora infinitud. Esta superación no elude el efecto trágico que lo efímero siembra en el hombre pero, al menos, abre otro campo desde el que es posible un nuevo entendimiento.

Albert Camus y el existencialismo

Albert Camus nunca se consideró un existencialista, aunque la crítica de antes y de hoy le considere como tal una y otra vez. En cierta ocasión, como recoge Quillot³ «Camus, de acuerdo con Sartre, (máximo representante del existencialismo francés y amigo íntimo de Albert Camus durante bastante tiempo) y en broma, propuso poner un anuncio declarando que ellos no tenían nada en común y que se negaban a responder de las faltas del otro». Desde el punto de vista de Camus es esta una reacción bastante comprensible contra esa fatalidad que le perseguía al ser tomado en todas partes por existencialista; incluso después de haberse publicado una obra como Le mythe de Sisyphe donde, paradójicamente, se proponía rebatir a los llamados existencialistas. Sin embargo, hemos de reconocer que sus postulados no están tan lejos como al propio Camus le parecía, al menos en un primer momento, de esa corriente. Nos parece más claro hoy que Camus estuviera en contra no tanto del existencialismo como de los «existencialistas», esto es, de la moda que la corriente desató y que acabó por convertirse casi en un fenómeno de masas; con uniforme propio incluso, imitada en todo el mundo. El mismo Sartre declararía después: «La mayoría de los que utilizan esta palabra [existencialismo], se sentirían muy incómodos para justificarla, porque hoy día, se ha vuelto una moda, no hay dificultad en declarar que un músico o un pintor es existencialista».

Ciertamente, Camus nunca llevó a cabo un análisis sistemático de la existencia mediante el método fenomenológico, y en sus estudios sobre el hombre siempre queda fuera el estudio sobre el ser; sin embargo, no es menos cierto que estamos ante un pensador, ante un filósofo en el sentido más amplio del término, de la existencia, y cuya obra, con frecuencia literaria, no deja de ahondar y profundizar en los problemas que acechan al hombre y a su modo de vivir y relacionarse en un mundo que ha perdido del todo la inocencia. En esta mezcla de filosofía y literatura, que tan bellos ejemplos nos ha dejado a lo largo de la historia⁴, es en donde se debe buscar el auténtico significado de la aportación camusiana entendida dentro del siglo XX. Esto es importante porque este siglo marca, como ningún otro, el desvanecimiento decisivo entre literatura y filosofía —al menos alguna filosofía— en la que los argumentos son reemplazados por evocaciones, sugerencias, sugestiones o, simplemente, afirmaciones. Es la consecuencia inevitable del avance del positivismo, de la inabarcabilidad del saber y el retraimiento de la filosofía al estudio de los fragmentos, las hendiduras y las quiebras de los sistemas; aquello a lo que Derrida ha dado en llamar los márgenes de la filosofía. En este aspecto podríamos calificar las obras literarias de Camus como el ejemplo gráfico de su sentido de la vida, es decir, de su filosofía, de tal manera que los héroes de L’Étranger o Caligula son la representación gráfica del absurdo como los héroes de La peste lo son de lo prometeico y el espíritu de rebelión. Como diría el propio Camus en unas declaraciones sobre La Náusea de Jean Paul Sartre publicadas en el diario Alger Republicain: «Un roman n’est jamais qu’une philosophie mise en images»,⁵ y este no es un hecho aislado dentro de la filosofía del siglo XX, ni siquiera dentro de la misma corriente existencialista; sucede en Nietzsche, el último Heidegger o el mismo Sartre que, además de sus obras argumentativas, escriben obras literarias o piezas de teatro que poseen el efecto de sus concepciones filosóficas. Por lo demás, tanto Sartre como Camus se declaran partidarios de una función social de la literatura que parte de un acuerdo mutuo en lo que es la existencia para el hombre de su tiempo, unido al intento de averiguar esta esencia misma y la solución a los problemas que implica.

Los temas y la problemática que abordan la obra de Albert Camus son, en líneas generales, los tratados por los existencialistas: la finitud, la contingencia, la autenticidad, la libertad necesaria, la enajenación, lo absurdo, la elección, el compromiso, la soledad existencial, el estar en el mundo, el estar abocado a la muerte o el hacerse a sí mismo. Todos ellos son comunes, como decimos, a Albert Camus y a los existencialistas. Sin embargo, no encontramos en Albert Camus un estudio del ser a la manera de Sartre o Heidegger, «por voluntad propia» y por «no saber apreciar la razón» según reconocería.

Por otra parte, al hablar de «existencialismo» no podemos reducir esta tendencia a un único modelo: Enmmanuel Mounier da una definición demasiado amplia de esta corriente y establece un «árbol existencialista» que va desde la raíz, en la que sitúa a Sócrates, hasta la copa en la que sitúa a Bergson, Blondel, Sartre, Heidegger, Chestov, Berdiaev, etc., pasando por Kierkegaard, Pascal, Nietzsche y otros,⁶ pero se trata de una clasificación excesiva y, por lo tanto, confusa.

Otros han tratado de clasificar el existencialismo según la dimensión religiosa o nacional; así dicen que existe un existencialismo alemán en el que sitúan a Heidegger y Jaspers, propio de la Primera Guerra Mundial, y el francés de Sartre, Camus y Marcel, propio de la segunda postguerra. También insisten en un existencialismo de tendencia atea de Sartre, Heidegger y Camus, y otro de tendencia cristiana en el que entrarían Kierkegaard, Jaspers y Marcel.

El filósofo francés Jacques Maritain mantiene, por un lado, un existencialismo propiamente existencial, es decir, el existencialismo en acto, vivido o ejercido; y por otro, un existencialismo meramente académico, como acto de fabricar ideas y aparato para confeccionar tesis.

Nicola Abbagnano⁸ cree que es fundamental en todo existencialismo la idea de que la existencia no es ser, sino «rapporto» con el ser, y habla de un existencialismo negativo, pesimista, en el que el hombre aparece abocado a la nada, a la angustia y a la muerte, representado por Heidegger, Jaspers o Jean-Paul Sartre. Un existencialismo teológico de carácter optimista; existe una realidad absoluta que garantiza las posibilidades de realización del hombre y que tiene como representantes a René Le Senne, Gabriel Marcel, Paul Tillich y Karl Rahner. Un existencialismo positivo; ni pesimista ni optimista en el que las posibilidades de realización del hombre son reales y no están condenadas a un fracaso irremediable, pero tampoco orientadas a una realización infalible. Esta tendencia está representada por Merlau-Ponty y el mismo Abbagnano.

En estas clasificaciones habría que tener en cuenta la diferencia que existe entre una «actitud existencial» y un «pensamiento existencial»; parece que el existencialismo es, o debería ser, una filosofía, pero algunos autores niegan que tal filosofía sea posible. Manifiestan que desde el momento en que se adopta una actitud existencial se excluye toda posible racionalización de la existencia. Es muy posible que se pueda hablar entonces de «existencialistas» y de «filósofos de la existencia», reservando la primera etiqueta para los que llevan a cabo un análisis sistemático de la existencia mediante el método fenomenológico y, la segunda, para los demás como meros pensadores de la existencia humana o antropología de la existencia.

Para Ferrater Mora⁹ se ha abusado tanto, en tan escaso período de tiempo, del término «existencialismo» que ya apenas significa nada. En su intento por poner cierto orden, y para combatir este abuso, hay que limitar, según este autor, la aplicación del vocablo a cierta época y, dentro de ello, a ciertas corrientes o actitudes filosóficas. Así, para Mora, el origen del existencialismo se remonta solamente a Kierkegaard, el cual lanzó por primera vez el grito de combate: «Contra la filosofía especulativa [se refería principalmente a la de Hegel] la filosofía existencial». Por tanto, lo primero que hace la filosofía existencial es negarse a reducir al ser humano a una entidad cualquiera, ni siquiera podemos hablar en este caso de ente, el hombre no es ningún ente porque es más bien un existente. El existencialismo es así, primariamente, un modo de entender la existencia en cuanto existencia humana.

Junto a la importante influencia de Kierkegaard debemos resaltar la no menos fecunda influencia del otro polo que compone, junto con Kierkegaard, los dos pilares de los que se nutrirá la corriente existencialista. Mientras Kierkegaard representa la alternativa religiosa del existencialismo, Nietzsche, mediante su proclama de la muerte de dios, ejercerá una influencia patente en los pensadores ateos de esta corriente.

En resumen, podríamos calificar el existencialismo como una corriente multiforme cuyo «padre» sería Kierkegaard y de la que forman parte un amplio espectro de autores que va desde los que poseen un marcado acento cristiano a aquellos otros que, influenciados por las ideas de Nietzsche, compondrán lo que después se llamaría existencialismo propiamente dicho, representado por Heidegger y Sartre. Como rasgos comunes a todos ellos podemos citar la negación del racionalismo hegeliano y la aversión hacia los sistemas totalizadores, así como su preocupación del hombre como ser existente, esto es, que existe antes de ser pensado.

Las nupcias con la tierra

Charles Moeller¹⁰ dice no entender cómo se ha podido embarcar Camus en la galera del existencialismo teniendo en cuenta, sobre todo, sus principios tan alejados de esa corriente representados en Noces.¹¹ Esto es cierto solo a medias porque Moeller sufre del mal que aqueja a todos los críticos cristianos que se enfrentan con el pensamiento del autor de esta obra. Todos demuestran un evidente deseo de acercar a Albert Camus a Dios. Por otra parte, este autor se niega a aceptar la evidencia de que el absurdo es un punto de partida que marcará toda su obra posterior, aunque el tema acabe diluyéndose en favor de otros más acuciantes. Moeller le da el escaso valor de una crisis pasajera para acercarlo, irremediablemente, hacia una religiosidad infundada.

Este autor sitúa en Noces el punto de partida de la andadura camusiana, omitiendo el hecho de que L’Envers et l’Endroit fue publicada dos años antes, para ofrecernos una lectura interesada del autor.

En L’Envers et l’Endroit, primera obra de Albert Camus, como ya hemos adelantado, el lector encuentra ya las coordenadas que marcarán los próximos años de creación camusiana: la ausencia de Dios, el apego a la vida, la pobreza, la soledad y cierta moral de la cantidad que advierte en los habitantes de Argel y que tan bien retrata en El verano en Argel.

Respecto a Noces si hay alguna frase que pudiera resumir estos escritos sería una pronunciada por el mismo Camus: «Las fiestas de la tierra y la belleza».

El Argel en el que Albert Camus pasa la infancia y parte de su juventud es la localización geográfica de estas bodas con el mundo y, el barrio pobre de Belcourt y su gente; árabes, españoles y franceses, sus protagonistas.

Sabido es que en los países del entorno mediterráneo, por lo benigno del clima, los habitantes de sus ciudades pasan la mayor parte del día en la calle; porque se está a gusto en las terrazas y en las plazas. Pero también porque se respira cierta complicidad entre el paisaje y la gente. La pobreza ocupa, así, un lugar secundario cuando se puede vivir y sentir en la calle. Camus recordará con emoción aquellos años: «Je pense à un enfant qui vécut dans un quartier pauvre. Ce quartier, cette maison! Il n’y avait qu’un étage et les escaliers n’étaient pas éclairés».¹²

En los atardeceres de verano en medio de los ruidos de los chicos, cuando las luces de los cafés se encienden y los vendedores de helados ofrecen su mercancía bajo un cielo cuajado de estrellas, las gentes de los barrios pobres sacan sus sillas a la calle. La pobreza es como una madre que nunca habla, pero que firma un acuerdo tácito con la soledad y la lucidez. Pero también es cierto que la soledad, que de ella se desprende, le da un valor verdadero a cada cosa. Así, en noches como aquellas, llenas de estrellas y árboles oscuros, se descubre la sorprendente sencillez del mundo que no exige más que vivirlo. Esto es lo que trastorna.

Camus dibuja con rasgo preciso ese mapa sentimental de la pobreza; y en ese manual, nunca escrito, de valores verdaderos que enseña la estrechez económica, uno llega a valorar, y sentirse orgulloso, de aquello que realmente posee. Como el mismo Camus recuerda en el prólogo escrito con ocasión de la nueva publicación de L’Envers et l’Endroit de 1958. Diríase que se trata de un aprendizaje del que solo disfrutan aquellos iniciados que se bañan en playas en las que se desprenden de sus últimos velos antes de entregar, por completo, aquello único que les pertenece a la religión de la luz y las agua.

«Ce soleil, cette mer, mon cœur bondissant de jeunesse et la gloire se rencontrent dans la jaune et le bleu».¹³

Encontramos aquí expresados todos los temas que, a lo largo del tiempo, Camus irá alcanzando como estaciones desconocidas para el viajero, pero siempre intuidas. Para los que consideran que en las primeras obras de un autor se encuentra ya, en germen, todo lo que este desarrollará después, con L’Envers et l’Endroit y Noces, probablemente no se equivoquen; los cinco relatos que componen L’Envers et l’Endroit son el entramado de gentes y calles que componen Argel. Son la vida, el mundo, el hombre, el itinerario de la pobreza y el deambular vital de lo que es «ser en la tierra».

Noces, por el contrario, es lo que perdura, pero a la vez lo que ya no es y que, sin embargo, nos sirve como referencia para buscar, allí donde no lo parece, la belleza.

Es el mundo de la luz y lo sensible el que aquí se nos narra, el mundo de los paisajes y los hombres que los habitan, el de los atardeceres marítimos, el mundo de las piedras con historia que solo hablan para el viajero sabio que las escucha. También, el mundo que se escapa, que no se deja querer, que llena el alma de cierta tristeza melancólica. Basta con contemplar la sombra alargada de una columna en Tipasa o en Djémila; el silbido agudo de un pájaro del desierto o el susurro del mar a la sombra de un árbol cuando el sol domina y lo devora todo. Basta esto para encontrarse con el mundo y amarlo como la única posesión que puede ser nuestra en algún momento.

«L’immortalité de l’âme, il est vrai, préoccupe beaucoup de bons esprits. Mais c’est qu’ils refusent, avant d’en avoir épuisé la sève, la seule vérité qui doit et qui est le corps».¹⁴

Definitivamente, el mundo es el campo del hombre y en él está su sitio. Contra aquellos que intentan descargar esta vida de su peso es necesario dudar de que la muerte abre otra vida. Frente a la obstinación por la eternidad, hay que ofrecerles la risa de las muchachas, el amor, las flores, un paseo entre los olivos, el baño matinal en un mar solitario que convierte esa mañana en la primera del mundo. Hay que mostrarles la envidia hacia los que, después de nosotros, se quedan oliendo las flores y saboreando el atardecer llenos de carne y sangre. ¿Qué importa la eternidad si una vez muerto no disfrutaré de ese instante en el que al atardecer, de pronto, los pájaros callan sobre los árboles y el leve viento que trepa por la bahía inunda las mejillas de sal?, se pregunta Camus. O ese otro en que, tras caer el sol, las sombras redibujan el esqueleto de Djémila haciéndolas insoportablemente bellas. Tanta serena o arrebatada belleza pertenece solo al mundo, y el mundo siempre vence a la historia. He aquí ese deseo de perdurar o de «tener el mundo». Pero el amor apasionado por el mundo exige mirar a la muerte de cara. Reconocer y vivir de lo efímero y hacer un mapa de ese sentimiento, grande como un universo, vacío de esperanzas.

En estas latitudes, a causa del sol y de tanta hermosura, solo es posible la dicha porque la juventud encuentra una vida a medida de su belleza. La bahía, el sol, la tarde en las terrazas, las flores y la juventud. Cualquier excusa invita a vivir este mundo que ama los cuerpos desnudos y dorados por el sol. Mundo que nos hermana, después de tantos siglos, de nuevo con Grecia. También en aquella tierra desde hace milenios las palabras sol, juventud o mar estaban en el principio de una civilización que amaba sobre todo la tierra y no espera de la eternidad más que la oscuridad de los infiernos.

En Camus se hace necesario este hermanamiento, sobre todo, porque se aleja de Guide y el cristianismo en cuanto al deseo. Se equivocan los que piden que se guarde el deseo, razonará Camus. El deseo nace y se consume en el momento en que nace, de lo contrario, como la flor cortada, se marchita.

El deseo de poseer también alcanza a las ciudades y Argel, la blanca, la que se abre bajo la geometría cúbica de sus casas, como un anfiteatro al mar, la capital del instante, también ama la fugacidad del deseo.

Para Camus, Argel será patria y cama. El sitio al que siempre hay que volver. Argel representa la vida y el amor, el recuerdo de una juventud precipitada que agota todas sus cartas mucho antes de que pase su tiempo. Es la ciudad de la superabundancia. Pero como la belleza, esta superabundancia no es eterna. La juventud, en esta ciudad, quema a toda prisa sus vidas. Posiblemente, por su situación entre dos inmensidades, el mar y el desierto, Argel fue hecha para la fugacidad. Es la ciudad donde no existen los dioses, a la que Marta de Le malentendu querría llegar.

Argel y su belleza permanecen, pero no sus gentes. Con cada verano se renuevan las muchachas en sus playas como flores nuevas. Pero el tiempo, el tiempo en sí, no existe en Argel. Su pátina se advierte por esos cambios en la piel de los bañistas que pasan del dorado de junio al tostado de julio y del tostado de julio al inverosímil color tabaco de agosto.

En estas nupcias del hombre con la tierra sobra todo intento de metafísica, porque la metafísica es enemiga del cuerpo. Aquí Camus es Nietzsche, tamizado por el sentido mediterráneo de la vida. Los dos aman el hombre, pero Nietzsche, como ya sabemos, dará un paso que Camus, llegado su momento, se negará a dar. Siempre tan sobrio, tan reflexivo cuando de la felicidad y la belleza se trata, reconoce que en sus repetidas visitas a Tipasa, la villa romana a las afueras de Argel, nunca se queda más de un día. Por esa necesidad precoz de mesura que le condenaba a no malgastar los placeres, reconoce.

Este joven, «hermano del sol»¹⁵ y enamorado de la tierra, niega las abstracciones entre ellas y enseguida la idea de pecado. En estos lugares el pecado se transforma. No es ya desesperar del más allá, sino esperar otra vida desnudándose inexplicablemente de esta. Tan seguro como está de su amor a la tierra, no necesita un dios que le redima. Así la exaltación del comienzo de Noces.

«Au printemps, Tipasa est habité par les dieux et les dieux parlent dans le soleil et l’odeur des absinthes. La mer cuirassée d’argent, le ciel bleu écru, les ruines couvertes de fleurs et la lumière a gros bouillons dans les amas de pierres».¹⁶

Las nupcias con la tierra no solo se circunscriben a Argel. El apego a lo terreno inunda toda la cuenca mediterránea. Un bar en Mallorca, el solar árido de la Grecia soñada, un puerto ibicenco al atardecer o Florencia con sus iglesias, obras de arte y tanta belleza que producen cierta tristeza melancólica. Pero la tristeza, dice Camus, es un comentario a la alegría. Se entiende así que tras el rostro triste que contempla los claustros de los monasterios toscanos se esconda un hombre lleno de felicidad y de dicha. Así, el iniciado en esta religión de lo instantáneo jalona la geografía de su vida a golpe de lucidez con las únicas certezas de la felicidad y la muerte. La felicidad se convierte, entonces, en el sencillo acuerdo entre el ser y su existencia.

«Qu’est-ce que le bonheur sinon le simple accord entre un être et l’existence qu’il mène? Et quel accord plus légitime peut unir l’homme à la vie sinon la double conscience de son désir de durée et son destin de mort?».¹⁷

El destino se convierte en asunto del hombre que busca ahora una grandeza de corazón y un orgullo que considera como propios. Es el reencuentro con la Grecia de la que se le había privado a Occidente. También los griegos pusieron la grandeza del hombre, y su tragedia, en la lucidez del héroe que se sabe prometido a la muerte. Pero a pesar de esta muerte es necesario que el hombre actúe sin esperar ningún tipo de recompensa. Solo porque es honesto hacerlo de esta manera y la honestidad es también una forma de belleza. Y si es cierto que los griegos abrazaron una religión, nunca esperaron un más allá proporcionado por la gracia y sí un reconocimiento de los límites y el destino.

En Troya toda Grecia lucha por la belleza. No por un dios ni por un más allá; sino porque juzgaron que un mundo sin belleza era un mundo amputado y, además, esta pertenecía a la tierra que habitaban.

Se trata de eso, de recuperar, de nuevo, la tierra. En estos sitios privilegiados se produce, si no igual, sí, al menos, una situación semejante. El sol alimenta la tierra incluso en invierno, por eso nos es tan sencillo encontrar la verdadera belleza. Basta un claustro de piedra que habla el silencio de los siglos o una maceta en el brocal de un pozo para entender la perfección. Aquella que recuerda, al que mira sublimado, que la felicidad mayor es aquella que no desespera.

«La terre! Dans ce grand temple déserté par les dieux, toutes mes idoles ont des pieds d’argile».¹⁸

Hay pues que volver a Grecia sin dioses ni mitos, con sus puertos solares y sus arenas ardientes, al mar antiguo hecho a medida del hombre. Fiésole, Djémila, Tipasa o Mallorca. El silencio y las piedras muertas que dibujan el esqueleto de ciudades que un día fueron. El resto pertenece a la historia.

EL ABSURDO

-

Una filosofía del absurdo

El muchacho solar que acabamos de ver en L’Envers et l’Endroit y en Noces dará paso, enseguida, a un joven preocupado por los avatares de principios de siglo.

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