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Madre alemana, padre mallorquín
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Libro electrónico136 páginas1 hora

Madre alemana, padre mallorquín

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Este libro está llamado a ser un clásico. Ya se ha publicado antes sobre el peculiar carácter mallorquín, pero esta es la primera vez que alguien escribe sobre una situación muy habitual en la sociedad mallorquina desde que en los años 60 llegaran los turistas. ¿Cómo consiguieron encajar en las nuevas familias mixtas las costumbres mallorquinas y alemanas, en este caso?
Sabina Pons lo cuenta con una memoria sorprendente y un humor delicioso, y una prosa inteligente y llena de chispa.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento14 nov 2019
ISBN9788417200305
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    Madre alemana, padre mallorquín - Sabina Pons

    Catalina.

    OMBLIGO DEL MUNDO

    Por supuesto, hay sitios más literarios en los que crecer, en el Trastevere romano, en las dunas de Los Hamptons o en los bosques que circundan Oslo, pero a mí me tocó la Playa de Palma, en Mallorca; primero en s’Arenal, luego en Sometimes. Y aun así, mis recuerdos refulgen con el brillo de los flotadores y las colchonetas expuestas en las terrazas de los souvenirs. Mi infancia es una sucesión de días luminosos en una playa atestada, de bocadillos de Nocilla junto a la piscina, de tardes interminables en la planta baja de Galerías Preciados y de domingos solitarios en Es Trenc. Los leotardos azules agujereados en las rodillas son mi infancia, paseada en el tiovivo de la plaza Alexander Fleming. Mi infancia es el cuello duro del uniforme de Madre Alberta y los polos de limón Avidesa.

    Mi infancia fue la de cualquier niña mallorquina de los setenta, con una salvedad que lo cambiaba todo, que desviaba la lente para otorgarle a la realidad una perspectiva distinta: mi madre era alemana. Ese plus de exotismo me complacía y exasperaba a partes iguales.

    Mi padre fue un niño palmesano –lo que se conoce en Mallorca como un llonguet– de la postguerra. Huérfano de padre, creció entre mujeres, contemplado y mimado por su madre, su abuela y sus tías. Quizás los tiempos eran duros, pero mi padre fue un niño feliz que indefectiblemente salpicaba su discurso con referencias al pasado. Aquello, entonces, me resultaba tedioso:

    —Ay, si hubieras conocido Ca’n Barbarà como yo lo conocí… el agua era transparente, un espejo…

    —…y los chicos y las chicas os bañabais en zonas diferentes por pudor y decencia.

    —Eso mismo. ¡Pero sabes que lo éramos de pillos! –salpicaba su narración con construcciones traducidas literalmente del mallorquín–. Nadábamos un poco…

    —…y os encontrabais en una roca o una plataforma o no sé dónde y allí ligabais.

    —¿Ya te lo había contado?

    —Unas quinientas veintitrés veces.

    Mi abuela Catalina, nacida en el municipio de Santa Margalida, se había casado con un militar menorquín bastante mayor que ella con el que, a los 19 años, tuvo a su único hijo, mi padre, Santiago. El abuelo Marcial murió en el frente de Aragón cuando mi padre apenas era un bebé y mi abuela volvió a casarse al poco tiempo, esta vez con un empresario de Porreras llamado Miguel, el abuelo al que conocí y que fue mi padrino.

    Mi madre, Renate, fue niña en una aldea renana durante la II Guerra Mundial. Una niña asustadiza que corría aterrada hacia el refugio antiaéreo excavado en el bosque cuando ululaban las sirenas. Mi abuela Elisabeth, su madre, seguía fregando los cacharros como si su casa estuviera situada en un punto ciego invisible para los aviones.

    —Ve tú —le decía a mi madre—. Yo me quedo en casa, que para eso es mía. No puedo estar entrando y saliendo cada vez que nos bombardean.

    Mi abuelo Josef era un hombre bondadoso y sensible que amaba la ópera. Trabajaba en el negocio familiar, una forja que surtía de rejas artesanales y otros ornamentos de hierro a las iglesias y casas señoriales de la región. Era muy poquita cosa, sobre todo cuando se le ve en las fotos junto a mi abuela, tan corpulenta. Le recuerdo encorvado, silencioso y con el pelo tan blanco como una nube.

    Durante la II Guerra Mundial fue llamado al filas y él, que ni siquiera entendía la vida militar, tuvo que partir. Estuvo en el frente ruso, fue hecho prisionero y acabó en un campo de concentración francés en Port Bou. Esa experiencia marcó su vida y su salud. Volvió de Francia con los pulmones destrozados y una tristeza que le acompañaría hasta su muerte.

    Mi abuela Elisabeth era el reverso de la moneda: enérgica, expansiva e inagotable. No se arredró cuando la guerra la dejó sin marido y con dos hijos pequeños a los que alimentar. Al amanecer, mi abuela tomaba el tren y se apeaba tras unas horas de trayecto. A pie, recorría las granjas y caseríos diseminados por el campo practicando el trueque: botones a cambio de huevos, cremalleras por leche, cucharas y tenedores por grano de trigo.

    Luego caminaba durante kilómetros cargada con una pesada mochila en la que llevaba mantequilla, harina, confituras, manzanas, un pollo. Sobre la mochila, llevaba un saco de patatas y en cada mano sostenía una bolsa que contenían zanahorias, rábanos, peras o cualquier vegetal que pudiera intercambiar en el mercado negro por más carretes de hilo, más tirantes para los sujetadores de las señoras o más cremalleras.

    Mi madre cuenta que fue entonces cuando mi abuela Elisabeth, que murió a los cincuenta y cinco años de una patología cardiaca, se dejó la salud: las caminatas eran interminables en mitad de las nevadas o el calor y el peso que cargaba la fatigaba mucho.

    Por la tarde, en una encrucijada convenida, allí donde el tren aminoraba su marcha, mi madre y su hermano pequeño la esperaban: la veían, sentada sobre el carbón que transportaba el tren en los vagones abiertos que llegaban de las minas de la cuenca del Ruhr. Ella lanzaba parte de la mercancía y los niños la recogían al vuelo y la llevaban a casa.

    Cuando la guerra se recrudeció, mi madre y su hermano —mi tío Hans Josef u onkel (tío) Pepe, como le llamábamos todos en Mallorca— fueron desplazados a cientos de kilómetros de su hogar y encomendados a una familia que manifestó bien pronto que no eran bienvenidos. El fin de la guerra supuso el reagrupamiento familiar en Eilendorf, la aldea a la que comenzaban a llegar los soldados aliados. Mi madre recordaba el fin de la guerra:

    —Primero vinieron los franseses, que eran todos unos estúpidos: los niños les perseguíamos, pero ellos nos espantaban como si fuéramos gallinas. Cuando irrumpieron los norteamericanos en el pueblo nos dimos cuenta de que eran más amigables, sobre todo los soldados negros. Pero nosotros nunca habíamos visto un negro y teníamos miedo. Ellos nos tendían la mano, donde una chocolatina, envuelta en papel de aluminio, brillaba como una joya, y nos sonreían con aquellos dientes tan blancos. Los niños nos íbamos asercando lentamente, como animalillos prudentes, hasta que alcansábamos el chocolate y salíamos corriendo a saborearlo tras una esquina. Hasía años desde la última vez que habíamos comido chocolate…

    (Intentar reproducir el acento de mi madre al hablar el español no es fácil, pero el lector debe saber que sesea y que cada vez que pronuncia una erre estalla un breve trueno en sus cuerdas vocales.)

    Así crecieron mi padre y mi madre, a más de mil kilómetros de distancia, pero envueltos en la misma atmósfera que tiñe las ciudades y los pueblos en los años posteriores a una guerra. La única referencia que tenía mi madre de un lugar llamado España era la canción Valencia; mi padre, en cambio, había sido convenientemente adoctrinado en la creencia de que Alemania e Italia eran unos países muy buenos que ayudaban a España.

    De todos los protagonistas de estas historias, el de origen más humilde fue sin duda mi abuelo Miguel. No hablaba apenas de su infancia y, las veces que lo hizo, me sorprendió percibir una profunda rabia o indignación, no sabría precisarlo. Agrupando los retazos que a veces dejaba caer deduzco que sus padres eran unos labradores muy humildes que tuvieron tres hijos: mi abuelo y sus dos hermanas.

    Deduzco también que vivieron en diferentes possessions sirviendo en las tareas del campo y de la casa y que la vida se desarrollaba en un mundo duro, de emociones castradas y mucho trabajo. Recuerdo una historia que me contó mi abuelo una noche de tormenta, cuando ambos permanecíamos frente al fuego de la casa de Canet, en Esporles.

    —Mis padres servían en la possessió de Bàlitx, cerca de Sóller. Yo debía de tener ocho o nueve años y ya tenía asignada una tarea diaria. Al amanecer, el hijo de los señores y yo iniciábamos la subida al pueblo: él, a lomos de la burra, yo a pie, delante y con las riendas del animal en la mano. Durante el camino, callábamos. Cuando llegábamos a Sóller, él entraba en la escuela y yo me quedaba fuera, esperando hasta que acababan las clases. En aquellas largas horas me prometí a mí mismo que nunca más iría a pie para que otro fuera sentado, que estudiaría y saldría de la pobreza.

    Y así lo hizo: estudió en horario nocturno, se hizo perito mercantil, montó una academia, luego una empresa de autocares para turistas, compró tres hoteles, dos agencias de viajes, llegó a tener inmuebles, solares y una finca entre montañas que hoy es propiedad de un príncipe, porque todo lo que ganó, lo perdió. Su mentalidad medieval no casaba con las técnicas empresariales modernas, no supo adaptarse, quizás no pudo, y fue a la quiebra.

    Viene todo esto a colación porque, en algún momento del relato, tendré que aparecer yo: la única hija de Santiago y Renate, la única nieta de Miguel y Catalina y la primera nieta de Josef y Elisabeth. En fin, el puñetero ombligo

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