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A través de un túnel
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Libro electrónico461 páginas6 horas

A través de un túnel

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(…) Sara ha logrado escribir un documento histórico que describe una etapa de nuestra historia nacional, un documento de denuncia y un reclamo de justicia ante las violaciones de los derechos humanos, a través de un largo poema a la vida, a la honestidad y al amor.

Esta obra es un valioso testimonio que (...) pertenece a Chile y a todos los luchadores por el respeto de los derechos humanos en cualquier parte del mundo.

Su trabajo impresiona desde el primer momento por la fuerza con que cuenta una historia de mucho dolor y desgarro, sin dejar de entregar un mensaje de optimismo y de futuro, de búsqueda de justicia y de humanidad, de manera que logra cumplir la promesa que le hizo a su esposo durante sus funerales: contar su historia.

Me permito decirle a Sara: gracias por este trabajo y por contar tu Historia, que es Nuestra Historia.



José Goñi

Embajador de Chile en Suecia

Estocolmo, 31 marzo 2017
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 nov 2017
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    A través de un túnel - Sara Arcos

    I

    ¡Roberto, mataron a Juan!

    ¡Juan está muerto!

    Martes 2 de octubre de 1973

    Seis extremistas resultaron muertos en los momentos en que intentaban escapar de Pisagua.... En el instante en que la música que se trasmitía por la radio fue súbitamente interrumpida para difundir esta noticia, yo me encontraba sola en el comedor de mi casa escribiendo una carta, y al oír aquella desgraciada información solo suspendí mi tarea por unos breves, brevísimos segundos. Luego continué escribiendo.

    Sin embargo, no pude dejar de pensar que en Chile noticias como estas se habían convertido en algo normal dentro de la desequilibrada realidad que se vivía en el país a partir de la misma mañana del martes 11 de septiembre de 1973.

    Eran aproximadamente las dos de la tarde y yo había elegido aquella hora del día para escribir a Juan. Desde que comenzó la pesadilla provocada por el golpe militar, yo no había tenido momentos de sosiego; los acontecimientos de las últimas semanas me tenían completamente abrumada.

    Aún no sabía con certeza dónde se encontraba Juan y la única información que poseía sobre su situación era que él estaba detenido y que lo habían llevado a un lugar seguro dentro del territorio nacional.

    Esta escueta información la había recibido un par de semanas atrás en la entrada principal del edificio de la intendencia de Valparaíso.

    Aproximadamente una semana después del martes 11 de septiembre, las autoridades militares comunicaron, a través de los medios informativos, que los familiares de personas que presumiblemente se encontraban detenidas podrían obtener noticias sobre ellas, en el edificio de la intendencia de Valparaíso.

    Yo, al igual que cientos de familiares en situación similar, también acudí hasta ese lugar, con el fin de averiguar dónde lo tenían.

    Según el comunicado emitido en el bando militar, en la intendencia se entregaría a cada familiar información sobre la situación actual del presunto detenido.

    Recibí la anunciada información sintiendo sobre el costado derecho de mi cuerpo el roce duro y amenazante del cañón de una metralleta, en un claro gesto de intimidación por parte de un soldado, cuando no conforme con la escueta respuesta recibida, hice acopio de coraje y exigí que se me informara el nombre del lugar seguro dentro del territorio nacional donde habían llevado a Juan.

    Paradojalmente, aquel martes 2 de octubre de 1973, me sentía más tranquila.

    Tenía la certeza de que la carta que había comenzado a escribir para Juan en esos precisos momentos, no podría enviársela; primero porque aún no sabía dónde lo tenían y segundo porque tenía la confianza de que dentro de unos días Juan y yo volveríamos a estar juntos y entonces los dos podríamos leer tanto el contenido de mi carta, como así también el diario que yo había comenzado a escribirle, en aquellas terribles y solitarias noches que se sucedieron después del martes 11 de septiembre, como consecuencia de la guerra iniciada por los militares.

    Eran buenas noticias las que tenía para contarle en mi carta...

    El día anterior, lunes 1° de octubre, yo había viajado a Santiago y allí en la embajada de Estados Unidos me había entrevistado con George Frangullie, agente del DEA (Agencia Antidroga Norteamericana) y jefe de este departamento norteamericano en Santiago.

    George Frangullie me había prometido ayudar a Juan.

    El agente de la DEA había solicitado la colaboración de un oficial de alto rango del Ejército de Chile, esto lo había hecho en mi presencia, y él estaba confiado en que con la colaboración del militar, podríamos averiguar en qué lugar tenían a Juan y, lo más importante, George Frangullie pediría como un favor personal la liberación de mi esposo.

    La seguridad que George Frangullie había exteriorizado sobre el éxito de la gestión iniciada la tarde anterior, me infundió mucha esperanza y esta era la novedad que yo le contaba a Juan en mi carta.

    Me sentía muy confiada y no suspendí la escritura de mi carta. No lo hice ni cuando se interrumpió la programación de la radio, ni cuando a mis oídos llegó la voz impersonal del locutor radial para informar sobre los seis extremistas.

    Durante las semanas transcurridas desde la mañana del martes 11, circularon diversos rumores, entre los que se decía que muchos prisioneros políticos estaban siendo llevados a Pisagua, lugar habilitado como campo de concentración. Por alguna razón que no sabría explicar, yo creía que Juan estaba en ese sitio.

    Pisagua es una caleta de pescadores ubicada en el norte de Chile.

    Sin haber sido confirmado de manera oficial, se rumoreaba sobre el traslado de prisioneros políticos de la zona de Valparaíso y sus alrededores hasta esa localidad en pleno desierto del país, traslado que supuestamente se habría realizado por vía marítima utilizando como medio de transporte un barco mercante, del que incluso se conocía el nombre: Maipo.

    No obstante haber escuchado el nombre del lugar señalado por el locutor, no interrumpí mi carta.

    Pensé en Juan, pero fue un pensamiento fugaz. Intuía que él estaba en ese sitio, pero la tranquilidad que me dio George Frangullie me ayudó a concentrarme más en la carta que en el contenido de la noticia.

    Por otra parte, a pesar de mis temores, yo jamás llegué a imaginar que algo tan funesto pudiera suceder.

    Pero de pronto, toda mi atención se centró en aquella voz que me transportó súbitamente de manera brutal a una realidad cruel, espantosamente cruel. Me llegaba aquel timbre metálico, pero mi mente no permitía que la desgraciada noticia me apartara ni por unos segundos de aquello que mantenía mi ilusión.

    Me sentía agobiada de escuchar a diario comunicados similares y en esos instantes, en los cuales tenía motivos para estar tranquila y confiada, no quería que nada me distrajera. Deseaba aislarme para olvidar, aunque fuera por unos instantes, todos los temores que se habían ido acumulando en mi interior.

    Sin embargo, aquella voz irritada que no logró apartarme de mi cometido, finalmente se hizo escuchar en toda la habitación. Llegó con fuerza y nitidez a mis oídos y me arrancó con violencia de mi voluntario retiro, en el mismo instante en que pronunció los nombres de los extremistas acribillados en Pisagua; con timbre metálico, repitió: Juan Calderón Villalón. Su nombre penetró en mi mente y en mi corazón provocándome un dolor de muerte...

    ¡JUAN, "mi Juan era uno de aquellos seis extremistas" muertos!

    Paralizada por el horror me quedé con la mano en el aire, mirando fijamente la hoja escrita hasta la mitad. Al mismo tiempo, una extraña opresión se apoderó con fuerza de mi pecho y me hizo sentir como si la casa se hubiera derrumbado sobre mí.

    Miré el techo de la habitación mientras una fuerza invisible me aplastaba e impedía que el aire llegara a mis pulmones: me ahogaba.

    Mi madre y mi hermana, que se encontraban en otra habitación de la casa, aparecieron al mismo tiempo en el comedor. Inmovilizada, atrapada, observé los rostros de ambas deformados por el dolor, estaban al borde del llanto. Entonces comprendí que debía huir de allí, antes que aquella fuerza terminara por aniquilarme.

    Sin duda, también ellas habían escuchado la terrible noticia, y sentí que no podía permanecer allí y quedarme mirando sus rostros marcados por el dolor y la incredulidad.

    Me ahogaba, no era capaz de articular ninguna palabra y lo que era peor, me resistía a creer en lo que acababa de escuchar.

    Como si proviniera de muy lejos, alcancé a percibir que la radioemisora había reiniciado la programación habitual, como si nada hubiera sucedido. Luego oí el temerario eslogan que habían repetido muchas veces en el transcurso de esas semanas: Chile se encuentra en el año de la reconstrucción nacional..., recordándonos así la continuación de la guerra declarada contra el marxismo por los miembros de la Junta de Gobierno.

    Permanecíamos las tres solas en medio de la habitación, sin que ninguna atreviese a moverse ni a pronunciar palabras. Ellas me miraban en silencio, como si temieran sustraerme de aquel estado de estupor en el que me encontraba, percibiendo tal vez que yo estaba siendo aplastada por una fuerza invisible que me mantenía paralizada.

    Logré asimilar la idea de que no podía dejarme aplastar, que no podía quedarme allí a merced de esa fuerza invisible y, con gesto desesperado y repentino, busqué la puerta de calle para escapar de todo lo que me aprisionaba en esos instantes.

    Salí de la casa y corrí hasta llegar al teléfono público que había en la esquina de la calle. Allí detuve mi carrera y me quedé inmóvil, silenciosa, absorta mirando con aturdimiento aquella caseta roja... y recordando en escasos segundos momentos muy cercanos y ahora dolorosamente lejanos de mis días vividos junto a Juan...

    Recordando todas las veces en las que acudí hasta allí para hablar por teléfono con él y escuchar enamorada su voz amorosa.

    Había pasado muy poco tiempo desde la última vez y ahora me encontraba frente a la caseta roja sintiendo aquella opresión en el pecho que impedía que el llanto se apoderara de mí y me inundara los ojos con el líquido salobre que ardía en mis pupilas.

    Mi hermana llegó a mi lado, permaneció silenciosa junto a mí. Con un quiebre en la voz me preguntó qué podía hacer, entonces en silencio le señalé la caseta roja y ella, adivinando mi gesto, se dirigió a la casa de unos vecinos que guardaban la llave y regresó en los mismos instantes en que yo, venciendo aquella fuerza opresora, había tomado el frío y oscuro aparato en mis manos.

    Le pedí que marcara un número telefónico conocido por ambas.

    Me respondió una voz impersonal al otro extremo de la línea: Hospital Gustavo Fricke, buenas tardes.... Tuve que hacer un esfuerzo para reprimir el llanto y para no emitir un grito desgarrador.

    En lugar de ello, pedí hablar con mi hermano, quien se encontraba de turno aquella tarde en el hospital.

    Al cabo de unos instantes escuché la voz pausada y serena de Roberto, y fue entonces cuando, sin poder evitarlo, dejé escapar aquel grito que mi pecho estaba reprimiendo con rebeldía y dolor...

    –Roberto, mataron a Juan. Juan está muerto...

    El golpe de estado con el cual las Fuerzas Armadas de mi país derrocaron el 11 de septiembre de 1973 el gobierno constitucional del presidente socialista Salvador Allende cambió la vida de los chilenos.

    En mi caso particular, me encontré transportada de repente a una pesadilla que marcaría toda mi vida futura. Una pesadilla que me llevaría a la profundidad de un oscuro y solitario túnel.

    Centenares de chilenos fueron secuestrados desde sus hogares y desde sus lugares de trabajo; otros cientos fueron tomados prisioneros en plena vía pública. Muchos fueron cobardemente asesinados por quienes les habían arrebatado su libertad.

    Bajo el cómplice amparo tenebroso y siniestro que la dictadura extendiera a lo ancho y largo de Chile, miles de chilenos y ciudadanos de otras nacionalidades fueron exterminados.

    Los cuerpos acribillados y mutilados fueron lanzados al mar y a las aguas turbulentas de los ríos; otros fueron abandonados en las riberas y también en plena vía pública, ofreciendo a los chilenos una imagen dantesca: la imagen del poder que se había asentado con inusitada violencia y odio en el país.

    Hubo también entierros masivos en fosas comunes y clandestinas; todos en lugares secretos.

    El cuerpo de Juan, mi compañero, fue lanzado en una de aquellas fosas. De esta brutalidad no supe sino hasta muchos años más tarde.

    Truncaron su vida la madrugada del último sábado de aquel mes de septiembre de 1973 y solamente la agreste soledad del desierto chileno fue testigo del asesinato. A partir de entonces, la tristeza encontraría un hogar en mi corazón herido y enamorado.

    La tristeza se convertiría en mi inseparable compañera y aunque años más tarde el amor florecería nuevamente en mi horizonte, trayendo consigo la luz a la oscura soledad de mi túnel, en un rincón de mi corazón la herida continuaría sangrando y mi compañera ensombrecería muchas veces el horizonte de mi nueva felicidad.

    Así transcurrieron muchos años que nos mantuvieron sumidos en la sombra trágica de la dictadura, hasta que por fin llegó el día en que Chile comenzara un lento y difícil retorno a la democracia. Cuando en marzo de 1990 se produjo aquel milagro, mis pensamientos estaban puestos en el recuerdo de Juan y, de cierta forma, ese cambio significó para mí el término de aquella noche larga y negra, la llegada de nuevas esperanzas y tal vez el retorno de muchos desaparecidos.

    Lo realmente milagroso se produjo a comienzos de junio de 1990, cuando una breve noticia proveniente de Chile atrajo con fuerza abrumadora toda mi atención y me envolvió en una arrolladora vorágine. Por fin vislumbré un pequeño rayo de esperanza y vi acercarse el final de mi incansable espera.

    Pisagua, pequeño pueblo de pescadores enclavado en las entrañas del desierto chileno, había sido utilizado por los militares golpistas como campo de concentración y de exterminio y allí, un grupo de chilenos comprometidos en la lucha por la verdad e incansables en la búsqueda de los cuerpos de sus compatriotas asesinados durante la dictadura, había logrado desentrañar la horrible verdad que los militares cobardemente habían ocultado.

    El hallazgo de una fosa común con los cuerpos acribillados de prisioneros políticos estremeció a Chile y al mundo y ese estremecimiento se alojó en mi cuerpo; Juan, mi compañero, había sido asesinado en ese campo de concentración. Los autores del crimen nunca entregaron su cuerpo; sumaron al delito cometido, la crueldad infame de negar el legítimo derecho de todo ser humano de ser sepultado por sus familiares.

    Al sufrimiento indescriptible por la brutalidad de tan horrendo crimen añadieron otro dolor que se prolongaría indefinidamente.

    Con el conocimiento de la noticia, la esperanza de encontrar su cuerpo me producía un cúmulo de contradictorios pensamientos; experimentaba felicidad y tristeza; en fracción de segundos cambiaba mi estado anímico.

    La duda de no saber si su cuerpo se encontraría entre aquellos hallados en la fosa común aumentaba mi temor de no encontrarlo, y este miedo ensombreció mi súbita felicidad.

    A partir del martes 5 de junio de 1990 comencé a vivir horas intensas y vertiginosas. Tenía que viajar a Chile y trasladarme a la ciudad de Iquique, ciudad a la que habían sido transportados los cuerpos rescatados desde la fosa común de Pisagua.

    Me encontraba a miles de kilómetros de distancia y en mi interior una voz me decía que Juan esperaba por nosotros en aquella ciudad del norte de Chile, porque yo intuía que se había producido un milagro y mi corazón vibraba con la fuerza de ese milagro.

    El día 5 de agosto de 1984 me marché de Chile, y abandoné mi país, donde siendo todavía muy joven me correspondió vivir una experiencia traumatizante, cuyas huellas el tiempo no había logrado mitigar.

    Llegado el momento de partir... huía con la esperanza de que en otro lugar encontraría la paz y la tranquilidad que mi alma necesitaba.

    Mi hijo me acompañó y, aunque él no lograba comprender la razón por la cual nos marchábamos tan lejos, en silencio aceptaba un viaje lleno de dudas e incertidumbre para él. Y lo hacía con valentía. La expresión seria de su rostro apenas dejaba entrever la tristeza que experimentaba ante la repentina separación de quien lo había rodeado de amor y de mimos desde siempre: mi madre, mamá como él la llamaba; dejaba también su entorno colegio y amigos.

    Todavía yo no le había relatado en forma concreta qué había sucedido con su padre. Nunca había tenido el valor de hacerlo.

    ¿Cómo explicarle algo que yo me negaba a mí misma?

    ¿Cómo explicarle que mi corazón se marchitaba un poco más cada día que transcurría en ese suelo que hacía muchos años se había convertido en territorio ajeno para mí?

    La sombra de los recuerdos me perseguía.

    Habían transcurrido once años desde el inicio de la pesadilla, pero en incontables momentos yo tenía la impresión de que el tiempo se había detenido. En esas ocasiones mi mente iniciaba un doloroso retroceso al pasado, que me debilitaba pero al mismo tiempo hacía aumentar mi deseo por desentrañar la verdad tras su desaparecimiento.

    Había obtenido la confirmación oficial de su muerte, con la entrega de un certificado de defunción en el cual, con letras pequeñas pero legibles, podía leerse que Juan Efraín Calderón Villalón había fallecido el día 29 de septiembre de 1973, a las 9:30 de la mañana en Pisagua...

    Once años habían tenido que transcurrir para obtener aquel trozo de papel en el cual estaba certificada su muerte, aduciendo como causa de ella heridas a balas múltiples.

    No había sido fácil conseguir este certificado, pero más difícil fue para mí intentar aceptar como cierta la terrible información escrita en el documento.

    Durante todos esos años me había aferrado a la esperanza de que Juan pudiera estar vivo y cada vez que en el transcurso de esos años me negaron la confirmación oficial sobre lo que había sucedido con él, se reafirmaba mi esperanza. Concebía la posibilidad de que algún día Juan y yo nos reencontraríamos.

    Tal vez, él y yo ya no podríamos volver a ser aquella pareja de enamorados que habíamos sido en el pasado.

    Cuando me aislaba para meditar me decía a mí misma que si alguna vez Juan regresaba a nuestro lado sería difícil que pudiéramos continuar unidos, porque los años de separación habrían dejado huellas en ambos; ya no seríamos las mismas personas que habían compartido la ilusión de una vida en común.

    A veces yo experimentaba ira hacia él; me sentía traicionada por su abandono. Mis sentimientos eran discordantes, pero ello no impediría que pudiéramos continuar como dos amigos entrañables con muchos recuerdos en común, felices los dos de volverse a encontrar al cabo del tiempo.

    El certificado removió aún más el dolor que llevaba conmigo, fue como un desgarro que acentuó el sentimiento de que yo ya no deseaba permanecer en Chile.

    Pero ahora, después de casi seis años, regresamos a Chile, Rodrigo y yo.

    Esta vez no intento huir, al contrario, voy a enfrentarme con aquella temible verdad que he intentado rehuir durante todos estos años. Y de alguna manera me siento feliz, ya que este viaje nos puede deparar, a nuestro hijo y a mí, un hermoso reencuentro.

    El avión que nos traslada de regreso a Chile vuela sobre el Océano Atlántico y tengo la impresión de que mis pensamientos también volaran en un viaje de retorno al pasado, a mis sueños rotos, a aquellos años solitarios.

    Las letras pequeñas del certificado de defunción se pasean en la retina de mis ojos, formando siempre la misma frase que me estremece cada vez que la recuerdo: heridas a balas múltiples.... El certificado forma parte de las pertenencias que llevo conmigo, lo mismo aquel diario que comencé a escribir para Juan.

    ¿Cuántas veces a lo largo de los años me he preguntado cómo reaccionaría el día en que Juan regresara?

    Mi corazón se debatía en dudas, porque he iniciado una nueva etapa en mi vida y mis heridas han ido sanando gracias al amor que ha llegado a mi corazón.

    Ahora Jorge es mi presente, un presente armónico y feliz; Juan es mi pasado, un pasado también feliz pero marcado por el sino de la desgracia.

    Estoy consciente de que no puedo continuar con mi corazón dividido; la sombra de mis dudas no debe atormentarme más y el recuerdo de aquel pasado debiera diluirse en la bruma del tiempo ido para dejarme disfrutar libremente del amor que ha devuelto a mi vida la ilusión y la alegría.

    Durante unos minutos se interrumpe el curso de mis pensamientos, y puedo admirar el hermoso paisaje de frondosas montañas verdes sobre las que el avión sobrevuela en su descenso hacia el aeropuerto de la ciudad de Cali, Colombia.

    Es un paisaje increíblemente bello y mientras lo observo extasiada, tengo la sensación de que en cualquier momento las alas del avión rozarán la exuberante naturaleza de la selva que se extiende a todo lo ancho.

    Hemos llegado por fin a nuestro continente para dentro de algunas horas reiniciar el vuelo que nos aproximará a nuestro destino: Chile... Iquique... Juan. En estas tres palabras están resumidas nuestras próximas vivencias.

    Nuevamente nos hallamos en la altura, pero esta vez sobrevolando una alfombra de nubes, que ejercen un bello contraste con el límpido azul del cielo. Cuento las horas que nos separan todavía de Chile y casi enseguida mi mente vuelve a sumergirse en la profundidad de los recuerdos.

    Durante muchos años he vivido con una esperanza que he guardado con celo. He conseguido ocultarla en innumerables ocasiones de quienes me rodeaban e incluso de mí misma, pero nunca he dudado de que algún día Juan y yo nos reencontraríamos.

    Ni el paso de los años, ni el silencio interminable han logrado extinguirla. Pero nunca me he encontrado tan cerca de enfrentarme a una realidad que puede ser terriblemente dolorosa. Aun así voy al encuentro de ella. No puedo continuar viviendo entre sombras, debo enfrentar aquella verdad y cuando el momento se acerque, lo haré con valentía, no flaquearé.

    Las dudas deben terminar y yo debo salir libre y renovada de las penumbras que han envuelto mi vida.

    ¿Cuántas veces, a medida que el paso de los años fue cubriendo con un manto de olvido los crímenes perpetrados en Pisagua, yo me preguntaba el motivo por el cual esos trágicos acontecimientos no habían dejado huella?

    A veces pensaba que las arenas del desierto habían tragado para siempre aquel lugar y este pensamiento me hacía daño. Porque en esa ignorada caleta de pescadores debía estar la respuesta a la gran interrogante de mi vida.

    A mis manos llegaban los testimonios de otros sitios de represión, tortura y muerte, desgarradores y brutales, pero nunca el testimonio que yo esperaba en silencio.

    Recuerdo cuando solitariamente buscaba a Juan en las calles, mis pasos eran lentos y temblorosos, soñaba despierta imaginando que quizás al doblar en una esquina lo encontraría.

    Lo buscaba en las mismas calles en las que ambos, ignorantes de la desgracia que se aproximaba, habíamos paseado felices y enamorados. Todo aquello se había convertido en un pasado al cual yo me aferraba con desesperación.

    Infinidad de veces, cuando mis pasos me llevaban de regreso a mi hogar, las lágrimas se desprendían de mis ojos sin que yo pudiera evitarlas. Mi visión se nublaba y a través de esa niebla acuosa, mis ojos continuaban buscando aquella figura tan amada.

    Soñaba y en mi corazón nacía cada día la ilusión de que muy pronto me encontraría refugiada en sus brazos, gozando del calor de su cuerpo. Mi corazón negaba con fuerza el pensamiento que lo asociaba con la muerte y lo llamaba empecinadamente a mi lado.

    Muchas veces le escribía cartas, que luego rompía en pequeños pedazos; nunca he podido comprender las consecuencias crueles y malignas de la guerra que me lo arrebató.

    Y la misma que continuó sumando más muertos a una larga lista, y más desaparecidos, más torturados. Las raíces del odio engendrado por la dictadura se hicieron tan profundas y fuertes como las raíces de un árbol centenario.

    La soledad se convirtió en mi refugio más seguro y Juan no se apartó nunca de mis recuerdos. Mi corazón continuó susurrándole que regresara a mi lado.

    Pero ha tardado tanto en oír mi llamado silencioso y en este momento, cuando desde el árido desierto ha surgido el brote trágico desde el fondo de la tierra, siento que él me ha escuchado y yo voy junto a nuestro hijo a su encuentro.

    Aún no sé si lo encontraré, pero necesito estar allí. Mi mente todavía conserva nítida la frescura de su juventud, la alegría reflejada en su rostro, su sonrisa fresca y espontánea. Muchas veces cuando contemplo a su hijo descubro en él los mismos rasgos de su padre y me siento feliz, de la misma manera que me siento feliz por tenerle a mi lado en este viaje.

    ¿Cómo entender o justificar el atropello cruel y despiadado de los sueños e ilusiones de tantos seres humanos?

    ¿Cómo entender la súbita destrucción de nuestros sueños?

    ¿Cómo olvidar la cruel violación de nuestro universo?

    Juan era mi universo, cuando lo asesinaron me hirieron de muerte. Las balas que cegaron su vida se alojaron para siempre en mí.

    Durante todos estos años me he visto obligada a vivir bajo el alero de dos realidades paralelas y ahora, mientras observo la blancura de las nubes en la transparencia azulosa del cielo, descubro que me acostumbré a vivir en esta dualidad.

    Pero no ha sido fácil esta representación ininterrumpida de mi drama. Muchas veces he reído feliz mientras una parte de mi ser lloraba, sintiendo el mismo desgarro en mi alma, cuyas heridas continúan lastimándome con la misma intensidad de antaño.

    Nunca he podido desterrar la tristeza de mi corazón,

    Tantos años que han transcurrido desde entonces y, sin embargo, en cada mes de septiembre vuelvo a experimentar y a revivir aquellas horas y días de incertidumbre y desesperanza que trajo aquel septiembre negro.

    Pisagua ha guardado un silencio inmutable durante todos estos años, pero ahora su grito ha traspasado el muro férreo de las montañas que la circundan y, con avasalladora fuerza, ha atravesado las fronteras de Chile hasta llegar al lejano lugar de mi refugio. Pisagua, desde las entrañas de su tierra la verdad ha brotado vigorosamente y manos solidarias y comprometidas la han rescatado. Pisagua, pequeño y casi inadvertido punto en la geografía larga y angosta de Chile, ha conservado los cuerpos de quienes cayeron aniquilados por el odio destructivo que instauró la dictadura. La arena de Pisagua los acunó y cobijó en su seno como una madre sufrida y amante protege a sus hijos y hoy nos los devuelve.

    Juan, me pregunto si te encontraremos. He esperado tanto el día en el cual tú yo nos reencontraríamos. Te he llevado siempre en mi corazón y hoy sus latidos me anticipan el fin de esta larga espera.

    Juan, tu hijo y yo vamos por ti, pronto dejarás de estar solo...

    ... también aquel día efectué un segundo llamado desde la caseta roja y en mi desesperación no le di tiempo a mi hermano para reaccionar. El grito que escapó de mi garganta fue lo único que Roberto escuchó antes de que yo soltara el auricular que quedó pendiendo en el aire.

    Con gestos nerviosos busqué un número en la guía telefónica y cuando lo encontré, lo marqué precipitadamente; me contestó una voz de hombre que curiosamente también me pareció serena y pausada.

    Pregunté por Rodolfo Garcés, periodista y exjefe del Departamento de Aduana en el cual Juan trabajaba. La misma voz me respondió en forma lacónica: Soy yo.

    El tono y la parquedad de su respuesta deberían haber bastado para que yo colgara inmediatamente el auricular, sin embargo, no lo hice y me asombré de mi propia serenidad en el momento de presentarme como la esposa de Juan Calderón.

    No me había detenido a analizar por qué me comunicaba con él. Tal vez lo hacía creyendo que debido a la condición de periodista de Rodolfo Garcés Guzmán, él podría desmentir aquello tan tremendo que yo había escuchado. Ahora creo que lo hice buscando solamente una manera de deshacerme del peso que me aplastaba, un acto reflejo, natural surgido en medio de la desesperación.

    Sea como fuera, yo no estaba en situación de poder coordinar mis ideas ni de intuir la reacción que pudiera tener Rodolfo Garcés Guzmán, pues hasta ese momento yo solo había escuchado aquellos dos monosílabos precedidos de un silencio que él no se apresuró en romper.

    Cuando le informé sobre la nefasta noticia que había escuchado recientemente en la radio, de forma acelerada pero clara le dije que Juan había sido asesinado en Pisagua, la serenidad de mis palabras me asombró todavía más. Era como si la indiferencia y la frialdad que me llegaban a través de la línea telefónica me hubieran contagiado; como si hubieran penetrado en mi cuerpo sin siquiera percatarme de ello, o lo que es peor, sin oponer resistencia. Aun así yo esperaba que en cualquier momento él me asegurara que todo era mentira, que lo que yo le informaba era solo producto de un mal sueño.

    Pero no ocurrió así. Rodolfo Garcés Guzmán, con el mismo timbre frío e impersonal me contestó: Sí, estoy enterado de lo sucedido.... Luego añadió serenamente: Calderón se lo buscó, hizo una elección y se equivocó. Lo siento.

    Aturdida, sintiendo sobre mí el peso de aquel nuevo golpe demoledor, solté el auricular, para apartar la dureza de aquella voz.

    Volví al estado de inconsciente aislamiento. Se me llenó el pecho de llanto, sentí las pupilas húmedas y rechacé con rebeldía aquel estallido de dolor que me ahogaba.

    Por segunda vez, alguien que conocía a Juan, me recordaba su militancia política como una falta grave. La persona no contaba para ellos. El resentimiento y la falta de valores, borraban de un plumazo la personalidad carismática de Juan.

    Según él, Juan se había equivocado y por eso debía pagar con su vida. Rodolfo Garcés Guzmán, conocido a través de sus artículos con el pseudónimo de Personne, lo interpretaba así.

    ¿Acaso en Chile deberíamos comenzar a hablar de vencedores y vencidos?

    Los marxistas habían sido vencidos y, por lo tanto, era natural que cayeran masacrados por los guardianes del nuevo orden.

    Los vencedores debían aplaudir con fervor los esfuerzos que las gloriosas fuerzas armadas de la Patria estaban realizando para reintegrar la paz y el orden en Chile después del caos dejado por los marxistas; tal era el argumento empleado en todas las declaraciones que efectuaban los miembros de la honorable Junta Militar de Gobierno. Intentaban justificar así los crímenes y atropellos a los derechos humanos que se violaron en forma sistemática en Chile desde las primeras horas del día martes 11 de septiembre de 1973.

    Mis padres y hermanos...

    En el verano del año 1968, yo tenía catorce años de edad y me consideraba una adolescente como muchas: algo soñadora y me gustaba la soledad.

    Disfrutaba de la lectura y no tenía muchas amigas de mi edad a excepción de mis compañeras de colegio a las que no frecuentaba en las vacaciones de verano. Solo en época escolar salía a veces con mis amigas y compañeras de curso. Con ellas íbamos al cine o asistíamos a actividades extraescolares que se realizaban durante el año en nuestro liceo o en otros establecimientos: festivales estudiantiles de teatro o de canto.

    Yo era la menor de cinco hermanos y muchas veces me sentía con ventaja frente a ellos. Mis padres no tenían por costumbre ser demasiado explícitos en sus afectos, pero en cierta forma yo recibía muestras palpables del cariño que ellos sentían hacia mí.

    Mi padre celebraba casi siempre mis intervenciones con una sonrisa benevolente, haciendo oportunos comentarios muy propios de él. Acostumbraba a decir de forma orgullosa: Esa es mi hija. Siempre me sentí apoyada por él y de forma muy especial también por mi madre.

    Mi hermano mayor me vio siempre como la hermana pequeña y solía llevarme algunas veces al estadio a ver a nuestro equipo, Santiago Wanderers, o a otros lugares de recreación. Sabía que siempre contaba con él aunque a veces me molestaban sus bromas un tanto pesadas.

    Le gustaba sorprenderme pasando sobre mi rostro una escobilla de limpiar ropa mientras jocosamente exclamaba: Un besito al viejo. Esta broma –muy del gusto de él– la consideraba pesada; sentir de improviso la aspereza del cepillo en mi cara me producía dolor, pero a él lo divertía.

    Para el segundo de mis hermanos yo era su hermana pequeña y él no me hacía bromas de mal gusto. Cuando salíamos juntos era para ir a la playa, ambos compartíamos el gusto por el mar. Bañarme en el mar era para mí una de las mejores diversiones desde que tengo recuerdo.

    Mi única hermana ocupaba el tercer lugar. Me unía a ella un lazo fuerte, tal vez por ser ambas las únicas mujeres dentro del núcleo de cinco hermanos.

    Para mí ella era casi una amiga, me sentía bien a su lado y a pesar de nuestra diferencia de edad, creía que ambas teníamos una buena relación. Para acortar de cierta forma aquella diferencia, intentaba compartir sus gustos para de esa manera estar más a la altura de ella. Nos separaban nueve años de diferencia.

    Siempre estaba con ella y también con sus amigas, y quizás por este motivo no sentía especialmente la carencia de amigas de mi edad a excepción de mis compañeras del liceo.

    Pero a ella muchas veces le molestaba mi compañía, ya que debido a esta circunstancia nos convertíamos en el blanco de las bromas de sus amigas: para ellas yo era el Candado y no tenían reparo en llamarme con ese apodo, situación que a mí me molestaba pero no solía protestar.

    Era incómodo, pero nada podíamos hacer porque mi padre, que era quien autorizaba los permisos a mi hermana, casi siempre condicionaba las salidas con la compañía de la hermana menor, que era yo.

    Con Raúl, mi cuarto hermano, manteníamos una relación de amor-odio. Creo que es algo muy común entre los hermanos pequeños. Discutíamos por cualquier cosa para al cabo de un rato estar juntos como los mejores amigos. Esta especie de rivalidad o celos fue desapareciendo cuando nos fuimos haciendo mayores.

    Mi padre trabajaba como obrero de la construcción. Se desempeñaba como maestro yesero y gozaba de bastante popularidad y respeto dentro del gremio. Su renombre lo había adquirido realizando una labor que era bien valorada por los diferentes patrones en las firmas constructoras, en las que era contratado. No tengo recuerdo de períodos de cesantía, si los hubo no los tengo en mi memoria.

    Mi madre era dueña de casa la mayor parte de su tiempo. Pero para aportar a la economía del hogar –una familia compuesta por siete personas más la madre y hermana de mi padre– trabajaba uno o dos días de la semana en casas de particulares.

    Recuerdo que siendo yo muy pequeña la acompañaba a las casas de gente acomodada.

    A pesar de mi corta edad me daba cuenta de las diferencias que existían entre mi mundo y aquel que aprendí a conocer junto a mi madre.

    La veía de pie gran parte del día, lavando y planchando cantidades de ropa. Era una tarea que a mí me parecía interminable, me cansaba de verla y de esperar que el montón

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