Padres e hijos
Por Roberto Merino
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Los padres suelen proyectar en sus hijos los vacíos de sus propias vidas. Muchas veces endilgan en ellos el mandato de sus destinos inconclusos. Los hijos huyen de esa fatalidad de la especie en un intento casi desesperado por la individuación. El psicoanálisis ha revisado este fenómeno hasta el hartazgo.
Estas crónicas están enfocadas en los escenarios cotidianos del fenómeno. Me parece que el tema empezó a hacerse visible para mí una vez que fui padre. Antes sólo estaba dedicado a huir y no tenía ojos más que para las vías de escape. Mis hijos me devolvieron a mis padres, como si trajeran, con las preocupaciones, los miedos y las alegrías, el tramo circular que le faltaba a mi existencia. Sé que he abusado de las imágenes en esta aclaración. Esto sucede siempre que un hecho o una circunstancia nos excede al mismo tiempo que nos compromete profundamente”.
Roberto Merino
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Padres e hijos - Roberto Merino
Roberto Merino / Padres e hijos
Santiago de Chile: Editorial Hueders, 2015, 1ª edición, 100 págs.
Dewey: Ch868
Cutter: M545
Selección y edición de Andrés Braithwaite
Crónicas publicadas entre los años 2002 y 2014
Materias:
Prosa chilena siglo 20.
Escritores chilenos.
Crónicas.
Merino, Roberto (1961)
ISBN 978-956-8935-45-0
Padres e hijos
Roberto Merino
© Editorial Hueders
© Roberto Merino
Primera edición: enero de 2015
ISBN 978-956-8935-45-0
Registro de Propiedad Intelectual nº 248.768
Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida sin autorización de los editores.
Diseño: Inés Picchetti
Imagen de portada: Archivo de Natalia Babarovic
hueders
www.hueders.cl | contacto@hueders.cl
Roberto Merino
Padres e hijos
Selección y edición de Andrés Braithwaite
ÍNDICE
Sobre la edición
Un mundo de obligaciones
Achaparrados bajo el sol
El tiempo expandido
Aburrirse hasta que duela
Un bosque de símbolos
Días de botones
Monsergas interestelares
Un embeleco prestigioso
Demonios castradores
Misterios volátiles
Gente fastidiosa
Cámaras oscuras
Introducción al sueño infantil
Un peso por tus pensamientos
Espectros circulares
Piqueros y guatazos
Lluvia de ofertas
Debajo de la mesa
Escamoteos culinarios
Un chancho y un caballo
El patio de atrás
Tragados por la tierra
El niño de la foto
Viajando por el suelo
Escalofríos escolares
El abandono de la memoria
Golpe a golpe, pelo a pelo
Una promesa cumplida
Puras champas
Nunca se sabe
La cueca de las prohibiciones
La guata apretada
Maldito colegio
La promesa de las vacaciones
De tarde en tarde
Pájaro de pasillo
Animales salvajes
¿Alguien tiene un cigarro?
Cuadernos fríos
SOBRE LA EDICIÓN
Las crónicas reunidas en este volumen fueron publicadas originalmente en el diario Las Últimas Noticias, entre los años 2002 y 2014. Se reproducen aquí inalteradas –dispuestas según ciertos criterios temáticos, no por orden cronológico–, excepto en las contadas ocasiones en que ha sido necesario efectuar una precisión, modificar un título para evitar distractivas repeticiones o eliminar una alusión entonces coyuntural que ahora probablemente estorbaría la lectura.
UN MUNDO DE OBLIGACIONES
No hay recuerdo más gris que el de las obligaciones a las que, cuando niños, nos sometían nuestros padres por puro arbitrio de la autoridad. Cualquier actividad placentera, en esas circunstancias, se transformaba en una experiencia angustiosa, interminable, absurda: leer, hacer manualidades, visitar lugares de cierto interés. Entiendo que antes se le daba más importancia que hoy a la disciplina y se hacían esfuerzos por inculcársela a los niños.
Yo no sabría cómo imponerles a mis hijos ejercicios de disciplina fuera de la realidad cotidiana. Creo que basta con exigirles obediencia en casos de necesidad y vigilar que no hagan estupideces. La verdad es que, careciendo yo mismo de disciplina, no me siento capacitado para impartirla a los demás. Prefiero estar con mis niños tirados en la cama viendo El Chavo del 8 antes que fomentando el deporte infantil en una plaza pública premunido de un cronómetro y un pito.
Hay personas a las que las obligaban a escribir poemas; a otras, a usar pantalones cortos cuando ya tenían las piernas peludas, a cortar extensiones de pasto, a leer el Quijote, a revisar los diarios y redactar un resumen con las noticias relevantes, a arrodillarse ante la imagen de Cristo, a cantar en reuniones familiares. A mí, a los seis años, me obligaron a permanecer quieto en una misa fúnebre. No se me olvidó jamás: me veo a mí mismo tratando de darme vuelta hacia la salida y recuerdo con nitidez las ganas de llorar, el vértigo de las figuras de piedra en lo alto de las columnas, el mareo de la bóveda, el vacío de la luz del día atravesando los vitrales, las puertas severas, la voz nasal y remota del cura y sus gesticulaciones solemnes.
Recién ahora me doy cuenta de que la equivocación es permanente en la vida de los adultos. Crecí pensando que si bien los viejos podían ser pesados, agrios, incluso tontos, disponían siempre del monopolio de la certidumbre. Lo más grave en los días de mi crianza era desmentir a los mayores, aun cuando uno ya estuviera capacitado para separar las aguas de la verdad de los frangollos del error.
Lo otro eran las notas del colegio. Por Dios, un cinco en la libreta significaba echarnos sobre el hombro una carga pesada y sombría: la decepción de los adultos, quienes se encargaban, además, de representar nuestro futuro como un miasma de mediocridad. Puedo sentir aún en las piernas y en los brazos esa especie de laxitud que me invadía en ese caso: mi destino no sería ni siquiera dramático, como el de los desordenados del curso, sino despreciable e insignificante, como si hubiera sido trazado con la suciedad de una goma de borrar.
La vida de los niños está cruzada por estos hechos mínimos pero violentos. Nuestra falacia más repetida consiste en no percatarnos de la resonancia que adquieren nuestras palabras y actos en sus mentes. Muchas veces exageramos frente a los niños la importancia de cuestiones en las que ni siquiera creemos. Les planteamos un mundo coherente, homogéneo y delineado más allá de nuestras posibilidades. Somos, en este sentido, involuntarios promotores de la angustia.
ACHAPARRADOS BAJO EL SOL
Roland Barthes anota en uno de sus libros que la primera violencia que se les inflige a los niños es la obligación de comer. La segunda sería la educación: la presión por la uniformidad, la sumisión del pensamiento individual por la disciplina colectiva, la castración del deseo espontáneo e indocumentado.
Nunca he estado convencido de que mi educación formal haya valido la pena. Quiero decir, recuerdo de mi larga travesía por el colegio las angustias nocturnas y los tormentos ante la necesidad de rendir mi manejo de materias abstrusas, pero no recuerdo el para qué. Las materias mismas en general se me olvidaron, y haber pasado por la humillación y el doblegamiento me parece que no me ha servido para nada. Simplemente se trató de un tributo: el tributo del niño ante la sociedad que aparentemente lo acoge, lo deja entrar. Lo que se quema en ese acto ritual de días y de años es precisamente el tiempo propio. Entréganos tu tiempo, parecía decir en un susurro el dios plomo fiscal de la educación, envuelto en un halo de polvo de tiza y luz fluorescente.
Creo que la educación más