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La Llamada de la Carretera: La muerte es el último destino para todos, aunque no a todos les avisa antes de llegar. Por mucho que corras, al final siempre te alcanzará tu destino.
La Llamada de la Carretera: La muerte es el último destino para todos, aunque no a todos les avisa antes de llegar. Por mucho que corras, al final siempre te alcanzará tu destino.
La Llamada de la Carretera: La muerte es el último destino para todos, aunque no a todos les avisa antes de llegar. Por mucho que corras, al final siempre te alcanzará tu destino.
Libro electrónico255 páginas7 horas

La Llamada de la Carretera: La muerte es el último destino para todos, aunque no a todos les avisa antes de llegar. Por mucho que corras, al final siempre te alcanzará tu destino.

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Daniel ha huido toda la vida del destino. Renunció a los negocios de su familia, al mundo corporativo y a una vida convencional por la libertad de la carretera. Él y su moto recorren caminos y son libres en la inmensidad del paisaje; un lobo solitario en los bosques de la Patagonia chilena. Pero, cuando empieza a recibir unas cajas misteriosas con mensajes macabros, se da cuenta de que no se puede escapar del pasado y seguir huyendo puede costarle la vida.
Wilhelm Willeke nos invita a un universo que conoce en primera persona: el mundo motoquero. Mediante este thriller atrapante y lleno de misterio, nos arrastra a la carretera y nos lleva, con el viento en la cara, a recorrer los imponentes paisajes de la Patagonia, a vivir el romance a la sombra de los Andes y a sentir las vibraciones del motor avanzando a toda velocidad por la ruta. Una novela para todos los que sueñan con la libertad del camino o para los afortunados que ya lo recorren en dos ruedas.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento14 feb 2018
ISBN9789563935356
La Llamada de la Carretera: La muerte es el último destino para todos, aunque no a todos les avisa antes de llegar. Por mucho que corras, al final siempre te alcanzará tu destino.

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    La Llamada de la Carretera - Wilhelm Willeke

    carretera.

    Capítulo uno

    Sintió un pequeño aguijoneo en el dorso de la mano izquierda y maldijo para sus adentros el primer paquete. Desde el día en que lo recibió, solo llevaba enguantada la mano derecha porque el médico le había aconsejado mantener aireada la picadura de la araña. ¿Qué demonios contendría el cuarto paquete? Trató de apartar sus pensamientos de aquello y se concentró en la majestuosa extensión de cielo que tenía ante él, apenas moteado en sus capas más altas por las pequeñas manchas blancas de algún cirro perdido entre tanto azul. Quien no haya recorrido alguna vez el mundo sobre dos ruedas, no conoce lo que es la libertad, pensó Daniel mientras le daba bencina a su Midnight Star, que sentía firme bajo sus piernas, y agradecía el aire que golpeaba con fuerza su rostro en aquella tórrida mañana de verano. Llevaba la visera levantada para refrescarse un poco, porque la carretera incrementaba el calor propio de la estación y empezaba a sentir la garganta seca. Aun así, disfrutaba cada segundo del trayecto; se había apegado tanto a la moto que ya no concebía la vida sin ella. Aspiró profundamente el olor de los matorrales y los pinos que salpicaban a izquierda y derecha los terrenos que acotaban esa línea oscura y maravillosa que se extendía frente a él hasta donde llegaba la vista, como si fuese a perderse en el infinito: la carretera. ¿Cómo había llegado a amar tanto aquel fragmento de asfalto polvoriento por el que rodaba ahora como un jinete libre sobre su máquina? Fue casi por casualidad. Toda su vida había sido una persona aventurera, quizá algo irreflexiva porque tenía el convencimiento de que la espontaneidad era parte de la aventura. No le costaba nada dirigirse a un aeropuerto y tomar el primer avión que hubiera disponible sin importarle el destino; lo crucial era que le llevara lejos, como si aquellos lugares remotos y desconocidos le estuvieran llamando desde la distancia, reclamando su presencia. Pero el aire no era el único medio para descubrir nuevos ámbitos inexplorados, se había hecho también instructor de buceo y se había sumergido en infinidad de ocasiones en las aguas profundas de un océano azul, en busca de paisajes exóticos y misteriosos naufragios. Parecía como si tuviera que vivir siempre su vida al límite, explorando las posibilidades que le ofrecía, expandiendo su espíritu fuera de las fronteras de aquel mundo en el que vivía y que siempre parecía quedársele pequeño. Pero llegó un día extraño en que, casi imperceptiblemente al principio, y de manera más rápida a medida que transcurría el tiempo, todo empezó a perder el sentido; los viajes ya no le motivaban y sentía que hasta la improvisación carecía ya de ese encanto arrebatador que hasta entonces había guiado sus pasos. Ni siquiera las límpidas aguas del Pacífico reclamaban ya su atención. ¿Qué había pasado? ¿Quizá su alma se había colmado con tantas experiencias que había acabado por agotar su ilusión? Apenas había cumplido treinta y cuatro años y ya se sentía viejo, como si viniera de vuelta de todo. Luego, la muerte de su madre cayó como un mazazo sobre él, y sintió como si aquel golpe le hubiera arrebatado el último fragmento vivo de su alma. Deambuló durante un tiempo sin rumbo fijo hasta que un amigo le propuso realizar un viaje juntos en moto, a lo que Daniel accedió con desgana, más para complacer a su amigo que por interés genuino. Pero las cosas se torcieron también aquí: su amigo, Mario, se enteró de que iba a ser padre y canceló el viaje a última hora. Sin embargo, un poco por inercia, Daniel continuó con la idea. Se compró una magnífica Yamaha y se puso en marcha sin pensárselo dos veces, como en los viejos tiempos, sin rumbo fijo, abandonándose al capricho del destino. ¿Y por qué no?, pensó ahora Daniel mientras el sonido del motor de su chica le acariciaba los oídos, el destino te trae un regalo en el momento más inesperado. A él le había ofrecido dos: la moto sobre la que se inclinaba en aquellos momentos y la carretera. De aquello hacía ya casi un año y nunca se había arrepentido, ni por un solo momento, de haber tomado la decisión de seguir solo con el viaje, porque, aunque cuando lo hizo aún no lo sabía, el trayecto que emprendió aquel día no era solo un nuevo periplo de los muchos que había iniciado a lo largo de su vida, sino una travesía que iba a transformar esta por completo.

    El impacto de un mosquito contra sus anteojos de sol le arrancó de aquellos pensamientos que le habían apartado durante unos instantes del que le rondaba todo el rato en la cabeza. Se sentía inquieto por el maldito paquete. Era el cuarto en un mes, aunque esta vez se lo iban a entregar en mano. El sol apretaba cada vez más y la temperatura sobrepasaba ya los treinta grados. Se hallaba solo a varios kilómetros al sur de Santiago y había rodado por esa vía miles de veces. No lejos de allí estaba el bar de carretera donde le habían citado, donde además de aplacar su sed, podría poner fin a aquel juego absurdo. No sabía quién le haría la entrega ni qué aspecto tendría, pero no pensaba dejar que se fuera sin darle una explicación.

    Al llegar, detuvo la moto junto a varios camiones que se encontraban estacionados. La esfera de su reloj le informó de que aún faltaban diez minutos para las doce, por lo que se entretuvo contemplando con placer el brillo que arrancaba el sol a las pulidas formas de un formidable camión cisterna. El tanque, así como el chasis y la cabina, era de un amarillo intenso, y su mirada quedó atrapada en su brillante superficie como una mosca en la tela de una araña. Su propietario debía de haberse pasado horas lustrándolo. En comparación con las cabinas y remolques enlodados o cubiertos con lonas polvorientas de los otros camiones, parecía una pieza de exposición. Por alguna razón que no logró identificar le resultó inquietante aquel contraste. Miró los enormes neumáticos y estaban intactos, ni una mota de polvo, como si alguien los hubiera colocado allí sin que hubiera rodado la calzada. De pronto, una lagartija sorteó sus botas y se escondió tras un arbusto reseco por el calor. La siguió con la vista y pudo ver algo más allá, un grupo de motos dispuestas en fila que reposaban como monturas junto a un abrevadero. Se aproximó a ellas y las contempló durante un rato. ¿Sería alguno de aquellos motoqueros quien le haría la entrega? Enseguida descartó la idea, porque, aunque sabía que no tenía ningún sentido, le costaba asociar a un motoquero con algo sórdido, pues para él ser un jinete del asfalto era sinónimo de generosidad. Le fascinaba el mundo de la carretera, un universo con sus propias reglas, lleno de peculiaridades y matices, que hasta que él mismo lo frecuentó le habían pasado inadvertidos. Aspiró con fuerza el aire tórrido de la mañana y le llegó de algún lugar la mezcolanza de olores inconfundibles de aquel universo magnífico e indómito: polvo, asfalto, el lejano hedor de algún animal muerto, la hojarasca recalentada y la sabia de un viejo árbol herido por el sol. Nada más cruzar el umbral del local notó el cambio de temperatura y le agradó el ambiente algo cargado a humo de tabaco y fritanga —también servían comidas—, porque era más fresco y acogedor que la aridez exterior. Sonaba una vieja canción de Bon Jovi y sus acordes se mezclaban con el zumbido perezoso de las aspas de los ventiladores que colgaban del techo. Lo primero que hizo fue echar un vistazo a la concurrencia, pero no halló nada raro en los parroquianos: gente de la carretera refrescándose el gaznate en un día caluroso, nada más. Tampoco tuvo la impresión de que alguien reparara especialmente en su presencia, así que se acomodó en un taburete junto a la barra de madera, a juego con el estilo rústico del bar, y pidió una cerveza fría, mientras esperaba la llegada del desconocido con el que se había citado. No estaba la camarera que había visto allí en otras ocasiones. Lo lamentó porque, según recordaba, era una muchacha simpática, de sonrisa fácil y grata conversación. El barman que le sirvió, sin embargo, era un tipo anodino que apenas le miró. Se entretuvo observando cómo jugaban al billar en una de las mesas que estaban al fondo del local. El frescor del líquido ambarino burbujeó en su paladar antes de descender suavemente por su garganta, hidratándola. El alcohol revivificó un poco su pecho y se sintió inmediatamente de buen humor. Pero le duró poco, pues volvieron a imponerse los pensamientos sombríos que le acompañaban aquella mañana. ¿Qué perturbado podría hacer algo así y para qué? Dio otro trago de su botella y su mente se retrotrajo a unas semanas atrás, cuando recibió el primer paquete en su casa. No tenía remitente y, al abrirlo, lo soltó inmediatamente al ver que en su interior se movía algo. Una araña enorme de color parduzco salió de la caja a toda velocidad. Daniel no se lo esperaba y le costó dar caza al animal, pues este, al verse libre, se desplazaba a una rapidez increíble sobre sus múltiples patas para tratar de escapar. Él consiguió atraparla otra vez en la caja y cerró esta con dificultad, no sin antes recibir una picadura en la mano izquierda que quemó como si le hubieran lanzado ácido. Devolvería aquel magnífico ejemplar de arácnido al monte, de donde nunca debería haber salido. Lo tomó por una broma de mal gusto, aunque en su fuero interno lo sintió como algo turbador, incluso amenazante. Una semana más tarde, recibió un nuevo paquete del mismo tamaño y características que el anterior, el mismo papel de estraza marrón precintado con una banda adhesiva de plástico. Lo abrió con cierta precaución, esperando que volviera a salir algún animal vivo, pero esta vez encontró el pequeño cadáver de un pollo. En un primer momento pensó que había muerto ahogado en el trayecto, pero enseguida se dio cuenta de que lo habían degollado antes de enviárselo. El tercer paquete llegó un par de semanas después. Esta vez estaba lleno de algo que al principio le parecieron figuras de chocolate, pero luego identificó asqueado como insectos amontonados, algunos vivos y otros muertos, que se debatían angustiosamente en una masa amorfa dentro de aquel pequeño ataúd. Estuvo devanándose la cabeza durante todo aquel tiempo, haciendo cientos de conjeturas sobre quién podría haberle mandado esos regalos y si encerraban algún mensaje. Barajó la posibilidad de dar cuenta de aquello a la policía, pero acabó por descartar esa idea: no estaba seguro de que ese tipo de cosas pudiera encuadrarse en algún delito. Por fin, al cabo de cuatro semanas, llegó una carta, también sin remitente, en la que, con una caligrafía pulcra pero desconocida para él, le emplazaban al día siguiente a las doce de la mañana en un bar de carretera al lado de una bomba de bencina. Era un sitio apartado, en medio de la nada. Daniel lo conocía por haber parado alguna vez a repostar su moto y haber aprovechado para tomar un refresco y hablar un rato con la camarera. En ese lugar, según decía el texto, le entregarían el último paquete y por fin entendería el motivo de los envíos.

    Y allí estaba, en aquel bar, siguiendo las instrucciones de un desconocido. De pronto se sintió como un imbécil y dio un trago largo de la botella para apartar ese pensamiento de su cabeza.

    —Eh, amigo, ¿te unes a nosotros?

    Se volvió hacia el lugar de donde provenía la voz. Sentados a una mesa, le miraban tres hombres y una mujer. Por su aspecto, enseguida se dio cuenta de que se trataba de los dueños de las motos que había visto estacionadas afuera.

    —¡Cómo no! —repuso con una sonrisa y se dirigió hacia ellos.

    ¿Serían ellos los del paquete? No tenía por qué ser así. No es extraño en absoluto que un motoquero invite a otro a compartir una cerveza, aunque no se conozcan de nada. Si algo había aprendido en ese último año era el espíritu de manada que une a los motoqueros. Existe algo que de alguna manera les hermana, y no solo es el ánimo de aventura o las ansias de libertad, sino el medio en el que se mueven: la carretera. Todos son ciudadanos de ese pequeño cosmos y cuidan unos de otros, especialmente porque en el camino van a encontrar a mucha más gente desplazándose sobre cuatro ruedas que sobre dos, y a veces, los primeros son un peligro para los segundos. Al principio, aquel vínculo entre desconocidos le había sorprendido, y le había recordado un poco al comportamiento de los tuaregs en el desierto, cuya hospitalidad es legendaria. Se había dado cuenta de que la carretera era un ámbito parecido; grandes extensiones de terreno, a veces solitarias, en las que uno puede necesitar ayuda en cualquier momento. Todo un mundo con sus propias reglas. Por ejemplo, si alguien se encuentra en apuros, coloca su casco en el suelo; eso es suficiente para que ningún motoquero pase de largo. Aprendió también el peculiar gesto de saludo entre ellos al cruzarse en la carretera, soltando la mano enguantada del manillar y colocándola a la altura de la rodilla para formar una V con los dedos índice y corazón. No importa si se conocen o no, porque, en realidad, aunque no se hayan visto en la vida, de alguna manera profunda, que alguien que no es motoquero no puede entender, todos los que cabalgan sus máquinas en el asfalto son familia. Muchos de ellos son lobos solitarios, pero saben que sus camaradas están en algún lugar del asfalto. Nadie sobre dos ruedas se halla realmente solo en la carretera. Con el tiempo se dio cuenta de que cada uno de los motoqueros que había conocido tenía una historia propia, un dolor o un deseo, que les había impulsado a lanzarse a la carretera. Mientras se dirigía a la mesa, se preguntó cuál sería la peculiar historia de aquellos cuatro.

    —Una mañana calurosa —dijo a modo de saludo, mientras tomaba asiento.

    —Y que lo digas, compañero —respondió el que parecía mayor de ellos, un tipo de unos cuarenta años, barba entrecana y un lejano aire mapuche en los rasgos de la cara, que brindó amistosamente su botella de cerveza con el de Daniel—. ¡Y esto no ha hecho más que empezar!

    —Daniel —dijo a modo de presentación mientras se encendía un cigarro y aspiraba con deleite el humo que cosquilleaba sus pulmones.

    —Un gusto; yo soy Óscar. Ellos son Camila, Tomás y el Cholo —presentó el primero a sus compañeros, que fueron respondiendo con un gesto de salutación a medida que les nombraban. Iban todos vestidos de manera similar, como el propio Daniel, pues era el atuendo habitual de los motoqueros: chaquetas de cuero, jeans y botas de caña alta, aunque las chaquetas colgaban ahora en los respaldos de las sillas.

    Hablaron un rato amistosamente con el rock and roll de fondo. La conversación giró alrededor de su vida en la carretera, que era la conversación recurrente entre motoqueros, o de sus máquinas: de la cilindrada, de la estabilidad, de la potencia. Óscar y Camila intercambiaron sus experiencias en la carretera con Daniel, pero Tomás, un tipo rubio bastante más joven que él, acabó acaparando la conversación. Sus amigos parecían conocerlo y le dejaron hablar, así que el muchacho se explayó contando sus aventuras sobre su Kawasaki. Estaba tan emocionado que las palabras salían atropelladamente de su boca, como si fuera un padre orgulloso elogiando a su pequeño. Mientras escuchaba, Daniel miraba de vez en cuando hacia la puerta para ver si entraba alguien, pero sus ojos acabaron por posarse en la chica, la tal Camila. No podría decirse que fuera una belleza deslumbrante, pero era bonita y tenía unos ojos hermosos. Se fijó en lo peculiar de aquel iris azulado, estaba lleno de reflejos opalinos que él nunca había visto sobre la superficie terrestre, solo en contadas ocasiones en arrecifes bajo las aguas del mar. Ella asistía divertida a la conversación apasionada de Tomás.

    De pronto, Daniel tuvo la sensación de que le estaban contemplando fijamente también a él. Dirigió su mirada hacia un lado y sus ojos se encontraron con los del Cholo. Era el único de los cuatro que no había dicho una sola palabra desde que se sentó. Tendría su edad, o quizá un par de años más, y el rostro algo enjuto y de rasgos afilados. Bajo su camiseta ceñida se dibujaba un torso delgado pero compacto. Su mirada parecía petrificada en la cara, como si algún dios enajenado la hubiera cincelado en aquellos momentos negándole el movimiento. Algo similar ocurría con su boca: bajo un bigotillo negro se apretaban unos labios casi exangües en un gesto de tensión. El ascua de su cigarro encendido, que parecía atrapado como una presa en un cepo en esos labios inmóviles, se consumía lentamente, mientras su humo cruzaba la cara del Cholo como el ectoplasma de un fantasma. Aunque lo había sorprendido mirándolo, él no apartó ni un ápice la mirada, y aquello le causó a Daniel extrañeza y también cierto desasosiego. No supo muy bien cómo reaccionar ante un comportamiento que resultaba a todas luces extraño, pero entonces cayó en cuenta de que quizá él era la persona que le había citado allí. ¡Por fin!, se dijo, ahora me vas a contar qué diablos está pasando aquí. Cuando iba a empezar a hablar sintió que una mano se posaba en su hombro y se volvió instintivamente de una manera un poco brusca ante aquel contacto inesperado. El camarero, que era quien le había tocado, se echó un poco hacia atrás sorprendido por su reacción.

    —Disculpe… —dijo algo cohibido, mientras extendía la mano hacia Daniel para hacerle entrega de un pequeño paquete—. Para usted.

    Daniel se incorporó de su silla y miró fijamente al camarero mientras tomaba el paquete.

    —Me… lo ha dado un hombre… Ha dicho que era para usted… —repitió algo amedrentado el camarero ante la actitud tensa de aquel cliente.

    —¿Dónde está? —preguntó este, mirando para todas partes.

    —Se fue —repuso el camarero.

    —¡Mierda! —exclamó Daniel, mientras rebuscaba en sus bolsillos algún billete para pagar.

    —Estás invitado, compañero —exclamó Óscar, guiñándole el ojo y alzando su cerveza a modo de brindis.

    —¡Gracias! —respondió Daniel haciendo un gesto con el pulgar hacia arriba en señal de gratitud y tomando su chaqueta del respaldo de la silla para abandonar a toda prisa el local.

    Cuando salió, el sol le golpeó fuertemente en el rostro y la luz le cegó momentáneamente. Tomó los anteojos oscuros del bolsillo de su chaqueta y se los puso. Miró a un lado y a otro, pero no vio ningún movimiento. Sin embargo, su experta mirada de motoquero detectó algo de polvo flotando en el denso aire recalentado por la acción de los rayos del sol en el terreno, y como no soplaba ni una pizca de aire, supo que debía de haber sido levantado recientemente por algún vehículo en marcha. Miró con más detenimiento en derredor y entonces se dio cuenta: el camión cisterna de color amarillo ya no estaba. Maldijo para sus

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