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Desarrollo non sancto: La religión como actor emergente en el debate global sobre el futuro del planeta
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Libro electrónico457 páginas10 horas

Desarrollo non sancto: La religión como actor emergente en el debate global sobre el futuro del planeta

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Los desafíos socioambientales que el mundo enfrenta hoy requieren más que respuestas técnicas, jurídicas y políticas. Para salir de la grieta estéril entre una política tecnocrática, por un lado, y una política reaccionaria y demagógica, por otro, resulta imperativo repolitizar el debate cultural acerca de la necesaria "transición civilizatoria", desnudando los sesgos de las representaciones actualmente hegemónicas del mundo y ofreciendo posibilidades de futuro alternativas.

En este debate global ha irrumpido en años recientes un actor insospechado: la religión. La "ecología integral" que promueve el papa Francisco en su revolucionaria carta encíclica Laudato si': sobre el cuidado de la casa común —en línea con la gran mayoría de las religiones globales— es singular en su crítica mordaz a la trayectoria de desarrollo deletérea que prevalece actualmente en el mundo, así como en su énfasis en la necesidad de un "cambio de paradigma". De esta manera, Laudato si' abre una ventana de oportunidad histórica para instalar el debate sobre el desarrollo en una esfera pública regional y global, y para la formación de nuevas alianzas discursivas, institucionales y de acción, incluyendo el mundo religioso.

El propósito de este libro es contribuir a crear una esfera de resonancia para el llamado de Francisco a una transición radical hacia una ecología integral. Con el foco puesto en Latinoamérica, pero proyectándolo a la esfera global, busca dar visibilidad a las voces marginadas o excluidas del debate sobre desarrollo y sustentabilidad ecológica. Con este objetivo, este libro reúne a algunos de los referentes más lúcidos en esta temática, provenientes del mundo de la academia, la Iglesia, la sociedad civil organizada y la política para entablar un diálogo inspirador, esclarecedor y provocador sobre el potencial y las limitaciones de la religión para fertilizar el debate global sobre el desarrollo sostenible, pero también para promover la "Gran Transformación" hacia un nuevo modelo civilizatorio: una civilización capaz de sostener el futuro de la vida en el planeta, hoy gravemente amenazada por "el comportamiento suicida de la sociedad planetaria" (Francisco), obnubilada por una idea de desarrollo tan esquiva como obsoleta.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento31 ago 2019
ISBN9786070309946
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    Desarrollo non sancto - Adrián E. Beling

    ley

    PRÓLOGO

    LEONARDO BOFF

    Ecoteólogo de la liberación

    La encíclica del papa Francisco Laudato si’: sobre el cuidado de la casa común (junio de 2015) seguramente no estaba en los propósitos iniciales del pontífice. Tenía que poner orden en la Casa Vaticana antes de pensar en poner orden en la casa común, la Tierra. Muchos teólogos e incluso obispos de América Latina, desde el principio, le hicimos ver que el verdadero problema no era la Curia Romana ni la Iglesia romano-católica: el problema urgente es ¿cómo garantizar el futuro de la vida y de la Madre Tierra, frente a las crecientes y aterradoras amenazas que podrían llevarnos a la autodestrucción?

    ¿En qué medida la fe cristiana, y concretamente la Iglesia, pueden contribuir a evitar un eventual Armagedón bio-socio-ecológico?

    En contacto con los datos de la situación real de la Tierra y de la vida, el papa decidió atender esta petición de urgencia. Escribió una carta encíclica no dirigida a los cristianos sino a la humanidad. El subtítulo configura el sentido del texto pontificio: Sobre el cuidado de la casa común. Éste es su verdadero título. El cuidado es la categoría clave que nos puede abrir una perspectiva salvadora. O cuidamos de la casa común o vamos al encuentro de un camino sin retorno.

    En esto el papa coincide con la Carta de la Tierra que inicia con estas graves palabras: Estamos en un momento crítico de la historia de la Tierra, en el cual la humanidad debe elegir su futuro. […] La elección es nuestra: formar una sociedad global para cuidar la Tierra y cuidarnos unos a otros o arriesgarnos a la destrucción de nosotros mismos y de la diversidad de la vida (Preámbulo).

    El papa Francisco subraya: las predicciones catastróficas ya no pueden ser miradas con desprecio e ironía […] El ritmo de consumo, de desperdicio y de alteración del medio ambiente ha superado las posibilidades del planeta, de tal manera que el estilo de vida actual, por ser insostenible, sólo puede terminar en catástrofes […] (LS §161).¹

    Pero el papa no se resigna, sino que crea esperanza en las personas: la esperanza nos invita a reconocer que siempre hay salida, que siempre podemos reorientar el rumbo, que siempre podemos hacer algo para resolver los problemas. Sin embargo, parecen advertirse síntomas de un punto de quiebre […] (§61).

    Este punto de quiebre le permite formular su mensaje dentro del nuevo paradigma ecológico, del Ecoceno (en contraposición al Antropoceno), formulado a partir de las ciencias de la vida y de la Tierra como se viene formulando ya desde Einstein hasta Heisenberg-Bohr y Brian Swimme.

    La Tierra, nuestra casa común, se encuentra dentro de un proceso cosmogénico que ya tiene 13 700 millones de años. El ser humano es Tierra (LS §2) pero Tierra que siente, piensa, ama y venera.

    Si miramos bien el texto de la encíclica, toda ella está estructurada dentro del rito metodológico que maduró en América Latina, presente en los textos oficiales del Consejo Episcopal Latino Americano (CELAM) y en la Teología de la Liberación: ver, juzgar, actuar y espiritualizarse.

    Asume los datos más seguros de las ciencias sobre la situación de la Tierra (ver), hace un doble ejercicio del juzgar: un juicio filosófico-cultural (las raíces de la crisis actual) y otro teológico (lo que la fe bíblica dice de la creación). Propone sugerencias concretas (actuar) desde del cuidado de cada ser, porque tiene su valor intrínseco, hasta el agua y cosas de la vida cotidiana. Aquí exige una radical conversión ecológica en las formas de relacionarse con la naturaleza, con la Madre Tierra, con el proceso productivo, con el consumo y con la desigual distribución de los bienes naturales y tecnológicos. Por fin, propone vivir "una espiritualidad (espiritualizarse) para alimentar una pasión por el cuidado del mundo; porque no será posible comprometerse en cosas grandes sólo con doctrinas sin una mística que nos anime, sin unos móviles interiores que impulsan, motivan, alientan y dan sentido a la acción personal y comunitaria" (LS §216). Es el momento de la espiritualización.

    Teniendo en cuenta las discusiones mundiales sobre la ecología, se ve claramente que el papa organiza los materiales en la línea de las cuatro ecologías: la ambiental, la político-social, la cultural-mental y la espiritual. Como se desprende de lo anterior, no se trata de una encíclica verde que se concentra sólo en lo ambiental—predominante en las políticas, en las investigaciones y en producción científica—, sino de una ecología integral, como conscientemente lo subraya el papa.

    Por ahí se ve que estamos de cara a un nuevo paradigma. Ecología implica más que su dimensión técnico-científica, que es necesaria pero insuficiente (además de ser duramente criticada por su hybris): representa una manera diferente de relacionarse tanto con la naturaleza (somos parte de ella, no estamos sobre ella como sus dueños, sino al pie de ella, como miembros de la comunidad de la vida) como con la Tierra, entendiéndola no como un baúl de recursos, sino como algo vivo, la Madre Tierra. Los bienes y servicios que nos proporciona la Tierra, más que como recursos (palabra que connota una dimensión muy materialista), debemos entenderlos como sus bondades, como dicen los andinos, que nos sustentan a nosotros y a toda la realidad.

    Podemos mencionar algunos términos claves del nuevo paradigma, como lo son la relación de todos con todos (aquí resuena la frase de Werner Heisenberg: todo es relación y nada existe fuera de la relación), el valor intrínseco de cada ser (también de las hierbas silvestres, LS §12), la complejidad de la realidad que exige la ecologización de todos los saberes, la concepción de la Tierra-Madre como algo viviente, la pertenencia a un Todo más grande, entre otros.

    Hay un dato que pasó desapercibido para la mayoría de los comentaristas: la inclusión sistemática de la inteligencia cordial, sensible o emocional. La encíclica asume lo que constituye una gran discusión en la filosofía actual (Maffesoli, Cortina, Golemn, Muniz Sodré y otros): rescatar este tipo de razón (la más ancestral del ser humano) para contrabalancear los excesos de la razón instrumental analítica que tantos frutos nos ha dado, pero que también, en su hybris, creó la shoah y el principio de autodestrucción del ser humano (Carl Sagan). Sin la incorporación de la razón cordial no tenemos cómo movilizar a las personas y a las sociedades para respetar a la naturaleza y así salvarla, garantizando un futuro de esperanza para nuestra civilización.

    El papa se ha inspirado en San Francisco de Asís, con su corazón universal (LS §10) que llamaba a todas las criaturas con el dulce nombre de hermanos y hermanas, incluso al terrible lobo de Gubbio. No puedo, en este contexto, dejar de citar este poético texto de la encíclica: Todo está relacionado y todos los seres humanos estamos juntos como hermanos y hermanas en una maravillosa peregrinación, entrelazados por el amor que Dios tiene a cada una de sus criaturas y que nos une también con tierno cariño, al hermano Sol, a la hermana Luna, al hermano río y a la Madre Tierra (LS §92).

    Aquí habla la razón cordial que atraviesa toda la encíclica. El apartado final (capítulo sexto, punto IX) tiene un título poético: "Más allá del sol. En ninguna encíclica del pasado pontificio se vio tanto sentido de poesía y de belleza literaria. Termina con una llamada que va directo al corazón: Caminemos cantando. Que nuestras luchas y nuestras preocupaciones por este planeta no nos quiten el gozo de la esperanza" (LS §244).

    Respecto del presente libro Desarollo Non Sancto: la religión como actor emergente en el debate global sobre el futuro del planeta, coordinado por Adrián E. Beling y Julien Vanhulst, diré que reúne comentarios tal vez de lo más pertinentes sobre la encíclica del papa Francisco Sobre el cuidado de la casa común. La Introducción de Beling y Vanhulst trae datos muy significativos sobre la actual crisis ecológica del sistema-vida y del sistema-Tierra, y sobre los modos que se están ensayando para superarla, con la conciencia de que se trata de algo sistémico y que, por eso, reclama un cambio radical en los fundamentos que sustentan nuestra forma de habitar la casa común.

    Las tres partes son de gran acuidad, elaboradas por expertos de alta calidad que han mostrado las posibilidades y también los límites del mensaje papal. Abordan los distintos puntos neurálgicos de la actual crisis, sea el tipo de desarrollo que tenemos, sea la insostenibilidad de nuestras formas de vivir y de convivir, sean las amenazas que pesan sobre nuestro futuro común en caso de que no tomemos en serio el cuidado necesario, la solidaridad universal y la corresponsabilidad colectiva.

    Cabe comentar también las principales contribuciones de las religiones y, específicamente, del cristianismo ecuménico, que es la más relevante en el texto papal. Yo asumo, por su pertinencia, la posición del eminente biólogo Edward O. Wilson, en su libro The Creation. An appel to save Life on Earth (2006). Se trata de una especie de carta casi desesperada que envía a los líderes de las dos fuerzas que, según él, mueven más a la humanidad: las religiones e Iglesias y la tecnociencia que ha cambiado la faz de la Tierra.

    Wilson parte del supuesto de que la vida está amenazada porque el ser humano se ha transformado en una fuerza geofísica, capaz de destruir todas las bases que sustentan la vida, preparando así su fin. Si amamos la vida y queremos vivir en la casa común, hay que salvarla. Su tesis básica es la necesidad de establecer una santa alianza entre estas dos fuerzas: religión y ciencia.

    Las religiones dirán a la ciencia que debe ser practicada atendiendo a cuestiones de conciencia. No debe estar destinada primeramente al mercado sino a salvaguardar la vida. Las ciencias, a su vez, dirán a las religiones que consideren como sagrado no solamente sus textos sagrados y sus símbolos religiosos, sino que hagan extensivo este carácter sagrado a toda la creación y a todos los seres.

    Edward Wilson termina ponderando: Somos productos de una civilización que no sólo surgió de la religión, sino también del iluminismo fundamentado en la ciencia. Estaríamos dispuestos a formar parte del mismo jurado, a luchar en las mismas guerras, a santificar la vida con igual entusiasmo. Desde luego, también compartimos el amor por la creación. Y expresa fuertemente su deseo de que se realice esta sagrada alianza, sin la cual no salvaremos la vida en la Tierra.

    Aquí se ve la importancia dada a las religiones, que mueven a gran parte de la humanidad por sus ideales éticos y por los valores que proponen a sus seguidores.

    Estoy seguro de que este libro colectivo, iluminado por la encíclica Sobre el cuidado de la casa común, reforzará esta visión y nos pondrá a todos en el camino correcto con referencia a las formas de habitar la casa común con veneración, cuidado, solidaridad y responsabilidad general. Y así tenemos garantizado nuestro futuro como especie y como civilización.

    ¹ En el presente libro, todas las citas a la encíclica Laudato si’ serán indicadas con las iniciales ls, seguidas del número del párrafo correspondiente (y no del número de página, que varía según edición y traducción).

    PRÓLOGO

    WOLFGANG SACHS

    Editor del Diccionario del Desarrollo (1992)

    (Trad. Adrián E. Beling)

    Diplomáticos, dignatarios y soldados de élite se dan cita en la pasarela del recién aterrizado Airbus de Alitalia en Washington. El escenario resulta familiar a partir de innumerables imágenes similares transmitidas por televisión; el agasajado, por su parte, no es tan común: el papa Francisco es recibido por el presidente Obama y su esposa Michelle en su primera visita a Estados Unidos, el 22 de septiembre de 2015. Lo más desconcertante, no obstante, fue el vehículo del papa: ¡un Fiat 500L! Los reporteros apostados en el lugar quedaron boquiabiertos, sin mencionar a los millones de televidentes que lo veían en directo alrededor del mundo: entre las pesadas limusinas y suv blindados que llegaron al campo de aviación, ¡el papa viaja en el auto más pequeño! Rara vez el espectáculo del desfile de limusinas ha sido tan ridiculizado como por este performer de Roma. Provocación pura que envía una clara señal. A los ojos de la opinión pública mundial, Francisco ha dejado claro cuál es su estrategia: la ofensiva de la humildad.

    El papa también vino a Nueva York para hablar ante la Asamblea General de las Naciones Unidas. Ésta no fue una reunión de rutina en la esbelta torre de oficinas en el East River: los jefes de Estado de todo el mundo se reunieron para votar la adopción de la Agenda 2030 para la onu. Como pieza central de la Agenda 2030, se establecieron, en un marco de euforia y cierta autocomplacencia, los Objetivos de Desarrollo Sostenible. El discurso del papa era aguardado con expectativa; después de todo, su encíclica Laudato si’ había zamarreado a la opinión pública mundial apenas tres meses atrás. Ambos documentos, la Agenda 2030 y Laudato si’, abordan problemas globales centrándose en la pobreza, el bienestar y la biosfera. ¿Qué posición adopta el papa Francisco frente a la cuestión del desarrollo?

    Después de todo, el año 2015 puede entenderse como el vértice del debate sobre el desarrollo en esta década, especialmente si a lo anterior se agrega el Acuerdo Climático de París, de diciembre de 2015. Cabe recordarlo: durante la segunda mitad del siglo xx, el ideal del desarrollo fue entronado como un poderoso gobernante sobre todas las naciones. Fue el gran programa político mundial de la era poscolonial. Así, este concepto, en apariencia inocente, allanó el camino para el poder imperial de Occidente sobre el mundo. Así en la Tierra como en Occidente: éste fue, en forma sintética, el mensaje del desarrollo. Este pensamiento está todavía presente en la Torre de las Naciones Unidas, incluso en la Agenda 2030, aunque roto. ¿Y cómo se relaciona el papa Francisco con el discurso del desarrollo en sus alocuciones y en Laudato si’? ¿O puede incluso clasificarse la cosmovisión del papa bajo la rúbrica del posdesarrollo?

    Mi respuesta es: sí. En la visión de mundo del papa, hay tres supuestos fundamentales del pensamiento desarrollista que no aparecen: no habla de progreso, rechaza una jerarquía entre las naciones y rechaza el pib como indicador del bienestar de una sociedad. En su lugar, postula la interdependencia de todos los seres vivos, demanda una justicia de abajo hacia arriba y urge hacia una política del bien común. Pero un paso a la vez.

    Ya desde la perspectiva de su significado, la palabra desarrollo está enraizada en una cierta idea de tiempo. No está atada a ninguna cultura en particular, sino que es universal; además no es cíclica, sino lineal. Todos los pueblos de la Tierra avanzan sobre un mismo carril, donde el tiempo es rectilíneo y constante. Este carril solamente admite dos sentidos de circulación: hacia adelante o hacia atrás. Su destino es el progreso técnico y económico, que, no obstante, resulta eternamente esquivo e inalcanzable. En tiempos de Marx o de Schumpeter la palabra desarrollo se usaba de forma intransitiva, en el mismo sentido en que una flor se ha desarrollado al alcanzar su estado de madurez. En tiempos actuales, en cambio, el concepto se interpretó de modo transitivo, como la transformación activa de una sociedad que habría de realizarse en el curso de décadas, o incluso de años.

    El papa Francisco, en cambio, no se refiere a un progreso universal ni lineal, ni hablemos ya de su confianza en las promesas emanadas de una visión tal. Se tiene la impresión de que la flecha del tiempo que marcó la percepción de la historia durante los últimos dos siglos ha sido erradicada. Ha desaparecido la fe en el progreso, la idea de mejoramiento progresivo a futuro y las expectativas asociadas; se nos presenta en cambio una contemplación sobria y matizada del presente. En la encíclica Laudato si’, la dimensión central es el espacio, no el tiempo: SOBRE EL CUIDADO DE LA CASA COMÚN. El eje de rotación y punto crucial es la vulnerabilidad de la creación. Las lesiones infringidas a ésta han de ser consideradas como delitos contra la conexión sistémica de todos los seres vivos, incluidos los humanos. De hecho, toda la encíclica puede leerse como una declaración de interdependencia, que contrasta con la declaración de independencia en la era del Estado-nación. Si se quiere leer la encíclica en clave temporal, se puede decir que ha sido escrita para prevenir un futuro inhóspito. Así, la idea del desarrollo ha sido invertida.

    En la era del desarrollo, además, se había vuelto determinante el claro ranking de naciones que las clasificaba en ricas y pobres. Los países pobres debían alcanzar a los ricos. ¿Qué ha ocurrido con este imperativo de recuperación, el catching up, un imperativo tan fundamental para la idea del desarrollo? Que la geopolítica del desarrollo ha implosionado se ve ya claramente en la Agenda 2030, que prácticamente ya no hace distinciones entre países desarrollados y países en desarrollo. Así como la era de la guerra fría se había marchitado para 1989, así se desvaneció el mito del catching up en 2015. Rara vez, por cierto, se ha sepultado un mito de manera tan informal, más aun, tan silenciosa como ocurrió con éste. ¿Qué sentido tiene ya hablar de desarrollo, cuando no existe ningún país al que se pueda designar como desarrollado?

    El papa Francisco lleva la desmitificación del desarrollo un paso más allá. Sugiere que quien quiera combatir la pobreza, debe luchar primero contra la riqueza. Los ricos habitualmente consumen más recursos naturales, que dejan así de estar disponibles para los pobres. Un alto consumo de carne, por ejemplo, implica menos tierra cultivable para la alimentación humana; la motorización deja menos espacio para los peatones; y el uso masivo de computadoras y teléfonos inteligentes requiere electricidad, minería y fábricas con malas condiciones de trabajo. En síntesis, las clases medias y altas de los países industrializados y emergentes cultivan un modo de vida imperial. En este contexto, el papa Francisco incluso se pronuncia a favor del decrecimiento para las áreas pudientes de la Tierra. En otras palabras, en cualquier caso, el papa aparece como protagonista de una modernidad reductiva y, en modo alguno, de una modernidad expansiva.

    No cabe duda, finalmente, de que el papa no atiende a criterios económicos para juzgar a las sociedades. Érase una vez la cifra mágica del PIB, que apadrinó el nacimiento de la idea del desarrollo, toda vez que posibilitaba establecer un orden jerárquico entre las naciones de un modo presuntamente objetivo. Desde la década de 1970, sin embargo, se produjo una dicotomización del discurso del desarrollo, contrastando el desarrollo como crecimiento con el desarrollo como política social. De ello dan testimonio los informes anuales de desarrollo humano de Naciones Unidas. Así, el término desarrollo se convirtió en un pegamento universal, un comodín capaz de acomodar tanto la construcción de aeropuertos como la perforación de pozos de agua.

    Francisco no gasta una sola palabra hablando acerca del PIB, sino que se centra en el bien común, pero lo hace designando, a su vez, a su adversario: el capital. El bien común choca a menudo con el interés en la acumulación de capital. Casos típicos son la minería, la agroindustria y el capitalismo financiero. Motivo por el cual el papa pone el poder y los intereses del sistema económico y financiero, que atraviesan y desprecian el bien común, en su línea de fuego. Además, busca perforar más profundo para desnudar las falacias del paradigma tecnocrático. El fabuloso incremento de poder no ha venido acompañado de la responsabilidad y la profundidad de mirada correspondiente. En su lugar, la perspectiva instrumentalista ha ganado la partida, transformando demasiadas cosas, personas y otros seres vivos en meros medios para lograr ciertos fines. Por eso la modernidad interpreta todo como recursos. Una fuerte inclinación hacia el antiutilitarismo impregna toda la encíclica Laudato si’. El papa protesta contra esta devaluación del mundo y reclama que se respete a las cosas y a los seres vivos por su derecho intrínseco.

    En cualquier caso, se puede decir que la Agenda 2030 coincide con la encíclica Laudato si’ en un punto: la euforia desarrollista del siglo xx se ha evaporado; ahora se trata de hacer frente a la decadencia de la modernidad expansiva. Sensiblemente, el mundo se encuentra al borde del abismo: la biosfera está siendo destrozada, al tiempo que la brecha entre ricos y pobres, bajo formas variables, se ha ensanchado aún más. A partir de aquí parece posible construir tres narrativas típicas que ofrecen respuesta a esperanzas frustradas: la narrativa de la fortaleza, la del globalismo y la de la solidaridad.

    El pensamiento-fortaleza se expresa en el neonacionalismo y pretende revivir el glorioso pasado del pueblo como comunidad imaginada. Líderes autoritarios restauran al pueblo su orgullo, buscándose siempre un chivo expiatorio externo, sean los musulmanes o las Naciones Unidas. Mientras tanto, en las clases medias prevalece un chauvinismo de la prosperidad, según el cual los bienes materiales deben ser defendidos de los más pobres. Contrastando con la narrativa anterior, el globalismo conjura la fórmula del comercio mundial libre y desregulado, que debería continuar brindando prosperidad a las corporaciones y consumidores de todo el mundo. Aún en la élite globalizada se percibe un miedo al futuro, pero las dificultades podrían superarse con la ayuda de un crecimiento verde e inclusivo en tándem con tecnologías inteligentes. La narrativa de la solidaridad propone otra cosa: la decepción exige la formación de una resistencia contra los detentadores del poder, que actúan como garantes de la acumulación capitalista y de una sociedad donde prevalece la ley de la selva. Aquí cotizan alto los derechos humanos y los principios ecológicos, y las fuerzas del mercado no son un fin en sí mismas, sino un medio para estos objetivos. Indicado se encuentra asimismo un localismo cosmopolita de acuerdo al lema pensar global, actuar local. En correspondencia con esto resulta imprescindible desdesarrollar el modo de vida imperial de la civilización industrial y reinventar formas frugales de riqueza.

    Por decirlo con la picardía del papa Francisco —actualmente el más importante heraldo de la solidaridad—, citando sus palabras de Laudato si’ (§112): La auténtica humanidad, que invita a una nueva síntesis, parece habitar en medio de la civilización tecnológica, casi imperceptiblemente, como la niebla que se filtra bajo la puerta cerrada. ¿Será una promesa permanente, a pesar de todo, brotando como una empecinada resistencia de lo auténtico?

    INTRODUCCIÓN

    ADRIÁN E. BELING Y JULIEN VANHULST

    Los desafíos socioambientales que el mundo enfrenta hoy requieren más que respuestas técnicas, jurídicas y políticas. Hay una necesidad de respuestas existenciales más amplias, tanto individuales como colectivas. En la obnubilación tecnocientífica para explicar la situación ambiental actual, diagnosticar la crisis y realizar prescripciones para un cambio urgente, generalmente queda en el olvido un activador potencialmente importante: la religión. Históricamente, sin embargo, la religión ha influenciado significativamente las maneras de sentir, pensar y actuar, abarcando todos los grandes temas de la vida individual y colectiva, incluida la relación entre los seres humanos y la naturaleza no humana. En consecuencia, pensar el papel de la religión para una transición socioecológica puede contribuir a la comprensión ampliada de la sustentabilidad (que incluye el bienestar ecológico, social y espiritual)¹ y a su asimilación cultural, así como a la orientación de políticas, programas y prácticas cotidianas para la construcción de sociedades capaces de futuro.

    Varios estudios han analizado el papel de la religión en la transición hacia la sustentabilidad socioecológica (véase Gottlieb, 2006a y 2006b; Jenkins, Tucker, y Grim, 2016; Tucker, 2008 y 2015) y mostrado que el pensamiento religioso puede contribuir a un diálogo cultural global sobre la relación entre la humanidad y su entorno natural. Entre éstos, algunos autores consideran la religión como recurso cultural (Hulme, 2016; Perkiss y Tweedie, 2017) para avanzar en generar respuestas normativas, prácticas e institucionales frente a los desafíos que presenta la crisis ambiental. En efecto, la religión permite, por un lado, construir narrativas (a través de creencias, tradiciones y principios éticos) para pensar y legitimar formas deseables de vida en armonía con los otros y con el medio ambiente. Por otro lado, observamos que las religiones promueven prácticas y comportamientos individuales y colectivos concretos pro- (o anti-) sustentabilidad. Por último, en tanto actor institucional, la religión interviene en el debate y en la acción programática, transfiriendo legitimidad, construyendo alianzas, formando agenda, influyendo en la dirección del debate social, así como diseñando, financiando y ejecutando infraestructura y programas de intervención en el propio tejido socioeconómico de las comunidades en todo el mundo. Así, la religión ha acompañado el devenir histórico de la humanidad desde sus inicios, en estos tres planos: imaginario cultural, praxis social e institucional.

    En este libro, invitamos a una reflexión colectiva acerca del papel actual y potencial de la religión en la necesaria Gran Transformación socioecológica de nuestro mundo moderno, una transformación de alcance y profundidad análogas a la descrita por Karl Polanyi en referencia a la transición societal impulsada por la revolución industrial.² Como impulso para ello, partimos de la carta encíclica del papa Francisco, Laudato si’: sobre el cuidado de la casa común (2015); entendiendo este texto como una herramienta espiritual, moral, práctica e institucional que se suma a los repertorios de respuesta existentes a la crisis socioambiental global. En su conjunto, el contenido de la encíclica no resulta particularmente novedoso, sino que reafirma el diagnóstico de crisis socioecológica y la necesidad de un cambio fundamental en la forma dominante de organizar la vida colectiva en el mundo contemporáneo. Sin embargo, sí introduce, de forma novedosa, un tono fuertemente crítico en el discurso de la Iglesia sobre la trayectoria de desarrollo deletérea actualmente prevalente en el mundo, y hace un claro y urgente llamado a un cambio de paradigma.

    Laudato si’ ha sido publicada en un contexto histórico particular, un momento en el que las evidencias de la crisis ambiental global y sus consecuencias concretas y territorializadas no encuentran el eco necesario en los cambios políticos, económicos y sociales promovidos e instaurados desde las múltiples instancias de gobernanza globales, regionales, nacionales y locales. El diagnóstico de una crisis socio-ecológica —es decir, una crisis desatada por medio de procesos socioculturales que interactúan con el medio ambiente (Adger, Barnett, Brown, Marshall y O’Brien, 2013; UNESCO Y ISSC, 2013)— se ha instalado como un tópico importante tanto en la esfera científica, como en la agenda gubernamental y empresarial, así como en la opinión pública (Ekins y Salmons, 2010; Ghai y Vivian, 2014; Running, 2012; Vig y Kraft, 2012). Sin embargo, a pesar de la toma de conciencia de la crisis ambiental, la mayoría de las tendencias negativas en los sistemas ecológicos continúan profundizándose, se aceleran y, con frecuencia, se refuerzan mutuamente.³ La preocupación por el cambio climático, que emergió como punto focal de la problemática ambiental a mediados de la primera década del siglo,⁴ se vio complementada y complejizada por la emergencia de otros conceptos teórica y metafóricamente potentes: 1] el Antropoceno como nueva era geológica marcada por la humanidad como principal agente transformador de los sistemas bioquímicos y físicos a escala planetaria (Bonneuil y Fressoz, 2016; Crutzen, 2002; Crutzen y Stoermer, 2000; Hamilton, Gemenne y Bonneuil, 2015; Latour, 2017), lo que da cuenta de la escala y el alcance espaciotemporal de los cambios ambientales; 2] la Gran Aceleración, que da cuenta de la singularidad histórica y de la trayectoria exponencial de dichas transformaciones (McNeill, 2001; Steffen, Broadgate, Deutsch, Gaffney y Ludwig, 2015) o 3] los límites planetarios (Rockström, Steffen, Noone, Persson, Chapin, Lambin, Lenton, Scheffer, Folke, Schellnhuber, Nykvist, Wit, et al., 2009; Rockström, Steffen, Noone, Persson, Chapin, Lambin, Lenton, Scheffer, Folke, Schellnhuber, Nykvist, de Wit, et al., 2009; Steffen, Richardson, et al., 2015), que establecen rangos progresivos de disrupción de los sistemas biogeoquímicos, en términos de su capacidad de sostener la vida (incluida la vida humana). Los impactos de estos cambios son inmediatamente visibles y afectan a individuos y comunidades (humanas y no-humanas) en todo el mundo;⁵ y las proyecciones de escenarios business as usual han provocado advertencias sobre la probabilidad siempre creciente de un colapso ecológico global en un futuro próximo (Beck, 2015; Oreskes y Conway, 2014; Servigne y Stevens, 2015).

    Al mismo tiempo, sin embargo, se siguen construyendo más automóviles cada año, las emisiones de gases de efecto invernadero continúan aumentando a tasas crecientes y el crecimiento económico, con el correspondiente incremento de la huella ecológica, sigue siendo la principal preocupación de todos los gobiernos. En sus prácticas individuales o colectivas, los actores sociales reproducen (y se identifican con) un modo de vida imperial (Brand y Wissen, 2013 y 2017), esto es: un modo de vida estructuralmente dependiente, para su propia reproducción, de la externalización de los costos de su forma de producción y de vida a otras regiones del mundo y a las generaciones futuras.⁶ Se trata, por lo tanto, de un modo de vida inherentemente no generalizable que, sin embargo, consolida crecientemente un modelo que define las trayectorias aspiracionales de las personas, penetrando imaginarios culturales y subjetividades fuertemente arraigados en las prácticas cotidianas de las mayorías en los países del Norte, pero también, y crecientemente, de las clases altas y medias en los países emergentes del Sur (Brand y Wissen, 2013, pp. 446–447).⁷

    Las políticas ambientales a nivel global y local parecen atrapadas en el mismo dilema: se pretende, por un lado, gestionar la crisis y, simultáneamente, garantizar la continuidad de la sociedad capitalista de consumo y la universalización del modo de vida imperial; y esto da lugar a una forma particular de respuesta marcada por el sostenimiento del statu quo o su reforma gradual y parcial. Esto se evidencia en los diversos intentos de insertar las preocupaciones ecológicas en la racionalidad económica vigente. Desde los años ochenta, numerosos estudios han mostrado esta tendencia a responder a críticas y alertas con herramientas técnicas y económicas neoclásicas (véase Brulle, 2010; Dobson, 2007; Dryzek, 2005; Hopwood, Mellor y O’Brien, 2005; Morin, Orsini y Jegen, 2015). Este repertorio de respuestas, que no cuestionan las matrices institucionales y socioculturales de las sociedades capitalistas de consumo y proponen ajustes incrementales para enfrentar los problemas ambientales, pueden subsumirse bajo la etiqueta conceptual de una modernización ecológica (Hajer, 1997; Mol, Sonnenfeld y Spaargaren, 2009). Sin embargo, después de 50 años de debates sobre el imperativo de la sustentabilidad socioecológica, la gobernanza multinivel para la sustentabilidad no ha permitido generar los cambios necesarios y, apoyada por el marco general de la modernización ecológica, parece abocada, más bien, a sostener por el mayor tiempo posible lo que se sabe insostenible (Blühdorn, 2007). Paradójicamente, la realidad se ha vuelto utópica: el modelo de sociedad actualmente existente es insostenible en términos geobiofísicos, al punto de hacerse acreedor del apelativo de "doomsday model o modelo suicida" (Beck, 2015; Oreskes y Conway, 2014; Servigne y Stevens, 2015).

    La deconstrucción de este modelo insostenible y potencialmente suicida de organización social se impone, pues, como tarea fundamental y urgente. Tal deconstrucción comienza por el ideario que orienta el rumbo evolutivo de las sociedades contemporáneas. A partir de mediados del siglo XX, las trayectorias socioeconómicas globales han convergido en torno a un único ideal regulativo: el desarrollo. En este sentido, el desarrollo puede entenderse como un discurso históricamente contingente que, basándose en una visión económica del mundo y una caja de herramientas estadísticas gestionada por expertos, definió una jerarquía del mundo en términos supuestamente objetivos, en torno a indicadores como el crecimiento de la producción y el ingreso per cápita, la escolarización, la expectativa de vida de los individuos o la existencia de ciertos regímenes de propiedad y de ciertas instituciones políticas y comerciales. Desde la década de 1970, se produjo una dicotomización del discurso del desarrollo, entre una corriente focalizada meramente en el crecimiento económico y otra que entendía el desarrollo en sus dimensiones sociales, considerando que el crecimiento económico no se traduce, por sí mismo, en mayor bienestar social. Instituciones como el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional (FMI) y la Organización Mundial del Comercio (OMC) canonizaron la idea del desarrollo como crecimiento, mientras que el PNUD (Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo) y el PNUMA (Programa de

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