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El Juego del Alfil: Tu mayor deseo se puede convertir en tu peor maldición
El Juego del Alfil: Tu mayor deseo se puede convertir en tu peor maldición
El Juego del Alfil: Tu mayor deseo se puede convertir en tu peor maldición
Libro electrónico222 páginas3 horas

El Juego del Alfil: Tu mayor deseo se puede convertir en tu peor maldición

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Alcanzar la grandeza es el sueño de todo aquel que goza de un poder político. Esta es la historia de Abel y Julio Cesar Santos, los dos hijos de una de las familias más poderosas del país, que sueñan con emular a su padre y alzarse con la gloría de la Sociedad Secreta de la Masonería. Ser los dueños del principal medio de comunicación, será el meca
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento20 jul 2020
ISBN9789585951945
El Juego del Alfil: Tu mayor deseo se puede convertir en tu peor maldición
Autor

Andrés Cuevas

La autora: Periodista, editora y escritora, María Fernanda Medrano ha vivido siempre entre libros y letras. En el año 2007 cofundó la Fundación Editorial Libro Errante, para más adelante darle vida a Punto de Giro Editores, proyecto en el que trabajó hombro a hombro con un gran equipo para crear libros como Grabados, Cuentos para Enamorar y su proyecto bandera Echando Lápiz, un periódico cultural de distribución gratuita. En el 2014, junto a su esposo, crean Calixta Editores con el fin de ayudar a escritores nuevos y apoyar la literatura colombiana. Grabados es su opera prima de poesía, un libro que trabajó con el cineasta Andrés Cuevas. Es coautora de Alcania, la primera saga de literatura fantástica totalmente escrita y editada en Colombia, la cual escribió con su gran amigo, el fallecido J.A Estrada, su más reciente obra es El Juego del Alfil, un thriller escrito a dos manos con Andrés Cuevas. El autor: Bogotano, nacido el 18 de Noviembre de 1979. Tadeista, Andrés Cuevas trabaja permanentemente en el desarrollo de nuevas historias. Es Director, escritor y productor del Largometraje SOUVENIR, su ópera prima. Fue Seleccionado en competencia oficial por los festivales de Cine de Bogotá (2013), 30 Festival de Cine Latino de Chicago U.S.A. (2014), Festival Internacional de Cine de Puerto Madryn Argentina Mafici 2014. Con su guion de largometraje animado MARTÍN LUNA fue ganador del Fondo para el Desarrollo Cinematográfico –FDC- 2011, en la modalidad de Desarrollo. El primero de enero de 2016 estrenó en salas de cine su corto documental LA FUENTE – OBRA DE UN ARTISTA MIGRANTE. Con sus cortometrajes EL SALTO A LA FELICIDAD y EL DESPERTAR DE AGUSTÍN ha sido selección oficial de DC Shorts Film Festival U.S.A. 2009, el Festival Internacional de Cortos Olavarria, Argentina (2009); el Festival de Cine de Bogotá (2009); Festlatino de Buenos Aires, Argentina, (2009); y el FIIVV’09 - Selección Oficial del 47° Festival Internacional de Cine de Cartagena de Indias –FICCI- (2007), en el V Festival Internacional de Cine Pobre de Cuba (2007), y el 16° Divercine Festival Internacional de Cine para Niños y Jóvenes de Uruguay (2007). Inició su carrera como ilustrador gráfico de diferentes publicaciones, entre las que se destaca el diario El Espectador. Como innato creador de historias, ahora arranca su camino en el mundo literario. El juego del alfil es su primera novela literaria.

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    El Juego del Alfil - Andrés Cuevas

    PREFACIO

    En tiempos de opresión y de colonia, con el fin de publicar los derechos del hombre y difundir los ideales de libertad y Justicia, dos Caballeros masones, Don Antonio Nariño y Don Luis De Rieux, inician en Colombia la Primera Sociedad Secreta.

    Tras conquistar la independencia, los hermanos Masón, héroes de la nación, los generales Simón Bolívar y Francisco de Paula Santander, se dividen en una crisis de poder que conduce en el año de 1828 a la llamada CONSPIRACIÓN SEPTEMBRINA.

    A pesar de esta pugna sin fin, y de la ambición que corroe sus ideales, 200 años después, los Masones continúan moviendo en secreto los hilos de la Nación.

    I

    El golpe de las olas rompiendo contra el arrecife se escuchaba en la distancia. El mar embravecido hacía eco; una larga y serpenteante costa se vislumbraba desde lo alto del risco, todo estaba rodeado por una pesada neblina gris que convertía el lugar en una escena lúgubre, acompañada por una llovizna que acentuaba el momento.

    En la punta del risco estaba parado un hombre, atractivo quizá, con un aire soñador, casi melancólico. Sus ojos cafés estaban entrecerrados por la lluvia, pero permanecían, impacientes, sobre la lejanía, como llevados por los recuerdos.

    Ese hombre era Alejandro Santos y ese día, una vez más, su vida se ponía en juego. Alejandro llevaba años luchando contra el destino, intentando entender qué se suponía que debía hacer con su vida. Día tras día, durante un par de décadas, se había hecho esa misma pregunta; cada día encontraba una respuesta diferente. Ahí, en ese arrecife embravecido, una imagen muy clara vino a su mente, la imagen del día en que todo había cambiado, sus ojos se tornaron traslucidos, mientras se veía a sí mismo corriendo por un estrecho camino repleto de árboles, pero incluso él podía reconocer lo que lo diferenciaba de ese joven, porque, aunque sus ojos seguían siendo los mismos, ahora carecían de esa felicidad que 20 años atrás le caracterizaba. Alejandro intentó sonreír, recordando el momento en el que había sentido toda la gloria al alcance de su mano, pero una nueva imagen llegó vagando de sus recuerdos, la imagen de otro joven corriendo a su lado, y lo que jamás olvidaría: la enfurecida disputa.

    Casi instintivamente Alejandro bajó la mirada hacia la palma de su mano derecha, donde relucía una terrible quemadura, pero con una clara forma, un pentagrama, una escuadra y un compás. La marca masona.

    —¡Hermano! —se escuchó decir a sí mismo— ¡Ayúdame!

    Regresó la mirada al horizonte y se perdió una vez más en ella, mientras su cuerpo temblaba ligeramente, el mar chocaba contra los arrecifes aún más brutalmente.

    Un hombre de unos setenta años caminaba hacía él, estaba vestido con un perfecto traje de paño, a pesar del calor, un delantal de terciopelo rojo se ajustaba a su cintura y de su cuello caía un pesado medallón de oro blanco, la forma era bastante singular, muy parecida a la marca que Alejandro llevaba en su mano, una escuadra y un compás, pero sin el pentagrama. La presencia del hombre era magna, pero muy benévola.

    Alejandro lo miró.

    —¿Cano, ya es hora?

    El hombre asintió con la mirada. Alejandro miró hacía una planicie donde 57 hombres, vestidos igual que Cano, los esperaban.

    —¡Ya es hora! Pero recuerda… si no ganas hoy…

    Alejandro se acercó al hombre y puso una mano en su hombro.

    Veinte años atrás Alejandro jamás imaginó estar en esa posición, veinte años atrás, en aquel risco, pensó tenerlo todo… tenía un brillante futuro por delante y un anhelo mayor a cualquier cosa.

    Alejandro Santos era hijo de Diego Santos, un acaudalado hombre de negocios y una figura importante en la sociedad nacional, que, además, era el Gran Maestro de la Gran Logia Masona.

    Su vida desde pequeño estuvo marcada por un destino del que no podría huir y del que, aún más importante, no quería huir. Había crecido bajo la guía de su padre, con el sueño de un día convertirse en él, de guiar la sociedad y darle un esplendor grandioso, más grande aún, que el que su padre le había dado.

    Alejandro era el hijo mayor del matrimonio Santos, su hermano era Julio César, tan solo un par de años más joven, eran muy diferentes; Alejandro, aunque no quisiera reconocerlo, era más parecido a su madre, vivaz, soñador y un poco descuidado; en cambio Julio César era calmado, calculador incluso, obsesionado con la historia y con la sociedad masona.

    El día en el que la verdadera historia de estos dos jóvenes empezó fue un momento de gran importancia, tanto para sus vidas como para el destino de la sociedad a la que añoraban pertenecer y a la que ambos por derecho de nacimiento lo hacían. El día en el que los dos, Alejandro y Julio César Santos, serían nombrados Caballeros por su padre y por el Supremo Consejo Masón.

    Pero poco podía imaginarse Alejandro todo lo que había tras ese nombramiento y cómo afectaría su vida y la de todos los que lo rodeaban, incluyendo a Sara… ¡Ah!, Sara. El recuerdo de un dulce rostro con dorados rizos venía una y otra vez a su mente, como golpeándolo, dejándolo sin aire. Hace tanto que había visto ese dulce rostro, con esa inocencia medio infantil, ese semblante de niña a vértice de convertirse en mujer, que le costaba trabajo enfocarlo y recordar cada detalle sin sentir una extraña sensación de soledad en el estómago. De hecho, era ella el inicio de ese día.

    La mansión de los Santos quedaba a las afueras de la ciudad, era un lugar imponente y extremadamente elegante. Estaba rodeado por árboles y arbustos que no permitían a nadie que pasara cerca ver nada. Esa tarde había sido especialmente calurosa; la brisa retozaba en los árboles y allá, dentro de la enorme propiedad, en el medio de un pequeño lago, había una canoa de madera, donde dos jóvenes estaban sentados mirándose el uno al otro. La belleza de la chiquilla era impactante, no tendría más de 17 años; unos dorados rizos caían sobre su blanco rostro, resaltando sus ojos azules. Era muy delicada, sus mejillas estaban sonrojadas por la intensa mirada de su acompañante, en su cara podía verse claramente que estaba a punto de convertirse en mujer. Su nombre era Sara Cifuentes. El joven no era menos atractivo, era quizá un par de años mayor, su rostro estaba enmarcado por dos gruesas cejas, que se posaban sobre sus ojos cafés. Tenía una camisa blanca, tres botones desatados y una corbata suelta.

    —Te ves lindo —dijo la joven en una voz casi imperceptible, temblorosa.

    El joven no dijo nada, simplemente sonrió y bajó la mirada.

    —¿Me guardarías un secreto?

    Alejandro la miró extrañado. Los secretos siempre habían despertado su avidez.

    —Quiero irme… y… quiero que vengas conmigo.

    —¿Irte?¿A dónde?

    Alejandro estaba desconcertado, un poco enfadado.

    —Lejos de aquí. Lejos de todo esto.

    La joven hizo un gesto con la mano, señalando a la lejanía una enorme mansión blanca. Alejandro la miró aún más extrañado y silenciosamente la interrogó con la mirada.

    —Donde sea, Alejandro, donde sea. ¡Lejos de aquí!

    El joven retrocedió un poco y luego sonrió irónicamente.

    —¿Ese es tu secreto? ¡Estás loca!

    Sara se encogió de inmediato, bajó la mirada y sus ojos brillaron a causa de un par de lágrimas. Alejandro notó su error y se acercó a ella, la tomó por la cintura, pero ella se soltó; el joven no desistió y empezó a hacerle cosquillas. La joven, a punto de reír, permaneció seria y negando con la cabeza. Alejandro fue tras un beso, pero no encontró respuesta; la abrazó un poco a la fuerza. La joven no se resistió más y sucumbió ante un intenso beso. El bote se movía levemente. Alejandro, abrazó fuertemente a Sara y la lanzó al agua. Ambos cuerpos cayeron dando vueltas; del cuello del joven colgaba un lazo de cuero y de este pendía una hermosa llave dorada; en medio del agua y del juego de los dos, el lazo se soltó y la llave se hundió rápidamente.

    Sara era su novia secreta desde muy pequeño; era la hija de Armando Cifuentes, un poderoso hombre de negocios, pero más importante aún, el segundo al mando en la sociedad. Su título era el de Vigilante, que dentro del orden Masón era de suprema importancia; poseía el grado de maestro, y su labor era la de dirigir y guiar el camino de formación de los aprendices de la logia, como Julio César y Alejandro, hasta que alcanzaran los grados de elevación. Así que por supuesto los jóvenes hermanos habían pasado mucho tiempo bajo su tutoría; lo que hacía que Alejandro supiera, perfectamente, que Armando no aprobaría una relación entre él y su joven hija. Armando era terriblemente sobreprotector con Sara, su madre había muerto cuando ella era muy pequeña y él la había criado solo, pero siempre había sido un padre distante.

    Para él, y eso Alejandro lo tenía claro, las apariencias eran muy importantes; Sara era su muñeca de porcelana, su única hija y quien debía seguir el legado de la familia. La joven sintió esa presión desde pequeña, jamás estaba sola y su padre nunca se acercaba a ella, a no ser para reprenderla por sus ridículas niñerías como él les llamaba. La verdad es que Armando Cifuentes era un hombre extraño, Alejandro no confiaba mucho en él, no le gustaba la forma en que trataba a Sara y le inquietaba su mirada.

    II

    Alejandro y Sara regresaron a la casa, empapados hasta los huesos. Se escabulleron por los jardines, repletos de invitados, sin ser vistos, entraron con cautela en la casa y subieron las escaleras.

    Mientras tanto, en la carretera aledaña a la propiedad de los Santos, una caravana de modernos vehículos negros avanzaba sigilosamente. Dentro de uno de ellos estaba Diego, un hombre de unos 50 años de una presencia impresionante, su sola mirada era tan poderosa que nadie era capaz de sostenérsela, era un hombre que no solamente inspiraba respeto sino miedo. Esto era evocado no solo por su estampa, sino por su cargo y el poderío que este le daba; al ser el Gran Maestro de la Gran Logia tenía el poder con el que muchos hombres solo podían soñar. Era él quien convocaba y dirigía el Supremo Concejo, nadie sino él podía hacerlo; sin su aprobación y firma nada podía ser ejecutado, y era Don Diego Santos un fiel vigilante del perfecto orden de su sociedad y de sus miembros.

    Estaba sentado en el vehículo, mirando detenidamente unos documentos que sostenía en su mano.

    —Escúchame atentamente, Juliana.

    —Dígame, Don Diego.

    Juliana era una mujer normal, ni muy bella ni lo contrario, que muy atenta escuchaba a su acompañante, pero sin mirarle directamente a los ojos.

    —No podremos abrir con ese titular.

    —Entonces… ¿usamos el otro, Señor?

    —No. Ese tampoco sirve. Necesitamos algo nuevo, algo que desvíe la atención. Asegúrate de eso. Es lo más importante.

    La joven asintió en silencio e hizo un par de notas en su agenda gris.

    Dentro de la casa, Alejandro y Sara entraron al estudio, intentando no ser vistos por nadie, miraron desde la puerta y vieron que la habitación estaba desierta. Alejandro tomó por el brazo a Sara y la condujo con picardía hacía el sofá. Un beso largo inició el juego, que rápidamente se desplazó tras el mueble. Sobre el piso los dos jóvenes se besaban descontroladamente, ensimismados en una pasión febril que no podían controlar; sin pensarlo dos veces, Alejandro desabotonó su pantalón y Sara soltó la cinta que sostenía su blusa dejando ver su torso desnudo. En medio de risas y besos, escucharon que una puerta se abría y de inmediato se quedaron completamente inmóviles tras el sofá. Del balcón salió Julio César, perfectamente vestido, completamente de negro, a excepción de su impecable camisa blanca. Todo en él estaba perfecto, en el correcto lugar y con la proporción exacta. Caminó, sin percatarse de la presencia de su hermano, hacia un gran escritorio en el fondo de la habitación circular. El lugar era sorprendente, una magnífica biblioteca rodeaba las paredes y ciertos toques barrocos adornaban el recinto; una lámpara de cristal en forma de araña colgaba del centro, dando un ambiente místico al lugar, pero lo que se robaba la atención completamente era el gigante cuadro que colgaba tras el escritorio. Era una pintura, quizá renacentista, donde se veían varios hombres en togas negras en un imponente recinto circular, en el centro había un joven arrodillado frente a un solemne hombre de túnica roja; era evidentemente un cuadro que retrataba un ritual de iniciación masónico.

    Julio César se sentó tras el escritorio, que estaba completamente cubierto de libros. En todos se veían grandes personalidades de la historia; Marco Aurelio, Napoleón, Abraham Lincoln… Jorge Eliecer Gaitán. Pero en varios libros resaltaba el mismo nombre una y otra vez: Julius Caesar, el General Romano. Desde que era muy pequeño este general había sido una terrible obsesión para el joven, que leía todo lo que caía en sus manos; el libro que estaba justo frente a él estaba abierto en una página que mostraba un cuadro, un retrato de Theodor Von Piloty, La Muerte de César, donde se veía la muerte del General a mano de sus Senadores.

    Alejandro miró a Sara, le indicó que hiciera silencio y de nuevo la enredó en un profundo beso. A la pareja pareció no importarle la presencia del joven en el cuarto y continuó con su juego, pero Sara dejó escapar una risa entrecortada que inmediatamente sacó a Julio César de sus pensamientos. El joven levantó la mirada directamente hacia el sofá, sin ninguna duda de qué encontraría al caminar hasta este. Efectivamente, al mirar tras el mueble, encontró a la pareja en el suelo, liados el uno en el otro, Alejandro estaba sobre Sara pero miró directamente a su hermano.

    —Esto es vergonzoso —reclamó Julio César regresando a su escritorio.

    La pareja se levantó rápidamente, Alejandro apuntó su pantalón y Sara cubrió su pecho desnudo con su mano, su rostro estaba completamente sonrojado.

    —Hola —murmuró suavemente a Julio César. Éste contestó con un movimiento de su cabeza.

    Alejandro caminó al escritorio y vio los libros abiertos.

    —¿Otra vez con lo mismo? —su voz estaba llena de reproche y preocupación— Vas a terminar loco si sigues con esto.

    —Sólo espero terminar tan loco como él —dijo señalando el libro— para poder lograr tal grandeza.

    Alejandro movió su cabeza preocupado. Pero decidió dejar atrás el tema, muchas veces ya había hablado de esto con su hermano, no era sano tener una obsesión tan marcada con el pasado; no podía traer nada bueno.

    —Tú deberías seguir más mi ejemplo, jamás coges un libro. Las bases de nuestra sociedad están fundamentadas en el saber, en el conocimiento, y la forma en la que por siglos hemos llegado a esto es a través de la lectura, tal como lo dice el código de honor Lee y aprovecha. Ve e imita. Reflexiona y trabaja, o ¿lo has olvidado? —Julio César pronunció las últimas palabras en un tono irónico, mientras miraba sobre el hombro de Alejandro a la joven sonrojada tras él.

    —No lo he olvidado, pero no estoy obsesionado —contestó este con tranquilidad.

    —Es vergonzoso lo que haces, Alejandro. Papá está por llegar y tú… en estas.

    El rostro de Alejandro cambió, su preocupación tomó un nuevo rumbo.

    —¿Hablaste con él?

    —¡Hace como media hora! —Contestó Julio César.

    —¿Preguntó por mí?

    —¡Uhum!

    Sara no decía nada,

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