EL FRENTE INTERIOR
En agosto de 1914, Europa se preparaba para la guerra. Miles de soldados desfilaban orgullosos por las calles, alentados por los gritos de ánimo y las muestras de admiración de sus compatriotas. A todos les unía un fuerte sentimiento patriótico. Y si no era así, no era el momento de expresarlo. Las diferentes fuerzas políticas–incluyendo a la izquierda internacionalista y pacifista–, los movimientos independentistas–por ejemplo, el irlandés, particularmente activo en esa época–, las distintas confesiones religiosas y las organizaciones sindicales y sufragistas se agruparon en una “unión sagrada”–según la expresión del presidente francés Raymond Poincaré–con el fin de apoyar la defensa de sus respectivas naciones. Tal como dijo el káiser Guillermo II, la guerra “no reconoce partidos, solo alemanes”.
Todos creían tener razones justas para tomar las armas. Los serbios querían unir a los eslavos del sur bajo su autoridad. Los austrohúngaros buscaban someter a la rebelde Serbia y conservar su imperio. Los rusos querían expandir el suyo a costa de Austria-Hungría. Los alemanes reclamaban su “lugar bajo el sol” contra el secular dominio de la Triple Entente franco-ruso-británica. Los franceses esperaban vengarse de los alemanes por su derrota en la guerra de 1870 y recuperar Alsacia y Lorena. Y los británicos, los últimos en sumarse a la guerra durante su inicio, proteger su vasto imperio colonial y mantener el equilibrio europeo. Y todos confiaban en hacerlo rápido. Existía la idea generalizada de que el conflicto sería corto. La última gran guerra europea, la ya lejana francoprusiana (1870), no había durado ni siquiera un año. ¿Por qué iba
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