La defensa de los comunales: Prácticas y regímenes agrarios (1880-1920)
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La defensa de los comunales - César Roa Llamazares
1911
Agradecimientos
El presente libro ha sido el resultado de un intenso proceso de intercambio de ideas con un grupo de amigos a los que tengo la obligación de citar. En primer lugar, quisiera dar las gracias a Alfonso Serrano, de la librería Contrabandos del barrio de Lavapiés de Madrid, por haberme brindado la oportunidad de participar en un debate sobre bienes comunales y Revolución rusa junto a Constantino Bértolo y Miguel León. Tanto Constantino como Miguel, con sus incisivas y certeras observaciones, me estimularon una serie de reflexiones que finalmente han cristalizado en este texto.
Miguel, además, tuvo la amabilidad y paciencia infinita de leerse el primer borrador y hacerme unas sugerencias muy valiosas y sinceras. También me beneficié enormemente de la exhaustiva lectura de Carmen Pérez, de Los Libros de la Catarata, y de sus atinadas críticas, así como de los comentarios de Marcelo Armendáriz.
Durante el periodo de redacción del libro, discutí sus principales tesis con Alba Catalán, Paloma Villanueva, Teresa Gómez, Marcos Reguera, Marta Luengo, Antonio Sanabria, Rafael Cobos, Luis Orgaz, Alina Martín, Fernando Morillo, Pedro Castedo, Javier Catalán, Daniel Vilagarda, Moisés Maján, Mario Izquierdo, Fernando Luengo, Juan Carlos Amor, Fernando Sotomayor, Juan Campoy, Fernando Marijuán, Prisciliano Cordero y mi padre, César Roa.
Muchas gracias a todos ellos por los puntos de vista que me aportaron, que encierran gran sabiduría práctica y humanidad.
Aunque, evidentemente, todos los defectos que pueda tener este libro son responsabilidad exclusiva de su autor.
Introducción
El objetivo de este libro no es otro que exponer unas reflexiones sobre regímenes comunales en la agricultura y las resistencias que históricamente se han levantado contra su destrucción. Frecuentemente, estas resistencias han sido locales y, así, han pasado desapercibidas sus similitudes con luchas surgidas en otros ámbitos geográficos. Frecuentemente, pero no siempre, pues a lo largo del siglo XIX y XX un heterogéneo grupo de populistas agrarios supo captar las implicaciones más amplias que encerraban este tipo de conflictos.
A lo largo del texto, se mencionará recurrentemente el término de populismo agrario, pero, como ya habrá sospechado el lector que haya hojeado someramente sus páginas, este libro no trata de personajes como Donald Trump o Marine Le Pen. Desdichadamente, el concepto populismo, a fuerza de ser repetido y aplicado a todo tipo de fenómenos políticos, ha terminado por perder su valor explicativo. Por ello, debo ofrecer una definición concreta que evite malentendidos y que sirva para poder explorar los acontecimientos del pasado y su vinculación con el presente.
Englobo bajo el término de populismo agrario a una serie de movimientos y plataformas políticas que, a caballo entre el siglo XIX y el XX, se caracterizaron por una crítica al sistema de propiedad privada en el campo y, en su lugar, propugnaron la propiedad colectiva de la tierra, ya fuera mediante su nacionalización o mediante el fortalecimiento de los regímenes comunales agrarios. Junto a la postulación de límites al disfrute de los derechos de propiedad, es preciso subrayar un segundo rasgo definitorio que remite al hecho de que, de una manera u otra, los populistas agrarios presentaron proyectos de desarrollo nacional basados en la protección y fomento de las comunidades agrarias y de sus destrezas. Es decir, sin ser hostiles a la industria, el populismo agrario de esta época apostaba por un crecimiento sobre bases campesinas. Valorando por encima de todo la cohesión social dentro de las comunidades agrarias, los proyectos populistas no estaban dispuestos a sacrificar a estas últimas en aras de una expansión industrial.
Durante siglos, los pueblos y aldeas en Europa habían organizado su agricultura bajo regímenes comunales de explotación de la tierra. Habida cuenta de que se trataba de agriculturas carentes de combustibles fósiles, la supervivencia campesina dependía directamente del mantenimiento de una vegetación que fuera capaz de procesar y transformar la energía solar. Se trataba, además, de pueblos que debían encontrar un esforzado equilibrio entre los bosques y las tierras de cultivo, entre la agricultura y la ganadería y entre la tierra cultivada y la puesta en barbecho. Cualquier alejamiento de este equilibrio podía tener consecuencias fatales, por lo que las comunidades tenían que imponer unas reglas categóricas a sus miembros que forzosamente restringían su margen de maniobra. Así, en los sistemas de cultivo de rotación trienal, la tierra se dividía en hojas en las que se alternaban trigo, cebaba y barbecho y donde correspondía a la asamblea vecinal decidir qué, cómo y cuándo sembrar y recolectar. O bien la comunidad repartía periódicamente las parcelas entre las distintas familias o bien establecía obligaciones como las derrotas de mieses, que permitían la entrada de los ganados del resto del vecindario en las fincas particulares. En cualquier caso, regía terminantemente la prohibición de cercar las tierras, por lo que el derecho de propiedad individual, si llegaba a ser reconocido, no podía menos que ser un derecho difuso.
Las rotaciones cuatrienales de trigo, nabos, cebada y trébol trastocaron este panorama. Dichas rotaciones parecían ser la clave del progreso y del aumento de la producción, pero exigían una contrapartida: el cercamiento de las parcelas y la abolición de todas las restricciones a la iniciativa individual en el campo. Durante el siglo XVIII, Inglaterra desempeñaría un papel pionero en la destrucción de los regímenes comunales, que sería muy celebrado por la nueva ciencia de la economía política.
En efecto, las innovaciones agrarias coincidían con nuevos paradigmas económicos que ensalzaban la propiedad privada como pilar sobre el que edificar la prosperidad de los reinos. El interés privado se consideraba como el principal acicate para impulsar la riqueza; los individuos en búsqueda exclusiva de su bienestar personal, lejos de merecer censura social, debían ser animados a que desplegasen todos sus talentos y habilidades. La divina providencia (o la mano invisible del mercado) ya se encargaría de hacer que los vicios privados redundasen en virtudes públicas. Pero antes, el Estado tenía que despejar todas las trabas al disfrute absoluto de la propiedad, pues solo los hombres que estuviesen seguros de que iban a recibir íntegro el fruto de sus esfuerzos estarían dispuestos a invertir, adoptar innovaciones y asumir riesgos. Los regímenes comunales con sus sistemas de propiedad difusa eran el legado de un pasado bárbaro del que solo cabía esperar su más pronta desaparición.
A pesar de las promesas de un bienestar generalizado para todos los súbditos, los cercamientos en el campo, la privatización de bosques y de pastizales y la supresión de usos comunales favorables a los pobres como, por ejemplo, el aprovechamiento de los rastrojos, agrandaron las desigualdades sociales. Quienes más partido podían sacar del nuevo orden agrario eran los propietarios de grandes fincas compactas y cuadradas a los que les resultaba relativamente menos oneroso comprar la madera para vallar los terrenos. Sin embargo, para quienes carecían de patrimonio inmobiliario, el cierre del acceso a bienes comunales donde recolectar leña, alimento o pienso los condenaba irremediablemente a la condición de braceros sin tierra a merced de los grandes