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La viña, la bodega y el viento - Jesús Rodríguez
YA SOY AGRICULTOR
Resultará extraño, pero cuando mis primos me dijeron el año pasado que mi tía Rosario me había dejado su finca «La Luz de Santa María», recordé que lo primero que me vino a la cabeza cuando oí hablar de ella tenía más que ver con la literatura que con la agricultura. Días antes de comprarla, me confió el encargo del papeleo y me preguntó si quería ir a visitarla con ella. Cuando me dijo el nombre, yo contesté:
—Sin verla te digo que tiene que ser bonita. Un erial no puede llamarse «La Luz de Santa María», que, más que a nombre de finca, suena a verso escapado de una décima real.
Cuando el comprador me entregó la nota del Registro de la Propiedad supe que el primer propietario registral de la finca –que la agrupó con otras y le dio nombre– era, irrefutablemente, un poeta: «Suerte de tierra calma de olivar…». El nombre del cortijo, un octosílabo; el inicio de su descripción, un endecasílabo.
Desde entonces, nunca pude ver la finca sin ese fondo de lirismo. Mirando a lo lejos, desde el almijar, en primavera, todos veían un cielo ensanchado y un oleaje de cereal y olivos; yo, en cambio, sólo veía la amapola breve del poema de Gabriel y Galán, las pálidas lilas de Yeats, la flor azul de Neruda, el clavel obstinado de Julio Mariscal y los girasoles –«lentamente obedecidos al calor que les urge»– de Muñoz Rojas.
Aunque los vecinos hablaban y no paraban de lo buenas que eran las tierras de cultivo del cortijo, a mí me gustaba sobre todo el olivar, porque prefiero al olivo sobre cualquier otro árbol. Para mí no hay árbol más humilde y entregado que el olivo. Su verdor es apagado y desvaído; su fruto, minimalista y reservado; y su carácter dócil: extiende al cielo sus brazos de gañán cumplidor y no se resiste, como la uva a la tijera o el trigo a la segadora, sino que basta zamarrearlo un poco para que deje caer prontamente su fruto sobre la tierra madre. Además, la vida del olivo se parece a la del hombre: a los once o doce años empieza a producir; madura poco a poco, y los mejores frutos los produce a los treinta o los cuarenta; a los cincuenta empieza a decaer y a los ochenta, su vida sufre un enorme bajón.
Mi visión del campo fue siempre o literaria o profesional: como aficionado a escribir, pensaba que sólo producía metáforas, metonimias, sinécdoques y sinestesias; como abogado, que sólo rendía hipotecas, censos, foros, servidumbres y usufructos.
Puesto que para mí el campo era el paraíso, imaginaba la vida del agricultor como la de nuestros primeros padres antes del pecado: una dulce monotonía, limitada a sembrar en otoño, abonar en invierno y recolectar en primavera; y en medio de estas faenas, vigilar la madurez de la cosecha, paseando a caballo por lindes y veras. Yo creía que la agricultura eran las maravillas que cuenta Lope de Vega en su comedia «El Villano en su Rincón»; y su ejercicio, la rutina que explica su protagonista, Juan Labrador: «Dábale con el azadico / dábale con el azadón».
Ahora es otra cosa. Desde que el año pasado tomé posesión de mi legado y me convertí en agricultor he descubierto la verdadera alma del campo. He comido del «Árbol de la Ciencia» agrícola y ahora conozco que su piel de hermosa transparencia verde encubre un espíritu de negritud maciza.
Antes, al despertarme, abría la ventana del dormitorio y decía: «qué maravilla de sol» o «qué olor tan maravilloso el de la tierra empapada de la lluvia». Ahora sé que ese portento de sol está hecho a costa de que los garbanzos sufran clorosis y ese prodigio de lluvia a cambio de que las patatas se agorgojen. Hoy, el rocío que me satisface para una rima, me espanta para la uva amontonada sobre redores en el almijar, y no puedo escribir un poema sobre la luz y la humedad según mis emociones, sino conforme a lo que me diga Curro, el aperador de la finca, sobre la floración del trigo o del maíz.
Desde que soy agricultor he entrado en colisión con las cosas del campo, y los gustos de mi espíritu se han vuelto irreconciliables con las necesidades de la remolacha, la vid o los melones. He tomado posesión de unas tierras, pero he sido desterrado de mi antiguo «paraíso terrenal», donde ni el sol ni la lluvia eran pecados. Ahora me veo obligado a ser infiel al sol o a la lluvia para ser leal a mis tierras. Y lo peor de todo: a Curro ya no lo veo como mi aperador, sino como un querubín con sombrero de paja y pantalones de pana, que me cierra con su espada, hecha no de fuego sino de quejas y lamentos, la entrada al Paraíso.
Porque el quejarme por todo es otra de las espinosas plantas que me han florecido dentro desde que soy agricultor. No sé quién me la sembró, porque yo siempre fui sufrido y poco dado a lamentarme, pero ha agarrado tan bien que ahora no paro de protestar. Si llueve, debería haberse retrasado el agua unos días o caer diez litros menos; si hace sol, deberían haberse despejado antes las nubes o calentar unos grados más; si sopla poniente, debería rolar a levante, y si sopla sur, a poniente.
Pero Curro es peor. Hace unos días,
