Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Bitácora De Un Emigrante Gallego
Bitácora De Un Emigrante Gallego
Bitácora De Un Emigrante Gallego
Libro electrónico635 páginas10 horas

Bitácora De Un Emigrante Gallego

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

José; Guerrero Pérez, nace en Lugo (España) el día 8 de Abril de 1.935, en el seno de una familia de clase media baja. Sus padres gallegos emigrantes retornados de Cuba el año 32. Con sus tres hijos nacidos en aquel país. Su infancia y adolescencia, fue muy precaria, debido a la guerra y post-guerra civil. Creció; entre los avatares y miserias de aquellos años. Su instrucción fue corta y escasa; aprende sus primeras letras en un colegio de barrio, donde impartían clases dos maestros represaliados por el régimen. A los 10 años empieza a trabajar, hasta los 19 que es reclutado por la Marina, por un periodo de dos años. Estuvo embarcado en el buque escuela “Juan Sebastián de Elcano”; su estadía en el mismo marcaría un antes y después en su formación, la cual le imprimió; una profunda huella positiva. Al licenciarse, contrae matrimonio en Lugo el 30 de Noviembre de 1.957, seis días después emigra solo a Venezuela. Empieza a trabajar como obrero de almacén en una Compañía americana Marsan S.A, propiedad del multimillonario neoyorquino Marshall S. Mundheim, fabricantes y distribuidores de famosas marcas internacionales de perfumería cosméticos.

IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento5 may 2011
ISBN9781617649332
Bitácora De Un Emigrante Gallego
Autor

José Guerrero

José Guerrero Pérez, nace en Lugo (España) el día 8 de Abril de 1.935, en el seno de una familia de clase media baja. Sus padres gallegos emigrantes retornados de Cuba el año 32. Con sus tres hijos nacidos en aquel país. Su infancia y adolescencia, fue muy precaria, debido a la guerra y post-guerra civil. Creció entre los avatares y miserias de aquellos años. Su instrucción fue corta y escasa; aprende sus primeras letras en un colegio de barrio, donde impartían clases dos maestros represaliados por el régimen. A los 10 años empieza a trabajar, hasta los 19 que es reclutado por la Marina, por un periodo de dos años. Estuvo embarcado en el buque escuela “Juan Sebastián de Elcano” su estadía en el mismo marcaría un antes y después en su formación, la cual le imprimió una profunda huella positiva. Al licenciarse, contrae matrimonio en Lugo el 30 de Noviembre de 1.957, seis días después emigra solo a Venezuela. Empieza a trabajar como obrero de almacén en una Compañía americana Marsan S.A, propiedad del multimillonario neoyorquino Marshall S. Mundheim, fabricantes y distribuidores de famosas marcas internacionales de perfumeríay cosméticos. En esta Compañía escala diferentes posiciones, partiendo de obrero, vendedor, supervisor, jefe de ventas, hasta llegar a la Gerencia General del grupo de empresas “Marsan-Nortosur” y sus filiales San Mar S.A, Prodica y Venga S.L; todas ellas propiedad de la familia Mundheim. Alterna su trabajo con estudios nocturnos para realizar sus metas. Hace diferentes cursos intensivos en el IESA, y en la Universidad Central de Venezuela. Después de 25 años de servicios, decide retirarse. Durante estos 25 intensos años en Venezuela, ha tenido una gran actividad gremial, ocupando en tres oportunidades la Presidencia de Caveinca (Cámara Venezolana de la Industria de Cosméticos y Afines),en la cual ocupo todas las posiciones directivas por espacio de 15 años. En 1.981, se traslada a Lugo en compañía del ex-_Presidente de Venezuela, Dr. Rafael Caldera, para inaugurar el monumento a Simón Bolívar, promovido y financiado por el. En 1.985, retorna a su ciudad natal, Lugo, para fijar su residencia, alternando con los EE.UU donde viven sus dos hijas y nietos. En Lugo ha desempeñado actividades empresariales en el campo de promotor inmobiliario desde 1.995, alternando como tertuliano en Radio Lugo (SER) desde al año 2.000, primero en el” Club de Opinión” y actualmente en “La Ventana de Lugo”. Ha sido distinguido por los Gobiernos de Venezuela y España, con las siguientes condecoraciones: “Francisco de Miranda” (segunda clase, Venezuela) “Merito al Trabajo” (primera clase, Venezuela) “Cruz Merito Naval” (primera clase, España)

Relacionado con Bitácora De Un Emigrante Gallego

Libros electrónicos relacionados

Memorias personales para usted

Ver más

Artículos relacionados

Categorías relacionadas

Comentarios para Bitácora De Un Emigrante Gallego

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Bitácora De Un Emigrante Gallego - José Guerrero

    ÍNDICE

    PRÒLOGO

    LA FORJA DE UN GUERRERO

    CAPÍTULO PRIMERO

    EL DESPERTAR

    CAPÍTULO SEGUNDO

    LA FORMACIÓN

    CAPÍTULO TERCERO

    LA EXPATRIACIÓN

    CAPÍTULO CUARTO

    LOS AÑOS VALIENTES

    CAPÍTULO QUINTO

    EL DESAFÍO

    CAPÍTULO SEXTO

    LOS VIAJES

    CAPÍTULO SÉPTIMO

    LA META

    CAPÍTULO OCTAVO

    EL BALANCE

    Dedicatoria:

    A Pacita, que me dió

    lo más precioso de mi vida,

    Mary y Bety.

    A Venezuela, donde nacieron, mi segunda patria.

    Diseño de cubierta

    Tomás Grandío

    PRÒLOGO

    LA FORJA DE UN GUERRERO

    C onviene decir cuanto antes que este libro de memorias donde José Guerrero resume su peripecia vital es una hermosa lección de lucha, coraje, esfuerzo y decisión; aderezada e impulsada por el amor, y salpicada con las oportunas dosis de orgullo.

    Es la historia de un hombre que hizo de la necesidad virtud, y que derrotó los contratiempos con férrea disciplina y fe en la victoria, al estilo que defendió en vida el correoso Camilo José Cela cuando arengaba a las masas: Sépanlo ustedes, quien resiste, gana.

    Hay que señalar también que José Guerrero se ayuda de una memoria envidiable que le permite reconstruir con nombres propios, fechas y lugares todos aquellos acontecimientos que jalonan una trayectoria densa en lances y dilatada en el tiempo. Esa circunstancia convierte la lectura del libro en un ejercicio muy sugerente, pues cada uno de los episodios cuenta con todos los elementos precisos para trasladarnos a ellos sin dificultad, aunque como es lógico, el lector no disponga de ninguna referencia previa en el caletre.

    De esa forma, la vida de José Guerrero se presenta en sucesivos cuadros perfectamente definidos mediante breves pero ilustrativos trazos, tal como organizan algunos directores de cine sus películas, iniciando cada uno de los tramos con una imagen congelada que se pone en acción una vez que anuncia lo que ha de venir.

    La película de Guerrero se inicia en una buhardilla de la ciudad de Lugo donde el memorialista nos introduce con un dato determinante y clarificador, pues la descripción de la pieza nos informa de que en todas sus habitaciones tocábamos con nuestras manos el tejado.

    Ése es el escenario de partida, el breve mundo de fronteras al alcance del cuerpo desde donde el autor se ve obligado a construir su vida.

    Bien podría suceder que ante tales mimbres, la biografía de José Guerrero se adaptase a esas medidas, como el agua se adapta a los moldes de la bandeja para fabricar infinitos cubos del mismo tamaño. Sin embargo no estamos frente a uno de esos casos, tan dignos como el que más, aunque sin duda un poco menos heroico de lo que el libro nos depara.

    Nuestro protagonista, que es al mismo tiempo autor, va a fomentar en su conducta posterior el afán por ampliar horizontes hacia todas las direcciones, y si aquella buhardilla se empeñaba en presentarse como un elemento para contener y constreñir sus ansias vitales, ya se encargaría él de enmendarle la plana.

    Un segundo escenario donde se forja el carácter de ese futuro emigrante gallego que ahora nos brinda su bitácora es un chalet, también de Lugo, cercano al barrio de San Roque. Allí vive una mujer llamada la Melondra, propietaria de la buhardilla donde la familia Guerrero, una vez muerto el padre, lucha por la supervivencia diaria.

    Una vez más, el narrador escoge un detalle para ilustrarnos sobre todo aquel mundo de dificultades y carencias postbélicas. En este caso es el recuerdo que él tiene de ver a su madre con una sella en la cabeza, camino de la fuente de San Fernando, a fin de proveerse del agua necesaria para la higiene personal, la limpieza de la casa y la alimentación. Y así, día tras día.

    José, convertido ya en un hombre de iniciativa, aunque todavía es un adolescente, decide presentarse en ese chalet ante la Melondra y forzar un cambio en la tendencia natural de los acontecimientos. ¿Por qué conformarse con ver el paso de las estaciones, obligados a una permanente condena de Sísifos sin culpa; atados, no a una piedra que se cae constantemente antes de llegar a la cima, sino a una sella que se llena y vacía con la misma regularidad de la Luna?

    No se crean que nuestro joven héroe tuvo un altercado con la Melondra, ni que la amenazó, o hizo prevalecer derechos que si bien le podrían corresponder por justicia humanitaria, de poco le iban a valer en aquellos años en los que por faltar, faltaba hasta la sombra.

    No, ni mucho menos.

    José se cargó de trabajo para ofrecerle un acuerdo ventajoso y salir así de aquella situación de penuria. La Melondra aceptó y de aquel do ut des se van a engarzar una sucesión de acontecimientos que José Guerrero y Pacita, su gran amor, protagonizarán en España y Venezuela, las patrias en las que hoy siguen repartiendo los meses del año.

    Esas secuencias cinematográficas constituyen el objeto de esta Bitácora de un emigrante gallego, abierta ahora a la curiosidad del lector, donde éste encontrará motivos para la reflexión, para la emoción y cómo no, para admirarse ante quien, lejos de cualquier fatalismo, superó las dificultades con los esfuerzos necesarios para vencerlas, un ejemplo que en días de comodidad generalizada, de reclamaciones peregrinas y de sopas bobas convendría hacer llegar al mayor número de personas.

    Ésa es la finalidad de esta hermosa autobiografía, cuya última escena simbólica bien podría ser esa fotografía en la que José, Pacita, Mary Paz y Beatriz posan delante del busto de Simón Bolívar que la familia dedica al Libertador en Lugo, a unos centenares de metros de la buhardilla donde todo había comenzado.

    José de Cora

    Periodista-Escritor

    Director General del Grupo El Progreso(Lugo)

    CAPÍTULO PRIMERO

    EL DESPERTAR

    El sueño forma parte de la realidad. Descuidarlo, apartarlo sistemáticamente es empobrecer esa realidad de todo lo que hace humana la vida.

    André Maurois.

    E l discurrir de la vida es un gran sueño, unas veces bueno y otras malo, pero la mayor parte de nuestra efímera existencia no los recordamos; yo me confeccionaba los míos, pues la realidad era sumamente dura, por eso y nada más que por eso, desde muy temprana edad me di cuenta de que tenemos que cumplir nuestros sueños antes de que sea demasiado tarde.

    Muchas veces quise imaginarme la infancia que me fue negada, cómo hubiera sido mi vida si hubiera disfrutado, como casi la mayoría de los niños, de una infancia normal, con estrecheces pero sin privaciones, con luces pero sin sombras, con esperanzas pero sin fatalismos; si hubiera sido así, de una cosa estoy seguro, hubiera hecho más felices a mis seres queridos, como lo son los padres, futuros hijos y esposa al empezar a afrontar la dureza de la vida a una temprana edad; es verdad que tiene más ventajas que contras, pues al final te das cuenta de que la mayor parte de tu existencia se compone de luchas que no tienen fin, sino diferentes formas de luchar.

    Nuestra generación tuvo que crecer en la postguerra civil, donde las carencias de todo tipo, empezando por lo más apremiante, que era la alimentación, eran terribles, mucho más para esa clase media-baja a la cual pertenecía; esta precariedad permanente de carecer de todo lo elemental te fue agudizando los sentidos de tal forma que hemos sobrevivido, pero hemos crecido con ello; y es bueno transmitir esas vivencias a nuestras futuras generaciones, como un capítulo más de nuestra convulsa historia.

    Empiezo a recordar mi corta infancia desde los ocho años, no muy nítidamente. La buhardilla, donde vivíamos con lo imprescindible; mis dos hermanas en una habitación, mis padres en otra, yo en la más pequeña, pero en todas tocábamos con nuestras manos el tejado. En aquel entonces vivir en el centro de Lugo, o lo que es lo mismo dentro de murallas, era vivir en la ciudad, sin embargo las carencias de los servicios más elementales eran los mismos, sólo las casas de los rentistas o propietarios tenían cuarto de baño completo, y calefacción; las demás, que éramos la mayoría, carecíamos de ellos.

    Al ir creciendo bajo la protección y abnegación de mi madre, la cual era la personificación del sacrificio, esfuerzo y trabajo, me fui concienciando de la necesidad que yo tenía de ayudar a hacerle la vida más grata y llevadera; para ello tenía que trabajar y aportar así mi granito de arena al sostenimiento de mi casa. No era fácil, porque en esa época cuando te tomaban como aprendiz o pinche, era para aprender un oficio y no te pagaban; sin embargo, en mi calle había mucha solidaridad, cada calle era como una gran familia, todos se conocían y sabían donde vivías y lo que hacías, y dentro de la pobreza y escasez que imperaba, la gente se ayudaba mucho, no en la parte material, pues a nadie le sobraba, pero sí en la afectiva. Gracias a esa solidaridad un buen vecino me consiguió mi primer empleo, eso fue en el año 1949, de botones en un sanatorio y mi sueldo 125°º pts. al mes. Mi horario era de más de diez horas diarias, contando sábados y domingos; mis obligaciones al principio eran abrir la puerta, indicar a los que venían a consultarse la sala de espera y luego anunciar al médico los pacientes que estaban en la sala. El médico era una persona baja de estatura, macizo como un buey, calvo y de un carácter tirando a déspota; su mujer, con mando en plaza, era de nariz alta, que le gustaba humillar a los de abajo. Los señoritos eran tres varones y dos señoritas, como es natural y con las enseñanzas de sus progenitores, salían con las mismas virtudes que sus padres. A los de abajo nos miraban por encima del hombro . . . y había que dirigirse a ellos con el trato de señoritos.

    La consulta estaba en un primer piso, ocupaba la parte derecha, y a la izquierda estaba otro piso destinado a los pacientes que eran operados. En el segundo estaba la vivienda del médico. Cuando llegaba a mi trabajo a las ocho de la mañana tenía que ir al segundo piso, la criada me abría la puerta y luego tenía que ir a la habitación del médico, tocaba la puerta y

    image001.jpg

    1.945 José Guerrero (primero a la izquierda superior) en el colegio de D. Ángel en la calle 18 de Julio de Lugo.

    pedía permiso. El matrimonio acostado me daba las llaves del 1º piso y las instrucciones de mi tarea, como era bajarles los desayunos a los pacientes que estaban convalecientes, sin tener para nada en cuenta el darme a mi ni un simple café con leche . . . Luego pasarle un paño y limpiar su despacho, conjuntamente con las otras dependencias del consultorio; a las diez de la mañana empezaba la consulta, y luego a mediodía tenía que bajarles la comida a los pacientes. Ésta era la parte más esperada por mí, pues me permitía, bajando por las escaleras del 2º al 1º comerme algunas patatas fritas de cada una de las bandejas y alguna otra cosa . . . pues al igual que ocurría en el desayuno, los de abajo no teníamos derecho ni a un bocadillo.

    Pero apenas habían pasado dos semanas, el buen vecino que me había procurado el empleo, por lo cual siempre le estuve muy agradecido y que se desempeñaba como practicante en el sanatorio, me asignó otras tareas y también cómo hacerlas, lo cual venía a enriquecer mis conocimientos que siempre me han reportado grandes beneficios tanto económicos como espirituales; consistía en aprender el nombre de los diferentes instrumentos quirúrgicos que se utilizaban para las intervenciones, cómo se deben desarmar y armar, limpiarlos y esterilizarlos. Esto último se hacía en horno eléctrico, y lo que era el vestuario: gasa, compresas en un autoclave que trabajaba con vapor, era una tarea que me agradaba hacerla. En aquel entonces, las medidas de protección brillaban por su ausencia, pues yo sin guantes tenía que lavar todo el instrumento que se usaba en las operaciones, estar en contacto directo con la sangre, trozos de vísceras, etc. con las manos directamente. Una cosa, siempre me ha marcado toda mi vida y fue al tercer día de empezar a trabajar, había una operación de estómago y me hicieron entrar en el quirófano, pues tenía que atender si me pedían algún cubo o si tenía que acercarles algún aparato; al ver como hacían la incisión para abrir el abdomen, y luego ver como se accedía al interior del mismo, empecé a sentir mareos y sudar copiosamente, hacía esfuerzo desesperados por mantenerme en pie, por temor de que si me caía me podían despedir, pero a pesar de todo mi esfuerzo por disimular, mi buen vecino el practicante se dio cuenta y me mandó salir. Al finalizar la operación tuve que trasladar en el carro-camilla al operado a su habitación. El practicante y yo lo pusimos en su cama y al regresar al consultorio el médico me echó la bronca y me dijo: Espero que no vuelva a suceder. Y no volvió a suceder, afortunadamente para mí y mi preciado empleo. La relación con la familia del médico siempre fue muy rígida y distante, yo al igual que las dos criadas que tenían, éramos tratados como en aquellos tiempos se trataba a los que servíamos a los de arriba, con muy poca consideración, por no decir ninguna, y con muy escasa humanidad, quiero pensar que siempre hay excepciones, pero esta familia no lo era. Yo procuraba morderme la lengua, pues el temor a verme sin trabajo paralizaba mis reacciones, y en esta forma aguantaba toda cuanta arbitrariedad me hacían, pues aparte de atender tareas que estaban completamente fuera de mi obligación, también me usaban como pintor y cualquier arreglo que hiciera falta en los pisos. Quizás, en parte era mi culpa, pues mi destreza con las manos para arreglar cosas las mostraba como un plus para mi empleo, y ellos la aprovechaban.

    De todas estas tareas, una me quedó siempre en el recuerdo como un trágico recuerdo. Se trataba de un muchacho joven, de unos 17 años, de una aldea de la parte de Fonsagrada. Fue operado de una apendicitis que se complicó con una aparente obstrucción intestinal. Estuvo más de doce días, se intentó, por el movimiento que veía del médico y del practicante, de remediar su estado, pero yo me daba cuenta de que no se recuperaría. Los padres me partían el corazón, pues soportaban con mucha entereza el ver cómo su hijo empeoraba día a día, sin ninguna esperanza de salvarle la vida; al final, el practicante habla conmigo y me dice: "Pepe, hoy a la una de la madrugada va a venir una ambulancia de la Cruz Roja para llevar al moribundo a su aldea y tú tienes que ir con él y con sus padres; yo asentí, como siempre, pero la procesión iba por dentro. Comprendí perfectamente, a pesar de mi corta edad, la ruindad y la cobardía del responsable de esta orden, que no era otro que el médico-cirujano, el hecho de sacarle a la una de la mañana para que no pudiera ser visto. Creo que fue para mí una experiencia muy traumática, pues allí dentro de la ambulancia con los padres del moribundo, tratando de consolarlos y al mismo tiempo oyendo los lastimeros lamentos del enfermo. Por si esto no fuese lo suficientemente tétrico, era en pleno mes de noviembre y la lluvia y el frío contribuían a hacer más dantesco el panorama. Por espacio de más de dos horas llegamos al final del camino. La ambulancia no podía acceder hasta la aldea; allí estaban esperando los solidarios vecinos y, con una manta por camilla, transportaron al moribundo hasta su casa. Me despedí de los padres y de su hijo y subí a la ambulancia metido en la camilla en la que hasta hacía pocos momentos venía ese joven que no llegaría a viejo. Tendido, con el traqueteo de la ambulancia y con mis pensamientos, entendía que la vida era como era y no como tratan de hacérnosla ver.

    En el transcurso de mi vida laboral en el sanatorio he aprendido muchísimas cosas que me han sido muy útiles en el devenir de mi vida hasta hoy. Por ejemplo, es ley de vida que cuando uno tiene 15 años no se le ocurre pensar en la muerte; a esa edad, por lo general, te crees eterno, que la muerte es cosa de viejos . . . pero la vida me enseñó que también es cosa de niños y jóvenes, pues he visto morir a muchos de ellos durante su permanencia en ese trabajo.

    La curiosidad no cabe duda que es un gran acierto para aprender, y a los pocos meses de mi profesión de botones, pude saber cómo se encendía un Rayos X, no a interpretar lo que veía a través de él, a manejar los aparatos de rayos ultravioleta y los de onda corta, a los que comúnmente le llamaban corrientes. Los pacientes a que se indicaba ese tratamiento, era yo el que se los ponía. Hice otra incursión en hacer curas a los recién operados, cambiarles los apósitos y hasta colocarles vendas; no los inyectaba, pero aprendí a hacerlo gracias a ver cómo lo hacía el amigo practicante.

    Un domingo mi amigo Carlos Castro, a quien había conocido en el sanatorio, a raíz de haberse operado su padre en el mismo, nos hicimos muy amigos, pues compartíamos una misma afición, la bicicleta. Ese domingo nos fuimos hasta Rábade, a unos 15Km de Lugo, todo un viaje para nosotros. Al regreso, Carlos sufrió una aparatosa caída y se desgarró la parte del codo, era una herida abierta como para requerir unos puntos de sutura. Como yo tenía que regresar al sanatorio, para bajarle la cena a los internos, y aprovechando que el médico estaba ausente de Lugo, le dije a Carlos: vamos al sanatorio a curar esa herida.

    Luego de desinfectar la herida, le puse unos pinchazos de anestesia local y procedí a suturarle la herida. A los ocho días que le saqué los puntos, la herida había cicatrizado estupendamente bien. Así fue cómo me estrené en este menester.

    Mi conocimiento en poner inyecciones me proporcionó un segundo sueldo, a veces muy superior a las 125°º pts. que me pagaban, pues a mi casa venían algunas personas amigas de mi madre para inyectarse. Era una práctica ilegal, pero a pesar de que podría tener un grave problema por ejercer de practicante sin serlo, seguía ganándome unas buenas pesetas. Cobraba a 5 pesetas cada inyección, mientras que los practicantes cobraban 10 ó 15 pesetas. También iba a domicilio si eran personas conocidas de la familia. En aquella época de hambre y escasez, mucha gente estaba necesitada de calcio y vitamina B-12, pues por la mala alimentación que la mayoría de la gente teníamos, salían a relucir esas carencias en nuestro organismo; algunos las podían cubrir, y aguantamos; otros por el contrario, la tuberculosis se los llevaba a pasto. Me recuerdo perfectamente bien que mucha gente vendía su sangre sin tener la precaución de hacer la pausa necesaria para que el organismo se pudiera recuperar. La compraban en los laboratorios de análisis clínicos y en los hospitales; era una manera de conseguir dinero fácil y rápido, pero a mucha gente les costó la vida. Por supuesto nadie cuestionaba este tráfico inhumano, pues en general la gente estaba demasiado preocupada en sobrevivir en la sociedad que nos tocó vivir en la postguerra.

    Durante mi permanencia en el sanatorio vine a conocer a la primera mujer practicante de Lugo, Marujita Rivera, que venía a asistir al médico cada vez que había una intervención. Era una preciosa muchacha, rubia, de ojos azules, esbelta, llena de vida, y hasta creo que era una estupenda profesional, ya que el rigor era su lema. Cuando venía a asistir a las operaciones, yo la tenía que vestir, me refiero a ponerle la bata que previamente había esterilizado en el autoclave, y se abrochaba por detrás; luego tenía que ponerle la mascarilla de tela que se tenía que trenzar con cuatro tiras, las primeras dos se las anudaba a la altura de los ojos, y las otras dos caían sobre su busto. Se las tenía que agarrar muy delicadamente para no tocar sus bellos pechos y anudárselos a la altura de su cuello, de tal forma que su boca quedaba tapada y respiraba por la nariz. Era una tarea que me agradaba mucho hacerla, pues repito, era una mujer muy bella y extremadamente femenina.

    El médico una vez me dijo que me quería examinar a Rayos X, conjuntamente con el practicante. Me vio y le señalaba al practicante que yo tenía unos quistes calcificados en mis pulmones; mascullaba entre dientes que eso era porque yo andaba abusando del sexo . . . en aquellos tiempos no eran frecuente esos excesos salvo que pagaras . . . y si no teníamos para pan, menos para estampitas.

    Los visitadores médicos, casi todos eran empleados de farmacias, me regalaban muchas muestras que a su vez les daba a la gente que inyectaba, y bien que me lo agradecían. Tenía una muy buena relación con ellos, ya que era gente que también necesita ganarse la vida en sus jornadas libres.

    Me recuerdo que cuando salía a la una para comer, en el camino a mi casa tenía que pasar por delante de la fonda de Balbino Seoane, en la esquina de la Ronda de la Muralla, frente a los garajes Villares. A través de la vitrina se veía a la gente comer opíparamente. Eso me levantaba el apetito, pues a veces me paraba brevemente para ver lo que comían. Yo nunca pude darme el capricho de ir a comer allí ni a ningún otro sitio. Al hablar de esto, hay una cosa que me ha llamado poderosamente la atención y que nunca nadie ha mencionado en el transcurso de todos estos años. Me refiero concretamente al desaparecido comedor del Méndez Núñez, con sus inmensos escaparates a la calle de la Reina. Yo recuerdo en los años 50 que allí se daban todas las comilonas de personajes del Régimen que venían a nuestra ciudad. La nula sensibilidad que demostraban al escenificar en público esos llamados banquetes, era algo inmoral, ya que la inmensa mayoría de la gente, en sus casas, lo que abundaba era la escasez y la penuria. Lo mismo ocurría con los grandes escaparates que ponían en Navidad, con las clásicas cestas repletas de manjares y al alcance de muy pocos ciudadanos, salvo para los que ostentaban un alto cargo oficial, a estos era la costumbre regalarles esas magníficas cestas, y no de manera discreta o reservada, ya que en aquellos tiempos el empleado se las llevaba a su casa andando. Yo tengo visto hasta a dos empleados cargar la cesta hasta el domicilio del agraciado receptor. Por decirlo de alguna manera, era una forma de retribuir los favores recibidos, pero en ningún caso se consideraba soborno.

    Al año y medio de estar en el sanatorio mi padre se enfermó. Tenía 50 años. Nunca antes le había recordado enfermo; en aquella época se bebía y fumaba, quizás en exceso; no teníamos un seguro social a dónde acudir. Opté por hablar con el patrón; accedió a verlo. Hacía dos meses que le había salido un bulto en el cuello, no tenía dolor, o al menos nunca se quejó, pero yo notaba que el tamaño iba en aumento. Luego de examinarlo, recuerdo como si fuera hoy, dijo: esto es una adenopatía ganglionar, nunca me olvidaré de este diagnóstico, que para mi nulo conocimiento era como si me hablara en chino; sin embargo, sí me atemorizó cuando dijo que tendría que ir A Coruña para que un médico le diera un tratamiento para su dolencia. En ningún momento me dijo si era grave o no. Una vez en casa, hablé con mi abnegada madre y le conté lo que me había dicho; decidimos que iría yo con él A Coruña para vernos con el médico al que el patrón pediría la cita. Mi padre estuvo de acuerdo y esperamos que nos fijasen el día.

    A veces es difícil que a la edad que yo tenía, 15 años, nos formemos un juicio de nuestros padres, en base a lo que has vivido y recibido de ellos. Yo lo hice, para bien o para mal. Ello me ha causado más dolor que alegría, pues ahora creo que eso hay que hacerlo mucho más tarde, cuando ya estás emancipado, pero no antes. Mi ejemplo en la vida fue mi madre en su sacrificio, tenacidad y abnegación por sus hijos. En ella yo aprecié que había renunciado a su propia vida en aras de sus hijos, y nos demostró que a pesar de su nula formación educacional, siempre nos encauzó hacia el trabajo creador en una época en la que no había muchas más alternativas para sobrevivir, sino trabajar, trabajar y trabajar. La comunicación siempre fue muy fluida con mi madre, a pesar de mi carácter serio y constantemente preocupado por el futuro. No así con mi padre, nuestra comunicación era casi nula; yo pretendía que él sintiese esa misma sensación que yo sentía de niño, que era la de arrimar el hombro a todos los problemas que tenía una familia como la nuestra de cinco bocas. Yo a veces me enfurecía por dentro al ver la pasividad como respuesta al quehacer del día a día, y esto me fue minando desde muy corta edad, y por ende, a menoscabar ese sentimiento de hijo a padre.

    Formé mi propia conclusión. Creo que mi padre no era un hombre bien visto por el Régimen; sus amistades no eran las más adecuadas en aquel entonces para tener un trabajo estable, pues el control que el Régimen ejercía sobre la mayoría de los ciudadanos era muy estricto y eficaz. La frase que cada día oía en mi casa era siempre la misma, este régimen tiene que acabar . . . Yo no entendía lo que decía. Para mí el Régimen era lo más natural del mundo, no había conocido otro Régimen, y hasta me creía que en el resto del mundo era igual; siempre me pregunté a mí mismo qué hacían en mi casa, en el cajón del único armario que teníamos, un montón de billetes de cien pesetas que ponían República Española. Una vez que me atreví a preguntárselo a mi madre, temiendo que me riñese por estar registrando el armario me contestó, esos billetes ahora no sirven, no los pudimos cambiar por los nuevos que pusieron; eran nuestros ahorros de nuestros años, ahora no valen nada. Eso fue lo que oí, pero no comprendí, sino años más tarde.

    Sus trabajos eran esporádicos, sin estabilidad, lo cual le permitía tener mucho tiempo libre, y eso no es bueno para nadie, pues se pierde habilidad en su profesión, y va minando la autoestima de tal forma que llegas a pensar en que si no te dan la oportunidad de trabajar es porque no eres tan bueno en lo que haces, y eso te va desalentado poco a poco hasta que desembocas en lo que hoy conocemos como depresión.

    Nunca me había hablado de sus casi 30 años en Cuba; sólo me mencionaba que allí manejaba una máquina de ferrocarril en un Central Azucarero cuyo nombre era Gómez Mena; allí conoció a mi madre y allí se casaron y nacieron mis dos hermanas Sara y Hortensia. La causa del regreso a España nunca la mencionaron ni mi madre ni mi padre, pero presumo que sería la que es más frecuente en todos los emigrantes gallegos, la morriña; en más de un 70% ésa es la causa.

    Bueno, hice este paréntesis para hablar de mi padre, pero creo que es necesario que vuelva de nuevo a seguir contando lo de su repentina enfermedad. Mi patrón me comunicó tres días después la cita con el médico de A Coruña para el día 5, miércoles, julio-51. El medio más barato de entonces era el ferrocarril. Nos vamos los dos a la estación y tomamos el tren con destino A Coruña. Durante todo el trayecto apenas intercambiamos palabra; pasamos no sé cuántas estaciones. Recuerdo que en Curtis le pregunté si quería que le comprara algo de beber, me dijo que no; lo que yo llevaba de dinero era 400 pesetas, pensando que había que pagar la consulta y quizás alguna medicina; no podíamos malgastar ni una peseta. Por fin, llegamos A Coruña y, como todo el mundo en aquel entonces, le echamos piernas luego de preguntar dónde quedaba la dirección del médico. En la estación, mi padre me señaló un letrero muy grande que ponía Industrias Lopher, y me dijo: mira, el dueño de esa fábrica es un pariente lejano mío, que se fue de emigrante a los EE.UU y regresó para montar ese negocio; es el fabricante de coches de niño más importante de Galicia . . . Nunca antes me había mencionado ese pariente.

    Llegamos a la consulta y luego de esperar un rato nos recibió el médico. Le entregué una carta cerrada que el patrón me había dado para él, la leyó y acto seguido empezó a examinarlo, fue muy laborioso. Al finalizar, nos dijo que había que dar unas cuantas sesiones de un aparato que él tenía, pero que había de empezar la próxima semana; yo le pregunté cuántas sesiones y lo que nos costarían, me habló de aproximadamente unas diez y el costo serían a 500°º pts. cada una por tratarse de un recomendado de mi patrón; nos dio día y hora para volver la próxima semana y le pagué la consulta, 120°º pts.

    Camino de la estación mi padre me dijo que eran muy caras esas sesiones, y que de dónde íbamos a sacar el dinero. Yo le dije que no se preocupara, tenía unos pequeños ahorros de mis inyecciones, que eran más o menos el 50% del costo de las sesiones; el resto, nos apretaríamos aún más el cinturón. Le pregunté si tenía ganas de comer y me dijo, compraremos un bocadillo en la estación.

    Cuando llegamos nos pusimos los dos a la cola para comprar los billetes de regreso. Apenas faltaban dos metros para la taquilla y me dice: me encuentro mal, me mareo, y al terminar de decirme la última palabra se me cae al piso. Enseguida traté de que reaccionara y recuperara el conocimiento. La gente me ayudó a recogerlo y lo pusimos en un banco. Al momento llegó una pareja de la Guardia Civil, y desde allí llamaron a la Cruz Roja. Mientras, tomaron nota del nombre de mi padre y del mío; tratamos de que tomara un vaso de agua, pero no fue posible; respiraba muy débilmente, me di cuenta de que la vida se le estaba marchando. No sé cuánto tiempo estuve a su lado en el banco hasta que llegó la Cruz Roja y nos metimos los dos en la ambulancia. El trayecto no fue más de unos 20 minutos. Al llegar lo pusieron en una mesa como las que se usan para operar, y el médico pidió una inyección de adrenalina, y con una aguja muy larga recuerdo que le inyectó directamente al corazón; todo esto yo estaba allí, impávido, sereno, con la mirada fija en la cara de mi padre. Su rostro reflejaba una gran serenidad, pero sus ojos estaban cerrados. Al final el médico, luego de tratar de reanimarle con los escasos medios que entonces tenían, mira para mí y me dice: ha muerto! ¿ Tú qué eres de él?, le respondí, su hijo. Se lo dije sin echar ni una sola lágrima, mis sentimientos se habían bloqueado completamente. Era un caso más de los muchos que había presenciado en el sanatorio, pero éste tenía una característica diferente, yo era el que tenía que resolver esta defunción, tenía que llevar a mi padre a Lugo, tenía que decírselo a mi madre, pero estaba en A Coruña.

    El personal de la Cruz Roja me preguntó¿ dónde vives?, le dije, en Lugo, tienes familia aquí en A Coruña?, le dije, no!, y me dijeron, tenemos que llevar el cadáver para que le practiquen la autopsia, debes llamar a tu familia para informarles de todo lo ocurrido.

    Me quedé medio aturdido, como si hubiera recibido un mazazo en la cabeza, pues en tan pocos minutos habían ocurrido demasiadas graves cosas de muy difícil digestión. Me encontraba en la misma sala donde yacía mi padre muerto, sin haber reaccionado como debería reaccionar a mi edad, ¿por qué?, pues aquel ser que estaba muerto no era un muerto más de los que ya había visto, era mi padre. En ese momento entendí que el vínculo padre-hijo no había sido lo suficientemente fuerte para haber cimentado los sentimientos que deben unir a un hijo con su padre. Es comprensible que en las circunstancias que yo había crecido hasta entonces no eran las más favorables como para poder cultivar ese amor, cariño y afecto que todos los padres deberían prodigar a un niño. Entiendo y comprendo que todo el tiempo lo absorbía el pensar cómo sobrevivir a los problemas del día a día. Yo era un producto más de las circunstancias que nos tocaron vivir, como la mayoría de las familias de aquel entonces.

    En aquella sala sentí una sensación que nunca antes había sentido; de repente, fue como si todo mi ser se hubiera sumergido e inundado de una grandísima responsabilidad, como si todo mi ser hubiera madurado muy aceleradamente. ¡Me había hecho mayor!.

    Salí de mi sopor al recordar lo que horas antes me había dicho mi padre cuando llegamos a la estación de A Coruña,¿ ves aquel letrero de Industrias Lopher?. Son mis parientes . . . De inmediato reaccioné y le pregunté a una de las personas de Cruz Roja quién me podría informar en qué calle está Industrias Lopher, cerca de la estación del tren. Fueron a averiguar y al rato me dijeron, en la calle Avenida de Chile; pedí que me orientaran de cómo llegar y de inmediato me puse a caminar para buscar ayuda.

    No me fue difícil encontrar la calle y mucho menos el edificio donde funcionaba la industria; quizás no entré por la puerta correcta que daba acceso a la fábrica, sino que entré por la vivienda, pues ambas, vivienda e industria, estaban adosadas. Llamé a la puerta y me salió una señora de unos 45 ó 50 años; pregunté por el dueño y me contestó,¿ por qué quiere ver al dueño?, le dije que era pariente de mi padre y que necesitaba su ayuda. Ella me contestó, yo soy su mujer, pase adelante. Me recibió muy cortésmente y desde una galería que tenía visión hacia el interior del taller, vi como le hacía señas a su esposo para que viniera. Me mandó sentar y al momento llegó su marido; su aspecto era el de un hombre muy afable, de unos 50 a 55 años; su mujer le dijo: el padre de este niño es tu pariente. Él me miró y me dijo,¿ quién es tu padre?, yo le contesté, Armando Guerrero de Lugo; él me dijo, ¿Cómo está?, yo contesté: muerto.

    No dejó de sorprenderle la forma como yo le había contestado a su pregunta y me dijo, por qué estás acá y no en Lugo. Recuerdo que mi segunda respuesta fue, porque se ha muerto aquí hace una hora y necesito su ayuda; a ambos, marido y mujer, les conté lo que había sucedido desde que llegamos a A Coruña, y donde estaba mi padre muerto; su reacción fue sumamente receptiva y me preguntó si le había comunicado la noticia a mi madre, le dije que no, pues no tenía la forma de cómo hacerlo, pues en aquellos tiempos solo una minoría tenía teléfono en su casa.

    De inmediato me mandó bajar con él a donde tenía el taller y allí, en su pequeña oficina, empezó a llamar a mucha gente para informarse de cómo resolver el traslado del cadáver a Lugo. Luego de varias llamadas comprendí que no era fácil, y así me lo confirmó. El cadáver estaba en el depósito y había que hacerle la autopsia; luego solicitar un permiso gubernativo para trasladar el cadáver, el cual tenía que ir en una caja de zinc precintada, y todo esto no se podía hacer en un día; había que esperar unas 48 horas si todo iba bien, y como es natural todo ello representaba un fuerte gasto. Yo le dije que tenía 300 pts., pero que teníamos unos ahorros en Lugo; él me contestó, yo os pagaré lo que cueste y luego ya me lo devolveréis. A todo esto, había que dar la noticia a mi madre y hermanas. Me acordé que en el bazar donde trabajaba mi hermana Sara había teléfono; la llamamos y yo le conté lo que había sucedido y donde estaba, le puse en conocimiento de la ayuda que estábamos recibiendo del pariente de nuestro padre y quedamos en comunicarnos para el día siguiente para decirles cuándo podría regresar a Lugo.

    Luego de terminar todas las gestiones subimos al piso y me preguntaron si tenía hambre, les dije que no, pero me dijeron que me quedaría en su piso hasta que se resolviese el traslado.

    Percibí la bondad y humanidad de estos parientes, los cuales nunca antes había conocido. Aparentemente, mi padre y él eran primos segundos, pero según me contó, se habían visto muy pocas veces, ya que él había emigrado a EE.UU y mi padre a Cuba. No cabe duda de que es el trato diario y la cercanía lo que hace que se fragüe la amistad y se fortalezca la familiaridad, cosas que en esa época no eran fáciles, ya que un viaje de Lugo a A Coruña no estaba al alcance de todo el mundo.

    El matrimonio tenía dos hijas, más o menos de mi misma edad; las conocí a la hora de la cena, supongo que estarían al tanto del motivo de mi estancia en su casa.

    Esa noche cuando me acosté me sentía en mi soledad como una persona abrumada con la responsabilidad que había adquirido motu proprio, no impuesta, de cómo iba a programar mi vida y en la parte de lo que era mi casa, mi familia, y algo que me atormentaba, mi trabajo, tenía que reorientar mi vida de una manera radical; quizás, en parte, toda esa inquietud mía provenía de una razón eminentemente cultural, el ser el hombre de la casa, esa ancestral herencia, produce un temor terrible . . . el no estar a la altura de dicha responsabilidad; de tal forma que a pesar de la fatiga emocional que acumulaba, poco fue lo que pude dormir, pensando cómo se arreglarían las cosas al día siguiente.

    Me desperté muy temprano, no sentía ruido alguno, por eso me mantuve en la habitación hasta que empecé a oír movimiento en el piso y ruido en el taller. Cuando me levanté la Sra. fue muy cariñosa conmigo, trataba de consolarme y convencerme que todo se iba a resolver. Las niñas me miraban con lástima, pero apenas me hablaban. Luego de darme el desayuno, me dijo que bajase al taller y hablase con su marido; así lo hice, y nada más verme, me preguntó si quería llamar a mi hermana Sara, que lo podía hacer desde su teléfono para pedir la conferencia. Yo rehusé, ya que no tenía objeto, hasta que no tuviésemos noticias que comunicar de mi llegada. Durante la mañana me informé que le habían llamado de la funeraria para comunicarle que el permiso de traslado ya se estaba tramitando y que estaría listo para el día siguiente. Por la tarde llamé al sanatorio para comunicarle al jefe lo que había ocurrido y que por lo tanto no había podido ir a trabajar. Ni una palabra de consuelo y mucho menos de solidaridad; para nada me ofreció su ayuda, tampoco yo la esperaba, pues como buen explotador, se limitaba a ejercer como tal. No era una sorpresa para mí. Desde hacía tiempo yo no me resignaba, pero las alternativas eran nulas. Como se dice vulgarmente para un hueso había mil perros, pero algo tenía que hacer, algo tenía que intentar, pero de momento tenía otras prioridades como normalizar la situación familiar para empezar a trazar planes.

    Después de comer me salí a la calle a deambular con mis pensamientos, pues no quería perturbar ni el trabajo ni la vida de estos parientes. Ya bastante lo había hecho al tener que ocuparse de todo lo concerniente al papeleo que me imagino que en aquel entonces había que hacer para trasladar a un muerto.

    A Coruña para mí era otro mundo, pues mi entrañable Lugo era un fuerte romano y mi vida se hacía casi únicamente dentro de murallas, salvo en el verano. Pero el invierno era muy duro y extremadamente largo. El puerto me fascinó; al ver los barcos, sentí vehementes deseos de poder alejarme en uno de ellos y ver lo que había más allá del horizonte . . . pero era una utopía que en pocos años más dejaría de serla.

    Regresé ya empezando a oscurecer. La familia ya había cenado. Me preguntaron por dónde había ido y les conté todo lo que vi, pero no lo que sentí. El pariente me dijo que todo estaba arreglado para salir al día siguiente. Me dijo, te he alquilado un coche de punto que te llevará a Lugo, y en la baca irá el ataúd; yo no te puedo acompañar pues tengo que estar aquí en el taller. Le entendí y comprendí, por ser un día laborable. Una vez que terminó de contarme todo el papeleo que había sido necesario, me di cuenta de la ayuda tan valiosa que había dado. Al final le pregunté, cuánto va a costar todo esto, me respondió, mira, una vez que tenga las cuentas os las enviaré y si no podéis pagarme todo, lo podéis hacer poco a poco, no os preocupéis. Eso me consoló y le expresé nuestro agradecimiento por todo lo recibido que era mucho. Luego mi hermana Sara llamó desde Lugo para saber cómo estaba y cómo iban las cosas. Le dije, cómo está mamá, y me contestó, tranquila; eso me reconfortó. Le dije que estaba previsto que nos iríamos al día siguiente y que ya podía avisar al Ocaso que el entierro se haría al día siguiente de la llegada. Dentro de la estrechez en la que vivíamos, siempre se tuvo como una prioridad pagar el alquiler mensual y el Ocaso para tener un entierro consonante con nuestra cultura de rendir culto a la muerte.

    El día 5, luego de una larga espera, nos llamaron de la funeraria para decirnos que todo estaba preparado para salir a Lugo a las 9 de la noche, ya que había que cumplir una pila de requisitos, tales como hacer un ataúd de zinc, sellarlo con sulfato de hierro, luego meter ese ataúd sellado en un ataúd de madera y acompañar todo ello de una pila de papeles. A las ocho me despedí de la señora y las hijas y a todos les di las gracias por la valiosa ayuda que me habían prestado, pues dentro de todo lo que yo había pasado, me acogieron en su casa como a un hijo más; sin ellos no hubiera sido posible el traslado de mi padre a Lugo.

    A las 8,30 me llevó en su camioneta de la fábrica a la funeraria; allí estaba el coche en el ataúd encima del techo, sobre una parrilla, debidamente sujetado. Luego vino el encargado de la funeraria y me entregó un gran sobre con toda la documentación necesaria por si nos paraban por la carretera. Francisco, nuestro lejano pariente me dio un abrazo y me dijo, te has portado como todo un hombre, llámame cuando puedas, adiós.

    Era la primera vez en mi vida que iba en un coche de alquiler; me senté atrás y arrancamos a nuestro destino. Ensimismado en mil pensamientos diferentes, agolpados todos en mi cabeza, pareciese como si quisiese hacer todo lo que quería en un solo instante. Me aturdía pensar la cantidad de gente que invade tu casa para seguir con una tradición ancestral. No quería pensar cómo estaría mi pobre madre en nuestra pequeña buhardilla. Sé que era una forma tradicional de solidaridad hacia la familia del fallecido, pero yo ya había asistido a bastantes velatorios para saber que en la mayor parte de las veces se hablaba de cosas que nada tenían que ver con lo que se trataba de manifestar, pesar, tristeza y sentimientos de los familiares del fallecido. Pero así era nuestra cultura y la gente, por lo general, lo seguía como un dogma.

    El recorrido fue lento, ya que la única carretera que había, como casi todas en aquel tiempo, eran mal trazadas desde hacía cientos de años. Transcurrió el tiempo sin ningún incidente y cuando ya pasamos Rábade, sentí la proximidad de mi Calle del Sol, y a partir de ese momento ya sabía con lo que me iba a enfrentar. Al pasar la puerta de San Fernando y doblar a la derecha, ya divisé un montón de gente delante del portal de mi casa. Abajo en el portal estaban mis hermanas, me abrazaron, y de nuevo mi repetida pregunta: ¿cómo está mamá?, bien, me respondieron. Les pregunté si el Ocaso ya había preparado todo y me dijeron que sí, el entierro será mañana a las 11 de la mañana. Los vecinos y familiares se hicieron cargo del ataúd. Yo subí primero, me encontré con mi pobre madre, muy entera y serena, en medio de cantidad de amigas del trabajo, que no se podía uno revolver. Me metí en mi pequeña habitación, la cual tuve que despejar de la gente que allí había, me eché en mi cama y corrí la cortina, y allí solo, con mis inseparables compañeros de viaje, los recuerdos, a pesar del ruido imperante me quedé profundamente dormido. Me desperté al amanecer, había silencio, me levanté y pude ver cómo habían transformado el habitáculo que teníamos como comedor de unos apenas ocho metros cuadrados en funeraria. Allí estaba el ataúd, con la tapa abierta y por una pequeña abertura con un cristal se veía la cara de mi padre. Me quedé mirándole al mismo tiempo que me hacía mis reflexiones, entre algunas, lo poco que nos habíamos comunicado, el no recordar haberlo sentido cerca de mí, el no tener en mi memoria de adolescente ninguna imagen con mi padre llevándome de la mano y, mucho menos, sentir un abrazo en alguna ocasión. Tampoco el haber tenido algún diálogo sobre su vida en Cuba, su matrimonio con mi madre, su regreso a España . . . Nada, toda mi infancia y adolescencia no noté y mucho menos disfruté de su cercanía; quizás en aquella época todos o casi todo el mundo estaba inmerso en cómo subsistir en medio de tantas privaciones y carencias, carencias afectivas y sentimentales, por eso yo reflexionaba sin amargura y mucho menos acritud. Estaba conforme con mi propia realidad, pero a partir de ahora las cosas tenían que cambiar en mi casa. ¿Qué cosas tenían que cambiar? Muchas y muy diferentes, pero el empeño era que ahora yo tenía que liderar ese cambio. Quizás el concepto familia no es estático a través de los tiempos. Es evidente que siglo tras siglo se fue cambiando y estará evolucionando permanentemente, y como es natural, en su respectivo encuadre cultural. Acá en nuestro país, en la época en que yo hacía estas reflexiones, no fue la más favorable para el desarrollo armónico de la familia, pues las inmensas necesidades y carencias eran una especia de sálvese el que pueda, y la familia no era la excepción. Se repartía las miserias y privaciones con un criterio de abundancia; todo ello no ayudaba a cultivar el amor, la ternura y el cariño hacia los hijos, en parte justifico la actitud de mi padre y de muchos miles que como él no impartieron a sus hijos algo tan importante como el mismo alimento, el amor, la ternura y el cariño, en su defecto el temor, la autoridad, el sumiso respeto, lo cual, cuando desaparece la figura de estos padres, los asumes como una liberación.

    Nunca él me habló de la muerte de mis dos hermanos, Conchita y Armando, aún hoy no sé si ocurrieron en Cuba o en España por lo poco que tengo oído a mi querida madre. Armando debió morir acá en España a la corta edad de 7 ó 8 años, de algo que hoy día nadie muere, difteria; el lugar para hacer este recorrido mental, no podía ser más sereno, con mi padre inerte presente. Ahora me sentía con la valentía para hacer lo que muchas veces había pensado y hasta criticado, sabía que no había respuesta a todas mis preguntas e inquietudes, y si las había se las llevó con él a la tumba.

    A la hora del entierro, se siguió todo el protocolo impuesto por aquel entonces, desde haber recibido la bendición de su Santidad hasta recibir los santos sacramentos; el funeral en la iglesia de San Froilán, y posteriormente el enterramiento en el cementerio fue hecho debajo de la tierra, pues no teníamos nicho, a tres metros de profundidad. Siempre pensé que al haber enterrado el ataúd de zinc, sin haber hecho los agujeros como mandaba la ley, su cuerpo se conservaría con la ayuda del sulfato de cobre por muchos años.

    Al día siguiente, mi querida madre, mis hermanas y yo reanudamos nuestra rutinaria vida. Mi madre a la fábrica, mi hermana al bazar y yo al sanatorio; mi otra hermana se encargaba de cocinar y hacer las tareas de la casa.

    Cuando llegué al sanatorio no encontré por parte del médico ni de su esposa e hijos ninguna palabra que me hiciera sentir bien, indiferencia y como siempre dureza, pero este trato que siempre me dispensaban, en esta oportunidad lo acusé con más crueldad, y si bien antes lo soportaba con mucho estoicismo, ahora lo hacía con mucha más rebeldía. Antes no me preocupaba que me pagaran menos de lo que estaba pautado en la ley, y por supuesto, de lo que mi trabajo merecía; mucho menos me importaba que no me tuvieran asegurado, violando así la ley, pues tenía un trabajo y en esos tiempos era mi máxima prioridad. Los señoritos Manolo y Mª Jesús cada vez me trataban más como criado que como empleado, y cada vez soportaba menos este trato vejatorio y empecé a ser contestatario, lo cual no dejó de sorprenderles. Supongo que acusaron mi reacción luego del fallecimiento de mi padre.

    En pequeño consejo de familia empezamos a tratar de resolver los problema pendientes derivados del traslado de mi difunto padre. El buen pariente de mi padre nos envió la cuenta, 3.800°º pts. entre funeraria, papeleo y coche de alquiler. Nos decía que no nos preocupásemos, que le fuéramos pagando en la medida de nuestras posibilidades. Yo tenía unos ahorros de 1.900°º pts. fruto de las inyecciones que ponía, pues el pequeño sueldo se lo entregaba íntegro a mi pobre madre. Decidimos enviarle por giro un primer pago de 1.500°º pts. de mi ahorro.

    No teníamos un gasto excesivo, pues por la buhardilla pagábamos unas 25°º pts. al mes, ya que los alquileres los había congelado el Generalísimo a golpe de decreto desde la Guerra Civil. Había una cosa en mi casa que desde muy niño me empezó a preocupar. Empezó cuando acompañaba a mi pobre madre a la fuente de San Fernando, con la sella en la cabeza a buscar el agua. Al igual que cientos de personas que vivíamos dentro de murallas, no teníamos agua corriente en nuestras casas, y mucho menos un baño donde asearnos. Sí, eso me causaba una sensación muy difícil de explicar, pero era algo así como, si hubiera tenido otra vida y hubiera tenido de todo y ahora me encontraba que no tenía nada, ni siquiera agua corriente en mi casa. Tenía que poner fin a esa situación ¿Cómo? Lo medité durante un mes. Empecé por enterarme quién era la dueña de la casa. Averigüé que era una señora que le llamaban Melondra que andaba en las ferias vendiendo y que ahora ya tenía bastante edad. Me enteré donde vivía y sin pensarlo dos veces, un domingo me encaminé a verla, sin decir nada a mi madre ni a mis dos hermanas. Vivía en un chalet cerca de San Roque, aparentemente vivía con su hija casada con un farmacéutico de Lugo. Me presenté allí y pedí hablar con la dueña de la casa de San Froilán, nº 14. Me atendió su hijo y me preguntó, para qué quiere verla?, yo le respondí para asunto del alquiler de la buhardilla. Me mandó pasar, y ya en el interior me pareció estar en un palacete. Al poco rato aparece una señora, toda vestida de negro, con un gran moño de pelo recogido; aparentaba 75 ó 77 años, delgada, enjuta, y llena de arrugas. Su estatura era alta, lo cual le daba cierta apariencia de respetabilidad. De una manera seca, pero educada, me preguntó quién era yo. Yo le respondí que mis padres llevaban el alquiler de la buhardilla de San Froilán, que mi padre había muerto hacía dos meses, y que yo quería que nos pusiera agua corriente para liberar a mi madre de ir con la sella a la fuente de San Fernando. Para ello yo estaba dispuesto a aumentarle 15°º Pts., mensuales la renta. Me escrutó minuciosamente con sus ojos penetrantes como queriendo decir qué hace este adolescente de 16 años plantándome un acuerdo. Me preguntó, tú trabajas?, le respondí que sí y acto seguido le dije donde. Lo mismo me preguntó por mi madre y hermanas. Luego se levantó y me dijo, muy bien, estoy de acuerdo, os pondré el agua la semana que viene, y acto seguido se retiró sin mediar ninguna palabra, ni de despedida.

    Mi primer intento de cambiar las cosas había triunfado. A la semana justo vino el fontanero y con gran alegría de parte de todos teníamos agua en casa. Les expliqué a mi querida madre y hermanas cómo había manejado el asunto y compartieron conmigo la misma alegría de sacarle a nuestra pobre madre esa esclavitud de buscar el agua luego de una agotadora jornada de trabajo en la fábrica y de recorrer todos los días unos cuatro kilómetros para llegar a su lugar de trabajo, con nieve, lluvias, heladas, en fin, con los rigores de nuestro clima. Recuerdo que cada mañana, en invierno era de noche, antes de marcharse a su trabajo, me traía el desayuno a la cama, el cual consistía en una taza de café con leche y pan. En aquel entonces la leche que cada mañana subía una lechera, venía superbautizada con una buena cantidad de agua y el café no era muy abundante ya que pasamos muchos años tomando achicoria, un sucedáneo de postguerra que sustituía al ansiado café, el cual sólo se podía encontrar de estraperlo, todo un sistema paralelo al oficial, con la anuencia del Régimen

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1