Berta
Por Corín Tellado
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Corín Tellado
Corín Tellado es la autora más vendida en lengua española con 4.000 títulos publicados a lo largo de una carrera literaria de más de 56 años. Ha sido traducida a 27 idiomas y se considera la madre de la novela de amor. Además, bajo el seudónimo de Ada Miller, cuenta con varias novelas eróticas. Es la dama de la novela romántica por excelencia, hace de lo cotidiano una gran aventura en busca del amor, envuelve a sus protagonistas en situaciones de celos, temor y amistad, y consigue que vivan los mismos conflictos que sus lectores.
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Berta - Corín Tellado
CAPITULO PRIMERO
–Buenas tardes, abuelita.
–Hola, muchacho. ¿Cómo van esos estudios?
Pedro besó a la dama, se sentó frente a ella y suspiró.
–Espero aprobar.
Tenía dieciséis años, pero nadie lo diría. Por su aspecto y por su modo de pensar, parecía un hombre de veintitrés. La abuela se sentía orgullosa de él. Era uno de sus nietos preferidos. Claro que los demás estaban muy lejos, pero aun así, encontraba en Pedro cualidades estimables que no halló en ningún otro nieto, cuando éstos, en sus vacaciones, pasaban por la ciudad costera a hacerle una visita. Pedro era, como ya había dicho, un hombre en miniatura. Llegaría a ser un buen médico, como lo fue su abuelo, como lo eran sus tíos y como lo fue su padre.
–Mamá me dijo que te advirtiera que vendría a verte esta tarde.
–Tu madre se mete demasiado en casa –opinó la abuela–. Es una mujer joven y a veces me parece que es tan vieja como yo.
–Tiene sus ocupaciones.
–Todas hemos tenido ocupaciones una vez quedamos viudas, y, sin embargo, no renunciamos al mundo.
Pedro esbozó una sonrisa. A él le agradaba que su madre fuera así, sencilla y recogida. La dama ya conocía los gustos de su nieto, y era, precisamente, en lo único que no coincidía. En aquel sentido, Pedro era un poco egoísta. E igual su hermana. Los dos estaban muy satisfechos de su madre, de la vida retraída que llevaba y de su modo de proceder ante la sociedad.
La anciana suspiró.
–Quedó viuda demasiado joven –apreció reflexiva–. Es lo que no comprendo.
–¿Qué es lo que no comprende, abuela?
–Lo de tu madre. A los dos años de casarse, falleció su esposo.
–Lo sé.
–Pero tal vez ignoras que tenía entonces tu madre diecinueve años.
Pedro suspiró de nuevo.
–Todo eso lo sé, abuela. Me lo has dicho miles de veces. Admiro a mamá. Tal vez ella deseaba nuestra admiración y se comportó así.
–Eso es egoísmo.
–¿Y qué hijo no es egoísta?
–Sabrás que yo pedí a tu madre que se casara. Se lo pedí miles de veces. Ya ves; ahora tú y Ana sois personas conscientes. Dentro de poco tú tendrás novia y un día te casarás. Ana seguirá el mismo ejemplo. Es más, según creo, ya la acompaña un chico. Los dos tenéis dieciséis años. ¿Qué hará tu madre una vez vosotros os hayáis casado?
–Lo que hiciste tú –rió Pedro tranquilamente–. Cuidar sus nietos.
–Me quedé viuda a los cincuenta y cinco años.
–Abuelita. ¿Por qué siempre que vengo a verte sacas esta conversación?
–Porque es algo que me inquieta. Tu madre está hoy en lo mejor de la vida. Tiene treinta y cinco años. Es, como quien dice, una criatura, y ya ha renunciado al amor y a la felicidad.
Pedro se impacientó:
–¿Es que sólo se puede ser feliz con el amor?
–Es una forma segura de serlo. Si se ama y se es comprendido, no hay duda alguna.
–Abuelita, permíteme que te diga que mamá ha renunciado al amor, en el momento en que falleció papá, casi recién nacidos nosotros, y no por ello es desgraciada, Supongo que habrá llorado a su esposo años y años. Ahora es una mujer tranquila y feliz. Un hombre no la hubiera hecho más.
–Eres un chico inteligente, estudioso y llegarás a ser un buen médico.
–Aún no ingresé en la Facultad –rió con picardía.
–No me refería a eso. Quería decirte que, pese a todo lo mucho que sabes, en cuestión de juzgar a tu madre te equivocas.
–¿En qué sentido?
–En cuestión de hombres, mujeres y amores. Tu madre no puede ser feliz sólo porque tú lo consideres así. Se lo advertí cuando vosotros erais pequeños. Muchos hombres de la ciudad la pretendieron, tras haber quedado viuda. Tu madre, que era muy jovencita, os consagró su vida, sin pensar que tenía la suya propia y el derecho a hacer algo por su felicidad personal.
–Si su felicidad éramos nosotros...
–Indudablemente lo erais, pero una mujer debe mirar algo hacia su futuro. Y ella no lo hizo.
–Supongo, abuela, que no estaría arrepentida.
–No lo sé. Nunca hablé de eso con ella. Se diría que le tiene miedo a mi pretensión.
Pedro se echó a reír. Consultó el reloj.
–Se me hace tarde. Ya sabes que hago el selectivo y no quisiera defraudar a nadie. Tengo interés en ingresar en la Facultad en próximo año. Tengo que dejarte, porque el profesor me espera.
–Ve, ve. Y perdona que te hablara nuevamente de lo mismo.
–Ya no me coge de sorpresa. Cuando llego a casa y se lo refiero a mamá, a ella le da la risa.
–Mejor es así.
* * *
Se hallaban los dos en la salita. Eran gemelos, nacieron el mismo día y casi a la misma hora, pues apenas si se llevaban unos minutos de diferencia. Y no obstante, no se parecían. Ana era igual a su madre. Indudablemente, cuando Berta tenía dieciséis años, debió ser como era ahora su hija. En cambio, Pedro se parecía a su padre. Tenía la mirada oscura, cejas hirsutas, pelo castaño y mirada grave, excesivamente seria para su edad.
–¿Qué crees que lograré en la vida? –preguntó.
Ana, como siempre, se echó a reír.
–¿Sabes lo que te digo? Deseas demasiado. Posiblemente no consigas más que la mitad. Yo no hago como tú. Yo deseo lo que Dios me dé, y tal vez consiga más. Tú, en cambio, lo deseas todo, y quizá no consigas la mitad.
–Te equivocas. Quien más desea, más consigue. Todo es cuestión de voluntad.
Ana se alzó de hombros.
–Mamá me preguntó ayer qué deseaba estudiar. Le dije que prefería idiomas a una carrera. Ella me contestó que si lo decidía así, me enviaría un año a Inglaterra y otro a Francia. Es mi ilusión.
–No puedes dejarla sola –opinó Pedro gravemente.
Ana dio un salto en la butaca.
–¿Es que voy a sacrificar mis estudios por no dejar sola a mamá?
–Es nuestro deber.
–¡Oh, Pedro! No pensarás que mamá necesita mi compañía.
Pedro reflexionó. Ana, sentada frente a él, lo miraba expectante. Sin duda, la opinión de su hermano gemelo, pesaba mucho para ella. Se criaron tan juntos, tan unidos, su madre los educó de forma tan perfecta, que Ana consideraba a Pedro el hombre de la casa, tal como su madre le enseñó. No hacía nada, ni decía, sin la aprobación de su hermano.
–La abuela estuvo esta tarde hablándome de lo mismo –dijo Pedro sin responder a las palabras de su hermana–. Dice que mamá debió casarse de nuevo.
–¿Y darnos un padrastro?
–Eso es.
–La abuela no sabe lo que dice.
–Eso opino yo. Pero de todos modos, puesto que mamá se sacrificó por nosotros, justo y lógico es que nosotros nos sacrifiquemos por ella. Yo no puedo estar a su lado. Muy pronto me habré examinado, y como pienso aprobar, pasaré a hacer el ingreso en la Facultad de Madrid. Ya no podré venir a casa más que en las vacaciones. Mamá no puede ni debe quedar sola.
–¿Y me pides a mí ese sacrificio? –preguntó casi llorosa–. Yo deseo ir a Francia y a Inglaterra. Mamá está de acuerdo.
Pedro se puso en pie y dijo terminante:
–Comprendo tus gustos. Pero me temo que tengas una vez más que doblegarlos. Nuestra madre es antes que nada.
–¿Y tú? –preguntó ella egoístamente–. ¿Por qué no te sacrificas tú?
–Eres absurda. ¿Acaso no sabes que yo soy el cabeza de familia? ¿El hombre que ha de dar ejemplo? El hijo que debe seguir la carrera de los hombres de la familia. Nuestro bisabuelo fue médico. Lo fueron nuestros abuelos, nuestros tíos, mi padre... Yo seré, como mis primos, médico también.
Ana, que no era tan juiciosa y le importaba