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Bajo el cielo azul: Vol. 1
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Libro electrónico233 páginas3 horas

Bajo el cielo azul: Vol. 1

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En un futuro cercano y postmoderno, la industria de los cruceros enfrenta una crisis de reinvención para complacer a sus pasajeros con el capricho menos pensado, que revolucionará la industria.
Raquel es una hacker encubierta y disfuncional, que huye de un pasado conflictivo. Se embarca como housekeeping y, accidentalmente descubre un sistema secreto, Blue Sky, a borde de Dream Cruise Lines, que involucra muchas muertes sospechosas. Decide retomar sus habilidades informáticas y enfrentarse a ellos durante años, a costa de sus intereses personales, su salud mental, y hasta de su propia vida. Una aventura que traspasa fronteras y emociones profundas.
Engelly Filmart (Lima, Perú), es titulada en Ciencias Audiovisuales. Luego de pasar por talleres de cine y algunas experiencias haciendo cortos y escribiendo guiones, decide conocer el mundo trabajando como fotógrafa y editora de documentales en cruceros. Después, se anima a experimentar con la cocina en yates privados, otra expresión artística que le viene de familia, pero escribir es su favorita.
Se define como una mujer de mar, una atípica latina a la que le encanta el campari en las rocas, con solo una rodaja de naranja sumergida.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento27 jul 2018
ISBN9786124342356
Bajo el cielo azul: Vol. 1

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    Bajo el cielo azul - Engelly Filmart

    editorial.

    Introducción

    Hace algunos años trabajé en la industria de los cruceros, donde conocí y experimenté lo bueno y lo malo de aquella vida. Fue el trabajo más extremo (física y mentalmente) que haya tenido jamás, donde trabajaba más de doce horas al día, y sin domingos ni feriados. Sin embargo, esta novela no es una biografía.

    Siempre me llamó la atención todo lo que pasaba a mi alrededor, sobre todo, aquellos sucesos misteriosos que nunca faltaban abordo y que despertaron mi imaginación, esa con la que solo hacía guiones para largometrajes que nunca pude realizar por muchas razones. La historia se desarrolla en un futuro cercano, y entre diferentes países y culturas que tienen un lugar especial para mí, aunque algunas situaciones puedan decir lo contrario. Lo que quiero, en el fondo, es compartir mi reflexión sobre hacia dónde vamos en nuestros tiempos, el afán por controlarlo todo en un mundo empoderado cada vez más por las personas menos indicadas. Por eso, es necesario mantener una mente abierta sobre la lectura porque, además, hay que situarse en un futuro y centrarse en lo diferente que funcionan y se desarrollan las cosas en un barco, muy distinto a la vida en tierra. Sobre todo en la percpeción del tiempo.

    He tratado de combatir la mayoría de los estereotipos a los que las novelas de este tipo nos tienen acostumbrados. No me gustan los extremos sin sentido, me apasiona más el balance, que es lo más difícil de conseguir.

    Aprendí mucho en esos años, sobre todo de las personas que conocí y perdí de muchas maneras, la locura fue una de ellas. Son ellos los que me inspiraron a esta aventura, la que quiero compartir llevándolos en este viaje, donde la lucha constante ante los males de nuestro tiempo, el amor y la vida misma, los hagan escapar por un momento de sus rutinas. ¡Buen viaje!

    La primera etapa solar

    El proceso Wonderland

    Lo primero que aprendí en la vida fue que vivo a destiempo, siempre tarde (desde el parto). Llegué a un mundo fuera de control, donde todos estaban anclados en materialismos innecesarios. Y todo en nombre del poder. Mi familia era disfuncional. Creo que lo primero que aprendí a decir fue «click» y comencé a drogarme desde los 6 años con los videojuegos. Fue un largo, muy largo proceso el de aprender a lidiar con eso, sobre todo cuando lo primero que aprendes, antes de caminar, es a digitarlo todo. Escribir fue parte de una de mis terapias. Fue difícil saber por dónde comenzar, no es mi especialidad, pero ahí les va.

    En un futuro cercano, los vientos huracanados salidos de sus órbitas amenazaban con colisionarse entre sí al sur de la ciudad de Miami. Era un 2 de noviembre, salíamos de una temporada inusitada de huracanes, primero el huracán Brendan, y luego el Ángela, que casi se entrecruzan saliendo de Las Bahamas hasta Fort Lauderdale, y terminan arruinando parte de la temporada de verano.

    Ahí estaba yo, en el fast food Big & Bigger, con mis ojeras tatuadas que no podían ocultar la noche en blanco en un hotel barato pagado por la empresa cerca de ahí. Terminaba de derretir un cono de helado de vainilla con canela sobre mi café, inmediatamente, comenzaba a dar pequeños golpes con los dedos de la mano derecha sobre la mesa, en un ritmo regular, nervioso e interrumpido. Ya me quería largar de ahí. Miré mi reloj repetidas veces y, hastiada de los comerciales de la televisión, me levanté de la mesa. Las maletas pesaban demasiado. «Sería raro que alguien me ayudara», pensé, incluso a pesar de mi atuendo que parecía atraer miradas. Nadie me ayudó. llevaba un short a rayas verticales, blanco y negro, sobre unos botines color negro, blusa larga y sin mangas, color blanco por delante y atrás celeste. Salí, detuve al primer taxista que pasaba y le indiqué que me llevara hacia el puerto de Miami, no hubo necesidad de hablar en inglés, los cubanos tomaron la ciudad desde hace mucho.

    Llegamos al terminal. Ahí estaba mi nuevo hogar para los siguientes seis meses que me quedaban de contrato para esa temporada. El Wonderland era uno de los 15 barcos de Dream Cruise Lines y uno de los cruceros más grandes del mundo en todas sus categorías. Era un barco de la clase Oasis, su bandera era de Las Bahamas y tenía más de 400 metros de largo, una manga de 55 metros y una velocidad de 28 nudos. En sus 14 decks se acomodaban a más de 4700 pasajeros y en los 3 decks restantes habían 2500 tripulantes repartidos entre el deck A (tripulantes de rango superior), y el deck B (de rango inferior). Al deck C solo bajaban los ingenieros de máquinas que trabajaban por turnos.

    Uno de los encargados de seguridad del barco me pasó la voz a lo lejos para abordar de una vez, se veía estresado, entendí que estaba retrasada. Me acerqué con cierta dificultad por una rueda defectuosa en una de mis dos maletas. El gerente de recursos humanos me esperaba para confirmar mis datos en su dispositivo electrónico. «Chau español», me dije con cierto fastidio, a partir de entonces tendría que hablar solo en inglés, tanto con los pasajeros como con la tripulación. Era una de las principales reglas del crucero.

    —Bienvenida al Wonderland —dijo él, como si se tratara de la cosa más excitante del mundo, se olvidaba de que yo estaba ahí para trabajar—. A ver, tu eres… Raquel Acosta Zalvez, 27 años, ¿housekeeping? —preguntó.

    —Sí, sí —dije apurada—, todo es correcto. Tengo frío. ¿Podemos entrar?

    Comenzaba todo de nuevo en el Wonderland, justo un día de los muertos y luego de haber pasado los dos primeros meses en el Starlite. Ahora solo faltarían seis meses más para regresar a casa.

    Ingresar a un crucero era para mí como entrar a una nave espacial, por la cantidad de metal ensamblado, pernos y tuercas que se veía por todos lados. La tripulación estaba uniformada de acuerdo a su área de trabajo, en equipos, todos parecían robots repitiendo las mismas cosas amables en un ambiente que olía a drama grasiento y maquillado. La contraparte estaba en la zona de los pasajeros, ahí todo olía y se veía muy bien, era la apariencia por la apariencia misma, una celebración constante a los excesos. Las paredes forradas en madera y algún material extraño que fungiera de pared moderna, alfombras por doquier y columnas estilo griego o romano, sin contar con el piso en imitación de mármol de sus salones más elegantes y sus grandes ventanales con arañas brillantes y monumentales, daban vida forma a los caprichos visuales más exigentes.

    Prefería enfocarme en lo mío, una vez zambullida en la atmósfera del crucero, el tiempo se sobredimensionaba instantáneamente, era tan mágico, pero cruel e indomable también. Me sentía como una veterana a bordo, siendo ese apenas mi primer contrato y, como jugando, ya había viajado por más de veinte países. Todo venía muy rápido y había que digerirlo así también. No había tiempo para más.

    Aunque los cruceros recién aparecieron en los años setenta para personas solventes y no necesariamente millonarias, como era antes, la industria marítima del entretenimiento se mantuvo camaleónica. En sus inicios, los itinerarios no eran tan variados como en la actualidad, que llegan a más de setecientos destinos. Sus pasajeros (guests) son cada vez más jóvenes y sus principales segmentos estaban dominados por familias, amigos, jubilados y hasta pastores de diferentes agrupaciones religiosas fuera de la iglesia (sectas), a los que, irónicamente, no les gustaba dejar propinas, pero los pastores con más años en el negocio tenían su yate privado. En mi país, cada vez se familiarizaban más con los cruceros.

    Era una industria muy constante. Ni los hundimientos, ni los escandalosos accidentes del pasado les ha afectado demasiado. Aún hay millones de personas esperando por su primer crucero e, incluso, otros millones que continúan repitiendo la experiencia con frecuencia. Y no es para menos, estas naves son hermosas y tenían discotecas, videojuegos, bares y más de veinte restaurantes. Los teatros no tenían nada que envidiar a los de Nueva York, muchos, inclusive, copiaban al detalle alguno de los cuarenta y tantos teatros de Broadway, aquí parecían haber copiado el New Amsterdam Theater con su estilo art nouveau y un toque de art decco sin dejar de lado la decoración en tonalidades verdes, ocres y dorados, mayormente. También había un par de cines, no muy grandes, pero elegantemente decorados, pistas de patinaje, un casino a lo James Bond, canchas para diferentes deportes de medida oficial, pared de escalamiento, un cuadrilátero de boxeo, 9 bulevares temáticos llenos de tiendas, 12 jacuzzis, 5 piscinas al aire libre, dos de ellas con el efecto de surfing. Y mucho más. Toda una infraestructura de lujo para engreír a gran escala.

    Por otro lado, la vida de un tripulante era muy diferente. Para este, todo era trabajo y más trabajo, éramos, además, los anfitriones que se turnan para estar disponibles a toda hora. Nuestras áreas de relajo eran mucho menos glamorosas, pero al menos en estas zonas los pasajeros no estaban permitidos ingresar. ¡Cada momento lejos de ellos contaba mucho!

    Lo primero que hice fue dejar mi pasaporte en el crew office o la oficina de tripulantes, no lo volvería a ver hasta el día en que dejara el barco. Eso lo reemplazaban con el ID o identificación a bordo, que era una tarjeta magnética, que llevaba nuestros datos personales y número de empleado impresos. Me tomaban una foto ahí mismo y listo. También me servía como tarjeta de crédito para pagar mis consumos a bordo, y cuando me pagaban en efectivo, iba a pagar mi deuda al crew office. Luego, dejé mi equipaje para la revisión de rigor, no me estaba permitido llevar alcohol. Enseguida, comenzó un breve tour antes de los entrenamientos audiovisuales (training) que suelen ser el mismo día, era la peor parte del primer día a bordo.

    Detrás de cada puerta había caras nuevas, todos unos extraños para mí, diferentes etnias dispersas en diferentes ambientes, nuevos jefes… todo nuevo. A groso modo, podía identificar a algunos de la India, Rumania, Indonesia, Jamaica, uno que otro sudafricano y, sobre todo, harto filipino. Siempre me pareció incómodo el modo en que me miraban al llegar. En sus diferentes gestos y actitudes se reflejaba el mundo. A veces, me sentía como en una cárcel internacional de altamar, donde todos te juzgan por tu apariencia y empiezan a especular sobre tu origen, o sobre tu posición de trabajo, o sobre qué tan facilona podrías ser después de unos tragos, etc. Lo único que me gustaba de ese trayecto era la posibilidad de encontrarme con algún conocido del barco anterior o alguna sorpresa, alguien que me robara una mirada, no sé, siempre me gustaron las sorpresas.

    Pinceladas de lo familiar

    Todos trataban de adivinar mi procedencia a través de mis facciones, pero nunca adivinaban que provenía de Perú, al que represento con mi metro setenta de estatura, contextura delgada, cabello negro largo, piel canela y ojos café. Yo era la chica exótica a la que todos querían conocer. Sin embargo, en mi propio país nunca fue así. Los chicos se me acercaban por mis habilidades computarizadas más que todo. Además, no tenía rasgos de modelo.

    Nunca olvidaré aquella tarde en el colegio, cuando tenía ocho años, había un niño de mi clase con cara de muñeco que me gustaba, era la cosa más inocente del mundo. Un día, dejó de venir y, como vivía cerca del colegio, se apareció durante el recreo con unos jeans y camisa escocesa para despedirse a través de la reja que nos dividía. Su madre, que estaba al fondo, siempre me miró mal. Mientras me decía que se mudarían a Alemania, sus dedos rozaban los míos. Nuestras manos, apoyadas en la reja, se fueron acariciando como si fuera la continuación de nuestro dialogo en otro idioma, para que nadie más nos escuche. Estuvimos así como quince minutos, hasta que su madre se lo llevó apurada. Nunca más lo volví a ver. Creo que fue desde entonces que mi obsesión por controlarlo todo se disparó. Ya no iba a dejar que las cosas sucedieran porque sí, o sin que haga nada al respecto. Si no iba a tener el poder que tenía una modelo por su apariencia, lo iba a tener por mi mente.

    Mi país siempre había sido famoso por la hospitalidad de su gente hacia el turista, aunque con el prójimo era un poco discutible. Esa hostilidad era algo con lo que aprendí a vivir en casa. Mi papá peleaba mucho con mi hermano y, sobre todo, con mi madre, quien era una mujer tan fuerte como moderna, eso hizo que la relación con mi padre esté condenada al fracaso desde un comienzo. Lo único moderno que recuerdo de mi padre fue el hecho de ponernos un solo nombre. No sé cómo es que duraron juntos más de 25 años, sin contar con las limitaciones de ser una familia de pocos recursos en un barrio de Surquillo. Jorge era mi único hermano (tres años mayor que yo). La conexión con él comenzó con los videojuegos más que con la simple palabra juego. Hasta nos tomábamos más a juego el hecho de huir de la policía que el jugar a las cartas, nosotros no éramos de la generación del Monopolio ni nada de eso. Habíamos nacido en la época del boom tecnológico, la computadora era como nuestro hermano «sándwich». Parábamos todo el tiempo en la computadora, antes de dar los buenos días o desayunar, ya estábamos sentados frente a la pantalla.

    Vivíamos en el barrio médico, cerca de un parque en una casa pequeña antigua (estilo art deco) de dos pisos, de las muy pocas que se resistieron a ser vendidas para convertirse en edificio descartable (como decía mi padre), él nunca quiso vender. Nuestra casa era de esas que desentonaba la cuadra entre tantos edificios de todos los tamaños. Era de color turquesa (con filos blancos) porque a mi padre le encantaba la playa, el mar. Había rejas a la entrada a medio oxidar, adentro había espacio para el viejo auto azul de papá, que Jorge solía usar algunas veces. Yo aprendí a manejar más tarde, era tan estresante manejar en Lima que no me afanó hacerlo tan pronto. Prefería manejar en mi mundo virtual compitiendo con Jorge. Comenzamos con los videojuegos y luego lo superé convirtiéndome en hacker, su carácter siempre fue pasivo comparado con el mío. Mis manos parecían una extensión del teclado, por eso, mis dedos a veces se movían solos, era como un tic, sobre todo cuando estaba muy pensativa, ansiosa o nerviosa. Con el tiempo, comenzamos a hacer cosas de cracker y otras travesuras informáticas que nos pusieron en problemas más de una vez. En fin, era lo que me nació ser, mi generación se impuso así y yo solo le di PLAY.

    Pese a nuestro escape virtual, no podíamos escapar del constante conflicto familiar en casa, el mismo que se agudizó en el último par de años previos a un inesperado cataclismo. Yo tenía 25 años cuando pasó y, recién varios años después de lo sucedido, sentí el impacto de la ausencia de mis padres, fue como un tsunami emocional para mí. Nunca me había sentido tan sola como en ese periodo, fue una depresión brutal, había mucha tensión acumulada en mi cuello, hombros y espalda. Aún me cuesta hablar de lo que pasó, quizá más adelante. Paciencia.

    Los cruceros fueron el escape ideal en ese momento. La propuesta era interesante, me pagarían por vivir y viajar alrededor del mundo en un trasatlántico espectacular, incluyendo tickets aéreos, viáticos y seguro médico a cambio de dejar mi hogar, pero, ¿qué hogar? También debía hablar inglés, seguir una serie de reglas de mierda y cambiar temporalmente mi mundo informático por el de hacer camas trabajando como housekeeping, que era lo único disponible cuando decidí irme del país. Lo virtual me estaba consumiendo y estaba agudizando mi depresión con lo antisocial.

    De mucama nunca me aluciné, pero no tuve elección. Ni de mesera porque era demasiado torpe para cargar una bandeja delante de todos y con el barco en movimiento; además, ser mesera significaba ser aún más sociable con los pasajeros que en el otro trabajo y, para mí, ya era más que suficiente tener que socializar con los tripulantes que, mayormente, parecían payasos, como si hubieran trabajado en Disneylandia. Más fingidos… así que lo descarté en una. Ya era un milagro que no me afectara el movimiento del barco, en eso me ayudó la realidad virtual. De todos modos, me tenía que ir, Lima me había quedado chica hacía tiempo, era una buena idea salir, viajar por un año y luego regresar cuando todo esté más calmado con la policía y, sobre todo, conmigo misma y buscar un nuevo trabajo acorde a mis capacidades.

    Pero, cuando comencé en los cruceros, pensé que podría madurar mejor y que sería como una terapia contra mis obsesiones tecnológicas. Quería dejar de estar tanto tiempo frente a un monitor, al menos la manía de estar jugando con el celular ya se me estaba quitando de a pocos. Quería conectarme más con la naturaleza y con diversas culturas, reconectarme conmigo misma. Necesitaba un reseteo, pero lo que tuve a cambio fue algo completamente inesperado porque desafiaba todos mis limites mentales y físicos. En fin, después, paciencia…

    Lo difícil del comienzo

    Los primeros días eran los peores, sobre todo por los training, que eran una verdadera pesadilla por la cantidad de lecciones consecutivas que excedían la capacidad de un ser humano para mantenerse atento luego de largas horas de vuelo y otras más en el área de espera en migraciones por ser tripulante. ¿Cuál era la excusa?, que, como son temas de seguridad, el tripulante debe estar preparado para cualquier eventualidad. Yo, que apenas podía mantener los ojos abiertos, me preguntaba: «¿No sería mejor hablar solo sobre ese tema de seguridad, en vez de que se nos amontone tanta información en tres horas seguidas?». Y eso que teníamos más training durante las siguientes dos semanas. ¿Acaso quedarse dormido no es lo mismo que no haber atendido el curso?, ¿cuál era el apuro? No les importaba, nos trataban como robots desde el comienzo. De todos modos, yo aún tenía fresco lo que había aprendido en los cursos que había llevado en La Marina de Guerra durante una semana y que me costaron un ojo de la cara. Era como una licencia para trabajar en barcos y

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