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Estética de la arquitectura
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Estética de la arquitectura

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En su Estética de la arquitectura, Masiero analiza históricamente las diversas aproximaciones al fenómeno arquitectónico en el marco de los planteamientos estéticos generales y en relación con las demás actividades artísticas. Presta especial atención al pensamiento estético y arquitectónico que se ha producido en el siglo XX, en torno al arte de vanguardia y tras él, a los problemas teóricos, pero también a los sociales, tecnológicos y políticos.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento15 jun 2018
ISBN9788491142065
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    Excelente referente teórico sobre la estética de la arquitectura y sus antecedentes.

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Estética de la arquitectura - Roberto Masiero

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I

De lo sagrado a lo bello. La sensibilidad arcaica

La palabra arquitectura deriva del griego architektonía. Se compone de archi-, partícula preposicional que denota superioridad, preeminencia, excelencia, y tektonía, que significa construcción. Arch-e´ designa lo que es en principio: es lo que se encuentra en las profundidades mitológicas y proféticas del origen; pero es también lo que se impone por principio, porque es evidente, lógico, elemental. Se refiere a una primacía de grado (poder, reino, dignidad) y de tiempo (inicio, principio).

El hombre es constructor: construye pensamientos, razonamientos, lenguajes, cosas, técnicas. Al construir pone en acción el arch -e´ de lo que es por principio razonable y tecnológicamente posible, pero también lo que tiene calidad, grandeza, esplendor, para poder evocar o representar aquello que está en el inicio del tiempo. Al invocar un arch -e´ se refiere, sobre todo, a lo que existe intemporalmente, incluso cuando se refiere al tiempo mismo, a los lugares, a las necesidades, a los sistemas económicos, a las ideologías. En el mundo griego con el término architektonía no se designaba cualquier construcción: el constructor de casas era llamado oicodómos y la palabra téct -on se refería al obrero especializado, al artesano, al herrero con más frecuencia que al carpintero, con el valor genérico de constructor.

La palabra téct -on deriva de la raíz √*tak, de la que nacen palabras como técnica, techo, tectónico, tejido. Habla de un hacer y también de un componer: así sucede en sánscrito con taksan, carpintero; en el persa antiguo con takhsh, fabricar; en griego con t e ´ych -o, fabrico, produzco, te^ychos y toîchos, construcción, muro, protección, pared.

La misma raíz genera también tíkt -o, que significa procreo, produzco, genero. También en ella tienen su origen las palabras latinas te + ge + re y texe + re. Te + ge + re (griego stégein) significa cubrir, recubrir y proteger. Da lugar a tegumen, que significa cubierta, cobertura, pero también vestido, armadura, yelmo, casco, estera, bóveda, protección, techo. Se convierte en toga, el hábito usado por los romanos en ciertos actos civiles o religiosos. Abitum es la palabra para vestido –tejido, generalmente–, pero también para vivir en un sitio, tener un domicilio propio. El latín ha + bito deriva, a su vez, de ha + be + o, tener. Vivir es un tener, un tener un techo propio, un tener ciertas costumbres, un tener un modo de ser.

A partir de te + ge + re se forma la palabra t-ectum, techo (griego stégos y tégos), lo que realiza la acción o efecto de cubrir gracias a un acto técnico que es por su propia naturaleza un ensamblaje, un poner y mantener juntos, unir. Se presume que, «en su origen», la construcción para habitar no era sino un conjunto de ramas entrecruzadas con el fin de cubrir un refugio ocasional.

De la raíz deriva también el término griego tektonikós, lo que concierne al arte de la construcción, y el latino tecto + + cus, que se refiere a cualquier cosa de estructura sólida.

Si te + ge + re significa cubrir y proteger, texe + re significa urdir, entrelazar, tejer, confeccionar, y asume el valor alegórico de orden, unión, proporción de las partes.

La arquitectura es, siguiendo este juego etimológico, un arte, una técnica para construir cosas excelentes, cosas fundamentales . A través de la construcción, que es un entretejer, urdir, unir, ordenar ciertas partes entre sí, el hombre habita la tierra, le da y toma su forma.

El arquitecto es arch -e téct -on, detenta, por tanto, el poder mitológico y lógico, arch -e´ , sobre la técnica. Es responsable de la misma. A él cabe la obligación de saber cómo se realiza la construcción y cuál es su significado. Debe dominar la técnica, indicando a los constructores cómo la obra debe ser llevada a cabo. Pone orden; pero para tal fin debe tejer tramas, poner trampas, hacer redes, esconder maquinaciones, urdir engaños; es un estratega, es una de las muchas caras de Ulises.

Son muchos los fines de la arquitectura y muchos los modos en que es entendida; y muchos los términos que, una vez sometidos a examen, pueden ayudar a comprender las maneras en que la arquitectura es comprendida y, por tanto, su esteticidad, antes de que haga acto de presencia la objetivación de lo bello y su ontologización.

Por ello, haremos referencia, con la ayuda de la lingüística comparada y de la antropología cultural, a esas palabras que designan la casa, el templo, la ciudad: en definitiva, el habitar, en el marco de esas culturas a las que tradicionalmente llamamos indoeuropeas. Entre ellas se encuentra, obviamente, la cultura griega, que representa en nuestro esquema interpretativo el lugar de formación de la cultura occidental.

¿Cómo llamaban los indoeuropeos a su habitar y qué «pensaban» y «sentían» sobre tal habitar los indoeuropeos? Tres raíces indoeuropeas designan a su vez tres maneras distintas de habitar: √geu, √*keu y √dem.

La raíz √geu sirve para formar el griego gy´p -e que significa vivir en un hueco. Tal raíz se usa para hablar de elementos curvos, cóncavos o convexos, existentes en la naturaleza, por ejemplo, una caverna o una garganta (entendida bien como órgano anatómico, bien como formación orográfica). De la misma raíz nacen también palabras como el avéstico gufra, que asume el carácter de lo profundo y misterioso, o el sánscrito gur, que se refiere a esconder. La raíz √geu servirá, por tanto, para formar palabras vinculadas a un habitar estacional o a habitáculos ocasionales propios de pueblos nómadas. Cuando tales pueblos se establezcan, la raíz √*keuse utilizará para indicar construcciones provisionales, accesorias, incómodas.

En la cultura de las poblaciones estables aparecen palabras derivadas de la raíz √*keupara referirse a habitáculos hundidos, creados a partir de un accidente anteriormente existente, un agujero, sobre el que se ha de apoyar una techumbre de pieles o de ramaje. El significado fundamental de la raíz √*keues el de cubrir, envolver, y designa, a diferencia de √geu, una actividad, un acto.

Exhibe, en cualquier caso, el valor de algo plegado que, al plegarse, define un espacio en el que encerrarse y encerrar, cubriendo con una superficie redondeada. Es por ello que en el ámbito de aplicación de esta raíz encontramos nociones como las de técnicas para redondear un objeto, las referentes a jarras y recipientes variados de contornos curvos o las de hundir en el terreno.

Al cotejar ambas raíces encontramos entre las palabras derivadas de ellas muchas coincidencias. En lo referente a las intenciones, lo que resulta significativo es el desplazamiento de la raíz √*keuhacia el ámbito de lo artificial, un cambio hacia el campo de la fabricación de productos (por ejemplo, vasijas o tazas con líneas curvas) que nos hacen también considerar como posible una derivación hacia el término cúpula¸ a través del término copa. La cúpula es vista como una taza puesta del revés.

Pero también nos interesa otro aspecto de las posibles derivaciones de la raíz √*keu. En su familia léxica está presente el valor de la altura, la emergencia, que podría hacernos pensar en una analogía con la raíz √geu, con esa raíz que remite a algo ya presente en la naturaleza. En realidad, el factor orográfico asume para estas poblaciones nómadas un valor importante no sólo debido al hecho de que tales elevaciones sirvan para identificar lugares determinados o para divisarlos desde lo alto, es decir, para defenderse, sino también porque se conciben como elementos que, en oposición a la llanura, desempeñan una función activa. Resulta significativo el hecho de que la misma raíz, aplicada al cuerpo humano y animal, tienda a representarlos en el acto de doblarse. De tal modo, la raíz √*keu, indica al mismo tiempo lo que emerge, el esfuerzo de doblar y expresa «una carga de potencialidad dinámica no sólo desde el punto de vista extrínseco, físico, sino también desde su aspecto intrínseco, mágico, ya que para la sensibilidad indoeuropea la punta (...) representa vitalidad y se convierte en símbolo del crecimiento (...) como empuje hacia adelante, en tanto constituye la forma más adecuada para abrirse camino, para salir a la luz, penetrando y atravesando con facilidad cualquier obstáculo, la forma que reúne en sí las cualidades idóneas para la velocidad»¹.

Es de este modo como a una interpretación fundamentalmente etnográfico-constructiva, basada en las necesidades y el medio, debemos añadir otra, que en absoluto invalida la primera, de naturaleza mágicolingüística. El tímpano, como la cúpula, no son sólo modos de cubrir un espacio y resguardarse de lo externo; en ellos encontramos tanto los valores de la flecha como los del arco. Y quizá no sea casualidad que el término arco se use en español e italiano, lenguas de indudable matriz indoeuropea, para nombrar al mismo tiempo un arma y una estructura propia de la construcción.

También de la raíz √*keunacen palabras que conservan el significado de esconder, como el griego key´th -o o el godo hird, que tiene el valor de tesoro. Sobre la cuestión del esconderse, resulta de gran interés la comparación con otra raíz, √kel, que expresa la idea de habitación, pero que tiene como valor fundamental el esconder. De √kel deriva el sánscrito cala, cabaña, casa, estancia; el griego kaliá, cabaña, y el latín cella, así como con el término griego kaly´pt-o , que significa cubro y también velo y manto, y el latín c-elo, cubro, escondo. Pero también nos encontramos con el latín co + lor, color, tamiz que cubre un objeto, así como con el gaélico colum, piel. Tales términos pueden valer también como cáscara, envoltorio o revestimiento protector. El habitar viene a ser, por tanto, un esconder y un cubrir, lo cual presenta connotaciones enigmáticas. Pensemos en esta extensión de significado que se produce entre celda, lugar donde me escondo, y color, superficie que cubre, al comprobar el uso constante del ocre rojo en el rito sepulcral de las tribus europeas y el ocre de los primeros templos dóricos. El rojo implica, sin duda, la voluntad de disimular el estado de inercia del muerto, vertiendo en él la «sangre», que fue tiempo atrás su principio vivificador, para así sustraerlo de los ataques de fuerzas mágicas hostiles.

De este modo, la raíz √kel se convierte también en parte de la terminología propia del reino de los muertos, como sucede en el godo halja, infierno, y en la antigua lengua nórdica con hel, reino de los muertos.

Estamos ahora ante la raíz más importante, √dem. Ésta plantea notables problemas a los lingüistas, sobre todo al cruzarse en el camino con otra raíz, √dom. Pero pienso que en este lugar deberíamos obviar las cuestiones propias de los especialistas y centrarnos en otras de carácter más general. La raíz √dem origina el griego dómos y el latín do + mus, que significan casa. Tal raíz implica ya la idea de construcción. Así encontramos el griego dém -o , que significa precisamente construyo. Se refiere en particular a las construcciones de madera y aparece, sin duda, en el momento en que los indoeuropeos empezaron a diseminarse partiendo de Centroeuropa para convertirse en sedentarios en otros lugares, en el momento, en definitiva, en que comenzaron a fabricar construcciones de leña duraderas. Son muchas las palabras y los significados que nacen a partir de estas dos raíces, particularmente el de domar: podemos ver su huella (si bien por derivación indirecta) en dominar y domesticar. Por otra parte, puede interpretarse la acción de construcción expresada por √dem como una acción dirigida sobre todo a someter la materia a la voluntad del hombre a través de técnicas específicas. Nos remite a una serie de acciones como «abatir los árboles necesarios, cercenar sus ramas, torcerlas, darles forma y cortarlas en ciertos puntos, fijarlas en el sitio exacto y acoplarlas la una con la otra...». Crear el esqueleto de una casa es «desde el principio hasta su culminación un esfuerzo realizado en oposición a la naturaleza, como un pequeño drama desarrollado entre ésta y el hombre»².

Consideremos las siguientes formas derivadas y analógicas del español procedentes de las raíces √dem- dom: dominio, domar, doméstico, domicilio, demiurgo, democracia, o el italiano duomo. Esta última se usa por elisión o por antonomasia de Domus Dei, casa de Dios; pero presenta otra derivación en el francés dôme, cúpula. Uno de los conceptos fundamentales para comprender la cultura griega y, por tanto, toda la cultura occidental, es el vinculado a la palabra d ^e-mos, concepto territorial y político, que designa una parte de territorio y el pueblo que allí habita.

La arquitectura, al ocupar el espacio, crea el lugar, es decir, permite la identificación, no sólo de los sujetos, sino también de los espacios; convierte en determinado (reconocible) lo indeterminado, en distinto lo indistinto de la naturaleza.

En el contenido de las palabras analizadas figuran también las técnicas, los materiales y las formas; por ejemplo, se refieren a un cierto entrecruzamiento o asumen el significado de techo o de ángulo. La palabra no habla sólo de la cosa, sino también de la lógica que la regula y de las relaciones que se establecen entre la cosa misma y quien la crea, entre el producto y el productor.

Sale a la luz, de este modo, esa extraña relación entre el cubrir, recubrir, velar, colorear, construir y esos otros aspectos inferiores, subterráneos (ancestrales y primigenios) que dotan de matices extremadamente problemáticos a otro de los grandes temas de la estética de la arquitectura, el de la decoración o el ornamento.

Dos aspectos parecen relevantes: la artificialidad de la arquitectura y su aspecto litúrgico, exorcizante, ritual, social. Ambos resultan, sin duda, «evidentes» en el mundo arquetípico que estamos intentando evocar; no obstante, a pesar de difuminarse en la progresiva desmitificación y desacralización de la cultura occidental, esos valores quedan como residuo, como inconsciente, o como tensión irracional en relación a la arquitectura y, por tanto, en su percepción y/o su reflexión estética.

Todo se entremezcla con la dimensión sacra. Para hablar de lo que él llama el hombre religioso, Mircea Eliade identifica una oposición fundamental entre lo sacro y lo profano. Para el hombre religioso, «el espacio no es homogéneo; los espacios consagrados tienen una forma, mientras los profanos son amorfos». La oposición sacroprofano adquiere valores ontológicos: lo real es sólo aquello que ha sido consagrado y que por ello tiene forma; lo que queda al margen es caótico. Lo real es aquello que aparece como manifestación de lo sagrado en una realidad profana. Este paso de lo amorfo, del caos, a lo que tiene forma, acontece por un acto divino que funda el mundo y que el hombre religioso reproduce. Se trata de una experiencia primitiva, que opera constituyendo un «aquí» y un «otro lugar», un punto fijo, un centro y, por tanto, una orientación. Se trata de una auténtica lucha contra el caos que el hombre lleva a cabo al calificar el espacio. Es evidente que todo acto relativo a la toma de posesión de un espacio, construir una casa, un templo, una ciudad asume un valor cosmogónico ritual.

¿Cómo tiene lugar la sacralización del espacio? Es necesaria una ceremonia, un suceso que justifique tal sacralización: un acontecimiento inesperado, un evento propicio, un signo ocasional o producido; y, por consiguiente, una delimitación, una circunscripción que ponga orden, que posibilite una orientación, que establezca el dentro y el fuera, el sí y lo otro, el orden y el desorden. Se crea, de este modo, un mundo consagrado, análogo al kósmos, que permite la comunicación con los dioses, y otro caótico, distinto, extraño.

El hombre religioso quiere vivir en el kósmos, en la totalidad del universo, en el orden; sus técnicas de caracterización, orientación, construcción, reproducen miméticamente la obra de los dioses. Recordemos que el término mímesis significaba originalmente la expresión de los sentimientos y la manifestación de las experiencias a través del movimiento, el sonido y la palabra. Se refería, por tanto, fundamentalmente a la choreía, la danza del grupo, la de los ritos dionisíacos. Los antiguos griegos disfrutaron desde el principio de dos tipos de arte, uno expresivo, conjunto de poesía, música y danza; el otro constructivo, formado por la arquitectura integrada con la escultura y la pintura.

Nietzsche obtuvo, a partir de la diferencia entre arte expresivo (activo) y constructivo (contemplativo), aquella otra entre lo dionisíaco y lo apolíneo, entre el mundo de lo orgiástico y el del orden. En realidad ambos tendían a alcanzar un único sentido: una idéntica mímesis envolverá la reflexión sobre todas las artes, tanto del hacer como del copiar. Mím -esis deriva de mímos, aquello que imita. Probablemente el sacerdote imitaba en su danza ritual animales o sucesos, lo cual asumía un cierto valor mágicoapotropaico, preparaba para sentirse en unidad con las fuerzas de la naturaleza, tenía función catártica, y procuraba satisfacción y placer. Era, en definitiva, un fenómeno de una radicalidad «estética» casi absoluta.

Volvamos al hombre religioso y a su relación con el espacio, con la arquitectura. Si cada una de sus acciones pretende subrayar su propia pertenencia al kósmos a través de la identificación de un espacio sagrado, la puerta se convertirá entonces en lugar de paso de lo sacro a lo profano; la columna será el axis mundi, columna que sostiene la carpa celestial poniendo en comunicación tierra y cielo (dando lugar al espacio); el templo será imago mundi. Será el lugar donde se haga visible la orientación, en tanto es «cuadrado», tiene cuatro direcciones, direcciones que siguen el movimiento del sol, simbolizado a su vez por el rectángulo; será omphalós, ombligo del mundo, lugar de la toma de decisiones que separándose de ese mundo se otorga fundamento.

El templo no es sólo imago mundi, es también reproducción (pero no representación) en la tierra de un modelo trascendental; es copia de un arquetipo celeste, el cual santifica sin cesar el mundo porque lo representa y lo contiene.

No puede dejar de reconocerse con Eliade la profunda conexión existente entre lo sagrado, la delimitación y definición del espacio, y la arquitectura. También en este caso, encontramos confirmación en las palabras: templo deriva de templum y éste de témenos, recinto, lugar separado, dedicado a los dioses; a su vez derivado de témn -o, corto, separo, divido. Tal y como nos enseña Varrón, en su significado primitivo indicaba un fragmento de espacio aislado que el augur delimitaba con su varilla a fin de circunscribir el perímetro dentro del cual interpretar el vuelo de los pájaros.

El paso del mundo prehistórico al histórico viene caracterizado por una progresiva normalización de lo sagrado. Su terror dionisíaco se convierte, lenta pero inexorablemente, en piedra, se hace monumento.

¿Se oculta algo de ese terror en esas piedras perfectamente talladas?, ¿hay algo antes de la posibilidad misma de que el tiempo sea imago mundi? Dicho en otros términos: ¿Apolo, orden y medida, esconde dentro de sí a Dionisos?, ¿persisten en las formas bellas signos de lo tremendo?, ¿cuando se piensa en lo bello no será quizá necesario pensar antes en lo sagrado?

No hay tribu sin tótem; no hay sacrificio sin víctima. El tótem es el lugar del sacrificio, pero también memoria de un sacrificio original. La tribu, al erigir uno de ellos, toma posesión de un lugar indicando su centro, ha permitido que el espacio tomara forma para la comunidad. Antes de que fuera alzado, el totem había sido un animal asesinado. La sangre habría dado color a la piedra del sacrificio, la habría «adornado» cubriéndola. Adornar deriva, según Curtius, de la raíz √var, cubrir, que se encuentra en sánscrito en la palabra varna, color. En la punta del tronco se colgarían posiblemente los restos de las víctimas, sus cabezas, cuernos, esqueletos. De su ser centro del mundo, el tótem se convierte también en un modo de cercar, de sacrificar el espacio. Multiplicándose se hace «entorno», se hace témenos, claro sagrado, construcción, templo. Entre tótem y tótem, en la horizontal del cielo, se coloca el arquitrabe, o sea, la viga «primera»; los restos del sacrificio se convierten en capiteles, que significa «lo que está en la punta», pero también caput, cabeza. Entre los arquitrabes y el fuste un ábaco, unas armillas y en medio el equino. El ábaco es la tablilla para contar; las armillas los brazaletes concedidos a los guerreros que habían demostrado su heroísmo matando a muchos enemigos.

En la parte superior del totem nos encontramos con el trofeo. En griego trópos significa estilo, inversión, torsión y está conectado con el significado de trofeo, el cual se plantaba en el punto del campo de batalla donde las hordas vencedoras se daban la vuelta para comunicar a gritos la victoria a quienes se encontraban en la retaguardia: por fin se podía dar la espalda al enemigo. Ahí se alzaban los trofeos, maniquíes compuestos con brazos, armas y yelmos de los enemigos masacrados. Eran concebidos para satisfacer a los espíritus y prevenir la ira de las divinidades: cada asesinato, aunque sea bélico, necesita de un rito de justificación y restitución analógica, un resarcimiento por aquello que se le ha quitado a la vida, a la naturaleza, a la existencia, a los dioses. De esta manera nace lo sagrado. La muerte de los enemigos se ve transformada, invertida, de asesinato en sacrificio.

El equino, elemento a modo de almohada que acopla al ábaco el fuste de la columna, deriva del griego echînos, erizo. El erizo es en la tradición persa –y es sabido lo mucho que los griegos deben al Oriente– el consejero escuchado por los hombres, que reencuentran gracias a él el sol y la luna, desaparecidos durante un tiempo. Es el inventor de la agricultura, es la síntesis y el héroe civilizador, vinculado a los comienzos de la sedentarización de los antiguos nómadas.

Alrededor tenemos los frisos, o sea, el trabajo de los frigios, pueblo del Asia Menor considerado como el inventor del arte del bordado, el mismo que se usa en las vestimentas litúrgicas. Y como cubierta encontramos el techo de dos aguas y el tímpano, también él lleno de valores simbólicos. Tímpano es el mismo término usado para nombrar la membrana interna del oído, derivado de t ´yptein (batir, golpear), que da lugar también a las palabras tipo y timbre. Era también un instrumento sagrado, usado en el culto a Cibeles, compuesto por una piel seca estirada en un pequeño bastidor rodeado de campanillas.

Nos encontramos de nuevo con la relación entre arquitectura y música. Debemos recordar que «ni siquiera el nacimiento de la propia música es concebible sin una muerte en forma de sacrificio; el uso de la flauta de hueso, de la lira de tortuga, del tímpano revestido con la piel de toro, se impone con la idea de que la fuerza sobrecogedora de la música deriva de la transformación y la superación de la muerte»³.

Gran difusión alcanzan los sacrificios vinculados a la cimentación de las obras: «una casa, un puente, un dique de contención perdurarán sólo si bajo ellos descansa una vida destruida»⁴.

Para los griegos

(...) el ritual del sacrificio prepara y culmina una expedición militar. Se realiza un sacrificio preparatorio en la partida, con adornos y laureles antes de la batalla, como si se tratara de una fiesta. Los sacrificios con descuartizamiento introducen la acción sanguinaria, que para Homero es érgon (fuerza, potencia). Ya en el campo de batalla se erige después una señal, el tropaîon, como testimonio sagrado y perenne; a esto le sigue el solemne enterramiento de los muertos, que ni siquiera el vencedor puede negar al vencido. Las exequias son casi tan importantes como la batalla misma, incluso más duraderas: sobre ellas se cimienta el «monumento » que allí queda⁵.

Aquellos templos, que aún hoy parecen ser signo del sentido del orden y la medida, que en su majestuosa sobriedad parecen encontrarse «más allá del tiempo», no son, quizá, sino restos de terribles ritos ancestrales, formas memoriales de sucesos crueles, de cabezas cortadas y conservadas, como el cráneo de un buey, de víctimas cuyos restos se colgaban en lo alto de estacas dirigidas al cielo. Eran quizá objetos culturales, depósitos macabros de trofeos y eran también decoración: la decoración como testimonio de la gloria y de la fama. No olvidemos que el término decorar tiene además como derivados al sánscrito dacas, gloria, y al griego dóxa, fama.

Aquellos templos estaban pintados con ocre rojo, no tanto porque se hallase fácilmente en la naturaleza o porque fuera «agradable» a la vista, sino porque eran «resto» de la sangre del sacrificio. Aquellos templos no son, quizá, sino sublimaciones de lo tremendo.

Lo sagrado precede y funda lo bello.

Imaginemos un primer hombre –por supuesto, jamás ha existido– que quiere transformar la selva (el caos) en claro (el orden): se trata de su supervivencia. Recorre el bosque buscando «direcciones». Es nómada. El héroe «penetra en el universo caótico poblado por seres monstruosos (...) Combate contra los monstruos, fija la posición de las montañas y los ríos, da nombre a los seres, transformando, por consiguiente, el universo en una imagen simbólicamente regulada»⁶. Cazador y recolector, conoce su territorio y a sí mismo a través de sus desplazamientos.

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