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Arquitectura: pensamiento y creación
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Arquitectura: pensamiento y creación

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El autor aborda problemas específicos de la arquitectura; se centra en la función social de esta disciplina, relacionando los campos de la estética, el urbanismo, el espacio público, la naturaleza, etcétera. Durante la cátedra extraordinaria en la Facultad de Arquitectura, González Gortázar habla de la Arquitectura desde un plano ético-utilitarista.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento26 nov 2014
ISBN9786071624758
Arquitectura: pensamiento y creación

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    Arquitectura - Fernando González Gortázar

    Epílogo

    COMENTARIOS PRELIMINARES

    Y PERTINENTES

    Cuando el arquitecto Felipe Leal, entonces director de la Facultad de Arquitectura de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), me invitó a impartir la prestigiada Cátedra Extraordinaria Federico Mariscal, le pedí una semana para pensarlo. Eso debe haber sido a principios del año 2000. Varias cosas me ponían en duda, empezando por mis hábitos viajeros que hacían difícil asegurar mi estancia en la ciudad de México durante ocho semanas continuas. También me inhibía estar en el sitio que, desde 1984 y hasta el día de hoy, han ocupado personajes del mundo arquitectónico muy admirados, respetados y frecuentemente queridos por mí.

    En el plazo convenido, cuando Felipe me llamó para saber mi respuesta le dije que aceptaba con dos condiciones: una, que yo quería pensar la arquitectura junto con los asistentes, exclusivamente reflexionar sobre ella, y que por lo tanto no iba a mostrar una sola imagen; y otra, que no iba a hablar en absoluto sobre mí. Con su ímpetu habitual, Felipe Leal respondió que ninguna de mis estipulaciones era aceptable: la primera, porque los alumnos y maestros que eventualmente acudirían estaban acostumbrados a que todo les entrara por los ojos, y que hora tras hora de discurso teórico les iba a resultar aburridísimo, fatigante, insoportable en suma. En cuanto al segundo requisito, me dijo que, hasta esa fecha, todas las cátedras habían estado centradas en que un autor mostrara y comentara su trabajo y las ideas que hay detrás de él, argumento que no me resultó suficiente; pero en seguida me dio otro que puede sonar raro: que era importante que hablara de mí y de mi quehacer, porque provengo y pertenezco a una cultura distinta a la de mis oyentes. Esto me pareció válido: soy el primer convencido de que las culturas regionales —entre las cuales una de las más caracterizadas en México es la jalisciense, es decir, la mía— existen como un matiz y son un tesoro, y de que es conveniente hacer conciencia de ello para que cada quien se adscriba a lo que quiera, lo valore críticamente y lo acreciente o deseche.

    El arquitecto Leal cedió entonces en lo referente al primer punto, y yo lo hice parcialmente con relación al segundo. Me puse entonces a acumular ideas, recuerdos aunque fueran vagos, lecciones aprendidas aquí y allá; empecé a evocar lecturas, conversaciones, comentarios diversos, a preguntarme qué me parecía válido y qué no, y las razones de eso… Pronto me quedó claro que hablar de arquitectura significa hablar de muchísimas cosas, algunas aparentemente sin conexión con el tema central; y de allí derivó la conciencia de que ocho sesiones no iban a ser suficientes, por lo que pedí, y me fue concedido, que se ampliaran a diez. Llegado el momento, ni siquiera este número bastó, por lo que algunas sesiones se extendieron demasiado: no paré de disculparme con los oyentes.

    Estos últimos, los concurrentes, fueron la mejor parte de la historia. La Cátedra Extraordinaria Federico Mariscal no es una materia obligatoria en el plan de estudios de arquitectura, sino un evento opcional que sucede año con año y al que se paga por asistir. Cuando indagué quién iba a ser la audiencia, me dijeron que alumnos y quizá maestros de la facultad, de todos los niveles. Al llegar el 24 de agosto de 2000, fecha del primer encuentro, la sala en que tradicionalmente ha tenido lugar la cátedra estaba casi llena, y a la tercera o cuarta ocasiones tuvimos que mudarnos a un lugar más amplio. Para las últimas reuniones, las butacas eran insuficientes y había gente de pie o sentada en el piso, no sólo aguantando estoicamente mis larguísimas peroratas, sino haciéndolo con una receptividad y calidez extraordinarias. La gratitud que guardo a todos es enorme.

    Eso fue una hermosa sorpresa; otra, fue la composición del auditorio. En cierta ocasión pedí a los asistentes que anotaran su oficio en un papelito y me lo dejaran a la salida. Lo que leí también me gustó: la mayoría estaba compuesta por quienes ya esperaba, según me habían advertido, pero había igualmente docentes y estudiantes de artes plásticas, ingeniería civil y filosofía, amas y amos de casa, profesionistas varios, y hasta un banquero. Esto vino a confirmar algo que para mí es obvio: que la arquitectura nos atañe y debiera importar a todos.

    Quiero decir algo más sobre la preparación de la cátedra. Empecé por hacer un listado de quince o veinte temas amplios, que luego dividí en varios subtemas. Después intenté asignar las distintas ideas a uno de ellos. Siempre he tenido claro que lo que pienso sobre la arquitectura y todo lo demás sólo es muy parcialmente mío, que tiene infinidad de orígenes y fuentes, y que en la mayoría de los casos ignoro o he olvidado cuáles son éstos. Es evidente que cada una de esas procedencias es coautora de este libro, y que a todas tengo que expresar mi gratitud: de corazón lo hago, y les pido perdón por ser incapaz de especificarlas individualmente en la mayoría de los casos.

    Esos principios vienen de todas las épocas y sitios, inclusive los menos esperados. El más directo es, quizás, el de mi aprendizaje escolar, en el que destacan las enseñanzas de don Ignacio Díaz Morales, quien, a su vez, siempre reconoció su deuda con el pionero José Villagrán García. También de mi escuela (luego Facultad) de Arquitectura de la Universidad de Guadalajara, recibí las enseñanzas de los arquitectos Horst Hartung y Jaime Castiello, del escultor Olivier Seguin y del canónigo José Ruiz Medrano. Y luego, la lista de mis dadores de ideas se vuelve más y más extensa e imposible de identificar, e incluye sin duda a Mathias Goeritz y a David Alfaro Siqueiros, a mis maestros parisinos Jean Cassou y Pierre Francastel, a infinidad de artistas, historiadores, teóricos y críticos de México y del mundo, escritores de cualquier género, tiempo y lugar, amigas y amigos, periodistas, e incluso médicos, exploradores y científicos, autores de boleros, canciones rancheras, tangos y otras maravillas, filósofos y pensadores variopintos, refraneros, cineastas, y un etcétera cuyo límite son mis propios límites.

    Otra fuente soy yo mismo. Aunque nunca lo hice con método ni con intenciones ulteriores, he guardado mis apuntes o notas de muchas conferencias y cursos breves que he ofrecido, así como textos publicados en libros, revistas y periódicos, y en ellos hurgué para revisar lo que pensé sobre ciertas cuestiones en un momento preciso de mi vida. Tuve que reconsiderar muchas ideas, a veces matizándolas, otras contradiciéndolas y otras, finalmente, completándolas. Así, a partir de orígenes ajenos y propios, fue tomando forma lo que vino a ser la cátedra extraordinaria Federico Mariscal, que tuvo lugar en la Facultad de Arquitectura de la Universidad Nacional Autónoma de México, por diez sesiones casi siempre semanales, entre el 24 de agosto y el 26 de octubre del último año del siglo XX.

    Nunca llegué a escribir un texto: me limité a redactar apuntes, fichas e ideas sueltas, una suerte de temario a partir del cual iba improvisando tarde con tarde. Desde el primer momento existió la intención de publicar mi cátedra, pero esto llevó tiempo. En cada ocasión, la conferencia se grababa en cinta y se filmaba en video, para luego transcribirla al papel. Hubo que esperar más de una década para que aquellas líneas llegaran a la imprenta, pero eso no me duele en absoluto: como nos enseñó José Alfredo Jiménez, no hay que llegar primero, pero hay que saber llegar, y pienso que eso sucede en este caso: estamos llegando a tiempo. Por supuesto que lo que aquí se publica no es aquella calca cruda: en los trece años que han pasado desde entonces, en varias ocasiones la he revisado, corregido, adicionado, pero cuidando siempre conservar las ideas y el tono de la plática, el sentido coloquial que aligera el discurso sin trivializar nociones, intuiciones y conceptos.

    Hay cosas que han cambiado en este lapso, lo sé muy bien: el mundo no se queda quieto nunca, a veces para bien y a veces para mal. Por ejemplo, aquí hablo en tiempo presente de las Torres Gemelas de Nueva York, cuando trágicamente no existen más. En otras materias hay noticias positivas que no se preveían entonces: el uso de la bicicleta y, aunque menos, el respeto por el peatón, han sido promovidos en el Distrito Federal, aunque todavía no lo suficiente, y en mucho menor grado en San Pedro Garza García y en Guadalajara; quizá también en otros sitios que desconozco. Igualmente, la jardinería urbana ha sido mejorada, aunque sólo en la ciudad de México: después de todo, algo se avanza poco a poco; en casi todos los demás asuntos, las cosas siguen igual o peor. Sin embargo, he guardado sin cambio las referencias originales, porque solamente las usé como un ejemplo que sigue siendo válido, y porque este libro no está dirigido en exclusiva a los posibles lectores mexicanos, y menos todavía a los de las tres localidades citadas en concreto. También he conservado el título de la cátedra: sigo creyendo que de cosas tan dispares como el pensamiento y la creación, el cerebro y el alma, nace la arquitectura. Es cuanto deseaba comentar y no tengo otra cosa que añadir, excepto dar a todos las más sinceras gracias.

    FERNANDO GONZÁLEZ GORTÁZAR

    Enero de 2014

    PRIMERA SESIÓN

    24 de agosto de 2000

    ¶ Dedicatoria

    ¶ Las palabras y las imágenes

    ¶ La duda y la certeza

    ¶ Inteligencia y razón

    ¶ La utopía

    ¶ El concepto arquitectónico

    ¶ Pensamiento y creación

    1961

    Voy a iniciar con un lugar común que en esta ocasión dice la verdad estricta: para mí es un gran honor y una alegría el reunirme con ustedes para reflexionar sobre este asunto tan extra-ño que es la arquitectura. Tendré así la oportunidad de hacer una revisión, de ordenar y cuestionar una serie de ideas que se han acumulado a lo largo de mi vida y que posiblemente, sin esta oportunidad, hubieran quedado dispersas para siempre. Me ha sido importante e interesante recordar lo que he pensado y creído desde que era estudiante y hasta el día de hoy. Al revisarlo, veo que algunas ideas se han desechado, otras se han transformado, y otras, afianzado. En las próximas semanas les pido que las repasemos juntos.

    Quiero hacer una dedicatoria: cuando la gente escribe un libro o hace algunas otras cosas, los dedica: es su manera de reconocer una deuda, manifestar un sentimiento o simplemente (pero es algo muy complejo, al mismo tiempo) dar las gracias. Desde el principio, yo pensé en dedicar esta cátedra a John Ruskin (1819-1900), influencia clave en mi vida, personaje central del pensamiento romántico en la Europa (y sobre todo en la Inglaterra) decimonónica, y de quien este año se rememora el primer centenario de su muerte. A los treinta años Ruskin escribió Las siete lámparas de la arquitectura, que todavía nos siguen iluminando. Fue un artista, un pensador, un utopista social, animador, agitador y combatiente. Estuvo al lado de casi todo lo que valió la pena (y, por supuesto, también de cosas que no la valían); postuló la fusión de la arquitectura y la escultura, insistió en que el arte debía aprender siempre de la naturaleza. Fue uno de los padres intelectuales del modernismo, del art déco, un lenguaje internacional, casi universal en la cultura de Occidente, que sin embargo —y precisamente por esto se hizo válido— adquirió matices distintos en Inglaterra y en Francia, en Estados Unidos, España, Finlandia y México.

    A la memoria de este hombre apasionante, que murió hace un siglo exacto, quería yo dedicar mi cátedra. Pero hoy, muy lamentable y tristemente, con dolor desde el fondo del alma, hago una segunda dedicatoria a alguien que mañana cumplirá tres semanas de haber muerto. Alejandro Zohn fue de algún modo mi hermano mayor, un acompañante de mi vida, un gran arquitecto que supo conjuntar el corazón y el cerebro. Bajo esta doble advocación, bajo la tutela de la inteligencia de Alejandro y del arrebato de Ruskin, quiero poner mi cátedra.

    Me alegra ver aquí, entre la audiencia, a mi amigo Manuel Larrosa. Manuel ha combatido la idea tan divulgada de que una imagen dice más que mil palabras; ésa es una verdad a medias: hay ocasiones en las que una palabra dice más que mil imágenes. Me sumo al combate de Manuel: quisiera que esta cátedra fuese la reivindicación de las palabras y de las ideas, ambas tan desdeñadas por infinidad de arquitectos. Una de las ventajas de las palabras es su ambigüedad, su polisemia, el dar sitio a la interpretación y a la fantasía personal. En el terreno de la arquitectura, pienso que esta casi aniquilación de las ideas por parte de las imágenes está resultando extremadamente perniciosa, nos está dejando desprovistos de armas para enfrentar a nuestra profesión y sus mil preguntas. No se trata de que los arquitectos se conviertan en filósofos, para nada; se trata de que vayamos menos a la deriva, que tengamos algún sostén conceptual, velas y anclas para movernos o detenernos con seguridad y en el lugar más o menos preciso, sin desbocarnos ni derrumbarnos como sucede con tanta frecuencia.

    La arquitectura ha tenido siempre grandes pensadores. La modernidad racionalista-funcionalista contó con pocos, pero tuvo excelentísimos creadores; con el posmodernismo sucedió a la inversa: tuvo muchos teóricos y ningún gran creador que yo conozca. Ojalá pudiéramos propiciar que detrás de todo creador hubiera un pensador, y viceversa. A falta de esos respaldos, han sido las modas, la frivolidad, la rutina, los intereses mercantiles y la pereza mental lo que vino a dominar el panorama.

    La arquitectura es algo sumamente importante para tomarla a la ligera; entre otras muchas causas, es importante porque nunca es transitoria. Decir esto puede parecer un disparate, ya que existen verdaderas y grandes arquitecturas efímeras, pero no lo es. No sé quién dijo esta frase que parece un chiste, pero es sapientísima: El amor es eterno mientras dura. No se trata de una broma: aunque fuese transitorio, el tiempo que dura el amor es una eternidad: es la eternidad. Con la arquitectura debe suceder lo mismo. Las pérgolas de papel picado que suelen poner en los pueblos para las celebraciones son una arquitectura eterna: la fuerza que hay allí, la capacidad de contenernos, la forma de concretar una emoción en un espacio transfigurado por el papel, la forma de expresar el estado de ánimo de una comunidad… Todo esto le da una densidad, un peso, una permanencia cultural que sólo puedo calificar de eternidad, aunque la obra dure cuatro días.

    Pero la arquitectura no sólo nos da la eternidad y el cobijo, sino que de hecho es nuestra segunda piel, la burbuja dentro de la cual transcurre nuestra vida, incluso en los sitios menos urbanos y en las sociedades menos evolucionadas. La arquitectura siempre está presente y nos da lecciones, buenas o malas.

    La arquitectura puede darnos ésa fantasía de la que hablé hace un momento: creo que ésa es la razón por la que soy arquitecto. Yo pertenezco, todavía, a la generación que leyó El tesoro de la juventud, una suerte de enciclopedia verdaderamente propositiva, ingeniosa, alegre, llena de esa condición estimulante que tanto nos urge. Gracias a ella mis enfermedades infantiles eran un paraíso, que luego se convirtió en una definición vocacional. Cuando leía acerca de edificios mitológicos, como las siete maravillas de la Antigüedad, y sobre todo de una de ellas, los Jardines Colgantes de Babilonia, yo imaginaba una suerte de columpios gigantescos cubiertos de vegetación exuberante, cosas prodigiosas que una vez más fueron luego desmentidas por la realidad, minimizadas cuando, décadas más tarde, conocí las hipotéticas reconstrucciones de esos jardines: ¡qué decepción! Para volver al inicio, aquí las imágenes destruyeron el milagro creado por las palabras. Y estaban el Palacio de Cristal, el Laberinto de Creta, la casita de chocolate de Hansel y Grettel, las maravillas de Alicia, el Hospicio Cabañas de Guadalajara, al que yo iba frecuentemente y que me parecía algo fuera de este mundo…

    Todas esas imágenes y fantasías, todos esos estímulos oníricos de las lecturas y de algún cine, como el primer King Kong deslumbrante, o Las minas del rey Salomón, una película de aventuras africanas en la que se iban recorriendo paisajes y grupos humanos, faunas, floras y rocas, aires y dunas…: el portento, la grandeza, la diversidad, el prodigio del mundo y el prodigio de la imaginación y del ensueño; y el de la poesía por encima de todo. He tratado de encontrar en la arquitectura el camino para que, como en los cuentos de hadas, estos sueños se vuelvan realidad.

    Llegué tarde a la vida, cuando el mundo había perdido gran parte de su enigma. Mi verdadera vocación hubiera sido, seguramente, la de ser uno de esos exploradores del siglo XIX, generalmente ingleses aunque también los hubo rusos, franceses, alemanes y polacos, que llegaban a lugares ignotos y que eran una mezcla de aventureros, espías e intrigantes políticos, naturalistas (bellísima palabra que no existe más), antropólogos, geólogos, cartógrafos y muchas otras cosas, gente que tenía esa curiosidad infinita que tanto falta a nuestra arquitectura y que iba por el mundo dando cuenta de lo sobrenatural.

    Pero aunque ya no queda en el mundo geográfico tanto por descubrir, sí hay mucho qué inventar, qué crear, qué soñar. La arquitectura nos permite intentar nuevos mundos, mejores mundos, públicos o íntimos, espectaculares o discretos, cálidos o cerebrales, excitantes o serenos, solemnes o festivos, racionales o fabulosos, como sean, pero siempre buenos, siempre nobles y siempre justos. La arquitectura nos permite decir cómo queremos que sea nuestra vida, la personal y la colectiva, y luego dar los pasos para alcanzarla en alguna medida. No importa que la medida sea pequeña: habrá valido la pena. Sin duda, ésa es la más honda causa para ser arquitecto.

    Todos tenemos, desde luego, un número limitado de ideas:los que ya me han oído en otras ocasiones notarán que repito muchas cosas. Yo quiero aquí pensar la arquitectura, y pensar es, por encima de todo, plantear dudas. Cuando murió Jean Paul Sartre (otra de mis influencias, aunque no me simpatice), uno de sus rivales intelectuales dijo de él: Rara vez estuve de acuerdo con sus respuestas, pero fue casi el único que hizo buenas preguntas. Para mí, fue el mayor elogio que le hicieron. Eso es lo importante: hacer buenas preguntas. Hacerlas, a sabiendas de que si son realmente buenas no tienen respuesta; o, mejor dicho, que las respuestas no son definitivas sino transitorias, que no son completas sino parciales, y que tal vez irán apareciendo fragmentariamente a lo largo de los años… si es que antes no cambian las preguntas.

    De hecho, creo que entre más numerosas son las respuestas, las certezas que tiene una persona, más debemos dudar de su inteligencia. La gente verdaderamente inteligente está segura de muy pocas cosas, y la gente sabia, de ninguna; y si en algún momento cree estar segura de algo, sabe de antemano que eso va a cambiar mañana, cuando tenga una respuesta mejor, y así sucesivamente. Creo que ése era el sentido de la frase de Sócrates: Yo sólo sé que no sé nada: él sabía que sabía, pero también que ese saber era efímero y sujeto a revisión al día siguiente. Es lo que Nicolás de Cusa llamó la docta ignorantia, la ignorancia sabia o la magnífica ignorancia de los sabios.

    Tengo una gran admiración por la inteligencia, pero desconfío profundamente de la razón. Creo que una de las tragedias de nuestra cultura y de la educación que casi todos hemos recibido, es la de confundir ambas cosas. Por supuesto, la inteligencia incluye a la razón como uno de sus componentes, pero la intuición es también una forma de inteligencia y conocimiento, y el instinto, el inconsciente, son grandiosas formas de conocimiento. El arte es una forma distinta de conocimiento, y el amor lo es: hay cosas que sólo sabemos cuándo estamos enamorados. Las preguntas más hondas e importantes, los verdaderos misterios: el arte, la belleza y el amor, la vida y la muerte, están completamente fuera del alcance de la razón y, si no explicarlas, nuestra única forma de palparlas, de rozarlas, aunque sólo sea por encimita, es a través de la poesía: la poesía es una forma de conocimiento. Y muchas de las palabras que he citado aquí, arte, belleza, amor, incumben a la arquitectura, y la razón no ayudará en gran medida a expresar lo que quiero decir sobre ellas en esta cátedra. Creo que debemos poner en tela de juicio la dictadura de la razón, desconfiar de ella y aspirar a la inteligencia, o, si se puede, aunque sea una ilusión, a la sabiduría.

    Yo he descubierto que, en todos los terrenos, sólo me interesan las cosas que me inquietan. Para mí, calificar a algo o a alguien de inquietante es uno de los mayores encomios que se le pueda hacer. Y desgraciadamente para los que creen en la lógica por encima de todo, y en el sentido común, pienso que las contradicciones —una de las raíces de lo inquietante— son algo de lo más rico de la vida y del arte. También en eso falla nuestra cultura: se nos ha hecho creer que las contradicciones son una especie de debilidad, una incoherencia, un defecto: la historia de la cultura demuestra que no es así. Hay que aprender a convivir con las contradicciones sin conciliarlas ni apaciguarlas, dejarlas permanentemente en choque y cultivarlas: de allí nace parte de la tensión maravillosa de las mayores obras artísticas, incluidas por supuesto las de arquitectura. Los grandes creadores han tenido el genio de sumar las contradicciones para crear maravillas. Me encanta la frase de Baltasar Gracián: "Hay que ser un compuesto de víbora

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