Aprender de los hijos
Por Pilar Guembe
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Aprender de los hijos - Pilar Guembe
Aprender de los hijos
Pequeños «maestros» que nos enseñan cosas grandes
Pilar Guembe y Carlos Goñi
Primera edición en esta colección: mayo 2012
© Pilar Guembe y Carlos Goñi, 2012
© de la presente edición: Plataforma Editorial, 2012
Plataforma Editorial
c/ Muntaner, 231, 4.º 1.ª B - 08021 Barcelona
Tel.: (+34) 93 494 79 99 - Fax: (+34) 93 419 23 14
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www.plataformaeditorial.com
Diseño de cubierta: Marta Martín
Depósito Legal: B. 26.741-2012
ISBN DIGITAL: 978-84-15577-81-2
Reservados todos los derechos. Quedan rigurosamente prohibidas,sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos. Si necesita fotocopiar o reproducir algún fragmento de esta obra, diríjase al editor o a CEDRO (www.cedro.org).
A nuestros hijos: Adrián y Paula.
Gracias
Enseñarás a volar,
pero no volarán tu vuelo.
Enseñarás a soñar,
pero no soñarán tu sueño.
Enseñarás a vivir,
pero no vivirán tu vida.
Sin embargo, en cada vuelo,
en cada vida,
en cada sueño,
perdurará siempre la huella
del camino enseñado.
Atribuido a Teresa de Calcuta
Contenido
Portadilla
Créditos
Dedicatoria
Cita
Presentación: Con un pan bajo el brazo
1. Optimismo
2. Ilusión
3. Mantenerse siempre joven
4. Imaginación
5. Aceptar la frustración
6. Humor
7. Dolor
8. Alegría
9. Confianza
10. Adaptarse a lo imprevisible
11. Serenidad
12. Trabajo en equipo
13. Ejercer la autoridad
14. Pactar
15. Valorar los pequeños detalles
16. Perdonar
17. Amar
18. Constancia
19. Gestionar el tiempo
20. Empatía
21. Amistad
22. Reajuste de preferencias
23. Curiosidad
24. Rebeldía
25. Ser prescindibles
La opnión del lector
Presentación:
Con un pan bajo el brazo
Antes se decía que los niños venían al mundo con un pan bajo el brazo. Tener un hijo era una bendición, un buen presagio. En una sociedad eminentemente rural, significaba una boca más que alimentar, pero también dos manos para trabajar. El nuevo miembro aportaba a la familia un futuro más prometedor, un mejor porvenir, un impulso optimista.
En la actualidad ya no ocurre lo mismo. Han cambiado mucho las cosas: la sociedad se ha modernizado, la economía ya no pivota sobre la familia y la familia ha adoptado multitud de formas diferentes. Ni el «cheque bebé» ni la desgravación de la renta por descendiente a cargo del declarante son comparables con ese pan simbólico que los niños traían antaño bajo el brazo. No obstante, sigue habiendo padres e hijos y quizá más conscientes que nunca de que lo son.
Tener un hijo siempre ha sido algo excepcional. Claro que entra dentro de la normalidad biológica; sin embargo, todo hijo que viene al mundo aporta una novedad radical, sobre todo, a sus padres. Su presencia, incluso sólo su posibilidad, provoca una pequeña revolución en nuestras vidas. A partir de ahora todo va a cambiar, en especial, nosotros. Ya no seremos fulanito o fulanita, sino los padres de fulanito o fulanita. Contaremos, para todos los efectos, como padre y madre.
Nosotros creemos que los niños siguen viniendo al mundo con un pan bajo el brazo. Pero lo que traen en ese pan no es bonanza económica, sino algo mucho más importante: un hijo nos hace ser mejores, nos hace plantearnos nuestra forma de vida, nuestros hábitos, nuestros principios. Nos obliga a mejorar porque queremos darle lo mejor de nosotros mismos, porque queremos que se sienta orgulloso de sus padres. Queremos llenarnos al máximo para darle más. ¡Qué mejor pan que aquél que nos hace esforzarnos por ser mejores personas!
Ser padres implica aceptar ese regalo y, como consecuencia, estar a la altura de las circunstancias. El pan que cada hijo trae bajo el brazo nos exige ser mejores, nos hace esforzarnos por ser merecedores del título que recibimos cuando damos la vida. Si a alguien, ser padre, ser madre, no le hace mejor es porque no ha sabido aprovechar ese regalo que trae cada hijo. Y, en cierto modo, le está defraudando.
Lo primero que nos enseña un hijo es a dar. Esa es la primera gran lección que recibimos como padres: dar sin esperar recibir, y desear poder dar más. La maternidad, la paternidad nos hacen felices justamente porque aceptamos que sólo nos queda lo que damos y eso lo aprendemos gracias a nuestros hijos.
No hay experiencia comparable a la de ser madre o padre. Sin duda, porque en ella salimos infinitamente enriquecidos. Cada hijo nos trae el mismo mensaje: «A partir de ahora todo va a ser al revés: aprende el que enseña, recibe el que da, queda lleno el que se vacía».
Es algo que, de manera natural, aprendemos de nuestros hijos porque, sin darnos cuenta, se lo estamos enseñando continuamente. Más allá del senequista docendo discimus, aprendemos enseñando, nos ocurre que, aunque parezca paradójico, somos nosotros mismos los beneficiarios de lo que enseñamos a nuestros hijos. Por ejemplo, cuando le preparamos para perder al parchís, para saber perder al parchís, nos estamos diciendo a nosotros mismos que no sólo suman las victorias; cuando le ayudamos a aceptar que ha sido el último en el concurso del colegio, nos estamos obligando a mirarnos al espejo; cuando le apoyamos para que supere una dificultad, nos estamos haciendo más fuertes.
El poeta inglés George Herbert decía que un padre vale por cien maestros; nosotros pensamos que la frase también se puede aplicar a los hijos. Ellos son pequeños maestros que nos enseñan grandes cosas: optimismo, ilusión, imaginación, humor, alegría, confianza, serenidad, perdón, amor, constancia, empatía, amistad, curiosidad, rebeldía. Si no fuera por ellos, probablemente no hubiéramos aprendido a mantenernos siempre jóvenes, a aceptar la frustración y el dolor, a adaptarnos a lo imprevisible, a trabajar en equipo, a ejercer la autoridad, a pactar, a valorar los pequeños detalles, a gestionar el tiempo, a reajustar las preferencias, a ser prescindibles.
Si educar consiste en sacar del otro su mejor yo, los hijos nos educan más que cien maestros. Gracias a ellos somos, o intentamos ser, mejores personas. Gracias.
1.
Optimismo
No se puede educar sin optimismo. Es algo que nos enseñan los hijos desde el primer día, desde antes de nacer. Porque tener hijos no sólo es un acto de amor, de entrega, de responsabilidad, de valentía, sino que, sobre todo, es un acto de optimismo.
El optimismo hace que la balanza nunca se incline por el peso de los problemas, que aparecen sin avisar, ni de los grandes y pequeños conflictos que salpican la convivencia diaria, ni de las malas rachas, que las hay y, a veces, duran demasiado, ni de los mil quebraderos de cabeza, ésos que sólo conocen los