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Invitación al desorden
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Libro electrónico333 páginas4 horas

Invitación al desorden

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Información de este libro electrónico

Segundo libro de José Edwards que incluye tres secciones correspondientes a formatos literarios distintos: mitologías, reescrituras de mitos griegos y cristianos, ensayos y el cuaderno íntimo del autor.

Edwards perteneció a la generación del 38 aun cuando no publicó nada en vida, más que un par de artículos en revistas de la época. Este libro contiene 27 textos ilustrados que dan cuenta de su ideología existencialista y sus intensas angustias frente al tema de la muerte y la posibilidad de perderlo todo.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 abr 2017
ISBN9789569203114
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    Vista previa del libro

    Invitación al desorden - José Edwards

    Índice

    Mitologías

    El Caos

    Cronos

    Erineas

    Prometeo

    Minotauro

    Gorgona

    Sirena

    Hidra

    Fauno

    La crucifixión del Anticristo

    Ensayos

    A propósito del amor

    A propósito de la historia

    ¿Cómo me va?

    Apología de la impaciencia

    Invitación al desorden

    Instigación a la filantropía

    Aleluya en la sordina

    Divagación desde el punto de vista de la soberbia

    Persecución de la sombra de Dios

    Rememoración del paraíso

    Carta cerrada

    Diario

    Cuaderno íntimo

    Prólogo

    Quien no haya leído a José Edwards, será tomado por sorpresa frente a la escritura de un autor que, a pesar de no haber publicado en vida, demuestra un estilo ligero, capaz de plasmar sus pensamientos abarcando una gran diversidad de temas. Se sorprenderá, también, de la incisiva búsqueda con que mastica el misticismo profundo de su religión oficial, enfrentándola desgarbadamente a preguntas que ésta no le ha sabido responder.

    El zapato le queda chico a Edwards, pero sigue caminando y en su obra hace evidente la incomodidad que le produce el andar. Como sacudiéndose lo que le molesta, se quita todo el andamiaje religioso para rencontrarse con lo puramente espiritual, en un despertar disperso y fragmentado que atraviesa sus reflexiones.

    Como dirá Edwards, el catolicismo de hoy parece un spot de campaña, por lo que propone dar vuelta todo, en una exhortación clara a repensar las verdades que nos son dadas y a seguir cada uno su propio camino de altos y bajos en la búsqueda de lo que él llama Paraíso o Bienaventuranza.

    Quien haya leído La imposible ruptura del señor Espejo y otros cuentos, donde se reúne la narrativa de José Edwards, y haya reído y llorado con los tristes designios de sus absurdos y despojados personajes, en este libro podrá seguir la ruta dibujada por el autor: esta vez ya no cuenta con los ropajes narrativos que con humor vestían su literatura; los textos profundizan en su ideología existencialista, pero sobretodo inquieta, que no descansa con la fe y la perplejidad ante lo absoluto y se hunde introspectivamente para intentar acercarse a la luz (o al refrigerio), convenciéndose de que la muerte no existe y que todo lo que hicimos en la tierra, al menos, tuvo algún sentido.

    La Biología ha sustituido a la Metafísica y la Psicología a la Moral; en otros términos, la descripción del problema ha remplazado al problema mismo, dirá Edwards en su Cuaderno Íntimo que constituye la primera parte de este libro. Los apuntes fueron escritos durante la década de los sesenta, deteniéndose a poco más de un año de su muerte. Aquí, escarba en los misterios del hombre a través de su escritura diaria, reflexiones que tienden a inmortalizarse a pesar de ser gatilladas por índices tan banales como la misa de un domingo cualquiera o un paseo al cerro San Cristóbal. Es una suerte de diario fragmentado y espontáneo que Edwards declara no haber releído nunca y que transmite improvisadas pulsaciones de sus convicciones cotidianas, cuyas conclusiones siempre apuntan al problema de fondo: qué somos, de dónde venimos y a dónde iremos una vez destruidos por el tiempo.

    La vida es una historia contada por un idiota, llena de ruido y furia, que no significa nada. De la segunda parte de este libro, los Ensayos de José Edwards, se rescata esta frase de Macbeth, no porque pueda ser identificada en más de un texto, sino porque de alguna manera está presente en toda su obra. Ya en sus cuentos traspasó la sensación de que las cosas son como son, sea quien sea que las cuente, y que poco podemos hacer los seres humanos para cambiar esto. Sin embargo, insistirá hasta el cansancio, no somos simplemente mamíferos: creemos, amamos, tenemos fe o esperanza y lloramos, incluso, como exigiendo una respuesta a un más allá imposible de estrechar. Al final, el amor, el anhelo y la búsqueda, serán el motor que permitirá avanzar la Historia, con mayúscula.

    Orden y desorden, sístole y diástole, conforman reunidos la respiración del universo. La tercera parte del libro corresponde a las Mitologías de Edwards. Éstas constituyen pequeños relatos literarios creados a partir de viejos mitos de las culturas griega y cristiana. A través de personajes prototípicos, de héroes y monstruos, de dioses colosales y demonios siniestros, recorre narrativamente los pasadizos del bien y el mal que luego desnudará en sus ensayos. Hay mitos que son replanteados y otros extendidos de su versión original; juntos conforman un viaje desde el caos originario hasta la muda protesta de Judas que originó el Purgatorio.

    Pese a todo lo anterior, el orden de las partes de este libro es justamente al revés.

    Bienvenidos al desorden.

    Simón Ergas

    Nicolás Leyton

     "Divagar es discurrir desordenadamente,

    dejando que las ideas se entrecrucen y vuelen

    como impelidas por el viento, permitiendo

    incluso que se choquen ocasionalmente

    unas contra las otras".

    El Caos

    Luego de mucho discutir, Eros y Anteros convinieron en reconocer que el Señor Caos, padre de ambos, no presentaba lo que pudiera llamarse un buen aspecto. En verdad, todo en él parecía incongruente y pleno de confusión; tenía alas y pezuñas, anteojos y cola, cuernos y nalgas de mujer, sombrero de copa y escamas, garras, senos y bigotes, trompa de elefante y ruedas de bicicleta. Además era simultáneamente duro y blando, luminoso y opaco, esférico y rectangular y, por mucho que se cambiara su posición, resultaba imposible determinar si estaba colocado al derecho o al revés.

    —Habría que reconformarlo —concedió Eros.

    —Para lo cual hay que desarmarlo —estableció Anteros y sin mayor dilación procedió a separar, una por una, todas sus partes. Eros trató de ordenarlas juntando aquellas que se asemejaran, pero ninguna era parecida a otra y, al final, solo quedó una gran montaña de escombros.

    —Hemos asesinado a papá —gimió Eros.

    —Ahora debemos resucitarlo.

    Pero todo resultó inútil: una vez reconformado, era imposible replicar su condición de monstruo. Le movían la cola, se desplazaban las alas quedando en el traste, los bigotes bajaban hasta las piernas y la trompa se transformaba en pezuña, garra, rueda de bicicleta o sombrero de copa.

    Desde siempre, el Amor y el Desamor, cada cual a su manera, están empeñados en ordenar el Mundo, hasta el momento, sin ningún resultado.

    Cronos 

    Antes que los dioses eran los gigantes y más atrás de los gigantes, al borde mismo del caos, estaba Cronos o el tiempo, monstruo inconmensurable, quieto en sí mismo, que guardaba celosamente las llaves del porvenir.

    Rea, su única hermana, esposa y cocinera, le ofrecía hijos que Cronos devoraba con avidez, orgía-comunión que, refundiendo pasado y futuro, mantenía inalterable la hegemonía del presente o su propia hegemonía.

    Porque en aquella Era primordial Cronos era, no solamente el tiempo, sino también la Eternidad. Pre-Divinidad única e indivisible, no estaba compuesto ni separado en horas, minutos o segundos; caminaba libremente hacia adelante o hacia atrás como un todopoderoso reloj, sin indicar nada.

    Su meta era él mismo, ombligo o clave del universo. Sus pasos no llevaban dirección: ayer, hoy y mañana se confundían en Cronos, señor de la inmovilidad y del movimiento. Si avanzaba, todo avanzaba detrás: hombres, dioses, bestias, estrellas y nubes; si retrocedía, el mundo retrocedía con él hasta sus orígenes.

    Edad de oro: cuando el tiempo era libre como un potro desnudo en medio del vacío.

    Algún instante le fue robado, y esto precipitó su derrota. El instante en que Rea escondió a Zeus recién nacido, envolviendo con sus pañales la piedra que Cronos tragó equivocadamente, perdiendo para siempre su libertad.

    Minotauro y Gorgona murieron apuñalados; Sirena fue disuelta en la distancia y la Hidra sucumbió decapitada por una espada. El Tiempo cayó vencido por una piedra gigantesca introducida en las profundidades de su estómago. Como el lobo de Caperucita, debió someterse a una estricta dieta de arroz y, al no poder devorar a sus vástagos, estos crecieron y se multiplicaron terminando por someterlo.

    El fabuloso potro mitológico fue castrado y ensillado: le pusieron freno, arneses y riendas, obligándolo a arrastrar, siempre en un mismo sentido, el monótono carricoche de la Historia:

    Pasado-Presente-Futuro, Pasado-Presente-Futuro.

    Así, el legendario devorador de dioses ha terminado envilecido o transformado en vehículo: tren de pasajeros y de carga disparado hacia el infinito en línea recta, o Carrousel giratorio condenado a describir la trayectoria irreparablemente circular del Eterno Retorno. Kant ha negado su realidad, convirtiéndolo en esquema, y Einstein lo ha despojado de su infinitud limitándolo en una ecuación físico matemática o encerrándolo adentro de una caja.

    Pero, en último término, todos los esquemas serán superados y todas las cajas serán abiertas.

    Ningún monstruo ha muerto de verdad: el Minotauro sobrevive en cada hombre circundado por un laberinto, la Gorgona convertida en caballo vuela y corre a través del espacio, la Sirena sigue cantando al oído de los náufragos que somos todos, y la última indestructible cabeza de la Hidra espera el momento de su resurrección.

    También el Tiempo será vomitado por los hijos que comulgaron de él y vomitará a los hijos que devoró o comulgó bestialmente. Y todo volverá a dispersarse y a unirse en la consumación de Cronos hecho múltiple o en la Consumación de Los Tiempos.

    Todo monstruo configura un enigma o un anhelo inexpresable y resulta absolutamente necesario creer, con toda firmeza, que alguna vez los enigmas serán revelados y los anhelos expresados y resueltos.

    Es preciso esperar, sin ningún desfallecimiento, en la rehabilitación de los monstruos, en la resurrección de todas las cosas futuras y pasadas y en la Armonía final.

    Erineas

    Cuando nada se había separado de nada, el Caos luchaba confusamente a favor y en contra de sí mismo desde toda la eternidad. Se amaba y se odiaba simultáneamente, desdoblándose en engendros o impulsos que no eran dioses, héroes ni monstruos: Gea, Eros, Éter, Urano, borrosas imágenes de un sueño o pesadilla original.

    En el principio era la Locura: atracción y aversión, temor y hambre entremezclados o amarrados por un grueso cordón que no procedía de ningún ombligo determinado; el Caos mismo era, todo él, un ombligo impreciso e informe, sin tiempo ni lugar, que no estaba situado propiamente en ninguna parte.

    La Mitología comienza cuando Cronos, hijo y amante de Gea, castra a Urano, valiéndose de una hoz gigantesca. Las gotas de sangre que brotan de la herida, se transforman en Eríneas o Furias, pre-divinidades de una olvidada ofensa.

    Nadie recuerda lo que acontecía en el interior del Caos, excepto las Eríneas, defensoras de la memoria, que guardan el terrible secreto de una culpa ignorada y universal. Insondable misterio al que la Mitología intenta aproximarse a través de símbolos: Eva, Adán, el árbol y la serpiente; Pandora abriendo un cofre prohibido, o la sacrílega ingestión del padre totémico, asesinado, temido y venerado como un demonio o un dios.

    Las Eríneas guardan el impenetrable secreto de la memoria o de la integridad.

    Olvidar es morir; olvidar algo es morir algo; olvidarlo todo es morir por completo o desintegrarse. Es dulce olvidar y morir, pero las Eríneas defienden furiosamente la perduración, la aspereza y el tormento de la vida.

    Esperan y alimentan la imposible venganza de un Yo vencido contra el mismo Yo vencedor; discrepancia imbécil y profunda, sepultada en los abismos de lo inconsciente, retorno elemental o huevo oscurísimo dentro del cual reinan el equívoco y la confusión. ¿Quién podría tomar partido contra sí mismo, sin estar fundamentalmente desdoblado o multidoblado en dos, en cien, en mil, o en millones de millones?

    Las Eríneas son innumerables como las estrellas o las moscas, y atormentan de infinitas maneras a su única víctima: el hombre. Delirio de persecución, delirio de culpabilidad, delirio de libertad o delirio de inocencia.

    Jean Jacques Rousseau no respondía de nada, frágil partícula movida en una u otra dirección por el furioso viento de las Eríneas. Hamlet respondía de todo y las Eríneas lo habitaban: ser o no ser –Yo o Yo– interminable problema jamás resuelto. Orestes fue culpado contradictoriamente por las Eríneas, antes y después de haber asesinado a su madre. Raskólnikov mató impulsado por las Eríneas, y éstas lo persiguieron, luego de cometido el crimen, hasta los confines de Siberia y fuera de la novela, para siempre.

    El Pecado es una antigua herida del hombre, nunca cicatrizada, encima de la cual se vierten las furias, los remordimientos o las Eríneas: monstruos devoradores y vomitantes que roban y devuelven lo robado para volver a robar y devolver y robar lo devuelto. Confusos fantasmas anteriores a la Historia y a la Pre-Historia, al tiempo y al espacio, que configuran el anhelo terrible de la Duda o el de la Inmortalidad.

    Ningún animal o vegetal es molestado por las Eríneas: ningún ave piensa en el mañana, ningún árbol tiene remordimientos, ninguna bestia pretende existir para siempre. Pero el hombre está detenido por una nube de insectos que no le permiten avanzar ni retroceder, entrabando su vida e imposibilitando su muerte hasta que el Enigma sea resuelto.

    ¿Qué es bueno y qué es malo? ¿Cuál de los gemelos primordiales es éste o aquél? ¿Dónde poner el Sí y dónde el No entre dos gotas de agua?

    ¿Lo supo Hamlet? ¿Lo sabemos nosotros? ¿Puede saberlo alguien?

    La última respuesta la tienen las Eríneas y no será proferida o revelada jamás.

     Prometeo

    Al cabo de trillones de jornadas, siempre iguales, Prometeo y

    el Águila llegaron a acostumbrarse uno al otro e incluso a parecerse misteriosamente, como sucede después de muchos años de matrimonio con el marido y la mujer.

    En un comienzo, la única víctima había sido Prometeo encadenado, y el oficio de verdugo o victimario había sido desempeñado exclusivamente por el águila. Pero, después de mucho andar en redondo, los papeles terminaron por confundirse: el águila se hastió de comer siempre lo mismo (el hígado de Prometeo) y Prometeo, en cambio, se acostumbró a sobrellevar su tortura (que le comieran el hígado), hasta el extremo de experimentar, cada vez que esto sucedía, una obscura y clandestina sensación de placer, transformándose sutilmente en verdugo o torturador del águila, la que debía soportar, contra su voluntad, incesantes ataques de náuseas y de vómitos.

    Finalmente, el águila también se habituó a comer lo que le desagradaba y a vomitar, por lo menos diez veces en el día, el hígado siempre renovado de Prometeo. Y Prometeo se habituó a resistir con creciente resignación o alegría el nauseabundo olor de los vómitos del águila. Y así interminablemente.

    Júpiter Tonante, Padre de los Dioses y Enemigo de los hombres y de las águilas, cuyo propósito había sido castigar a ambos utilizando a uno contra el otro, se sintió terriblemente frustrado al comprobar la inoperancia de su castigo. El férreo acostumbramiento del águila con Prometeo y de Prometeo con el águila y la casi felicidad de ambos, terminó por exasperarlo violentamente, induciéndolo a revocar su veredicto y a devolver a cada uno su libertad, en la esperanza de martirizarlos separándolos.

    Pero el tiempo y la rutina volvieron a operar en contra de los designios de Júpiter. El águila terminó por reacostumbrarse a su antigua afición de sobrevolar irrespetuosamente la sagrada cumbre del monte Olimpo. Y Prometeo, liberado de sus cadenas y del águila, reincidió en su irrefrenable vocación de pirómano y continuó jugando de manera sacrílega con el fuego, juguete teóricamente reservado a los dioses.

    Minotauro

    Un pequeño arquitecto diligente, acaso poseído por el demonio, construyó una pesebrera magnífica, semejante a un palacio jamás igualado.

    Su cliente era una bestia solar, un toro resplandeciente inconmensurablemente poderoso que no sabía hablar sino mugir.

    El arquitecto no tenía ayudantes ni obreros. Aun cuando recibía todos los días una inmensa bolsa cargada de oro debía ejecutar el trabajo por sí mismo, con sus propias manos, y eso le acomodaba porque su trabajo era delicadamente misterioso y no requería la presencia de testigos. Se trataba de encerrar a su cliente de manera tan sutil que nunca se sintiera encerrado: el laberinto era una trampa y al mismo tiempo un paraíso.

    Trampa de murallas blancas, paraíso de piedras azules, trampa de vastos patios asoleados, paraíso de fuentes y rincones sombríos para la siesta, trampa de mármoles, bebederos y cojines, paraíso de puertas entrecruzadas.

    Todo era tan amplio y angosto, tan tortuoso y tan claro que el Minotauro, cuando avanzaba o retrocedía, no comprendía si ejecutaba el acto de entrar o el de salir. Vivía saliendo o entrando, entrando o saliendo en tal forma que las murallas y las piedras, diabólicamente dispuestas, habían embrujado al tiempo, confundiendo el atrás con el adelante y el mañana con el ayer. Sus mugidos rebotaban en los paramentos y el eco, divinidad o genio antitemporal, terminó por invadirlo todo, los mugidos de ayer y de mañana volvían magnificados desde lejanos recintos o se anticipaban como remotas profecías.

    Terminada la construcción, el arquitecto se escapó con sus bolsas de oro dejando al Minotauro encerrado y libre, prisionero y señor, amo y esclavo del laberinto. El toro-Dios corría hasta golpear sus cuernos contra una muralla; luego salía o entraba en un nuevo patio más extenso y volvía a chocar y a escapar invadiendo recintos sorprendentes: salones, retretes, ramplas, torres y galerías engañosamente infinitas porque, aun cuando carecían de límites, terminaban milagrosa e irrazonablemente desviándose, alterando su dirección inicial y transformándose en nuevas galerías.

    ¿Acaso avanzaba en línea recta o giraba en redondo? Nadie, y menos que nadie el Minotauro, podría saberlo. Por lo demás, tal saber habría sido un saber inútil o una inútil sabiduría: el Minotauro se desplazaba y eso era todo cuanto podía saberse: corría y volvía sobre sus pasos, invadía y era invadido, tomaba por asalto aposentos que a la vez lo cercaban rodeándolo en silencio.

    Cielos de ricas maderas, piso de blandas alfombras, lechos vacíos, escondites herméticos y arcadas que se repetían hasta los últimos confines del espacio.

    Así el Minotauro galopaba furiosamente sin llegar a ningún lugar y sufría de hambre y de sed porque los bebederos no contenían agua y los pavimentos de oro y jaspe escondían la hierba bajo sus pezuñas. El laberinto era un paraíso opulento y seco, sin árboles ni ríos o praderas: una ilimitada prisión de joyas que el Minotauro no podía comer ni beber.

    Cierta institución benéfica (o maléfica) se encargó de socorrer a este indigente dios encarcelado, enviándole mancebos y doncellas portadores de grandes cántaros de agua fresca.

    El Minotauro acechaba a sus víctimas y las devoraba, bebiendo el agua que traían y comiendo desesperadamente su carne: los senos, las nalgas y los testículos destrozados le recordaban las tiernas hojas y el verde pasto inaccesible, los dulces prados perdidos o prohibidos para siempre.

    No podríamos afirmar que el Minotauro comía inocentemente, como un toro normal pasta en medio del campo, porque algo del diabólico espíritu del constructor o del carcelero se había introducido en él.

    Tal vez gozaba y sufría torturando a sus víctimas o aterrorizándolas con sus bramidos agigantados por el eco. Tal vez sufría y gozaba extraviándolos en los luminosos ámbitos de su prisión, como una descomunal araña gozante y sufriente: la complicada arquitectura que lo envolvía llegando a enfurecerlo o a enloquecerlo hasta la metamorfosis, transformando al toroDios en toro-demonio. Tal vez se ensañaba pervertidamente violando doncellas y a los muchachos antes de darles muerte: tal vez los ultimaba con lentitud, dominando su natural voracidad, para sentirlos sufrir junto a él o para experimentar el torcido refinamiento de alimentarse de ellos mientras permanecían vivos.

    El antiguo dios de las praderas, poderoso y directo, gran comedor de pasto y fabuloso bebedor de agua, había adquirido el insano gusto de la carne y de la sangre.

    El Minotauro había perdido la razón.

    Así, en plena locura, fue sorprendido por el asaltante de negra máscara: Teseo, quien ayudado por su cómplice Ariadna y valiéndose de una cuerda o un hilo, logró exorcizar el laberinto, asesinar al dios Minotauro y escapar (todo dios es un monstruo, todo tirano es un prisionero y todo gobernante es un tirano para alguien. Y todo asesino de dioses, tiranos o gobernantes es un héroe y al mismo tiempo un villano: el asesino de Cronos, el asesino de César, el asesino de Lincoln, el asesino de Kennedy o el asesino del Minotauro).

    Teseo logró escapar. Alcanzó a retirar la cuerda, franquear la última puerta y huir, pero el diabólico espíritu del laberinto lo siguió fuera de las murallas: el espíritu de violencia y odio que emigra del vencido al vencedor sin abandonarlo nunca.

    Teseo traicionó a Ariadna y cometió cien crímenes, heroicos o viles, que valieron conquistar la semi inmortalidad de los semidioses: un lugar en el firmamento.

    Y mientras el firmamento sea firme ahí perdurará, como un insecto clavado en un alfiler en el vasto museo de la noche, junto a Perseo y las Danaides, al arquero, a Hércules y a las dos Osas celestiales: la Mayor y la Menor.

    Pensemos sin embargo, por última vez, en el Minotauro moribundo: dios enterrado o sumergido, invisible para las estrellas.

    Pensemos en su gigantesco cuerpo velludo desangrándose a mediodía, en medio de un patio blanco rodeado de murallas. Imaginemos sus bramidos finales, su sangre negra derramada sobre

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