La cara oculta de los debates electorales
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Los debates electorales son una de las pruebas más exigentes de la comunicación política contemporánea. Los candidatos a gobernar las instituciones aparecen juntos en el clímax de la campaña, sin más guión que un orden de temas pactado y ante un moderador completamente neutral. El enfrentamiento es imprevisible, la tensión excepcional. Es una ocasión única para defender su programa y a sí mismos ante todos los ciudadanos.
Para los espectadores, los debates constituyen una plataforma valiosísima para ver, escuchar, comparar y decidir. Además de garantizar un auténtico espectáculo audiovisual, capaz de generar audiencias masivas e infinidad de discusiones, los debates han conseguido afirmarse como una herramienta fundamental de la democracia moderna.
Manuel Campo Vidal es de lejos la persona que mejor conoce los entresijos de los debates electorales: él puso en marcha esta tradición en España, y desde entonces ha negociado, organizado y presentado los principales debates de la historia política con un tacto y un ingenio excepcionales. En La cara oculta de los debates electorales comparte por primera vez reflexiones, desafíos, anécdotas, interioridades e información privilegiada sobre este género político y audiovisual. El resultado es tan interesante como instructivo y revelador.
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La cara oculta de los debates electorales - Manuel Campo Vidal
electorales
debates electorales
en la época de la posverdad
Los debates electorales televisados, radiados, difundidos por redes digitales y comentados en la prensa posteriormente, además de constituir el espectáculo central de cualquier campaña, son cada vez más esenciales para la mejora de la calidad democrática en todos los comicios, de cualquier tipo.
Podría pensarse erróneamente que con la explosión de las redes sociales, incluyendo la posibilidad de manipularlas, los debates televisados en elecciones ya no son tan determinantes como antes. O que la prensa ya no es fundamental para la creación de opinión que favorezca la victoria de uno u otro candidato. Sin duda, las elecciones norteamericanas de 2016, que contra pronóstico ganó Donald Trump, aunque Hillary Clinton lo superara ampliamente en número de votos, generaron una conmoción sobre la influencia real de los distintos medios en el ecosistema informativo.
Clarificar esa confusión es realmente difícil, sobre todo por el ruido de los que ardorosamente defienden la supremacía de un medio, convencional o emergente, sobre el resto. Por más que abunde la «literatura de exclusión» que proclama que solo un medio es decisivo, resulta necesario afirmar que todo medio de comunicación es muy importante aunque, a diferencia de otros tiempos, ninguno resulta por sí solo determinante. Caducaron aquellas frases del estilo de «la prensa lo decide todo», «la televisión es lo único que vale», o, más modernamente, «las redes sociales condicionan el resultado».
Cincuenta y tres periódicos de los cincuenta y cuatro más influyentes en Estados Unidos apostaron por Hillary y, seguramente, contribuyeron a su victoria en votos, pero no fue suficiente. Los periódicos jugaron un papel fundamental en la investigación del pasado de Trump y alimentaron al resto de medios con sus revelaciones, pero eso no bastó. Sin duda, las entrevistas e informaciones en las televisiones fueron muy importantes, pero en los noticiarios principales se dedicó más tiempo a informar sobre las idas y venidas de los correos electrónicos de Clinton, según el desleal FBI, que a contrastar programas y propuestas de los candidatos. E incluso en las redes, como se ha reconocido después desde Facebook, se permitió la libre circulación de mentiras, por no decir que se estimularon, que emponzoñaron la campaña.
La primera constatación que asombra, y representa en buena parte la base del problema, es que millones de personas en el mundo se informan exclusivamente a través de redes sociales, una o varias. La creación de ese enjambre de comunidades por afinidad introduce una extraordinaria complejidad a la hora de contrastar datos para discernir veracidad de falsedad. Es la época de la posverdad, que supera incluso la vieja afirmación de que «una mentira repetida mil veces es una verdad». Hoy la apelación a las emociones y a las creencias personales influye más que los hechos objetivos. Cada grupo social o cada comunidad —a veces inmensa— suele realimentarse de lo mismo y «no sale al exterior» a comprobar si lo que le dicen, y cada uno de ellos difunde inmediatamente sin pudor ni comprobación, es verdad o no.
En la campaña electoral norteamericana de 2016 cien millones de personas leyeron repetidamente —y muchos de ellos acabaron por creer— que el papa Francisco apoyaba a Trump cuando no era cierto. O que Bill Clinton violó a una niña de trece años y muchos lo dieron por verdadero. Clinton ha acreditado su condición de mujeriego pero es mentira que violara a aquella niña. Y se sembró la duda de si Barack Obama había nacido en realidad en Kenia, de donde procedía su padre, duda que alimentó el propio Trump con insistencia. De haber sido eso cierto, Obama no hubiera podido acceder a la presidencia de Estados Unidos, como en su día le sucedió a Henry Kissinger, secretario de Estado de Richard Nixon que no pudo ser candidato por haber nacido en Alemania. Pero, aun así, aunque resultara impensable y la propia condición de presidente de Obama lo desmintiera, el bulo ensució largas semanas la campaña.
Dividido el mundo en multitud de células informativas peligrosamente incomunicadas entre sí, con una retroalimentación exclusiva de afines, los debates televisados, que acaban congregando a millones de espectadores (diez o más en España, cuarenta en México y aún más en Estados Unidos), aparecen como una de las pocas ventanas de información abiertas a todos. Unas ventanas imprescindibles para que unos y otros escuchen a su candidato con fervor pero también para que durante un par de horas puedan conocer argumentos y desmentidos del contrario. Y quizá sea esa la única oportunidad en toda la campaña. Seguramente es muy poco ante la magnitud y el riesgo de los nuevos fenómenos que estamos viviendo. Pero es algo esencial para que un muro insalvable no acabe por separar a la ciudadanía en grupos irreconciliables con graves riesgos para la convivencia.
Los debates electorales televisados, entre dos o más candidatos, por tanto, no solo no pierden influencia en las campañas, sino que cobran mayor valor porque constituyen un «espacio político abierto, generalista» en una batalla informativa tan temática y segmentada como es el nuevo escenario de confrontación electoral.
En ese nuevo escenario cambia la función de todas las herramientas electorales que parecían esenciales hasta ahora, como por ejemplo, las encuestas. Para el profesor Julián Santamaría, los propios institutos de opinión con frecuencia se dejan contaminar por el ambiente que se crea en los medios y en las redes. Pasó en Estados Unidos y en otras campañas. Por ejemplo, en España, en junio de 2016, al repetir elecciones por incapacidad de formar gobierno tras las celebradas seis meses antes, «los analistas no vieron el retroceso relativo de Unidos Podemos ni el avance del PP, porque estaban obsesionados con el sorpasso de Podemos al PSOE que finalmente no se produjo». Los medios de comunicación convencionales, las redes sociales y los propios institutos de opinión acabaron generando un clima que desembocó en un desastre reputacional; más de treinta encuestas no detectaron esos rasgos descritos por Santamaría, como el retroceso relativo de Unidos Podemos y el ascenso del PP «porque al final a los electores les importó más que por fin hubiera gobierno, que quién estaba al frente del gobierno»[1].
En esas circunstancias los debates electorales refuerzan su importancia porque no solo permiten conocer propuestas y probar la resistencia de los candidatos en situaciones de máxima tensión, sino que son un espacio en el que la búsqueda del impacto en la audiencia se impone como recurso para atraer a indecisos. Y se hace desde el convencimiento de que lo que suceda en el debate puede resolver polémicas arrastradas hasta aquel momento y orientar la campaña en los días siguientes.
Esa posibilidad de conseguir un impacto en el debate, que después multipliquen las redes sociales, acaba confundiendo a los asesores de los candidatos al preparar las intervenciones, con frecuencia más pendientes de la forma que del fondo. Hay que tratar de impactar a la audiencia, pero no a través de golpes de efecto excéntricos sino por la cercanía, la honestidad, por la sencillez y el tono didáctico de las explicaciones, por la imagen y la frescura de argumentaciones y, en definitiva, por la solvencia. Todo ello es fundamental para generar confianza y la confianza resulta determinante para persuadir al votante. Por eso en un debate, aunque sea un espectáculo televisivo, nadie lo niega, conviene distinguir entre audiencia y credibilidad. La audiencia es extensión y la credibilidad profundidad.
El candidato y su equipo tienen varios objetivos cuando se diseñan sus intervenciones en un debate, desde consolidar a los fieles a tratar de convencer a los indecisos. Pero incluso se consiguen a veces objetivos que no se habían perseguido y que, como consecuencia colateral del propio debate, resultan muy interesantes.
En una ocasión conversé con el presidente del Gobierno español Mariano Rajoy acerca de la influencia real de los debates en las campañas electorales. Se interesó por mi opinión sobre quién había ganado el cara a cara que mantuvo con el candidato socialista Alfredo Pérez Rubalcaba el 7 de noviembre de 2011 organizado por la Academia de Televisión y que tuve el honor de moderar. Yo le dije mi opinión, que ese debate lo ganaron los dos, y él me reprochó la diplomacia de mi respuesta: «Se puede hasta empatar, pero ganar los dos…». «Creo que tú ganaste sobre todo liderazgo», le dije. Me insistía en que lo tratara de tú porque hace años que nos conocemos. «Antes del debate existía la impresión de que Rubalcaba podía ganarte, aunque se te reconoce como buen parlamentario, pero él dispara muy bien los titulares. Al quedar más o menos empatados en la parte argumental, ganaste liderazgo entre los tuyos y los ajenos porque saliste bien librado del encuentro; e incluso muchos te dieron por ganador con una ligera ventaja.» Le pareció interesante mi observación, y quiso saber qué había ganado entonces Rubalcaba. «Rubalcaba ganó, a mi juicio, la reanimación de su campaña, que estaba muy decaída. A partir del cara a cara acudió más gente a sus mítines y los militantes se activaron más. Por eso pedía un segundo debate, para recuperar el pulso.»
Por tanto, están en juego la participación, los votos, el liderazgo, la activación de campañas, la clarificación de informaciones falseadas, la retroalimentación de contenidos en una campaña útil para todos los medios, descubrimiento de nuevas figuras políticas... Un debate en el momento de máxima tensión entre los principales candidatos a dirigir un país puede producir algunos de estos efectos, o incluso todos ellos. De ahí que su negociación, su organización, realización y comentario posterior, a modo de debate del debate, ocupe el epicentro de casi todas las campañas electorales.
el extraordinario interés
por los debates
No hay género político periodístico más espectacular que los debates electorales. Allí donde se celebran dejan huella, porque generan audiencias jamás logradas y un río de palabras y de tinta antes y después del gran acontecimiento. Una campaña electoral sin debate cara a cara es una confrontación político-mediática de intensidad y emoción muy disminuida. Pero hasta llegar a la celebración de un debate hay un bosque de vegetación espesa por el que hay que abrirse paso, sorteando dificultades y, con frecuencia, trampas. Solo setenta y cinco países en el mundo, una tercera parte de los existentes, han tenido la oportunidad de celebrarlos, aunque fuera de un modo discontinuo.
Esta es la cara oculta de los debates electorales, con especial énfasis en los cara a cara celebrados en España, con referencias comparativas con debates norteamericanos, franceses, mexicanos y peruanos, entre otros. El cara a cara es, sin duda, el género más arriesgado para los candidatos y el más difícil de conseguir para los periodistas.
En una época en la que se teoriza que la política no interesa a los ciudadanos y se publica alegremente que la supremacía de la televisión entre los medios está en declive, en España se celebran debates en vísperas de elecciones, en noviembre de 2011 y 2015 y en junio de 2016, y alcanzan una audiencia de doce millones de espectadores. De hecho, casi un millón más, porque la audiencia de algunas televisiones locales no se contabilizaba. Trescientas mil personas los siguieron por internet y diez mil por dispositivos móviles, tabletas, etcétera. Como ha calculado gráficamente Ricardo Vaca, la audiencia de ese debate equivaldría a llenar 140 veces el estadio Santiago Bernabéu o el Camp Nou[2].
A todo eso, tendríamos que sumar la audiencia internacional, básicamente de América, pero también de otros continentes a través de los canales internacionales de TVE y Antena 3 TV. El número de espectadores en esos canales no puede medirse, pero consta que lo siguieron las élites políticas de los países iberoamericanos y los residentes españoles expatriados en todo el mundo, especialmente los vinculados a las embajadas.
Pero además de esa explosión de audiencia televisiva, se generaron sobre el debate 815 noticias en prensa, según el departamento de Comunicación de la Academia de Televisión, a las que hay que añadir 1.260 en radio y 884 en televisión. Y el impacto en las redes sociales también fue notable: el tráfico de Twitter se multiplicó por cincuenta durante la emisión del debate, según un análisis de Barcelona Media.
Unidades móviles de TVE desplazadas para cubrir el debate (2008).
Prensa gráfica acreditada para cubrir el debate (2011).
A la vista de estos datos no hay duda de que estamos ante un género político de gran impacto. Del mismo modo que existen varios géneros periodísticos, tal como se enseña en las facultades de Periodismo (la noticia, el reportaje, la entrevista, la crónica, el artículo y el editorial), también podríamos decir que los géneros políticos son diversos: la declaración; el mitin, mucho más orientado a consolidar el voto y a activar a los militantes para que continúen las campañas; la rueda de prensa, últimamente en peligro, sobre todo durante las campañas electorales españolas después de 2011; y, desde luego, el debate, con sus distintos formatos.
En este libro trataremos con especial énfasis el cara a cara, porque es el debate de mayor impacto, el que genera más interés entre la ciudadanía y mayor dificultad para los políticos que participan