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Comunicación política
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Libro electrónico310 páginas4 horas

Comunicación política

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Aunque los discursos en torno al poder han existido en todas las sociedades, en rigor solo podemos hablar de comunicación política a partir de la instauración de las democracias representativas, con la aparición de la opinión pública vinculada a las libertades de información y expresión y de los medios de comunicación de masas; en la actualidad, los mass media (prensa, radiotelevisión) y los new media (Twitter, Facebook). De sus conexiones y de sus efectos paradójicos trata este libro para intentar plantear en qué medida asistimos a una mediatización de la política o a una politización de lo mediático y comprender cómo se lograr pasar del inmediato y sorpresivo "golpe de efecto" al converso "acto de fe". Un ensayo de sociología política que reflexiona sobre la evolución reciente de la democracia, de su transformación y de sus crisis a causa del exceso de eficacia de la comunicación política, sobre todo a partir del recurso a las técnicas de marketing electoral, que han obligado a modificar la naturaleza de los partidos políticos y el desarrollo de campañas electorales. Para ello, traza la genealogía de la comunicación política, explicando su naturaleza y sus principales paradigmas y su caja de herramientas retóricas, hecha de discursos y rituales, de relatos y encuadres, de himnos y eslóganes, de acontecimientos y performances.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento14 dic 2018
ISBN9788490975176
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    Comunicación política - Enrique Gil Calvo

    2018

    Capítulo 1

    La naturaleza de la comunicación política

    ¿En qué consiste la comunicación política? Lo más socorrido para explicar su naturaleza es recurrir a la metáfora del teatro (Arroyo, 2012). Pensemos en los elementos componentes del arte de Melpómene y Talía, musas de la tragedia y la comedia: el escenario, el público, los actores, la función, los autores del libreto y el repertorio de obras en programa. E imaginemos ahora bajo esa imagen el conjunto de actividades políticas. Su escenario típico era el Parlamento en la democracia representativa. Antes de su instauración, la corte en el antiguo régimen absolutista o el foro y el ágora de la polis en la Antigüedad. Y en la actualidad, los mass media (prensa, radiotelevisión) y los new media (Twitter, Face­­book). Pero, como veremos, tan importante como el escenario visible es su tramoya oculta: el backstage entre bastidores tras las bambalinas, allí donde se cocinan a puerta cerrada los grandes arreglos negociados bajo cuerda de la política en penumbra. Si­­gamos con los componentes teatrales.

    El público está compuesto por la ciudadanía, tanto si se abstiene como si presencia la función o participa en la obra. O sea, los electores, los votantes, pero también los militantes, los activistas, los manifestantes. Todos cuantos secundan y siguen la puesta en escena de la política animándola con pitos y palmas, con aplausos y abucheos, con ovaciones y pataleos. Su papel es fundamental, pues sin público o con pocos espectadores la función decae. Mientras que si triunfa con apoteosis, entonces el público entra en trance colectivo y se genera la catarsis o transfiguración moral. Pero las grandes estrellas del teatro son los actores, los intérpretes con quienes se identifican los espectadores; es decir, los líderes políticos y sus respectivos séquitos partidistas que se reparten los papeles protagonistas y antagonistas escenificando su enfrentamiento dramático subidos a sus coturnos bajo la máscara sectaria y beligerante del poder y la oposición.

    La función que se representa puede ser una comedia, como en los eventos ceremoniales o inaugurales con profusión de cámaras, micrófonos, declaraciones y ruedas de prensa. Un drama, como en los mítines enfervorecidos o en las manifestaciones callejeras que protestan a coro en abierto conflicto con las autoridades. Una tragedia, como en los comicios que acaban con un vuelco electoral en donde caen los viejos gobernantes caducos y acceden al poder los jóvenes lobos aspirantes. O una tragicomedia, un melodrama zarzuelero o una ópera bufa, donde los histriones sobreactúan con tremendismo como bravucones o polichinelas mientras el público los corea entre risotadas y broncas cruzadas sin tomarse la función al pie de la letra. Entretanto, los autores del libreto permanecen agazapados en la penumbra del trascenio, supervisando a sus pupilos que deambulan como marionetas por el escenario, y queriendo creer que son ellos quienes manejan a distancia los hilos que mueven a sus títeres. Me refiero, claro está, a los mercenarios que viven de la comunicación política: estrategas, ideólogos, spin doctors, gurúes, dircoms, asesores de imagen, consultores políticos, negros a sueldo (speechwriters), intelectuales orgánicos y demás asesores expertos en el marketing político. Y nos queda, por fin, el repertorio de la compañía de comediantes que recorre los escenarios de la política con sus papeles bien aprendidos de memoria, siempre dispuestos a cambiar tanto de personaje como de registro interpretativo. Un repertorio que constituye la caja de herramientas retóricas que dan nombre a este libro, hecho de discursos y rituales, de relatos y encuadres, de himnos y eslóganes, de acontecimientos y performances.

    Como se ve, esta metáfora teatral es muy sugerente e ilustrativa. Pero resulta demasiado genérica, pues si la política es puro teatro, como parece, el teatro en cambio no es solo política, sino que está en todas partes. De hecho, toda la vida es teatro, como demostró el gran sociólogo canadiense Erving Goffman, en el libro más recomendado y reeditado universalmente como introducción a la sociología: La presentación de la persona en la vida cotidiana (1971). Pero no solo hacen teatro las personas de a pie, pues también interpretan papeles estereotipados las diversas profesiones convencionales. Yo mismo, como profesor universitario, hago teatro cada vez que me subo a una tarima en un aula. E igual hacen las demás profesiones escénicas que actúan en público, desde los sacerdotes hasta los militares, pasando por periodistas, deportistas y otros artistas del espectáculo. Y los políticos también, por supuesto. Pero como su carácter de intérpretes teatrales lo comparten con muchas otras actividades, necesitamos saber cuál es la diferencia específica que distingue y singulariza al teatro de la política.

    La erótica del poder

    Lo característico de la política es el ejercicio del poder (o la puesta en escena del poder en ejercicio), que es una actividad en efecto teatral, pero con una singularidad distintiva, a la que podemos aludir figuradamente con la metáfora de la erótica del poder. Esta figura retórica suele usarse banalmente para ponderar las ventajas amatorias que se derivan de la ocupación de cargos revestidos de poder. Y también indica, recíprocamente, una fácil vía de acceso al poder para las personas que carecen de él. Pero, como es lógico, aquí no me refiero a nada de esto, sino a algo más sutil cuyo sentido puede deducirse del capítulo XVII del Príncipe de Maquiavelo: De la crueldad y la clemencia, y si es mejor ser amado que temido o ser temido que amado.

    El fundador de la ciencia política moderna sostenía que para ejercer el poder hay que hacerse temer, pero también hacerse amar. Es lo que hoy se llama hard power y soft power, poder duro y poder blando (Nye, 2011). Y esta es también la distinción entre los dos marcos mentales (frames) que mejor pueden servir como metáfora del poder, si la figura del padre estricto o la del padre tolerante (Lakoff, 2007). Pero de estas dos caras de la misma moneda, cabe discutir cuál es la más valiosa o eficaz para adquirir, acumular o conservar el poder, si la política del temor o la del amor. A primera vista, un enfoque buenista de la cuestión nos haría creer que es mejor ser amado que temido, porque esto permite ganarse la buena voluntad de los ciudadanos mientras dure su amor. Pero, con su peculiar agudeza, Maquiavelo advierte que el amor solo depende de la voluntad de los ciudadanos, y no de la del príncipe soberano, que poco puede hacer si aquellos se resistieran a amarlo y optaran por despreciarlo. Mientras que, en cambio, el temor solo depende de la voluntad del propio soberano, que puede intimidar a los ciudadanos lo quieran estos o no. Este dilema del amor voluntario frente al temor inevitable anticipa la posterior dialéctica del siervo y el señor propuesta por Hegel, que habría de dar lugar a su vez a la película El sirviente (The servant, 1963) del marxista evadido de la caza de brujas hollywoodense Joseph Losey, con guion del premio nobel Harold Pinter, Dirk Bogarde como mayordomo y James Fox como aristócrata.

    Ilustremos con ejemplos prácticos esta dicotomía maquiaveliana, en los términos definidos por Joseph Nye (2011), a partir de las dos muestras más recientes de liderazgo estadounidense. El caso más reciente de presidencia amable, definida por su soft power, ha sido el de Barack Obama, que llegó a seducir y enamorar no solo a la mayoría de los estadounidenses que lo eligieron para la Casa Blanca, sino también a gran parte de la ciudadanía global, aquí incluida la musulmana, que desde la ilegal invasión de Irak estaba oficialmente enfrentada en guerra de civilizaciones contra los EE UU, pese a lo cual celebró con grandes esperanzas su discurso pronunciado el 4 de junio de 2004 en la Universidad Islámica de Al-Azhar en El Cairo, lo que le granjeó cinco años después el ser galardonado prematuramente con el Premio Nobel de la Paz. Y frente a esta presidencia admirable y mundialmente admirada, consideremos el caso polarmente opuesto, ejemplificado por su inmediato sucesor, el especulador inmobiliario y showman Donald Trump que hoy ocupa la Casa Blanca degradando la institución que representa, y cuyo ejercicio de hard power se caracteriza por amenazar indiscriminadamente a todos los actores con que se relaciona, ya sean domésticos (con continuos desprecios y ataques a la prensa, a las mujeres, a las minorías raciales o religiosas e incluso a sus socios y subordinados, a quienes llega a tratar todavía peor que a sus adversarios) o foráneos (maltratando con arrogante agresividad a vecinos continentales como México y Canadá, a aliados europeos como Alemania, a rivales comerciales como China, a impugnadores nuclearizados como Corea del Norte y, por supuesto, a víctimas imperiales como Palestina e Irán): todo con tal de hacerse temer por todos con su imprevisible

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