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Las cosas por su nombre
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Libro electrónico441 páginas5 horas

Las cosas por su nombre

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Estas páginas no callan nada. Su autor no tiene ataduras con nadie. Fustiga por igual a canallas, vanidosos, avaros, hipócritas y mediocres. Denuncia descarnadamente las injusticias y las miserias de nuestro tiempo, pero asimismo exalta las grandezas humanas. «No esquiva ningún tema que merezca un comentario agudo, una crítica a fondo como una estocada certera». Un libro que hace reír, pero también rabiar y llorar.

IdiomaEspañol
EditorialRC Letras
Fecha de lanzamiento15 ene 2017
ISBN9781386587804
Las cosas por su nombre
Autor

Roberto Casín

SOBRE EL AUTOR Roberto Casín es un periodista y escritor cubano que desde 1991 reside en Estados Unidos. Ha trabajado como reportero, comentarista de radio, redactor para la televisión, corresponsal, editor, y jefe de redacción en diarios, revistas, y publicaciones especializadas en internet. Actualmente es columnista del diario El Nuevo Herald, de Miami. Con Polvos de Fuego el autor consagra su gran salto a la literatura.

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    Las cosas por su nombre - Roberto Casín

    PRÓLOGO

    Más que un vistazo

    Cuando a fines de 2006 el periodista y escritor cubano Roberto Casín me propuso escribir una columna para el Nuevo Herald sobre temas de actualidad, enseguida pensé que aportaría una visión novedosa y distinta que le daría gran variedad a las páginas de opinión.

    No me equivoqué. En todos estos años de puntual colaboración con el diario de Miami, Casín ha abordado los problemas más cruciales de nuestro tiempo. Lo ha hecho con la habilidad que le ha dado el ejercicio del periodismo, y con un lenguaje en el que la concisión del reportero va de la mano con la inquietud literaria del escritor. Pero además ha tocado los temas de actualidad con una óptica singular y un estilo propio y entretenido que dan un toque distintivo a sus artículos.

    En el compendio de columnas que integran esta obra y que se publican en los medios bajo el título de Vistazos, la agudeza está combinada con un ingrediente de ironía que en no pocas ocasiones provoca la risa. Y en otras da lugar a una actitud de protesta frente a los males —tanto grandes como pequeños— que asedian nuestra vida cotidiana en cualquier parte.

    Desde el justiciero Batman (el autor explica por qué siempre lo prefirió antes que a Superman) hasta los héroes de las guerras de los Estados Unidos en ultramar, desde los retos de la paternidad hasta los dilemas de la educación sexual, desde las restricciones del lenguaje políticamente correcto hasta la degradación que la lengua española sufre en Norteamérica bajo el peso del inglés, Casín no esquiva ningún tema que merezca un comentario agudo, una crítica a fondo como una estocada certera.

    Ni siquiera sus colegas y los medios donde laboran escapan a sus dardos: en la columna titulada con un dejo de nostalgia Aquellos reporteros, señala: En los últimos años, los periódicos se han convertido en gacetillas donde las noticias se publican en el espacio que deja la publicidad, y los reportajes de fondo han sido echados a un lado para dar paso a notas sobre la farándula, los deportes, el estado del tiempo, la bisutería social, los escándalos. Los que llevamos años trabajando a diario con la noticia y con la opinión conocemos muy bien la invasión de los temas superfluos y frívolos en los medios, una invasión ante la cual nos batimos casi siempre en retirada, lamentablemente. En esta batalla (¿perdida?) Casín es uno de los nuestros. Un francotirador en cuya mira siempre cae un tema de apremiante interés.

    De la misma manera que el autor aporta una visión original a las páginas del periódico donde publica sus columnas, este libro formado por los vistazos de Casín aporta al lector un panorama novedoso de las tendencias, los dilemas, los prejuicios, las angustias, las amenazas y los triunfos de nuestro tiempo. Más que un vistazo, la obra de Casín merece una mirada atenta de los lectores interesados en el acontecer diario y también en los sucesos que nos puede traer el futuro cercano.

    Andrés Hernández Alende

    Escritor y periodista, director de la sección de Perspectiva de el Nuevo Herald.

    2007

    Los magníficos

    En tierra propia, ellos se creen los elegidos. Y en tierra ajena, también. De muy jóvenes, todos les celebran su perseverancia y afán de progreso. Después, son muy pocos los que no se lamentan de haberlos encumbrado. Poseen el don de la palabra y no es raro verlos asumir el papel de tribunos. Los magníficos hablan con demente certeza, y predican sus conocimientos con fervor. Tanto es su anhelo por sobresalir, que nunca admiten errores. Y pobre del que les señale una falta. Ellos no pierden, son infalibles. Y por eso no son dados a los juegos de azar.

    Su fe de vida da cuenta de las siguientes aficiones: deporte favorito, la pedantería; pasatiempo predilecto, la presunción; parte del cuerpo que más cuidan, el pescuezo; amor preferido, el amor propio. Y es que ellos no se enamoran de nadie, lo seducen. No persuaden, enajenan. Los magníficos no tienen amigos sino admiradores. Si usted les pide un favor, no está demostrándoles confianza sino idolatría. Y si en vez de uno favor les pide dos, entonces por ley usted pasa a ser, quiéralo o no, un súbdito. La obediencia, es para ellos la mejor muestra de gratitud.

    No son desinteresados ni modestos, aunque presuman de serlo. Eso sí, son en extremo rencorosos. No perdonan que se les ignore, y menos que se les desdeñe. No toleran el lustre ajeno. Y aunque no son nadie sin la gente, en el fondo desprecian a todos los demás. Les ahoga la soledad, pero más les asfixia que las multitudes no los reconozcan en público, que no sepan quiénes son, y que los condenen a ser solo uno entre muchos. Adoran escucharse a sí mismos, y por eso hablan y hablan de cualquier cosa. Después de todo, no falta quien les haga coro.

    Tienen una particular debilidad por la imagen pública. Disfrutan sin límites que les tomen fotografías, pero su verdadero orgasmo de espíritu es que los paren ante una cámara de televisión. Se cuidan el rostro con esmero. Jamás riñen, no porque sean cobardes. Hay que entenderlos. Es cosa de imagen. Todo el encanto puede írseles a pique de un bofetón.

    Son siempre propensos a las ofensas, nunca a los elogios. Y si son jefes, prepárese. Usted nunca tendrá la razón.

    Pero no crea que siempre les fue bien. Como todas las especies exóticas, también tuvieron épocas difíciles. Sobre todo en otros tiempos, cuando no se rendía tanto culto a la improvisación. Y al decir del refrán, había pocos tuertos en el país de los ciegos. Inadvertida de que con los años llegarían a ser los magníficos, la gente los calificaba cortamente de charlatanes. Y hasta llegaban a provocar lástima, pero nunca alarma. Cuestión de aritmética, entonces no eran tantos. Tampoco estaban en demasiados sitios a la vez. Hoy ejercen todas las profesiones: en la política, la medicina, el arte, la jurisprudencia, las finanzas, el periodismo, la arquitectura... Y no les hace falta destacarse en ninguna en especial, porque de todas saben.

    Según la Academia de la Lengua, por definición, son suntuosos, espléndidos y admirables. Pero en la jerga callejera son matreros, abusones y engreídos. Hasta aquí los adjetivos. Ahora póngales usted nombre. Mire alrededor que, con toda seguridad, tiene uno cerca.

    La fama no tiene cura

    Yo tengo un amigo al que la fama le transformó el rostro. Pero no solo se hizo la cirugía plastica, se tiñó las canas, se divorció de la mujer que tenía y se buscó una veinticinco años más joven, sino que además perdió la memoria, se quedó sin sus viejos amigos, y más nunca reconoció a sus vecinos de toda la vida. Ahora le faltan afectos y le sobran aduladores.

    También conozco a uno que, en cambio, no se tiñó las canas. La fama lo que hizo fue multiplicarle las pequeñeces. Le redujo al mínimo todo lo servible, por fuera y por dentro. Así de sopetón, un día se vio en pantalla y a partir de ahí las cámaras de televisión le obesionaron. Desde entonces, vive convencido de que sus televidentes lo adoran. Y no lo dudo. Su desvarío está en pensar que lo admiran multitudes, ejércitos de fieles encantados por sus dones, cuando en verdad solo enciende la televisión para verlo una maltrecha tropa de amas de casa, sin otra ocupación que la de matar el tiempo oyendo sandeces.

    Eso pasa con algunos. De lo que ninguno se salva es de que la fama les vire al revés los gustos y la economía; de picadillo a caviar, de Chevrolet a Mercedes, y de sidra a Dom Perignon, trajes de Brioni, zapatos de Berluti... la ensalada de marcas llega a ser adictiva. En fin. Los gastos, que antes solo se ceñían a la subsistencia, sufren de repente un reventón de extravagancias.

    A unos —afortunadamente— les da por desatar el benefactor que llevan dentro, y presumen de dadivosos, adoptan a racimos de huérfanos, o donan su fisonomía para promover causas públicas. A otros, sin embargo, se les suben los humos a la silla turca; y si no fuera por el empujón de publicidad que a diario les da la prensa, ya andarían repartiendo estampitas con su fotografía por parques e iglesias.

    Hay quien opina que en las mujeres el asunto es peor, que pasan de Blanca Nieves a brujas sin transiciones, desde la primera sonrisa. Nada, que la fama es como un virus para el que no hay remedio. Solamente los que vienen inmunes de cuna se salvan. Porque con el quilate de espíritu se nace. Está comprobado que se viene al mundo de princesa o arpía, de caballero o villano, y de otras derivaciones, con diminutivos y superlativos.

    En el fondo, los famosos son personas muy solitarias, porque eso de tener que verse rodeados de admiradores para sentirse importantes es de cualquier manera lastimoso. Pero no hay por qué pensar que todos son ceros a la izquierda solo con dinero y colorete. Algunos han dejado huellas durables en la política. Ronald Reagan, mediocre actor, político de antología, tiene el uno en la lista. Bill Clinton fue un mal saxofonista, pero ya ven, tenía mañas y dotes presidenciables para la trápala.

    Las ostentaciones de que es capaz la gente cuando se siente tocada por la fama son a veces insospechadas. En el mundo del arte y los negocios es donde hay más excéntricos de colección. Nadie le quita el cetro al Rey del Pop, el multicolor, polimorfo, polifacético e inatrapable Michael. Ni qué decir del inefable míster trompeta, un Donald de lustrosa cabellera y sonrisa Kodak que después de hacer cientos de millones en bienes y males raíces ahora es todo un pitoniso de la fortuna vendiendo libros con la fórmula de cómo hacerse rico.

    No está mal que viajen en aviones y en trenes-hoteles propios. Si además quieren desembolsar decenas de millones para comprarse una isla o un submarino particular, que lo hagan. Lo que no me parece bien es que a pesar del ridículo, la frivolidad y la bulla de opereta que los distingue, el común de la gente les rinda idolatría. Y que encima de eso, además, los envidie.

    No es fortuito que los marcados por la fama hayan estado y sigan estando en las portadas de las revistas, y en los estelares de la televisión, y que les fabriquen la imagen pública para que después vivan de ella. Fueron, son y serán el prototipo de muchos que a falta de lustre propio añoran el ajeno. Y mientras más dinero donen para causas políticas y sociales, más los tendrán los gobiernos y el vulgo en la gloria. Qué se va a hacer. Por desgracia, la fama no tiene cura.

    Espanglish con alevosía

    En nuestros tiempos se oye de todo. ¿O es que no ha escuchado usted decir lo grande, lo lindos, lo inteligentes, lo geniales que somos? O eso de que «si no fuera por nosotros, pobre de los americanos». La avalancha migratoria de hispanos a Estados Unidos ha destapado toda clase de elucubraciones y pasiones. Buenas y malas. Y hasta se afirma por ahí que el actual progreso del país también nos lo deben.

    Pero brillo aparte —que lo tenemos— no es propósito de esta columna predicar contra los tarzanes de la hispanidad, sino contra los verdugos del español, los adictos al espanglish, que en los últimos años han proliferado con tenacidad epidémica. Están donde menos usted los espera. Se codean con altos ejecutivos de empresas, con políticos, estrellas de la farándula; y lo más trágico: sus escritos se difunden, hablan en la radio y hasta en televisión, y también ya están en las escuelas. ¿Haciendo qué? Dicen ellos que enseñando español.

    Con vocación de alquimistas destripan palabras y deshacen reglas, omiten acentos y fabrican verbos y vocablos que dejan boquiabierto al más liberal de los lingüistas. Los espanglonautas no almuerzan, «lonchan»; no manejan una camioneta sino una «troca», y por supuesto no devuelven ninguna llamada telefónica, simplemente «llaman para atrás»; tampoco llenan formularios de solicitudes, ellos «aplican», y en aras de la brevedad no se consideran víctimas de abusos, sino «abusados». Lo de acortar palabras como quien ahorra dinero tiene para ellos su lógica. Dirán que el inglés es el idioma de los negocios. Y no nos debe extrañar que en una sociedad tan utilitaria, los que abunden sean los anuncios de «aprenda inglés en cuatro días». Porque para ser justos, no aprenderían el español ni en cuatro años de universidad.

    Si embargo, la liviandad de sesos no ofende tanto como la impunidad con que los espanglonautas desguazan el español. Y peor aún, con la pedantería con que se atreven a enmendar la buena lengua, o articular el disparate más altisonante.

    Los espanglonautas actúan con patente de corso y llevan parche en el ojo, aunque no se les vea. De modo que para ellos la vida fluye en una sola dimensión, de la que por supuesto están excluidos los poetas como mayores artífices de la lengua, y en la que en cambio tienen cabida un sinfín de alimañas de la vulgaridad.

    Se explica que de mañana, claro está, ninguno se lea los periódicos de Madrid, México o Buenos Aires, ni se entere de las noticias por algún canal de televisión hispanoamericano. Tampoco estuvieron al tanto del Congreso Internacional del Español recién concluido en Cartagena de Indias, en Colombia. Para qué

    Su gran flaqueza es que de niños, nunca les leyeron a Platero y Yo, y ahora de adultos, si han oído de Cervantes lo confunden con el Quijote. Si se les pregunta por Borges, Cela, Neruda, García Marquez o Paz dirán que pueden ser apellidos de inmigrantes indocumentados. Eso sí, nadie les quita el mérito de pensar en inglés y creer que se expresan en español.

    Lo criticable es que se señale a los espanglonautas como arquetipos, frutos de una afortunada comunión. Y que otros, dándoles crédito por crasa ignorancia, no hagan otra cosa que incitar al menosprecio del buen español. Así que eso de que el crisol de culturas, y por extensión de lenguas, ha servido para darle lustre a nuestro idioma, como osan decir algunos por ahí, no solo que no me lo creo, sino que además me da revolturas.

    Para poner los puntos sobre las íes: que si por las letras corriera sangre, lo del español en este país podría ser descrito como una horrenda carnicería. Y que hacen falta muchos curas del idioma, altares del castellano, puristas de la letra, léase inquisidores con poder de castigo sobre el disparate, en cada escuela, en cada casa y sobre todo en cada redacción. De lo contrario, dentro de unos años los que aman nuestro rico idioma y hacen un culto del hablarlo y escribirlo como corresponde, tendrán que hacer como el músico de cantinas, irse con sus canciones a otra parte, y además soportar que las palmas se la lleven los que más desafinan y tienen repeor voz.

    El Miami que es y el que no es

    Eso de que Miami es un crisol, un melting pot, donde las culturas se funden, siempre me ha parecido una gran estafa. Es más, un desvarío literario, un soporífero para que no se note la diversidad. Miami es multilingüe y multiforme, abigarrada y plural. En cualquier sitio, el más melodioso yes puede entrecruzarse con un iracundo no, y lo mismo da comerse unas french fries que unas croquetas. Quizás sea la única ciudad hispana de Estados Unidos donde tantos inmigrantes no dejan de preguntarse, irreverentes, por qué algunos americanos se aferran a seguir hablando inglés.

    Se le ha querido dar muchos nombres: capital del Sol, Puerta de las Américas...y algunos más. Alguien incluso una vez la tildó peyorativamente de República Bananera. Pero todos esos apodos han sido en vano. Cada cual identifica a Miami a su manera. Para los venezolanos es ya una segunda Caracas, sin chavistas, o sea, sin malandros; para los colombianos, otra Bogotá, pero sin guerrillas; para los nicas, una segunda Managua, sin sandinistas ni plagas semejantes. De igual manera para argentinos, peruanos, dominicanos y tantos otros. Ni qué decir los cubanos, que fueron los primeros en parcelar sus ciénagas, cultivar malangas e inundar los mercados de juegos de dominó.

    Ya hace años, en una de esas grandes oleadas de refugiados, según el anecdotario popular, los americanos se atemorizaron tanto, que muchos plantaron su bandera en el jardín de la casa, pensando que así podrían resistir mejor la invasión, y con el mandato a sotto voce de que si se perdía la batalla, el último que se fuera de la ciudad arriara la tela y se la llevara en la maleta. Todo parece indicar que esa escaramuza ya la dieron por perdida. Porque el Miami de hoy es el de las cien banderas, a la que galantean nobles y plebeyos; donde conviven el patacón y las mariquitas, como también lo hacen culturas paralelas, entroncadas solo por el español, heredadas de taínos, mayas, araucanos, incas, y aymarás.

    Por fortuna Miami también es una ciudad globalizada, pero no amorfa ni uniforme, donde lo mismo se tararea una canción de Celia Cruz, que una de Frank Sinatra o de Juan Luis Guerra; donde los impuestos son más sanguinarios que los tiburones y caimanes; donde hay más botánicas que hospitales; donde los autobuses —descontados los escolares— son una rareza, y la línea del metro tranquilamente puede medirse con una cinta métrica, en centímetros. Hay quien la considera una Meca del ilusionismo, donde de cada cinco turistas que entran solo salen cuatro, y el quinto desaparece con la misma habilidad con que un mago convierte conejos en pañuelos. Es el Miami donde hasta hace poco no había mexicanos, pero los tacos ya tienen tanta publicidad como el pan con bistec y la yuca con mojo de los cubanos.

    Qué se va a hacer, Miami crece hipertrófica y aceleradamente. Y es también por eso la ciudad de las promesas, donde por cada obra pública terminada, entre tanto aprovechado y timador, siempre quedan otras inconclusas. Es además la ciudad donde más peajes se paga por hora al volante, hay más políticos que barcos de recreo por kilómetro cuadrado, y donde el galopante costo de la vida ha ido reduciendo el sueño americano al breve cabeceo de una siesta. Pero más allá de sus manchas e inexactitudes, es una ciudad que atrae, a la que todos quieren venir a solearse, a estampar su pasaporte y a comprar bisuterías; una ciudad en la que a pesar de la proximidad de los pantanos, hay menos mosquitos que turistas; tierra donde felizmente las hamburguesas y perros calientes han ido siendo poco a poco desplazados por las empanadas, las papas rellenas y los pastelitos de guayaba; donde el café paliducho y aguado de los americanos —trabajo costó— es ya reconocidamente un insulto al paladar.

    No hay dudas de que en Miami hay lugar para muchos, juntos pero no revueltos, desde refugiados clásicos hasta otros menos auténticos, desde anticomunistas probados hasta socialistas de tertulia, desde perseguidos autóctonos hasta fugitivos del fracaso en tierra propia, que vienen a oficiar de profetas en la ajena. Hay de todo como en botica, desde vitaminas hasta purgantes. Y a pesar de que siempre sobren razones para que cada quien añore la legítima, la metrópoli de cuna, hasta ahora parecen estar en minoría los que han logrado descubrir fuera de Miami una réplica mejor.

    Contraseñas y contrariedades

    Ya casi hay que conferirle a la contraseña, al igual que hicimos con las tarjetas de crédito, un lugar merecido entre los más diabólicos artificios de nuestra época. No hablo de la palabra o signo que además del santo y seña permite el mutuo reconocimiento de dos personas. Me refiero al password, esa identidad inmanente con que se nos obliga a vivir en esta automatizada era de las computadoras.

    La contraseña no tiene género. Lo mismo puede ser masculina que femenina. Y hasta neutral. Que más da, con tal de que funcione. Entre sus reglas de origen no cuentan la lógica ni la coherencia. Algunas tienen sentido, otras no. Las hay de solo cinco caracteres, y hasta de más de una docena. Depende de las circunstancias y del interesado. También de los bancos, de las compañías que hacen negocio por Internet, y de los operadores de transacciones electrónicas, que a medida que se generaliza el robo de identidades van siendo cada vez más cautelosos y exigentes.

    Solo su naturaleza secreta ha salvado a la contraseña de las garras de los mercaderes. Si no, ya habría un sinnúmero de avispados exclusivamente dedicados a diseñarle a cada cual la que más le guste o la que se merece. Aunque sobran sin duda los tratados de cómo hacerse de una contraseña efectiva, al estilo de las minienciclopedias que nos adiestran en las artes de cómo redactar un buen currículum o resumé.

    También es cuestión de personalidad. Cada cual selecciona la contraseña más a tono con su carácter o temperamento. Las mentes más profundas, y los promiscuos, sin duda prefieren los engendros de letras y números; los pragmáticos, las combinaciones más cortas y sencillas. Algunas terminan siendo más emocionales que ingeniosas, como la de un amigo abogado que para tener acceso a su cuenta bancaria estuvo utilizando meses la de «yo_el_bribón», pero acabó por buscarse otra, convencido de que alguien con un poco de perspicacia podía fácilmente descifrársela.

    El asunto es que ya no se puede prescindir de ellas. Hacen falta para extraer o depositar dinero; para hacer compras electrónicas; para hacerse socio de alguna institución o colectividad. Y amenazan con ser imprescindibles para menesteres vulgarmente rutinarios, como abrir la puerta de los automóviles, poner en movimiento los elevadores de los edificios y —quién lo duda— hasta para tomar agua en los bebederos.

    De cualquier manera, ya son el «Ábrete, sésamo» de gran cantidad de información clasificada en corporaciones, y bases de datos militares. Aunque, cuidado. Si no se escogen y protegen con celo, lo mismo pueden abrirle la puerta a uno que a los ladrones. De hecho, la guía para crear contraseñas del Departamento de Defensa de Estados Unidos tiene treinta páginas de extensión.

    La gran calamidad es que se han sumado, como apéndice en demasía, a otros medios de identidad hasta ahora más convencionales, como el número del Seguro Social y el de la licencia de conducción. Pero lo peor no es el lío cerebral que se nos ha creado con su añadidura. El problema mayúsculo está en que no son solo una, dos o tres, sino que ya prometen contarse por decenas. Y no siempre la combinación de sus componentes puede repetirse para aligerarnos la memoria. De modo que ya nada parece salvarnos del potaje numérico de las contraseñas.

    La cosa pinta negra. Y quién quita que en un mundo cada vez más globalizado, las confusiones de esa naturaleza lleguen a ser hasta peligrosas. Que tal que utilicemos en el supermercado el password de la ferretería, o en el proctólogo, el del plomero que viene a destupirnos el tragante de la cocina. Hay incluso quien teme que, antes de que los bebés puedan venir al mundo, sus padres deban fabricarle una contraseña. Y quien sabe si algún día hasta para morir tranquilo y tener asegurado un funeral decoroso, haya que tramitar el velorio en la funeraria con el password que tenía en vida el finado.

    Aprovechados de ocasión y bribones vitalicios

    Ya nadie recuerda lo barata que fue la vida alguna vez. Está tan cara, que un salto de dos décadas atrás es casi como irse a la prehistoria. Hay quien lo justifica pensando que en todas las épocas ha habido de qué lamentarse con el dinero. O que la enjundia del hombre es tan estrecha y egoísta que nunca ha sido capaz de sufrir desgracias mayores que las propias. Ni llorar auténticamente tragedias que le sean ajenas. Todo eso es cierto, pero no lo es menos —y de pronto es lo que más preocupa— que sigamos dando muestras de tener un mundo tan despiadadamente desordenado.

    Otra vez, el barril de petróleo vale casi tanto o más que una garrafa de agua en el desierto. Otra vez, el precio de la vivienda ya no admite ponerle techo a la familia con una deuda razonable, ni certidumbre visible. Otra vez, la miseria y las dictaduras no solo diezman a los inocentes de siempre, sino a muchos más. Otra vez, retumba la guerra, pero ya no entre países con ejércitos uniformados, sino entre civilizaciones. Otra vez, oleadas de emigrantes rompen el equilibrio físico del planeta, pero no en busca de nuevos horizontes: unos huyendo del hambre, otros, de la iniquidad.

    Me temo que esta vez no podamos echarles toda la culpa a los estadistas y políticos. Y condenarlos solo a ellos por lo que está pasando. ¡Que se equivocan? Sí, aunque casi siempre les ampara la excusa de haber errado con la venia de multitudes reverentes. De modo que puede resultar injusto y antipopular —que a veces es lo mismo— exagerarles los defectos.

    En definitiva, generalizando, hay mucho que deberles. Si no fuera por los políticos, no habría himnos ni banderas, ni tuviéramos un sinfín de demarcaciones, plenipotenciarios, gobernadores, alcaldes y concejales. Tampoco habría registros de votantes. Ni colectas electorales. Por encima de todo hay que ser agradecidos, que sin ellos tampoco hubiéramos podido llenar de caciques tantas tribus, ni organizar y hacer funcionar con destreza mercantil la administración de tantas comarcas y ciudades. El mundo además sería mucho más aburrido sin escándalos palaciegos, y sin pompas presidenciales. De manera que méritos tienen.

    El problema a todas luces no es que tengamos políticos, sino que dejemos que algunos se pasen de listos y aprovechados. Y que del mundo que teníamos ayer al que tenemos hoy con el correr del tiempo hayan perdido tanto prestigio y catadura. Y que, por dejar de comprometerse con sus ciudadanos, algunos ya no quieran ni siquiera ser cómplices de la verdad. Para medirlo en pesos y centavos. El primer presidente de Estados Unidos, George Washington, se negó en su tiempo a cobrar veinticinco mil dólares de sueldo al año porque creía que los servidores públicos no debían ponerle precio a la vocación. Hoy a la mayoría de los presidentes en cualquier rincón del planeta se les paga diez o quince veces más. Y no solo eso, hay naciones que proclaman una lucha sin cuartel contra la pobreza mientras sus expresidentes reciben pensiones y prestaciones anuales per cápita de casi cinco millones de dólares.

    Y hablamos de gobernantes legítimos; de gobiernos con determinado orden y concierto. Ni qué decir de las dictaduras, donde los listos y aprovechados terminan graduándose de pícaros, y la chequera de los caudillos se nutre del erario público sin cautelas, presupuestos ni auditores. Para hacerlo más trágico, los tiranos tampoco son ya sinceros. Antes se subían al trono con revólveres y pistolas a la cintura. Hoy asumen el poder aupados por votos electorales y con cara de apóstoles, colándose por los vulnerables resquicios que dejan abiertos las democracias, y con impunidad vitalicia, que es lo peor. Que alguien me diga entonces de qué nos sirven tantos preceptos, letrados, tribunales y policías, si con ellos no podemos deshacernos de semejantes bribones.

    Adoración fatal

    Confieso que no tengo afición por los poderosos. Me cuesta seguirles la rima y poder dormir a mis anchas. En cambio, sé que en muchos hogares, ciudades y países, son tan venerados como lo puede ser cualquier santo. He visto brillar esa adoración en la pupila virgen de niños y adolescentes, y también en la descarriada mirada de adultos curtidos, como quien dice ya curados de espantos pero no de ultrajes. Los primeros en profesarles docilidad pública son por supuesto los adulones, lisonjeros y lamebotas, que se desgañitan en alabanzas a la primera mano que les enyugue el cogote.

    La idolatría por los caudillos fue y sigue siendo objeto y sujeto de crónicas, epopeyas y hasta de triviales novelas; figura en memorables discursos, está esculpida en monumentos; ha dejado su huella en las lápidas de numerosos cementerios y también engrosa la letra de libros, al lado de las ciencias frías pero exactas, en el currículo de universidades y de escuelas. De la Ceca a la Meca, la encarnación del mal y el bien ha presidido la interminable sucesión histórica, por un lado de déspotas sin escrúpulos, y por el otro de conquistadores y héroes. Unos y otros tienen solo dos cosas en común: su gran ambición y su dependencia de la adoración humana.

    Desde que Atenas padeció a sus treinta tiranos, quizás no haya habido un denominador tan común a todas nuestras sociedades como el de la fatal seducción que ejercen los fuertes y poderosos. Los romanos la sufrieron desde los tiempos de Tito Larcio, pasando por Sila y Calígula. En todos los confines del planeta, el desfile fue después tan largo como borrascoso. Siglos de imperios y monarquías, reyes nefastos, malvados gobernantes y tiranos de toda laya, que perduraron sembrando el terror subidos a los hombros de exaltadas muchedumbres, desde Iván el Terrible y Stalin, hasta Hitler y Castro. Todos ascendieron a la cúspide aupados por el populacho, para el que el placer de la obediencia siempre pudo más que el amor propio, y la sumisión fue más llevadera que el alto precio de la dignidad.

    La veneración por los más fuertes es sin duda el mal que más ha diezmado a los humanos. Ha sido el hilo maestro de todas las guerras, imposibles de librar sin líderes a los que se sigue hasta la muerte. La fe por los ídolos y agitadores ha sido el percutor de todas las revoluciones, y del baño de sangre que acostumbra acompañarlas. Tambián ha servido de acicate a devociones malsanas, como las que suelen profesar las fieras al cabeza de manada, al que siguen y obedecen ciegamente mientras deban, aunque prestas a la menor oportunidad para echarlo y ocupar su lugar.

    El culto al líder, al todopoderoso, parece que es

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