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La aventura: Justo una idea
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La aventura: Justo una idea

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Cuando se aviva el brillo de la mirada es que hemos pronunciado la palabra aventura y con ella nos llega la posibilidad de cambio y novedad. Otras veces la aventura asoma sin permiso y nos desafía movilizando la capacidad heroica que hay en nosotros. La aventura, antes que épica, es justo una idea que configura la acción y le otorga un sentido. Podemos pensarla desde la filosofía, la historia de las ideas, o la antropología cultural; desde la geografía o la historia de nuestra cultura en sus edades doradas, la de la aventura transoceánica renacentista o la ilustrada; desde la literatura de aventuras, o la crónica de los grandes viajeros y exploradores, pero, también, desde el género, pues no ha tenido la misma significación para unos y otras. A su gozosa celebración van destinadas estas páginas.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento5 dic 2016
ISBN9788415958567
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    La aventura - Carlos Muñoz Gutiérrez

    páginas.

    Justo una idea:

    La aventura de pensar

    CARLOS MUÑOZ GUTIÉRREZ

    «L a aventura es la aventura», con esta tautología metafórica o con esta metáfora tautológica parece que es la única manera en la que podemos conceptualizar la aventura. Es como si el propio término contuviera ya los rasgos y características de aquello que expresa, porque la mera mención de la palabra levanta un sin fin de connotaciones y evocaciones. Si preguntáramos a los aventureros qué es para ellos la aventura, darían esa tópica respuesta que uno encuentra (sobre todo si ejerce de aprendiz de Sócrates), cuando interroga sobre conceptos que no remiten a cosas o entidades, sino más bien a acontecimientos: «Es relativo, para cada uno es una cosa». Y si afilásemos el estilete de la interrogación e insistiéramos irónicamente con: «Vale, ¿pero qué es, entonces, para ti la aventura?». Seguramente encontraríamos dudas y vacilaciones, nuestro aventurero se tomaría un tiempo para reflexionar y, muy probablemente, nos soltaría la tautología: «La aventura es la aventura», pasándonos el problema, invitándonos a que seamos nosotros mismos los que pongamos contenido al concepto, pues en el fondo para cada cual la aventura es la aventura.

    La aventura, como todos los acontecimientos incorporales, sin embargo se encarna en una disposición de los cuerpos, de las cosas materiales. Así que o bien se narra una aventura particular o bien se traslada a la única manera, como decían los estoicos, en la que se puede hablar de estos acontecimientos, a algo impersonal que solo puede expresarse a través de infinitivos. Por lo tanto, la comprensión natural de la aventura es su relato y no es extraño, pues, que a lo largo de la historia de la humanidad, desde la Odisea a las hazañas alpinísticas, se hayan producido tantas narraciones que cuentan las tribulaciones de los más variados y diversos héroes; mientras que la comprensión teórica de la aventura solo se produce en el desplazamiento a la acción que encarna y ejemplifica el acontecimiento aventurero.

    Este volumen es prueba de ello. La aventura es leer para Fernado Savater, surcar los mares desconocidos, que fue el tema literario de Conrad, como lo es para Javier Cacho recorrer los hielos polares, la aventura del conocer que nos cuenta Juan Pimentel o la aventura de la acumulación, de la conquista, de la posesión que nos deja ver Rafael Argullol o que nos describe Isabel Soler, mientras que para Javier Reverte la aventura está en percibir. Naturalmente encontramos los especialistas en las novelas de aventuras, Sylvain Venayre, que se adentra en la historia del género. Solo aquellos que tienen un talante más reflexivo, filosófico, (Jankélévitch, Simmel) o antropológico (Le Breton) se atreven a una investigación semántica del concepto. Y en mi caso, el desplazamiento que puedo hacer es situar la aventura en la acción del pensar, hacer del pensar aventura o aventurarse a pensar. «Sapere aude», que decía Kant, atreverse a pensar. Pero, ¿es realmente atrevido pensar? ¿Hay que ser valientes para disponerse a hacer algo que hacemos todos cada día? ¿Qué tiene de aventurero pensar?

    Desde luego, no toda acción encarna una aventura. Podemos leer o navegar o escalar montañas o surcar mares y amar, y, por supuesto, pensar y no aventurarnos. Aventurarse, es decir, arrojarse a los vientos, no pasa todos los días. ¿Qué tiene que pasar para que una acción de los cuerpos devenga en aventura?

    Chesterton, con su agudeza habitual, nos ofrece una clave para descubrir la condición de posibilidad de la aventura: aceptar que el mundo puede adquirir sentido, así lo expresa magistralmente en su ensayo Ortodoxia:

    Recuerdo con certeza el hecho psicológico de que justo cuando más dependía yo de la autoridad de las mujeres era cuando más ardiente y aventurero me sentía. Y era así porque las hormigas mordían tal como me había advertido mi madre y porque nevaba en invierno (como ella había predicho); el mundo era un país encantado y lleno de prodigios, y era como vivir en una época hebraica, cuando todas las profecías se cumplían. Salía de niño al jardín y me parecía un lugar terrible porque tenía una clave para desentrañarlo: de lo contrario, no habría sido terrible sino aburrido. Un desierto sin sentido no es ni siquiera impresionante. En cambio, el jardín de mi infancia era fascinante, porque todo tenía un significado que podía llegar a averiguar. Centímetro a centímetro podía averiguar cuál era el objeto de esa extraña herramienta llamada rastrillo; o hacer vagas conjeturas respecto a por qué mis padres tenían un gato en casa.¹

    Si aceptamos las palabras de Chesterton, la aventura, donde quiera que se actualice, quienquiera que la efectúe, es siempre encontrar un sentido a esa particular disposición del estado de cosas de donde emerge el acontecimiento. Dicho de otra manera, la aventura es encontrar un sentido a lo que pasa. Ese es el acontecimiento. Pero, bien sabe Chesterton que solo puede acontecer una aventura frente a un orden simbólico dado, o al menos ante su posibilidad. Posibilidad que viene dada cuando hay una autoridad que establece o conoce dicho orden:

    Y esa desesperanza consiste en que la filosofía moderna no cree realmente que el universo tenga ningún sentido, por ello no tiene esperanza de que en él exista la aventura, pues carecería de argumento. Nadie puede contar con vivir aventuras en el país de la anarquía, pero sí toda suerte de ellas si se interna en el país de la autoridad. No se pueden encontrar significados en la jungla del escepticismo, pero quien pasee por el bosque de la doctrina los verá por todas partes. En él todo tiene un relato atado a la cola, como las herramientas o los cuadros en la casa de mi padre, porque es la casa de mi padre. Termino donde empecé: en el lugar adecuado. Al menos he atravesado el umbral de la buena filosofía. He entrado en la segunda infancia.²

    Naturalmente, Chesterton viene a defender su fe apelando a un orden último que un creador divino e inteligente impone en el mundo, pero no le falta razón cuando detecta la desesperanza del pensamiento moderno que impide la aventura en «la jungla del escepticismo». La condición de posibilidad de la aventura, entonces según Chesterton, es descubrir el sentido que alguna autoridad ha impuesto en el mundo.

    Pero, todos sabemos y la historia corrobora, que si hay ortodoxia también hay heterodoxia, y si la aventura es posible en la ortodoxia, igualmente podrá serlo en la heterodoxia. También será aventurarse cuando el propósito sea destituir a la autoridad establecida para que un nuevo sentido surja. ¿No es esta la idea kantiana de la osadía del pensar? ¿No fue este el lema de la Ilustración? ¿No es este, en el fondo, el eje que hace que la filosofía tenga una historia?

    Descuidadamente hemos dicho anteriormente que el aventurero es un héroe. En toda mitología un héroe es alguien a quien su nobleza, su virtud, su areté decían los griegos, le obliga a enfrentarse a un destino que le supera, la autoridad. Sabe que su empresa no tendrá un final feliz, porque un simple hombre, aunque sea un semidios, no podrá con el fatum inmisericorde que los hados poderosos han ordenado. Sin embargo emprende la lucha. Héctor emprende la lucha ante el inexorable Aquiles, sabedor de su derrota, pero la emprende en condición de héroe, por su nombre, por su pueblo, por no defraudar a su pueblo, y alcanzará la gloria. Aquiles, del mismo modo, en una guerra que ni le va ni le viene, decide participar cuando le profetizan que se hará inmortal en la memoria de los hombres. Por la gloria pone en peligro su vida y la de los aguerridos aqueos. La guerra de Troya nos muestra que el orden puede invertirse, que el más débil puede derrotar al más fuerte, aunque la justicia del destino devolverá las cosas a su sitio, al menos un tiempo. La soberbia del héroe trágico, su hybris, que le hace enfrentarse a la autoridad incluso con su vida, abre una grieta en esa autoridad, porque es noble su lucha, porque hay algo justo en su reivindicación, porque hace que un nuevo sentido aflore como un brote tierno ante el bosque firme de la norma. Antígona desafía la ley de Creonte, apelando a un principio mayor, y decide enterrar a su hermano Polínices. Antígona ha de morir, pero lo hará como heroína, pues hay algo justo, algo digno en su rebelión y esa rebelión, que provocará una cadena de muertes, resonará, tal vez, a lo largo de los tiempos y hará cambiar el orden y el sentido hacia una autoridad más benévola o más justa o más ajustada a los deseos humanos (¿no debe ser eso la justicia?).

    ¿Qué tiene de héroe un filósofo? ¿No fue el primer filósofo un héroe que murió en defensa de sus principios? Sócrates fue condenado a muerte por sus conciudadanos, y es que, como él mismo se calificaba, era un tábano³ que cuestionaba la autoridad que había impuesto un orden, aunque fuera una autoridad democrática.

    Nietzsche puede ayudarnos en la descripción heroica del filósofo:

    Hay vidas cuyas dificultades rozan el prodigio; son las vidas de los pensadores. Y hay que prestar atención a lo que nos cuentan a ese respecto, porque se descubren posibilidades de vida cuyo único relato nos proporciona alegría y fuerza, y esparce luz sobre la vida de sus sucesores. Allí se encierra tanta invención, reflexión, osadía, desespero y desesperanza como en los viajes de exploración de los grandes navegantes; y, a decir verdad, son también viajes de exploración por los dominios más alejados y peligrosos de la vida. Lo que tienen estas vidas de sorprendente es que dos instintos enemigos, que hacen fuerza en sentidos diversos, parecen estar obligados a caminar bajo el mismo yugo: el instinto que tiende al conocimiento se ve obligado incesantemente a abandonar el terreno en el que el hombre suele vivir y a lanzarse hacia lo incierto, y el instinto que quiere la vida se ve obligado a buscar eternamente a ciegas un nuevo lugar en el que establecerse.»

    Tenemos, entonces, la condición de posibilidad de la aventura: la búsqueda de sentido; el peligro que convierte la acción en aventura: la autoridad que impone un orden, un sentido y un actor: el héroe que se enfrenta al orden de la autoridad y propone nuevas posibilidades de vida. Solo nos queda describir cómo el pensamiento se aventura en esos territorios desconocidos, cómo arriesga su vida en la búsqueda de una idea, justo una idea, que haga explotar el orden simbólico dado.

    ¿Qué es lo que lleva a pensar haciendo del pensador un héroe, un explorador o un rebelde aventurero?

    Desde luego, con el origen de la filosofía aparece formulada ya la pregunta. Platón lo hace con la misma extrañeza que hoy nos sigue produciendo: «Te mostraré, si miras bien, que algunos de los objetos de las percepciones no incitan a la inteligencia al examen, por haber sido juzgados suficientemente por la percepción, mientras otros sin duda la estimulan a examinar, al no ofrecer la percepción nada digno de confianza.»

    Efectivamente lo que deja tranquilo al pensamiento, aquello que no invita a pensar son los objetos del reconocimiento. Cuando lo que percibo lo reconozco, y lo reconozco a partir del modelo ideal, de su esencia, eso nos deja tranquilos. Para Platón conocer es siempre reconocer, cómo podría si no conocerse lo que no ha sido conocido. O está en nuestra memoria la idea que permite el reconocimiento o no podríamos nunca conocer. Sin embargo, es consciente de que hay algo que nos fuerza a pensar, aquello que no encaja en nuestros modelos recordados, aquello que nos lleva a la contradicción, lo que su apariencia nos confunde. Hay pues dos modos de conocimiento, calcomanía frente a cartografía. Quien haya manejado un mapa, por muy amplia que sea su escala, se habrá perdido numerosas veces. Un mapa cartografía un territorio, pero no es una imagen del mismo. Un mapa nos fuerza siempre a situarnos en él y de él al territorio. Un mapa es una herramienta de tránsito y siempre nos obliga a pensar porque el reconocimiento del territorio desde el mapa o del mapa desde el territorio no es inmediato, no es sencillo, a menudo no sabemos ni por dónde empezar a mirar. Además del mapa, podemos apoyarnos con un GPS, donde la correlación se hace artificialmente desde una perspectiva inalcanzable para la posición del caminante. Un GPS nos libera de la obligación de pensar, pues nos localiza y nos posiciona en el mapa, en rigor, hace el mapa. Pensar es más la tarea de cartografiar un territorio desconocido, un espacio abierto en donde lo probable es la pérdida, no reconozco en él nada de un modo global, nos falta perspectiva, por ello estamos obligados a pensar en la medida en que deseemos recorrer el terreno. Como nos decía Nietzsche, el pensador es ese extraño ser humano que quiere escapar de lo conocido para encontrar un nuevo hogar donde instalarse. La obligación de pensar tiene siempre que ver con el disgusto ante lo ya conocido y la ansiedad que produce abandonar tierra firme con el único propósito de encontrarla de nuevo. Pero ya renovada o distinta, más hermosa o productiva, más habitable, es decir, mejor. Porque nos estamos refiriendo al pensamiento racional (no sé si hay otro) y la racionalidad es la capacidad de reconocer lo mejor, aceptar que algo distinto a lo que tengo es mejor para el caso. Ciertamente un pensador no es un conquistador, es más bien el náufrago que anhela tierra firme en donde sobrevivir o empezar de nuevo. La aventura es una acción muy racional. Es la pura razón puesta en acción. No seamos ingenuos, nadie se aventura, si, razonablemente, no esperásemos escapar de ella y regresar al régimen seguro del hogar. Una aventura sin final feliz, es una tragedia.

    Sin embargo, la imagen moderna del pensamiento va unida más al conquistador que al viajero. La ciencia ha sido y sigue siendo el apoyo en el que el poder conquistador y colonizador ha logrado su éxito. Un pensador, un filósofo, no es un científico. El científico reconoce a partir de categorías con las que el mundo ha sido ordenado; por el contrario, el filósofo, como el cartógrafo, es quien pone orden en el mundo, creando las categorías en donde disponer los elementos del mundo, porque los mundos se construyen con conceptos, con subjetividades. Los científicos y tecnólogos conquistan el mundo que los filósofos crearon. Esa es la terrible responsabilidad del pensador. ¡Cuida del mundo que dejas a los colonos! ¡Cuida de que pueda habitarse! El mundo no es dado nunca por completo, si se nos ofrece así, es que alguien ha obtenido privilegios en él y quiere preservarlos frente a los que no los obtuvieron. Por eso, al menos, para los desposeídos siempre está la obligación de pensar.

    Platón al explicarle a Glaucón qué clase de encuentros incitan a pensar, precisamente señala aquellos que producen sensaciones contrarias. Aquellos que los sentidos no pueden discernir porque captan tanto lo uno como su contrario y, dice Platón, requieren de un juez. Lo que da que pensar solo puede ser, en primera instancia, sentido y lo sentimos como duro y blando a la vez, como grande y pequeño a la vez. Lo que da que pensar, por mucho que se empeñe Platón, no es un asunto de captar esencias, unidades, sino de multiplicidades contingentes y de la evaluación de lo que tiene importancia y de lo que no la tiene. Lo que da que pensar tiene que ver con la distribución de lo singular y de lo regular, de lo notable y de lo ordinario. Lo que da que pensar es comprender el problema que se nos presenta, determinar lo importante y lo significativo que ese acontecimiento contiene. La estupidez no es más que confundir lo importante con lo banal. Lo que da que pensar no es una cualidad sino un signo, no es algo dado, sino aquello por lo que lo dado es dado. Da que pensar aquello que nos interroga en la búsqueda de sentido: ¿Qué significa eso o aquello? Lo que se da al pensamiento toma la forma de un problema, no de una verdad. La verdad se encarna en el acontecimiento que la intención del pensar produce, matando así la intención, desligándose del sujeto que piensa, que de nuevo debe plantearse la pregunta. «La verdad es la muerte de la intención»⁶. Por eso sentido y verdad son dos dimensiones divergentes del símbolo. Cuanta «más verdad» contenga, menos significado se encuentra —es el caso de la tautología—. Y de nuevo, nos vemos obligados a pensar. La verdad aquieta el pensamiento y nos deja tranquilos.

    Wittgenstein decía que un problema filosófico tiene la forma: «No sé salir del atolladero»⁷. Efectivamente, los atolladeros se parecen a los problemas filosóficos. ¿Y no es la aventura sino una secuencia de atolladeros?

    Un atolladero es una situación en la que parece no haber salida, el laberinto que custodia el minotauro, los cientos de enemigos que nos rodean, el abismo a nuestro alrededor, la tempestad, la pérdida, situaciones ante las cuales nos damos por perdidos, el fin trágico, nada más queda ya por hacer salvo esperar un desenlace que venga desde fuera de nosotros, la salvación o el fin. Un atolladero nos deja sin esperanza y solo cabe que algo transcendente, desde fuera y poderoso nos saque de él indemnes. No es extraño que los seres humanos se hayan desde siempre encomendado a los dioses y les hayamos rendido culto. No es nada extraño que hayamos imaginado seres poderosos deseando que en nuestros más terribles atolladeros nos liberen de ellos.

    Pero el filósofo es aquel que aun se resiste a pedir ayuda cuando su aventura le ha llevado al callejón sin salida. El filósofo todavía confía en su ingenio, en su capacidad de pensar. El mismo Wittgenstein construye su filosofía para poder salir del atolladero con la única ayuda de uno mismo. Wittgenstein explicaba su tarea en filosofía con la aparentemente enigmática sentencia: «¿Cuál es tu objetivo en filosofía? Mostrarle a la mosca la escapatoria de la botella cazamoscas»⁸.

    La mosca quiere salir allí donde ve el cielo abierto, pero una vez tras otra se golpea contra el cristal que la engaña con la visión de la libertad, allí donde cree que hay escapatoria está su trampa. El cristal es el atolladero en donde vendremos a estrellarnos una y otra vez si no podemos detenernos y analizar la situación que nos hace peligrar. Finalmente, la escapatoria, la libertad, la salvación, puede estar en el resquicio abierto de la ventana que no habíamos detectado, en darse la vuelta y buscar otro camino, en rodear lo que parece la salida y es solo el obstáculo. Mirar de otro modo, seguir pensando.

    Sí, no has hecho más que empezar. Sigue. Vamos corre, date prisa, sigue pensando. Pensar una sola cosa, o divisarla, es algo, pero también es apenas nada, una vez asimilada: es haber llegado a lo elemental, a lo cual, es cierto, ni siquiera la mayoría alcanza. Pero lo interesante y difícil, lo que puede valer la pena y lo que más cuesta, es seguir: seguir pensando y seguir mirando más allá de lo necesario, cuando uno tiene la sensación de que ya no hay más que pensar ni nada más que mirar, que la secuencia está completa y que continuar es perder el tiempo. Lo importante está siempre ahí, en el tiempo perdido, en lo gratuito y en lo que parece superfluo, más allá de la raya en la que uno se siente conforme, o bien se fatiga y se rinde, a menudo sin reconocérselo. Allí donde uno diría que ya no puede haber nada. Así que dime qué más, que más se te ocurre y qué más arguyes, qué más ofreces y qué más tienes. Sigue pensando corre, no te pares, vamos sigue.

    Sin embargo, el pensamiento, como la aventura, nos coloca en una aparente contradicción, porque, como vemos, lo que da que pensar nos coloca siempre enfrente de lo que no ha sido pensado, lo impensable, el no-pensamiento. El pensamiento encuentra lo que no puede pensar, lo que es impensable y, sin embargo, debe ser pensado. Y esto es incomprensible desde el sentido común, desde lo que empleamos para reconocer, más bien requeriría un sentido de la diferencia o un acuerdo discordante. Deleuze lo denomina para-sentido. El para-sentido tiene como elementos las ideas, las ideas son el producto del pensamiento, multiplicidades puras que no presuponen ningún sentido común, sino que demandan un ejercicio disjunto de las facultades desde un punto de vista transcendente. La idea no está en nuestra memoria, no ha sido percibida con anterioridad, no se deduce de otras disponibles, no ha sido soñada ni transmitida y sin embargo de alguna extraña reunión de nuestros propios recursos habrá de salir, ¿de dónde si no?

    ¿Qué son, pues, las ideas? ¿Qué manifiestan y expresan? ¿Qué sentido contienen? Quizá la descripción más plástica de lo que es una idea, como la respuesta inevitable ante la perplejidad del acontecimiento que nos fuerza a pensar, es la que hace Walter Benjamin:

    «Las ideas son a las cosas lo que las constelaciones a las estrellas. Esto quiere decir, en primer lugar: no son ni sus conceptos ni sus leyes. Las ideas no sirven para el conocimiento de los fenómenos, y éstos no pueden ser criterios para la existencia de ideas. Más bien, el significado de los fenómenos para las ideas se agota en sus elementos conceptuales. Mientras los fenómenos, con su existencia, comunidad y diferencias, determinan la extensión y contenido de los conceptos que los abarcan, su relación con las ideas es la inversa en la medida en que la idea, en cuanto interpretación de los fenómenos —o, más bien, de sus elementos—, determinan primero su mutua pertenencia. Pues las ideas son constelaciones eternas, y al captarse los elementos como puntos de tales constelaciones los fenómenos son al tiempo divididos y salvados. Y, ciertamente, es en los extremos donde esos elementos, cuya separación de los fenómenos es tarea de los conceptos, salen a la luz con mayor precisión. La idea se parafrasea como configuración de la conexión de lo extremo-único con lo a él semejante.»¹⁰

    Efectivamente, las ideas son multiplicidades. La multiplicidad no designa una combinación de lo múltiple con lo uno, como Platón se esforzó en construir precisamente con su idea ‘Idea’, sino que organiza lo múltiple como tal.

    Deleuze¹¹ piensa la idea como la solución a un problema y analiza las condiciones de su emergencia y los rasgos que la caracterizan.

    Una idea es una estructura, un sistema de relaciones múltiples no localizables entre elementos diferenciales que se encarnan en relaciones reales y términos actuales. De este modo, la génesis se puede entender como el tránsito desde la estructura a su encarnación, de lo virtual que es la idea a su actualización, de las condiciones del problema a su solución.

    Así pues, la idea, como estructura, no representa los fenómenos, sino que diseña las diversas maneras en que estos se encarnan, se actualizan en el marco de una sociedad real. La idea no es la esencia, pues en la mayor parte de los casos en los que se requiere una idea y por los que emerge, no hay cosas, no hay sustancias, tal vez una constelación de ellas que mantienen relaciones diversas y contradictorias y que la idea consigue, como nos decía Benjamin, reunir a su alrededor. La idea se encuentra del lado de los sucesos, de las afecciones, de los accidentes más que de la esencia. La idea está de parte de lo inesencial, No responde a ¿qué es?, sino, más bien al cómo o al cuándo o al en qué caso.

    Según Deleuze, los dos procedimientos que intervienen en la determinación de las condiciones del problema y en la génesis correlativa de los casos de solución son la adjunción y la condensación, el amor y la cólera. Adjunción, agregación de las variedades de la multiplicidad o de los fragmentos de acontecimientos ideales futuros o pasados. Condensación de las singularidades para propiciar una ocasión (kairós) que haga estallar la solución como algo brutal y revolucionario. Amor en la búsqueda de fragmentos, en la determinación progresiva y en el encadenamiento de los cuerpos ideales de la adjunción. Cólera en la condensación de las singularidades que define, a través de acontecimientos ideales, el advenimiento de una situación revolucionaria que hace estallar la idea en lo actual.

    Así pues, la idea no es un elemento del saber, no representa nada en concreto —quizá al mundo entero—, más bien es el modo en que un aprender infinito se ejerce. Aprender significa componer los puntos singulares del propio cuerpo con los de otra figura que nos desmembra y nos exige penetrar en un mundo de problemas hasta entonces desconocidos. Así aprendemos a montar en bicicleta o a apretar tornillos, así incrementamos nuestro repertorio de conductas. De este modo la idea aparece desde fuera de la conciencia, desde lo inconsciente.

    ¿Habrá alguien que piense? ¿Habrá aventureros del pensamiento que se atrevan a pensar ideas nunca antes pensadas? ¿Si no se piensa una Idea, no se produce cambio o transformación? Aquí, el asunto es, como siempre, complejo. Quizá pueda aclararse con la célebre sentencia de Marx de que «la humanidad se propone únicamente los problemas que puede resolver»¹². Desde luego, seguramente no siempre hay un sujeto que piensa, aunque la historia de la humanidad pueda escribirse alrededor de sus hombres egregios y también de los infames. Además, ni siquiera es deseable tal simplificación en la que se basan las siempre descabelladas teorías del complot o las narraciones históricas alrededor de las grandes voluntades que, no obstante, emergen siempre de sociedades muy concretas. Pero, es indudable, que si hay humanidad es porque hay pensamiento. Ideas con las que los hombres, también multiplicidades, comprenden los problemas a los que se enfrentan y diseñan sus soluciones. Pensar una esencia que hay que alcanzar o pensar a partir de un modelo, utópico o pragmático, será ideología y eso es lo que hay que evitar. No ideas justas, sino justo una idea.

    «No hay que tratar de saber si una idea es justa o verdadera. Más bien habría que buscar una idea totalmente diferente, en otra parte, en otro dominio, de forma que entre las dos pase

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