Odio el Rosa 2 Historia de Dark
Por Ana Alonso y Javier Pelegrín
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Odio el Rosa 2 Historia de Dark - Ana Alonso
NO tengo ganas de nada. Entrenar… Intento concentrarme, pero esta mañana, durante el partidillo, y justo cuando acababa de rematar a puerta un balón difícil que me había pasado Mouse, de repente me encontré pensando: ¿para qué?, ¿de qué sirve todo esto, tanto esfuerzo, día tras día? No es más que una estúpida pelota que se cuela entre dos palos. ¿Qué valor tiene eso? No soy un cirujano salvando una vida en una operación complicada, ni un científico descubriendo la causa de una enfermedad con el microscopio, ni un músico interpretando una pieza que te corta la respiración por su belleza…
Solo soy un chico que empuja una bola con el pie hasta meterla en la portería. Pero ¿qué pasaría si la bola no entrase? Nada. No pasaría nada. Daría exactamente igual.
Carl y Ronnie vinieron a abrazarme después de esa jugada. Camaradería de equipo, supongo. Es algo que se da por sentado, pero de repente, al sentir el contacto de la mano sudada de Carl, al ver su sonrisa amistosa, me di cuenta de que prácticamente no sé nada de él. ¿Qué es lo que le emociona? ¿Qué es lo que le hace levantarse con ilusión cada mañana? ¿Qué es lo que le quita la ilusión, lo que le lleva a plantearse preguntas como las que yo me estoy haciendo ahora mismo?
No conozco a mis compañeros. Ni siquiera a Mouse. Creía conocerlo, pero, o él ha cambiado, o he cambiado yo.
En otros tiempos, cuando los dos entrenábamos a las órdenes de Kempel, a veces tenía la sensación de que nos leíamos el pensamiento. No era eso. Los dos vivíamos bajo la misma presión, sometidos a las injusticias de aquella persona mezquina y rencorosa. Es lógico que reaccionásemos igual.
Eso no significa que existiese una especie de conexión mágica entre nosotros. Ahora sé que no la había. Mouse y yo somos demasiado diferentes. A él no le gusta complicarse la vida ni dar vueltas a las cosas. No digo que eso esté mal, probablemente es lo más inteligente que se puede hacer, sobre todo cuando tienes que estar siempre a tope para dar lo mejor de ti mismo en un equipo de élite como Kine.
El problema es que yo no soy así.
Pienso. Me obsesiono pensando y a veces es como si yo no controlase mis pensamientos, como si ellos me controlasen a mí.
Durante todo el día de hoy, por ejemplo. Una y otra vez, me venía la misma imagen a la cabeza: el plástico rojo en la nieve, la forma de Sara debajo de él. Sara Lear, la chica que no me quiso conocer.
Sara Lear.
Tengo que dejar de pensar en ella. Lo que le ha pasado es trágico, es horrible, y no solo me ha impresionado a mí. Por todas partes le están haciendo homenajes con velas en la calle, y flores, y gente cantando sus canciones. Sus maravillosas y extrañas canciones. Creo que no las había escuchado con atención hasta ahora. No paran de sonar en las emisoras de internet. Ojalá hubiese podido preguntarle por ellas, por lo que quería expresar a través de sus letras, de su música.
Nunca podré hacerlo.
Pero ya está bien. A mucha gente le ha impresionado lo de Sara, pero eso no les impide seguir con su vida. Y yo debo hacer lo mismo.
A lo mejor el problema es ese: que no tengo una vida a la que volver. Solo tengo un equipo, una rutina, una lista de tareas.
Eso no es una vida.
Lo único que me apetece en estos momentos es encerrarme en mi habitación, encender el ordenador y ponerme a escribir. He pensado en volver a empezar la novela. De repente, con la muerte de Sara, se me ha ocurrido una trama nueva, una trama en la que Leila tiene mucho más protagonismo que Dark.
A ver, eso no significa que haya perdido del todo la cabeza. Soy consciente de que Leila y Dark solo son personajes que yo he creado y que escribir sobre ellos no va a cambiar nada en mi vida real. Pero al menos, el mundo de Dark Legend, en el que ambos viven, es un mundo que yo controlo. Un mundo donde nadie muere de repente si yo no lo he decidido. Dentro de Dark Legend me invade una serenidad que en la vida real no siento prácticamente nunca. ¿Y por qué no voy a disfrutar de esa serenidad? La necesito. Además, sumergiéndome en ella no le hago ningún daño a nadie.
Pero está visto que hoy, al menos, no me van a dejar.
Otra vez es por culpa de Mouse. No pretendo decir que lo haga a propósito, por supuesto que no. Al contrario: él cree que, arrastrándome en sus planes, me está haciendo un favor. Animándome. ¿Por qué todo el mundo se empeña en que esté animado? A veces insisten tanto que tengo que fingir que lo estoy. Es agotador. Pero no hay otra forma de que me dejen en paz.
Hoy, a lo mejor, debería haberme plantado. Debería haberle dicho a Mouse que no estoy de humor para ir a la fiesta que dan Alberto y Di en su casa. No tengo ganas de una sobredosis de glamur, no ahora. Tantas sonrisas, y zapatos negros de tacón con la suela roja, y copas de champán francés, y aperitivos de nombre impronunciable, aspecto artístico y sabor imposible de identificar… ¡Qué poco me apetece!
Además, estará Gabriela. Todo es un poco raro entre nosotros desde que se enteró de que estaba pensando en fichar por Odid. Desde aquel día en que se presentó en mi casa, no hemos vuelto a hablar en serio. Y, francamente, espero no tener que hacerlo. No quiero enfrentarme a sus miradas de reproche y a sus solemnes comentarios.
¡Por favor, hoy no!
Bueno, al menos en una fiesta, con todo el mundo alrededor, espero que no le dé por ponerse melodramática.
De todas formas, Mouse no me ha dejado elección. Y aquí estamos, en el fastuoso jardín de Alberto y Di, rodeados de chicas que nos sonríen como si nosotros dos fuésemos los tíos más atractivos de la galaxia. ¿Conozco a alguna? Puede que de vista.
De repente, me entran muchísimas ganas de que aparezca Gabriela y me ayude a escapar de todos esos párpados aleteantes y esas dentaduras perfectas.
Mouse no está acostumbrado a esto todavía. Le brillan las pupilas como cuando en la cantera, de pequeños, nos ponían gelatina de postre en el comedor. La gelatina de fresa era su plato preferido. ¿Le gustará todavía?
Afortunadamente, Gabriela viene a mi encuentro y me impide seguir pensando tonterías.
El enjambre de chicas deslumbrantes que empezaba a rodearnos se aparta como si ella fuese una especie de araña peligrosa. La miran con manifiesto desagrado, pero ella ni siquiera se da cuenta. Eso me hace recordar por qué, cuando llegué aquí, Gabi me caía tan bien.
—No me lo digas; no tenías ningunas ganas de venir, ¿a que no?
Me lo pregunta con una sonrisa amable, sin segundas intenciones. No está tratando de hacerme sentir culpable, creo… ¡Esta vez no!
—No estaba de humor, pero Mouse insistió tanto que, al final… Es nuevo, tiene que aprovechar estas cosas para integrarse cuanto antes.
—Pues yo diría que se las arregla muy bien; mejor que tú.