Odio el Rosa 2 Historia de Lynda
Por Ana Alonso y Javier Pelegrín
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Odio el Rosa 2 Historia de Lynda - Ana Alonso
E
S
la primera vez que salgo de casa desde que abandoné Sweet Pink y todo me parece irreal.
El tren magnético circula por un tubo transparente que sobrevuela algunos de los barrios más antiguos de Los Ángeles. Ahora mismo estamos pasando por encima de Koreatown. Está lloviendo, y el tubo por el que circulamos parece atrapado en la telaraña de luces verdes y doradas que señalan las vías de tránsito para las cápsulas de aerotransporte. Debajo, en las calles, miles de paraguas se apiñan como flores vivas bajo el chaparrón, esquivándose unos a otros.
Yo no he traído paraguas. No tengo.
Tampoco tengo nada que ponerme para salir a la calle, aparte de la ropa que llevo hoy: unos vaqueros, una camiseta negra con capucha y una especie de parca verde con la cremallera rota. Mi madre lo consiguió todo en un mercadillo de segunda mano que ponen los miércoles cerca del edificio donde trabaja. No puedo usar su ropa, porque me queda grande, ni la de mi hermana Helena, porque me queda un poco pequeña. Estoy casi segura de que mi madre podría haberme conseguido algo mejor, pero no se ha esforzado mucho. Supongo que considera que no me lo merezco.
Durante los quince días que he estado encerrada en casa, apenas me ha dirigido la palabra. Evita mirarme y frunce los labios cada vez que yo abro la boca para decir algo, como si estuviese haciendo un gran esfuerzo para contenerse, para no encararse conmigo y escupirme toda la amargura que lleva dentro.
Y con Helena es aún peor: se comporta como si me odiase.
La verdad es que ella ha sido la más perjudicada con mi salida de Sweet Pink. Mis padres conservan sus puestos de trabajo, pero Helena ha tenido que dejar el exclusivo colegio al que iba. Su nuevo instituto, según cuenta, está sucio y le resulta deprimente. Y todos la miran como si fuese una alienígena por la ropa de marca que lleva, o al menos eso es lo que dice ella.
Para Helena, estos cambios suponen una auténtica tragedia. Aunque puede seguir usando todos los modelitos que Sweet Pink le había regalado, ella sabe muy bien que nunca más recibirá paquetes envueltos en un lujoso papel de color rosa con un tesoro de camisetas, pantalones y vestidos para ella. Se terminaron los gadgets de última generación y los zapatos exclusivos. Todo eso pasó a la historia. Por culpa mía.
Creo que lo que peor llevo es que tanto ella como mi madre me llamen Lynda en las raras ocasiones en las que me dirigen la palabra.
Mi padre, al menos, sí habla conmigo. Y, a pesar de las instrucciones que Sweet Pink les ha dado, me sigue llamando Sara.
Él es quien me ha conseguido la entrevista de trabajo a la que voy a acudir hoy. Por lo visto, mientras yo me pasaba el día tumbada en la cama sin subir las persianas, él ha estado enviando currículos en mi nombre a un montón de empresas. Y la compañía Carroll’s Hatter es la primera que ha contestado ofreciéndome una entrevista.
Mi padre no me había dicho nada hasta ayer. Supongo que estaba esperando a tener algo concreto que ofrecerme.
Y parece que está contento con el resultado de sus gestiones, porque entró en mi cuarto sonriendo.
—Las cosas empiezan a moverse, Sara. Esta entrevista será la primera, pero seguro que pronto te llamarán de otros sitios. Te vendrá bien trabajar: estar todo el día pensando en lo que ha pasado no te hace ningún bien, hija.
—¿Qué clase de empresa es esa que quiere entrevistarme? —le pregunté, sentándome en la cama.
—Es una empresa pequeña de cazatalentos. Independiente. Tiene pocos empleados pero un volumen de negocio importante en el área de California y también en algunos otros estados. El centro de su actividad está aquí, en Los Ángeles. Podrás seguir viviendo con nosotros y, además, no solicitan informes médicos.
Me sorprendió que eso le preocupase.
—No estoy enferma, papá. Aunque tuviese que pasar un chequeo médico, no creo que eso…
—Te olvidas del chip —me interrumpió él con voz apagada—. Fue una locura que entrases con él en Sweet Pink. Una locura. No sé cómo Olive pudo…
—Espera, ¿cómo sabes lo del chip? —le pregunté, asombrada.
Mi padre se sentó a los pies de la cama. Con los codos sobre los muslos y la cara entre las manos, parecía una versión desanimada y hundida de El pensador de Rodin.
—Está en los informes que Sweet Pink nos remitió. Al parecer lo localizaron cuando estuviste en el hospital, pero decidieron no extirpártelo porque querían estudiar cómo y para qué lo utilizabas. Debiste decírmelo, Sara. Ojalá hubieses confiado en mí.
No sé por qué, durante todo el trayecto desde que me subí al tren no he dejado de recordar esa conversación. No se me va de la cabeza. Supongo que me ha impresionado descubrir que incluso mi padre está dolido conmigo. Incluso él.
Pero tengo que dejar de pensar en eso ahora. Estamos entrando en la zona de Venice: por la ventanilla puedo distinguir ya el largo paseo que bordea la playa y sus palmeras agitadas por el viento.
El tubo transparente desciende describiendo una vertiginosa curva hasta la estación de intercambio. Aquí es donde tengo que bajarme.
El intercambiador no es más que un vestíbulo de forma ovalada bajo una cúpula de porcelana verde, pero hay mucha gente yendo y viniendo en todas direcciones. La mayoría lleva gabardinas o cortavientos impermeables, pero hay un grupo de chicos que pasa a mi lado con sandalias y pantalones cortos. Cada uno transporta su propia tabla de surf.
Cuando salgo a la calle me dejo guiar por las instrucciones que va dándome el chip que llevo integrado en mi cerebro. Ya que no tengo ningún comunicador decente, no me queda más remedio que recurrir a él. Después de lo que me dijo mi padre ayer, no me extrañaría que Sweet Pink fuese capaz de rastrear su actividad. Pero, de todas formas, ¿qué importa? Nada de lo que la insignificante Lynda pueda hacer con su vida va a suponer un peligro para ellos.
El edificio de Carroll’s Hatter es una torre cilíndrica con la fachada completamente negra. El logo de la empresa, una C cuyo interior representa un ojo, me resulta vagamente familiar. Seguramente ya lo había visto en alguna parte.
Mi parca está chorreando. Cuando entro en la recepción de la empresa, voy dejando un reguero de agua sobre las baldosas de cerámica negra.
Detrás de un mostrador completamente blanco, una mujer mayor con un peinado de rastas levanta la cabeza para mirarme.
—¿Eres la aspirante? Te están esperando en Recursos Humanos. Es la primera planta, a la derecha de los ascensores.
Le doy las gracias a la mujer y sigo sus indicaciones. Nada más salir del ascensor veo una puerta abierta y a una joven sentada detrás de una mesa de oficina. Aunque no hay ningún rótulo que lo indique, debe de ser aquí.
La chica levanta la vista al verme. Tiene rasgos asiáticos y una sonrisa muy agradable, aunque lleva los labios excesivamente pintados.
—¿Lynda Largson? Bienvenida —me saluda, estrechándome la mano por encima de la mesa—. Cierra la puerta y siéntate, por favor.
Hago lo que me indica y me quedo mirándola sin saber qué decir.
Mi padre debería haberme dado más tiempo. Es demasiado pronto para esto. Todavía no me he acostumbrado a ser Lynda y no tengo ni idea de lo que debo hacer para comportarme y sentirme como ella.
—Me llamo Rosalyn y soy la directora de Recursos Humanos —continúa la mujer, y me tiende una carpeta negra llena de papeles—. He estado viendo las pruebas de aptitud que figuran en tu informe. Parecen prometedoras.
Echo un vistazo rápido al documento que me entrega. Es una prueba de aptitud, de esas que hay que pasar justo antes de la graduación en el colegio. Bajo el nombre de Lynda Largson figura la calificación obtenida: un ochenta y dos sobre cien. No está mal, pero queda muy lejos del cien sobre cien que yo obtuve en ese examen.
—Con esos resultados y tu físico, me extraña que no te hayas presentado a las pruebas de ingreso de alguna de las grandes marcas. ¿Cuál es la razón?
No tengo ni idea de lo que debo contestar. Pero da lo mismo, ¿no? Todo lo que me invente a partir de ahora acerca de mi vida va a formar parte de una gran mentira.
—Me atraen más las empresas pequeñas e independientes —digo, forzando una sonrisa—. No se gana tanto, pero te dejan más autonomía.
Mi respuesta parece gustarle.
—Sí, es cierto —coincide—. ¿Sabes? Me resulta extraño que haya tanta gente en nuestra sociedad que no entienda ese planteamiento. Aquí en Carroll’s Hatter hay muchas personas que piensan como tú. Creo que, si finalmente consigues quedarte, te sentirás bastante cómoda. Pero no quiero darte demasiadas esperanzas todavía: los test objetivos son exigentes. Para hacerlos, tendrás que pasar a esa cabina de realidad virtual que tienes ahí, a la derecha. Yo monitorizaré la prueba desde mi ordenador. Intenta no perder la calma y piensa bien antes de realizar cada tarea que el test te plantee. Si estás tranquila, te saldrá mejor. ¿Lista para