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Odio el Rosa Historia de Sara 1
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Libro electrónico315 páginas3 horas

Odio el Rosa Historia de Sara 1

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Información de este libro electrónico

En un futuro donde la imagen es lo más valioso, Sara lo tiene todo. Es una estrella de la moda y la música. Pero detrás de su máscara, se siente atrapada y está decidida a buscar un espacio donde poder mostrarse como realmente es.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento19 dic 2014
ISBN9788467378528
Odio el Rosa Historia de Sara 1

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    Odio el Rosa Historia de Sara 1 - Javier Pelegrín

    Cover.jpgCover.jpgGuarda.jpg

    do era pequeña, me lo imaginaba enorme y cremoso

    p001_OR_sara.jpg

    Oxford University Press es un departamento de la Universidad de Oxford. Como parte integrante de esta institución, promueve el objetivo de excelencia en la investigación y la educación a través de sus publicaciones en todo el mundo.

    como una tarta de cumpleaños, con esbeltas torres

    Primera edición: abril 2014

    Diseño de cubierta e interiores: Felipe Samper

    Fotografías de cubierta:

    Tashatuvango/Shutterstock; Federico Rostagno/Shutterstock

    © del texto: Ana Alonso y Javier Pelegrín, 2014

    © de las ilustraciones: Miguel Navia, 2014

    © de esta edición:

    Oxford University Press España, S. A., 2014

    Publicado en España

    por Oxford University Press España, S. A.

    Parque Empresarial San Fernando, Edificio Atenas

    28830 San Fernando de Henares (Madrid)

    ISBN (epub): 978-84-673-7852-8

    de colores que resplandecían contra el cielo

    Todos los derechos reservados. No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su grabación y/o digitalización en ningún sistema de almacenamiento, ni su transmisión en ningún formato o por cualquier medio, sin el permiso previo y por escrito de Oxford University Press España, S. A., o según lo expresamente permitido por la ley, mediante licencia o bajo los términos acordados con la organización de derechos reprográficos que corresponda. Las cuestiones y solicitudes referentes a la reproducción de cualquier elemento de este libro, fuera de los límites anteriormente expuestos, deben dirigirse al Departamento de Derechos de Oxford University Press España, S. A.

    No está permitida la distribución o circulación de esta obra en cualquier otro formato. Esta condición debe imponerse y obliga a cualquier adquirente o usuario.

    de Los Ángeles, igual que si fueran velas encendidas.

    Luego, en el colegio, empezaron a enseñarnos algunas grabaciones, y entonces me enteré de que el Palacio es aún más grande y extraño de lo que yo imaginaba en mis sueños infantiles. Tiene trescientas puertas, una para cada distrito asignado al Consejo Municipal de la ciudad. Y por dentro es un laberinto de calles elegantes, con galerías de arcos de piedra para que la gente pueda pasear al abrigo de la lluvia, y anchas plataformas flotantes cuyas cúpulas azules y doradas se sostienen sobre altas columnas.

    Por supuesto, he soñado con ver todo esto. Y, sin embargo, ahora que lo estoy viendo, no siento ningún entusiasmo; solo un leve dolor de estómago y unas ganas tremendas de que este día espantoso se acabe por fin.

    Por desgracia, para eso faltan unas cuantas horas. Ahora mismo son las nueve y media de la mañana. Acabamos de atravesar la puerta cincuenta y siete en nuestro autobús de zona. La gente se queda mirando el viejo vehículo cuando pasamos, y muchos sonríen. Puedo notar la mezcla de asombro, desprecio y compasión que reflejan sus caras. Hasta hoy, no se me había ocurrido pensar que nuestro flamante autobús amarillo, en el que he viajado cada día desde que tenía cinco años, pudiese resultar ridículo o pasado de moda a los ojos de alguien. Pero claro, estamos en Palacio. Aquí la gente viaja en cápsulas de transporte teleprogramadas. He oído que algunas personas tienen cápsulas individuales. Suyas, de su propiedad. Pueden usarlas cuando quieran, sin pedir permiso a nadie. Algunas marcas de rango superior se las ofrecen a sus suscriptores como regalo de bienvenida al aceptarlos.

    Mi madre me habló de esas cápsulas hace unos días, cuando repasaba con ella los últimos diez temas para el examen de Sweet Pink.

    —Si Sweet Pink te acepta como suscriptora, podrás tener tu propia cápsula de transporte, Sara —me dijo, y a continuación sonrió con la mirada clavada en el espejo del baño, como si estuviese viendo allí un pequeño vehículo de color marfil con el logotipo de la marca grabado en plata sobre el parabrisas, en lugar de su propio reflejo—. Es una de esas cosas que me habría gustado tener. Si consigues una, espero que me invites.

    —Déjalo ya, mamá, por favor. Sabes lo difícil que es. Nadie de este distrito ha sido aceptado por Sweet Pink en los últimos seis años.

    —Pero tú eres especial. Los estudios neurológicos que te hicieron al nacer dieron unos resultados espectaculares. Te lo he dicho muchas veces. Lo que no entiendo es por qué te empeñas en no creerme.

    El recuerdo de la conversación con mi madre ha empeorado mi dolor de estómago. De pronto, siento ganas de vomitar. Tengo que ponerme una mano en la boca y cerrar los ojos para controlar las náuseas.

    Miro de reojo a mi compañera de asiento, Mae, para ver si se ha dado cuenta de lo que me pasa. Pero Mae no ha notado nada; está demasiado ocupada con sus propias emociones. Tiene la frente pegada al cristal de la ventana y no se pierde un detalle de lo que pasa a su alrededor. Seguramente, se estará fijando, sobre todo, en la ropa de las mujeres. Mae va a presentarse al examen de Sunflower, una filial secundaria de la marca Sweet Pink. Si no aprueba, sus padres le pagarán la matrícula del máster de Diseño y Moda del Gobierno, y volverá a intentarlo el año que viene. Pueden permitírselo, porque su madre es funcionaria del Ministerio de Formación del Consumidor, y eso significa que conseguirá una buena rebaja en el precio de la matrícula.

    p008_OR_sara.jpg

    Mi caso es diferente. Mis padres ya han gastado en mi educación más dinero del que podían permitirse. Como consumidores de marcas inferiores, no han podido ahorrar mucho a lo largo de su vida. Con lo que ganan, apenas les llega para pagar los gastos de vivienda, alimentación y trans­porte de la familia. Desde el día en que les entregaron los resultados de mis pruebas neurológicas iniciales, se han pasado la vida ahorrando para este momento. A mi madre se le metió en la cabeza que tenían que intentarlo, que yo podía aspirar a una de las veinte grandes marcas. Y aquí estoy, a punto de examinarme para ser admitida como suscriptora de Sweet Pink.

    Se supone que doy el perfil idóneo para ellos. Físicamente pertenezco al tipo A2, belleza rubia de estatura superior a la media y simetría facial 9,75. Mi tono de voz y mis capacidades comunicativas encajan con las exigencias de la marca, y mi cociente intelectual supera, según creo, la media de sus suscriptoras, aunque el Gobierno nunca facilita datos cuantitativos en relación con la inteligencia, para que nadie se sienta discriminado.

    Así que mi madre, después de todo, podría haber acertado con su alocada apuesta. Es posible que, a partir de mañana, la pobre se libre de los reproches mezclados con suspiros de mi abuela paterna, y de las indirec­tas de las vecinas sobre la gente que no sabe aceptar su sitio en la sociedad. Quizá un día no muy lejano, esas mismas vecinas se queden con la boca abierta cuando la vean aparecer en su cápsula personal, saludándolas desde el aire con la mano.

    Quizá entonces deje de llorar por las noches, cuando cree que nadie la oye. Y quizá mi padre no tenga que volver a echarle en cara que, al gastarse todo ese dinero en mi educación, está poniendo en peligro el futuro de mi hermana Helena.

    —Helena no tiene el talento de Sara —contesta mi madre siempre—. ¿Es que no lo entiendes? Si Sara triunfa, el futuro de Helena está asegurado. Y, si esto sale mal, no habrá nada que hacer.

    Nada que hacer. Si esto sale mal, los dieciséis años de sacrificios continuos de mi familia no habrán servido de nada. Por eso, y solo por eso, tiene que salir bien.

    Tengo que hacer el examen lo mejor posible. Debo conseguir que Sweet Pink me acepte como suscriptora.

    Estoy dispuesta a hacer lo que haga falta: contestaré a sus preguntas, me pondré sus vestidos y desfilaré para ellos, me tomaré la dosis precisa de regulador cosmético para que el pH de mi piel armonice a la perfección con sus perfumes. Recitaré la historia de la compañía, el organigrama corporativo y el catálogo de sus productos. Los convenceré de que he soñado toda mi vida con llevar los vaporosos vestidos de color rosa de su gama alta. Ahora mismo voy vestida de rosa de la cabeza a los pies, igual que cada día de mi existencia desde los cinco años.

    Espero que los escáneres cerebrales no detec­ten lo que me hace sentir este color. Tengo tanta práctica con ellos, que estoy segura de que también hoy podré engañarlos.

    Aun así, esta vez tengo que ser especialmente cuidadosa. No debo cometer ningún error. Ninguna cara de burla, ninguna sonrisa fuera de lugar. Ni siquiera un pensamiento. Hasta cierto punto, los pensamientos también pueden monitorizarlos.

    Hoy es el día en que me lo juego todo, y tengo que aprobar. Tengo que conseguir el certificado de suscriptora de Sweet Pink como sea. Y para eso, debo estar perfecta. Nadie debe saber la verdad.

    Nadie debe descubrir cuánto odio los productos de Sweet Pink, ni llegar a sospechar siquiera cuánto detesto su maldito color rosa.

    cap2_OR_sara.jpg

    LA sala de espera es redonda, con una cúpula transparente a través de la cual vemos el cielo y las lujosas cápsulas de transporte que continuamente van y vienen alrededor de Palacio.

    Mae acaricia el cuero rosa de los sillones con una sonrisa embobada. Hay una mujer tocando el piano de cola negro que ocupa el centro de la sala. Una pianista de verdad, como en las películas. Nada de música grabada.

    Junto a Mae se ha sentado una chica del distrito Sur que se llama Eunice. Es pecosa; cuando sonríe, veo sus dientes grandes y separados. A pesar de ese defecto tiene un rostro agradable. Parece a punto de explotar de satisfacción, porque dice que el examen le ha salido perfecto.

    —La prueba de Matemáticas era facilísima — comenta, recostándose confiadamente en su sillón—. Y la de Música; aunque tenía trampa, me ha salido bien. Las preguntas sobre el catálogo de la marca me las traía bien estudiadas, así que, por ese lado, no hay que preocuparse. Me van a elegir, estoy segura.

    Mae, a pesar de su sonrisa, no parece tan convencida de que vaya a aprobar. Pero no quiere que nada le arruine este momento. Cuando una camarera se acerca a ofrecernos sándwiches de salmón, ella coge uno y lo paladea lentamente con los ojos cerrados.

    —¡Mmmm! Buenísimo —susurra al final del primer bocado, y pestañea varias veces antes de mirarme—. ¿Tú no quieres, Sara? No sabes lo que te pierdes.

    Es verdad que los sándwiches tienen buen aspecto pero, en este momento, aunque quisiera, no podría comer nada. Es como si tuviera calambres en el estómago. Y eso que ya ha pasado el examen.

    No sé si me ha salido bien o mal, y tampoco sé si me importa mucho. Veo todo esto, los mostradores con diez clases diferentes de agua mineral, los camareros que van y vienen entre las chicas con sándwiches y pastelitos, y es como si una piedra me oprimiese el pecho y no me dejase respirar. Pienso en mi madre, que se levanta todos los días a las seis y trabaja diez horas para una marca blanca de comestibles que todo el mundo desprecia. Pienso en mi padre, conduciendo una grúa del puerto desde antes de que amanezca hasta bastante después de que se ponga el sol y comiendo una ensalada sin­tética dentro de su cabina. Llevan toda la vida trabajando y no han podido comprarse ni siquiera un permiso de acceso a las calles de primer rango de nuestro distrito. La ropa que llevan puesta es la que les dan en las empresas para las que trabajan. Solo tienen derecho a un par de zapatos al año. A mi madre se le rompió el tacón el otro día, y mi padre se lo estuvo pegando con una cola especial que se trajo del puerto, pero dijo que no le aguantaría hasta la primavera, que es cuando le toca renovarlos.

    Y luego miro a mi alrededor, veo todo este lujo absurdo y me parece que estoy en otro planeta. Un planeta mejor, supongo, pero que no es el mío. Me siento como un pez fuera del agua. Aunque aprobase el examen, no creo que pudiese acostumbrarme a vivir así.

    No me apetece hablar con Mae ni con Eunice, así que he cogido una tableta digital de la mesa y estoy ojeando revistas de la marca. Sweet Pink tiene todo tipo de publica­ciones: de decoración, de tecnología para el hogar, de moda y hasta de música. Las chicas de las fotografías son guapísimas, tanto que me pregunto si las fotos estarán retocadas.

    Aunque en esta sala habrá en total unas cincuenta chicas, nadie me está prestando atención, así que decido seguir un rato conec­tada al chip.

    El chip personal de grabado es lo más valioso que poseo, y sé cómo cuidar de él. Tengo mucha práctica grabando pensamientos y mensajes sin que nadie lo note. Este diario no existiría si no lo tuviera. El chip me per­mite escribir mentalmente, sin que nadie se dé cuenta. Llevo haciéndolo desde hace años y, al final, este tipo de escritura se ha convertido en una necesidad para mí.

    A veces me siento culpable por no habérselo dicho nunca a mis padres. Si no lo he hecho ha sido porque no sé cómo reaccionarían. A mi padre seguramente no le parecería mal, pero mi madre… Se asustaría, estoy segura. Se empeñaría en que me lo extirpasen. Y eso podría traerle problemas a Olive, que fue quien me lo regaló en secreto cuando cumplí diez años.

    Olive. ¡Cuánto la echo de menos en estos momentos! Si el resultado que saco en el examen no es demasiado malo, puede que me dejen ir al instituto todavía un año más antes de asignarme a una marca secundaria. Eso significaría seguir yendo a las clases de Olive, que es lo único interesante que me ha pasado en mis dieciséis años de vida. No solo por lo que nos enseña (en teoría, es profesora de Matemáticas), sino por lo que es, por lo que hace.

    Olive piensa que soy especial, pero no por los resultados de mis test neurológicos ni por mi potencial genético. Dice que lo que ve en mí no se puede medir, y que tampoco tiene nombre. Dice que guardo una semilla de rebe­lión en mi interior, aunque ni yo misma lo sepa. Y que es una pena que la gente como yo no pueda elegir su futuro.

    Como es lógico, no lo dice en voz alta. Olive puede ser muchas cosas, pero no es idiota. Ella me enseñó a usar por primera vez una tableta para escribir mis pensamientos y guardarlos en la nube sin que nadie pudiera rastrearlos. Según Olive, antes todo el mundo sabía usar las tecnologías de comunicación y creación. Cualquiera desde su casa podía escribir un blog o un libro digital y compartirlo con el resto de la gente a través de la red global. ¡Parece increíble!

    Miro a Mae, que ha terminado sus sándwiches y tiene los ojos entrecerrados mientras disfruta de la música.

    —Tu abuela vive con vosotros, ¿verdad? —le pregunto—. Nunca he vivido con alguien que naciera en el siglo XX.

    —Mi abuela nació en 1970. El mes que viene cumplirá ochenta y cinco años —dijo Mae en voz baja.

    —¿Cómo conseguisteis que le permitieran vivir con vosotros después de la jubilación?

    —Mi abuela compró el permiso. Tenía algún dinero ahorrado, trabajó toda la vida en una firma de abogados independiente.

    —¿Quieres decir que no era de ninguna marca?

    Mae parece un poco incómoda con mi insistencia, pero asiente.

    —En esa época había muchas firmas que trabajaban para diferentes marcas, o incluso para clientes individuales. La de mi abuela tenía mucho prestigio. Por eso consiguió ahorrar y salir del sistema de asilos estatales. ¿Tus abuelos viven?

    —Mi abuela paterna, sí, y también los padres de mi madre, aunque a ellos no los conozco. Mi abuela paterna está en el sistema, pero viene a casa en Navidad y durante las vacaciones. De todas formas, nunca cuenta nada de su vida. ¿Sabes? Ella no quería que hiciese

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