Pensar la danza
Por Delfín Colomé
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Ameno e ilustrativo, este libro ayudará tanto al iniciado como al curioso a descubrir a los personajes históricos, a conocer mejor a los contemporáneos, a apreciar los estilos menos conocidos y, sobre todo, a pensar la danza.
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Pensar la danza - Delfín Colomé
2007
UNO
GENTES DE LA DANZA
Nacho Duato en Raptus
© Carlos Cortés, 1996
Cortesía de la Compañía Nacional de Danza
ROSITA MAURI
EJEMPLO A SEGUIR
A finales de 2002, en una excelente iniciativa, el Teatre Fortuny de Reus –ciudad en la que nació, en 1850, la egregia bailarina– decidió crear el Premio Internacional de la Danza Rosita Mauri, en su homenaje. Ayudé a los organizadores –encabezados por la activísima Neus Miró– a establecer un fructífero contacto con la Ópera de París, de cuyo archivo extrajeron gran cantidad de información y documentación, que se añadió a la que facilitaron los herederos franceses de la bailarina. Para el programa de gala que cerró el concurso, escribí este texto que algunos bailarines tildaron de excesivamente optimista. Lo siento por ellos.
Demasiado a menudo, cuando nos referimos a los éxitos de un bailarín de nuestro país en el extranjero, solemos añadir un lamento al elogio, diciendo: ¡Qué lástima que para triunfar haya tenido que irse de España!
.
Este tipo de planteamiento, presentado como una crítica indirecta de las carencias coreográficas del país es, cada día que pasa, más y más falaz.
Por una parte, porque en las últimas décadas las lagunas se van colmando paulatinamente, a medida que el desarrollo político, económico y social de España va avanzando. Evidentemente, todo es mejorable; pero no hay más que visitar la página web de la Associació de Professionals de la Dansa a Catalunya para darse cuenta de que el panorama coreográfico español de hoy se parece al de hace veinte años como un huevo a una castaña. El cambio, en términos positivos, es indiscutible.
Por una parte, porque el proceso de globalización, que en la Unión Europea tiene características muy concretas en la libre circulación de profesionales, está marcando unas pautas de accesibilidad y de oportunidades que se habían yugulado con la eclosión de los nacionalismos, a principios del siglo xx. A nadie sensato se le ocurriría pensar hoy que los músicos de la Orquesta de Cambra de l’Empordà tienen que ser todos catalanes –y, mucho menos, de Figueres o alrededores– o que el Rambert Ballet tenga que limitar el acceso a su elenco a los súbditos de Su Graciosa Majestad Británica. Unos y otros tienen que ser, por encima de todo, buenos músicos y buenos bailarines, respectivamente, haciendo abstracción de su nacionalidad o procedencia.
Nos tenemos que acostumbrar a entender la movilidad internacional como un valor, en vez de un hado maléfico. Y eso, por dos razones: Primero, porque facilita la competitividad y, consecuentemente, mejora el nivel de la obra de arte; la coreografía, en este caso. Segundo, porque abre horizontes, tanto a los artistas que de ello se benefician como al público que los aplaude, que se amplían y enriquecen en el reconocimiento de la identidad del otro
.
El arte no debe tener fronteras. Y mucho menos la mentalidad del artista. Ser excesivamente localista puede ser bueno según para qué. Jamás para el arte.
Desde la propia Associació de Professionals de la Dansa a Catalunya se ha batallado mucho –sin demasiado éxito, todo hay que decirlo– para que el Gran Teatro del Liceo se dotara de un cuerpo estable de danza, desde el convencimiento de que eso favorecería el desarrollo de la danza en nuestro país. Pero nada me daría más pena que un bailarín de ese todavia hipotético cuerpo de danza, que se pasara toda la vida sin moverse del escenario de las Ramblas.
Rosita Mauri ya lo entendió así, hace ahora 125 años, cuando –en 1877– se fue a la Scala de Milán, como paso previo para su triunfal acceso a la Ópera de París, de la mano de Gounod y de Louis Merante. Pero es que, ya mucho antes, había viajado asiduamente por el extranjero, deseosa de que el tesoro de su arte –que, según los críticos de la época, era de una irresistible seducción
– fuese disfrutado mucho más allá de los límites del Liceo o del Teatro Principal barceloneses, donde tenía ya la vida sobradamente asegurada.
Me gustaría que los bailarines de hoy encontrasen inspiración y coraje suficiente en lo que Rosita Mauri fue, en lo que hizo y en lo que, todavía hoy, representa: un ejemplo.
Un bello ejemplo a seguir.
DIAGHILEV
COMO UN REY
En 1991, la editorial Siruela, magistralmente comandada por el Conde de Siruela, Jacobo Fitz-James Stuart, tuvo la excelente iniciativa de publicar el Diaghilev de Richard Buckle, una pieza realmente básica en la bibliografía coreográfica, que no había sido traducida al español, y que excedía los límites habituales de aquélla; ya que Diaghilev es un personaje que trasciende del mundo coreográfico para devenir una de las piezas claves del arte del siglo XX. Ésta es la reseña que escribí para las páginas de crítica literaria –tituladas ‘Libros’– del suplemento ‘Culturas’, de Diario16. Si fuera hoy, a la lista de obras citadas sobre Diaghilev, tendría que añadir la de mi dilecta y admirada amiga Lynn Garafola, Diaghilev’s Ballets Russes, publicada en 1989 por Oxford University Press. Posteriormente, este mismo artículo fue reproducido en una separata titulada El siglo de la danza, editada por el Cabildo Insular de Gran Canaria, con motivo de un ciclo de conferencias que di en Las Palmas, en 1994.
En 1973, Roger Garaudy –todavía con el trauma de su anatemización del comunismo francés, del que había sido gran chantre– publica un título rotundamente excéntrico para la que era su sesuda bibliografía: Bailar su vida, un libro sobre danza en el que confiesa que, al investigar sobre las grandes figuras de la coreografía del siglo XX, le resultó más útil el haber mantenido varias horas de conversación con Martha Graham que todos los libros manejados.
Déjenme que les confiese haber pasado por un trance parecido.
Gracias a la generosa hospitalidad de la entonces embajadora de Francia en Bulgaria, Christiane Malitchenko, el 28 de febrero de 1980 tuve la oportunidad de cenar, en petit comité, con Serge Lifar.
Lifar había acudido a Sofia para montar con el Ballet Nacional Búlgaro su Suite en Blanc, una delicada coreografía que había sido estrenada en 1943 sobre música de Lalo.
El viejo maestro, que contaba setenta y cinco años –todo hay que decirlo, muy bien llevados– pontificaba y criticaba a diestra y siniestra, como grande que era de este mundo. Hasta que apareció en la conversación la inevitable referencia a Serguéi Diaghilev.
Desde mi osada juventud, me permití apostillar e incluso corregir sus comentarios en un par de ocasiones. A la tercera saltó como un tigre:
–Y usted, joven -me espetó-, ¿cómo sabe tanto de Diaghilev?
Con mi mejor tono de humildad, casi ruborizado, le contesté:
–Maestro, de lo que he leído en su libro.
Entonces esbozó una amplia sonrisa, y, haciendo oscilar con satisfacción mal contenida su cabeza de patricio, bajó la voz y casi me susurró, diría que con un cierto cariño:
–Sabe usted, se trata de un libro muy antiguo... no le haga demasiado caso.
Confesión tardía, porque sucedía que cuantos nos habíamos interesado por el genio nos habíamos tenido que fiar excesivamente de la biblia diaghilevista que se suponía era la obra de Lifar, para acercarnos al personaje por dentro.
Por ello, aunque su comentario sofiota fuera sincero, me resulta muy difícil perdonarle la visión sesgada, pro domo sua, que legó del mecenas esteta en su Serge de Diaghilev: sa vie, son oeuvre, sa légende, que vio la luz en las Éditions du Rocher, de Mónaco, en 1954.
Lifar vampirizó a Diaghilev: en vida, con su actitud personal; post mortem, con su biografía. Y es que Lifar era un bicho. Lo dice la Danilova, así de literal: Lifar era un hermoso bicho doméstico, un loro que podía colocarse en el hombro y que, posiblemente, daba picotazos
.
Ésa fue una constante de su vida. No hay más que pensar en los inacabables veintiséis años en los que –cual dictador de Macondo– reinó en la Ópera de París: de 1930 a 1945 primero, y, esquivando inexplicablemente toda acusación de colaboracionismo –ya me dirán ustedes...–, de 1947 a 1958 después. Un caso de insumergibilidad notable.
Lifar se incorpora a la Compañía en su última época, cuando, de alguna manera, se inicia su descomposición. Le escribe, al respecto, Juan Gris a Daniel Kahnweiler: Salvo Nijinska, que se toma su trabajo en serio, y Diaghilev, que conoce su oficio, nadie usa el cerebro ni prevé nada...
.
Se conocen el 13 de enero de 1923, en el lujoso Hotel Continental de París. Lifar relata la escena: Yo jamás había visto antes un esplendor tan regio como el de aquel vestíbulo, repleto de plantas tropicales. De pronto, un grupito de personas se nos acercó directamente, encabezados por un hombre alto y corpulento, que llevaba bastón, y parecía un coloso con su abrigo de pieles. Vi una cabeza voluminosa, un rostro sonrosado y ligeramente hinchado, unos grandes ojos brillantes llenos de tristeza, pero infinitamente dulces y afables, un bigote a lo Pedro el Grande, un mechón gris entre el cabello negro. Luego se sentó, comenzó a hablar, y quedamos inmediatamente envueltos, subyugados, irresistiblemente hechizados por su calidez luminosa y suave. Con resonante voz de barítono, Diaghilev pidió un té
. Preciosa descripción de un Diaghilev musageta.
Lifar juega con Diaghilev, hasta que desplaza a Anton Dolin, para convertirse en su favorito, en todos los sentidos. Lifar manipula una confusión de despliegues espirituales
y unión de almas
con su patrón, que deja hacer por aquéllo de que aunque mortifique, sarna con gusto no