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El hombre ajeno
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El hombre ajeno

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¿Es el salvadoreño Héctor Meier Peláez uno de los más grandes poetas ocultos de las últimas décadas? ¿O es más bien un guerrillero sanguinario, muerto prematuramente en la vorágine de la violencia centroamericana?

Juan Linares, que ha dedicado varios años a investigar la vida y la obra del salvadoreño, se inclina por la primera opción, aunque frente a sí mismo ha de reconocer que, además de la obra de Meier, también le fascina su estrecha relación con la violencia.

Mientras compagina sus investigaciones literarias con un trabajo de carga y descarga de camiones en una nave industrial, Juan tendrá la oportunidad de indagar en su relación conflictiva con los hechos violentos que marcaron el fin de su infancia.

Deudora de algunos de los más relevantes escritores hispanoamericanos de los últimos años, como Roberto Bolaño o Rodrigo Rey Rosa, El hombre ajeno es una novela en la que el protagonista busca, en la biografía de un poeta maldito, las pistas para entender su propia vida.
IdiomaEspañol
EditorialBaile del Sol
Fecha de lanzamiento2 jul 2015
ISBN9788416320264
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    El hombre ajeno - David Pérez Vega

    padres

    PRIMERA PARTE

    EL VIENTO DEL SUBURBIO

    El viento del suburbio

    se le enreda en las piernas.

    JAIME GIL DE BIEDMA

    CAPÍTULO 1

    Se acercaba hacia él, compacto y rápido, como un meteorito a punto de estrellarse. Cuando le vio, Juan se detuvo. No terminó de levantar la caja que tenía entre las manos y, dispuesto a esperarle, se recostó contra el tobogán que contenía la cinta transportadora. De niño —era consciente— una sonrisa irónica y desafiante solía aparecer en sus labios cuando se enfrentaba a situaciones similares. Sin embargo, hacía tiempo que había decidido prescindir de ese gesto.

    El otro aceleraba sus pasos —su nombre era Javi, recordó Juan— y, cuando aún faltaban unos metros para el choque, le gritó:

    —Y tú, gilipollas, ¿dónde coño te metes?

    —Tenían aquí trabajo, ¿no lo ves? —contestó, con el mismo tono cortante aunque más sereno.

    —¡Te vas y dejas el otro camión sin nadie, hostias, con las cajas petando el tobogán! —Javi ya se encontraba encima.

    Le temblaban las mandíbulas, sus labios escupían palabras arrastradas y saliva. Con ambas manos empujó el pecho de Juan, que no retrocedió porque su cintura se apoyaba contra el tobogán. Con un movimiento brusco, inesperado, le devolvió el empellón y se desplazó hacia la izquierda.

    Aunque Juan nunca había trabajado su cuerpo en un gimnasio para imponerse a los demás mediante la insinuación arrolladora de la fuerza bruta —como intuía que había hecho su compañero de trabajo—, sobrepasaba en altura a Javi, la amplitud de sus hombros era mayor y se encontraba en forma.

    Se había abierto un espacio entre los dos, y la nueva embestida de Javi se disolvió en el ramo de brazos que se apresuró a interponerse.

    Con los pies asentados en el suelo, Juan se percató de que sus labios habían dibujado una leve sonrisa que trató de mitigar. Mientras, Javi se retorcía entre los cuerpos de los otros hombres.

    Los estallidos de violencia constituían para Juan una fuente de sentimientos dispares. Le habría gustado que le resultaran simplemente ridículos, una muestra delirante de la insatisfacción cotidiana —los gritos de los conductores, los empujones en el metro…—; contaba, para asentar ese deseo, con la baza de su vida intelectual: sus análisis literarios, sus reflexiones sobre la forma, el orden de las ideas, el sentido estético o psicológico de un poema, o incluso de la violencia contenida en un poema. Desarrollos mentales que, al contrastarlos con la realidad en estado crudo, se le hacían de una inutilidad palpable, de un idealismo perplejo y remoto. Lo que, lejos de desanimarle, le trasladaba a un estado de animosa ironía, una disposición que le hacía apreciar más el refugio de esas inquietudes intelectuales en las que podía perderse como en un jardín privado.

    Sin embargo, con más fuerza, bajo estas primeras impresiones, en un estrato más profundo de su conciencia, se daban en él percepciones aún más contrapuestas ante la violencia: su pura acción explosiva le retrotraía a la libertad alegre de la infancia. Y era aquí, ahogando este sentimiento, como fuerza contraria, donde se despertaba un temor paralizante ante esa misma violencia irreflexiva. Brotaba en él, enseguida y de forma imperturbable, la idea de las consecuencias nefastas que pueden acarrear los actos más impensados, lo que no tiene marcha atrás, y nos puede transformar y expulsar de nosotros mismos.

    Javi, tratando de calmarse, pedía a los compañeros que le liberaran de sus abrazos. Su respiración empezaba a ser más profunda y rítmica. Con las palmas de las manos se sujetaba las rodillas dobladas.

    Unos treinta o cuarenta minutos antes, había llegado un nuevo camión a la nave y les había tocado descargarlo a Javi y a Juan. Las cajas no eran especialmente grandes pero sí pesadas, de unos diez o quince kilos. Lo suficiente como para que no fuese una buena idea cogerlas a pulso de las filas superiores que quedaban por encima de la cabeza. Nada más empezar, sin ni siquiera haber acumulado unos palés para improvisar una escalera, Javi había decidido irse al servicio. No tenía buen aspecto. Ya había comentado al iniciar la jornada, a las dos de la tarde, que había salido durante toda la noche. A pesar de haber dormido por la mañana, presentaba una resaca ojerosa. Había empezado el día esnifando cocaína en los vestuarios, en un lavabo con la puerta abierta. Después de unas tres horas su efecto reconstituyente había desaparecido y había necesitado unas nuevas rayas.

    Juan había comenzado a descargar las cajas y tras diez minutos de trabajo se había hartado: el otro había decidido que de este camión se iba a encargar él solo. Al no estimularle la idea, se había desplazado hasta el siguiente muelle, donde necesitaban a una persona. La fiesta de Javi en los lavabos se había prolongado una media hora y el encargado, al tanto ya del escaqueo, le había estado aguardando para recriminarle. Juan había podido escuchar la reprimenda desde el otro camión. Desaparecido el encargado, Javi había focalizado su rabia en Juan. Los cálculos que había hecho sobre su docilidad no habían sido correctos.

    Javi volvió al camión que había dejado abandonado. Uno de sus amigos —Israel— le conducía hacia allí pasándole un brazo por los hombros. Sus cabezas casi se rozaban. Juan observó cómo a Javi aún le costaba tranquilizarse, cómo su boca espumeaba, seguramente despotricando contra él. Israel tenía que hacer esfuerzos para que no se escapara de su abrazo. Por fin los dos comenzaron a trabajar en el camión que había originado la disputa, sin preocuparse mucho del peso de las cajas, lo que podía llegar a ser fatal para la espalda. Era habitual que la mitad de la plantilla estuviese de baja por lesiones lumbares y cervicales, pero muchos de ellos seguían trabajando sin ninguna precaución, no usaban fajas y hacerse con el peso de forma incorrecta podía considerarse un signo de virilidad. Por otra parte, si se hacían las cosas de la forma adecuada se tardaba más y se bajaba el rendimiento, lo que provocaría la acumulación de los camiones y los gritos del encargado.

    No pagaban mal. Juan, que había conseguido el trabajo a través de una ETT, cobraba, teniendo en cuenta las prorratas, unos mil cuatrocientos euros por mes de contrato. Lo que podía incrementarse en función de las horas extras que hiciera. Compañeros de su facultad de Filología Hispánica ganaban menos trabajando en colegios privados de profesores. Licenciados que, en algunos casos, tenían la responsabilidad de preparar a sus alumnos para el examen de ingreso en la universidad.

    Mil cuatrocientos euros al mes constituían un salario nada desdeñable para chicos como Javi, de unos veinte años, edad que compartía con la mayoría de los descargadores de la nave. Chicos que habían pasado por el colegio sin ningún interés por la institución o la cultura y despreciando la posible recompensa del esfuerzo. Chicos que seguramente conocían a más de uno que había estudiado una carrera y no le había servido para nada. Les fascinaba la marcha del fin de semana, el dinero rápido en el bolsillo y los coches para lucirse con música estridente. Casi todos vivían en casa de sus padres y se gastaban el sueldo en las letras de un coche caro, en ropa, en pagar el gimnasio… y lo que quedaba lo invertían en salir de marcha: alcohol y drogas.

    Juan acabó de descargar con Demetrio y Arcadio, dos de los ecuatorianos. Retiraron la cinta extensible del tobogán y salieron del camión. Aún no estaba lista la mercancía con la que volvería a ser llenado, y el vehículo se quedó allí inmóvil, con las tripas abiertas: el interior de un monstruo vacío y expectante.

    No habían descansado ni treinta segundos cuando se requirió su atención en el muelle 21, CANTABRIA. Se desplazaron hacia la pared opuesta de la gran nave alargada, esquivando a los toros mecánicos.

    Juan y Demetrio levantaron la puerta de metal del muelle 21. La pared se abrió al aire de la calle y se filtraron dentro jirones de niebla. No sentían frío porque el trabajo les hacía sudar continuamente, pero no debían quedarse parados. Sus bocas jadeantes exhalaban nubes de vaho, como lenguas de perro transpirando. Eran poco más de las seis de la tarde y afuera ya había oscurecido. Los focos del polígono y las luces de los camiones impedían ver el cielo.

    El camión de Cantabria maniobró hasta cubrir el hueco abierto en la pared. Juan y Demetrio tiraron de las asas, que sobresalían del suelo, para extraer la rampa, manipularon su bisela y colocaron la parte extensible sobre el interior del camión, creando un puente levadizo con el vehículo. Habían tenido suerte: cajas de ropa, grandes y ligeras; pero no lo suficientemente grandes como para no caber en la cinta transportadora del tobogán, que introdujeron en la planta del camión. Sobre esta cinta fueron depositando la mercancía, que iba a caer en otra cinta más ancha. Ésta recorría la nave casi al completo, distribuyendo los paquetes de unos camiones a otros. Gracias a las etiquetas que les colocaban, unos sensores distribuían las cajas en los toboganes correspondientes y así se iba llenando otro camión dispuesto a salir hacia algún punto de la Comunidad de Madrid. Llegaban de toda España, normalmente con un solo producto, y su carga se repartía mezclada por los centros comerciales de Madrid.

    Como en esta ocasión no hacían falta toros mecánicos ni traspalés, Arcadio se fue a ayudar a otros compañeros. Juan y Demetrio terminaron en una media hora, casi sin intercambiar palabra. Al ecuatoriano aún le quedaban energías para tararear y, de vez en cuando, arrancarse a entonar una canción caribeña, una bachata o un merengue, que Juan desconocía.

    Faltaban unos minutos para las siete, pero consideraron que ya podían parar. Con paso sosegado se encaminaron hacia la entrada, encima de las oficinas y el vestuario se encontraba la sala de descanso. Por el camino se les unieron Arcadio y Douglas, un hondureño, y Juan Pablo, un español de un pueblo de Cáceres.

    Un chico de unos dieciocho años, montado en una vaquilla (el nombre que se daba a uno de los tipos de traspalé mecánico), trató de hacer un derrape con su escuálido vehículo, poco más que un patinete motorizado, y Juan Pablo tuvo que dar un saltito para esquivarle. El chico se partía de risa.

    Faltaban tres horas para dar alcance al dios del fin de semana. Éste era para Juan su segundo viernes en aquel trabajo, y ya había observado el anterior el mismo descontrol, esa euforia roedora de minutos expandiéndose por la nave. Durante el resto de los días el trabajo tampoco transcurría en una perfecta paz, porque descargadores borrachos, emporrados, pastilleros y enfarlopados los había a todas horas. Pero el viernes la virulencia de la fiesta posible se incrementaba hasta alcanzar y sobrepasar todos los límites de los riesgos laborales estipulados por cualquier normativa de la Comunidad Europea. El viernes la nave se convertía en un lugar especialmente peligroso, con chavales de veinte años o menos correteando encendidos por la planta, jugando con los dientes de sable prehistóricos de los toros mecánicos. Había que prestar una atención especial a las fintas bruscas de los toreros, trasladando las cajas que no cabían en las cintas transportadoras: lavadoras, neveras… deseosas de regresar al suelo desde los cuernos de las máquinas.

    Juan había visto a alguno de estos chicos coger de un camión, desde dos metros de altura, sin fijarse en nada, una primera caja de alrededor de veinte kilos, que había terminado por acomodarse sobre su cabeza, inútil para prever pesos pero efectiva como soporte. Una caja que podía haber ido también a parar a la cabeza de otro o a un pie, por lo que se hacía imprescindible el uso del casco y las botas de seguridad.

    Ya lo había vivido el viernes pasado, pero éste sólo faltaban los cohetes. La cercanía de las celebraciones navideñas —era veintidós de diciembre— intensificaba aquella euforia caótica y desbordada: el lunes veinticinco iba a ser festivo.

    En la sala de descanso buscaron en los bolsillos monedas para extraer cafés o refrescos de las máquinas. Soterradamente, con más desidia que temor, Juan comprobó que ni Javi ni Israel se encontraban a la vista. Otros días había preferido una Fanta Limón, pero se sentía cansado y eligió un café, pensando que su calor le reconfortaría. Se sentaron en el extremo de una de las mesas corridas con Rogelio, el tercero de los ecuatorianos, y Jorge, un peruano. Faltaba en el grupo otro peruano llamado Hans, que ese día no había aparecido.

    Sólo había tres extranjeros más, dos marroquíes y un argelino, que no se relacionaban con casi nadie.

    Juan prefería la compañía de los hispanoamericanos por dos motivos: el primero era la pasión que sentía por la literatura de sus países, en la que se había especializado durante los últimos años de la carrera y en el doctorado —con el que llevaba ya más de dos años—; le gustaba su forma de hablar, la musicalidad con que trataban al idioma, sus giros lingüísticos, y también estaba, por supuesto, su deseo aún incumplido de viajar por Hispanoamérica (soñaba con un largo viaje de México a la Patagonia). Como segundo motivo se encontraba el hecho de que estos compañeros eran de los pocos que sobrepasaban su edad —veintiséis años— y daban muestras de serenidad y autocontrol. Los hispanoamericanos de la nave tenían entre treinta y cuarenta años, estaban casados, eran padres de dos o tres hijos, trabajaban sus horas, hacían extras cuando podían, se mostraban cautos, usaban fajas dorsales, no acudían bebidos al trabajo y menos drogados (si bebían lo dejaban para el fin de semana). Acababan y se iban a sus casas. Ahorraban dinero para mandarlo a sus familiares y deseaban comprar una vivienda, en España o en sus países. Algunos ya la estaban pagando.

    También le caía bien Juan Pablo, el cacereño. Había cumplido ya treinta años y vivía de alquiler en Carabanchel, en un piso compartido con otros dos extremeños. No estaba casado ni tenía hijos. Juan le había oído contar que había finalizado malamente la educación básica repitiendo algún curso. Sabía que lo suyo no podía ser estudiar; no tenía cabeza, había dicho. Empezó a trabajar a los dieciséis años en su pueblo, ganaba muy poco. Trabajaba en lo que salía, en el campo, en una fábrica… había pocas oportunidades. Alguno de sus amigos se fue a Madrid y él se animó. Llevaba dos años en la nave. Era éste, de los que había tenido, el trabajo en el que más le pagaban; también estaba siendo el más duro. Si pudiese encontrar otro sitio donde cobrase más o menos lo mismo o un poco menos, a otro ritmo, se cambiaría. Pero consideraba que no servía para otra cosa, y por ahora allí se quedaba.

    Los hispanoamericanos también se mostraban satisfechos con la tarea de cargar y descargar camiones. Habían tenido otros trabajos en España y aquí era donde les habían hecho el contrato más legal, y esto por no hablar de las condiciones laborales en sus países de origen.

    Pero Juan no había estado evitando a los jóvenes españoles, había hablado con algunos. La mayoría le hacían evocar épocas no demasiado lejanas de su vida que no le interesaban mucho. A veces le recordaban a Alberto, su hermano, lo que acababa por crearle una tenue sensación de angustia.

    Cuando les había comentado que tenía acabada una carrera universitaria, que trataba de finalizar un doctorado y que deseaba este trabajo sólo durante un mes o dos para sacar un dinero con el que cubrir sus gastos de los próximos meses, se quedaban estupefactos. A estos chicos les costaba mirar más allá de un título de bachillerato. Cómo él, le preguntaban, que había conseguido acabar el instituto no estudiaba una oposición para policía, guardia civil o bombero; y, ya que se había molestado en ir a la universidad, cómo no estudiaba la oposición para inspector de policía o cualquiera que fuese su equivalente en la Guardia Civil, porque con esas profesiones se ganaba más que acabando una carrera. Policía, guardia civil o bombero, pero sobre todo policía. A Juan le resultaba sorprendente la fascinación de sus compañeros, amantes de las drogas y los excesos en la conducción de coches, por las armas de fuego y los uniformes oficiales.

    Tampoco era la primera vez que Juan conseguía algo de dinero gracias a trabajos no cualificados. Varios veranos, durante la carrera, había viajado a Inglaterra para trabajar en hoteles, limpiando habitaciones, ayudando en cocinas… y se había encontrado con otros jóvenes, en muchos casos españoles, y el ambiente había sido distinto. Cierto era que estos jóvenes solían ser más parecidos a él, estudiantes universitarios con ganas de aprender inglés y salir de la casa de sus padres. Varios inviernos había trabajado en las campañas de Navidad de centros comerciales, normalmente en el sector de juguetes o regalos, también un año fue acomodador de unos multicines, y se había repetido una situación similar a la de Inglaterra.

    En la nave de carga y descarga nadie era estudiante, nadie estaba allí, como él, con el objetivo de obtener un dinero rápido. Para ellos el trabajo podía ser eventual o no, dependía de si surgía otra oportunidad en algo más cómodo por un sueldo similar, o eran despedidos; y en este caso, si no conseguían otro trabajo pronto, podían intentar enfrentarse, si tenían el título de bachiller, a las oposiciones de bombero o policía. Le habían hablado de dos chicos que habían dejado el trabajo recientemente para acabar el bachiller en los cursos de adultos con vistas a estas oposiciones.

    Volvieron a intercambiar las bromas de la jornada: a nadie le había tocado la lotería porque todos seguían allí, salvo quizás a Hans, que no había aparecido y no contestaba a ningún mensaje de móvil.

    —Como le haya tocado la lotería a Hans estará ya en Lima comprando una casa en Miraflores —dijo Jorge, su compatriota, y rieron.

    Juan conocía el barrio del que hablaba por las novelas de Vargas Llosa. Juan Pablo también rió, aunque seguramente no tuviese la referencia.

    Hablaron también de los hijos. A partir de este día no tendrían colegio durante dos semanas. Se burlaron de Jorge cuando descubrieron que no se había enterado de que la Comunidad de Madrid habilitaba centros donde los padres trabajadores podían llevar a sus hijos durante las fiestas. Pero a él tampoco le preocupó mucho, ya tenía solucionado el problema: iba a dejar a sus dos niños, de seis y ocho años, con una hermana de su mujer.

    Juan Pablo se mostraba bastante contento. A la mañana siguiente saldría hacia su tierra con sus dos compañeros de piso para pasar allí las navidades, les dijo.

    Los hispanoamericanos se alegraban por la paga extra cercana (ellos no tenían prorrateadas las catorce pagas como Juan), pero también estaban tristes por no poder pasar —otra vez, puntualizó Douglas— las fiestas en su casa. Juan vio cómo Juan Pablo se sintió entonces un poco incómodo por el entusiasmo que había puesto al hablar de su pueblo.

    Volvieron al trabajo. Ese día no iban a quedarse a hacer horas extras, saldrían a las diez.

    El tiempo que quedaba transcurrió con rapidez, se requirió su trabajo en bastantes ocasiones. El contenido de muchos camiones consistía en coloridas cajas de juguetes, que no pesaban demasiado. Ya no aparecieron más cargas de lavadoras o neveras, y el trajín de los toros mecánicos y las vaquillas se fue extinguiendo, junto con el resto de los ruidos, amortiguándose sobre el débil siseo de las cintas transportadoras. Un silencio que llegaba a hacerse espectral a última hora del día en el hangar enorme, un espacio de dimensiones sobrehumanas, casi extraterrestres.

    A las diez menos cuarto estaban ya cerrados todos los muelles y Juan se encaminó hacia los vestuarios. Guardó su ropa de seguridad en la taquilla, y esperó a Juan Pablo, que solía acercarle en coche hasta la estación del Parque de los Estados de Fuenlabrada. Si no podía irse con él, para dejar el polígono tenía que tomar el mismo autobús que le traía desde el metro-sur, una espera no muy apetecible en una noche de diciembre. Nunca se duchaba en el vestuario como hacían otros, prefería dejarlo para casa, le relajaba más. Los más jóvenes eran los que estaban usando con fruición esa noche las duchas, acicalándose para salir de marcha.

    Por delante de él cruzaron Javi e Israel. Venían de los baños, con vaqueros y camisetas de manga larga, insuficientes para el exterior, y que cubrirían con abrigos de plumas hasta entrar en las discotecas y bailar. Sus collares dorados destacaban con ostentación sobre las camisetas negras. Juan cambió de postura y se notó rígido. Se reían con estrépito, pasándose un porro. Javi miró a Juan y se le acercó:

    —Perdona lo de antes, tío; ej'que estaba mu rayao —le alargó el porro tras darle una calada.

    Juan le dedicó una débil sonrisa, una sonrisa cansada, y aceptó aquella pipa de la paz de su mano. Le dio una calada ligera, y se la pasó a Israel, que también se había aproximado. Javi palmeó la espalda de Juan y los dos amigos siguieron caminando hacia la calle.

    Cocaína para excitarse, hachís para alcanzar la calma… otros lo conseguían con café y tila, conducción de coches y masajes, pádel y meditación budista…

    Como niños, pensó Juan, mientras les veía alejarse. Ambos lucían uno de esos cortes de pelo que detestaba, de los que se burlaban sus amigos de la facultad y que en los últimos años constituían la tarjeta de presentación más fiable del sur de la Comunidad de Madrid. El corte de pelo discotequero de unos años atrás, corto, engominado y de punta por arriba, con los lados y la nuca rapados, había sufrido una evolución al alargarse la parte engominada —de punta o revuelta— desde lo alto de la cabeza hasta la nuca, manteniendo los laterales rasurados. Un peinado que usaban también, aunque menos ostentoso, los presentadores jóvenes de televisión, y que exigía cuidados y recortes continuos. En la zona sur había degenerado en extensiones cada vez más largas en la nuca, mechones de pelo que sobrepasaban la línea de los hombros mientras los laterales seguían rasurados. Un peinado que Juan ya

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