El Escarabajo de Oro
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Una aventura semi autobiográfica que se pasea entre la realidad y la ficción, el pasado y la fantasía, sobre un niño que creció leyendo a Poe y sus narraciones extraordinarias, y cuya vida se fue mezclando y desdibujando a través de sus letras. Felipe narra su infancia y adolescencia, narra su vida pasar, y la historia salta desde sus aventuras personales a un misterio que aqueja a su ciudad desde hace casi 30 años: la desaparición de la familia Usher y la leyenda de el escarabajo de oro. Cada capítulo narra un nuevo episodio y las historias relatan y reflejan no solo el desarrollo interno de un niño que sueña con ser escritor, sino que también re-imaginan y re-dibujan los cuentos que marcaron su infancia, intentando unir su vida y sus aventuras con las obras maestras de una de sus más grandes inspiraciones, Edgar Allan Poe.
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El Escarabajo de Oro - Felipe Oliva Arriagada
El Escarabajo de Oro.
Por Felipe Oliva Arriagada.
Encontré esa copia de Narraciones extraordinarias
el 96, a los 13 años, en la repisa de la sala de estar. Un mueble de varios pisos con unos cientos de libros. Entre ellos, uno de portada color vino, traducción de Julio Cortázar, y escrito por Edgar Allan Poe. Era una colección de 8 cuentos. Así comenzó mi aventura con las letras. Mis aventuras con Poe iniciaron mucho antes.
El Gato Negro.
Mi primer gato llegó el 93. Yo tenía 10 y lo encontré en el garage. Era un bebé, pequeño y adorable, algo esponjoso. Su madre lo debía haber abandonado recientemente, pero no antes de cuidarlo un tiempo, o no habría sobrevivido. Seguro ya había alcanzado un par de meses de edad, pero seguía siendo muy pequeño y muy adorable. Le puse Garfield. Era gris. Fue el inicio de un interminable idilio con los felinos.
Era Diciembre y lo cobijé en mi pieza, en un cajón. A mi mamá no le pareció bien pero lo aceptó. Cuando fuera grande y fuerte podría mudarse al patio, a una casita o una pequeña cama en el garage, y por cama me refiero a esas fuentes de mimbre donde se guarda el pan, cubierta por una manta vieja. De todos modos en el garage estaría protegido del viento y la lluvia, y la manta vieja lo protegería del frío, pero eso sería cuando fuera más grande, gordo y peludo. Ahora era pequeño, y aunque un poco esponjoso, también escuálido y débil. Lo llevamos al veterinario para que le quitaran las pulgas y cualquier otro bicho, y lo examinaran por cualquier otro detalle. Quería un gato sano. Un gato sano es un gato feliz, algo así. Y debe ser verdad, yo odio enfermarme.
El día que lo encontramos era el cumpleaños de mi hermana, y todos querían ver al gato, así que tomaron turnos para sostenerlo en sus brazos. Pasó de abandonado a amado por multitudes. Quizás repartió bichos, pulgas o tiña a todos los niños del colegio y del vecindario, pero a estas alturas, eso qué importa. Era lindo, adorable como todos los gatos pequeños, como todos los animales pequeños en realidad. Hasta los humanos pueden ser lindos cuando pequeños.
Comenzaba el verano y tendría un nuevo compañero de aventuras. Aunque para ser sincero, los gatos son malos compañeros de aventuras. No me seguiría a explorar los bosques salvajes ni los edificios abandonados, más bien se sentaría a comer y a ronronear al sol por horas, como si fuera los más entretenido del mundo, y luego perseguiría ratones o pájaros, quizás abejas y arañas. En fin, todo lo que se le cruce. Luego se rascaría la espalda contra tus piernas, un acto que erradamente creerías que indica cariño. En vez, sólo marca su territorio. Pero así son los gatos, un poco distantes, independientes, pero muy lindos. Hay que respetarlos, necesitan su espacio y viven su vida. Además, no ladran toda la noche ni riegan tu patio con regalitos para que pases las tardes limpiando el cesped con una pala. Son limpios y considerados.
Quizás se corrió la voz que yo era bueno con los gatos, porque un par de meses después comenzamos a recibir la visita de un nuevo vecino. Era un felino con aires diferentes, mayor, más gordo. No parecía un gato callejero, para nada, pero no tenía collar. Quizás se había rehusado a que sus dueños le pusieran uno, le gustaba sentirse libre. O quizás sólo era muy diestro a la hora de encontrar comida. La cosa es que su pelaje era muy negro y brillante, muy bien cuidado, y era muy sigiloso, todo un estratega, como un gato debe ser. Observaba desde el cerco el patio de la casa hasta que se sentía seguro, y entonces bajaba a la terraza. No se enfrascaba nunca en peleas con Garfield, más bien parecían llevarse bien. Se miraban por un rato y luego se ignoraban. A veces correteaban juntos de un lado para otro, perseguían algún pobre bicho o intentaban juntar fuerzas para derribar un pajarito. Un día Garfield se mezcló con la hierba y el gato negro se agazapó en el cerco. Esperaron varios minutos, inmóviles, como tigres en la sabana, hasta que un treile se posó en la rama más alta de un incipiente cerezo que crecía junto al cerco y que apenas superaba su estatura. Creo que el plan era que el gato negro lo derribara y una vez en el suelo, Garfield le ayudara a sostenerlo. Hasta el momento sólo atacaban aves pequeñas, como gorriones, y creo que no se sentían suficientemente seguros para desafiar a un Treile por sí solos, así que aceptaron el desafío de hacerlo juntos.
Yo estaba quieto junto a la ventana, sentado en el respaldo del sofá, comiendo cereales con leche. La leche se había enfriado y el cereal estaba casi molido. Las cucharadas eran cada vez más espaciadas, pero es que el suspenso era aterrador. Había dejado la tele prendida, e incluso me estaba perdiendo Robotech aunque ya ese capítulo lo había visto, pues lo daban todos los años, todos los veranos. Por lo general pasaba los veranos, las tardes de verano, en la piscina del Phoenix, un club deportivo que era como mi segundo hogar, pero ese verano no estaba siendo muy caluroso, o esa semana al menos. Había nubes en el cielo casi todo el tiempo y un viento que aminoraba el entusiasmo por saltar al agua. Además, mi mejor amigo estaba fuera de la ciudad, visitando parientes en Santiago, y el otro, enfermo. Además él, el enfermo, no era socio del Phoenix por lo que no podía acompañarme, y como ir solo no era una opción demasiado tentadora, menos en días poco agraciados, había optado por quedarme en casa y ver la tele. Pero volviendo a mis gatos...
El gato negro saltó raudo sobre el Treile que voló al instante. Perdió el equilibrio, pues no apuntó a la rama sino al pájaro, y pasó de largo, aunque antes se golpeó la cabeza y rasmilló el cuerpo con los tentáculos del árbol. Cayó de pie como siempre caen los gatos, pero de seguro avergonzado por no haber logrado su cometido, y más encima, con Garfield de testigo. Hay que pensar que Garfield es menor y probablemente en cierto modo lo admira. Acababa de ver a su mentor hacer el ridículo, fallar estrepitosamente en su intento de cazar, y ahora él, el gato negro, debía mirarlo a los ojos y buscar una excusa, o el respeto se iría a las pailas. Para peor, el treile sobrevoló el lugar y se lanzó en picada sobre el animal de pelaje oscuro, confiado en los rígidos y nada delicados espolones en sus alas. Se zambulló mientras trinaba en busca de apoyo y, en unos segundos, sus dos compañeros estaban ahí, persiguiendo al gato negro mientras Garfield seguía escondido entre los arbustos, bien calladito. El gato negro corrió a esconderse en el garage y no volvió en varios días. Los 3 pájaros aguardaron horas sobre el techo de la casa y el cerco, vigilando amenazantes. Garfield sólo se movió cuando fui por él al patio y lo entré para que cenara. No creo que nunca me haya querido más que ese dia, y no creo que hayan vuelto a intentar cazar juntos, al menos no Treiles ni otros pájaros de mayor envergadura que un gorrión o un cernícalo.
Osvaldo volvió una semana después, y para esos días Ivo ya estaba recuperado de su resfrío, gripe o lo que fuese que hubiera tenido. Quizás no haya sido nada, pero sus padres eran muy sobreprotectores. También regresó el gato alrededor de esos días, una tarde que estábamos aburridos, sentados junto a la calle, entre la solera y la acera, en el reglón de pasto que suele separar ambos. En muchos de ellos hay plantas florales o algún pequeño arbolito, pero ésta estaba desierta. Mi casa queda en toda la esquina. Bajando por la calle hay 5 casas y un sitio eriazo que está justo junto a la mía. Es un vecindario hermoso y muy tranquilo. Del otro lado de la calle hay 6 casas. La calle termina en una pequeña laguna, de unos pocos metros de diámetro, y luego empieza el bosque, y luego el cerro, pero nunca nos aventuramos por él porque el tránsito es muy espeso y pantanoso. Es muy difícil cruzar y por eso elegimos otras rutas. En la otra dirección hay varias casas más, y luego una calle, las araucarias
. Es muy corta, y entre las casas que hay en una y otra esquina hay un cerco que da a un parque enorme, pero antes de llegar a él, hay sólo selva salvaje, selva valdiviana, y también muchos arbustos espinosos que son muy feos y no aportan nada al mundo, ni siquiera del punto de vista estético, aunque pueden servir de protección para escondites o lugares secretos. Nadie se aventura a pasar cuando ve tantos espinos. Nosotros lo hemos hecho y vale la pena, hay árboles geniales a los que trepar y una estación de radio abandonada, muy antigua, completamente derruída, de la que cuelga una antena oxidada. Ésta está erigida en un puente que cruza el cielo desde el techo de la estación hasta un árbol, un par de metros sobre el nivel del suelo, sobre las matas y las enredaderas. Y los espinos. Pero el día del que hablo no exploramos nada de eso, no. El día del que hablo tiene que ver con ese gato negro y su regreso a mi vida.
Llegó montando el cerco, como siempre. Sigiloso, pasito a pasito, miraba