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Marimonda
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Libro electrónico177 páginas2 horas

Marimonda

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Una novela que es una ventana abierta sobre una selva distante donde ocurre la vida y contada con un lenguaje muy consciente de sí mismo y que explora sus límites.

En el centro de esta novela se encuentra el efecto que la colonización humana de la selva tiene sobre el espacio natural y muy especialmente sobre una manada de marimondas o monos araña. Todo contado, en cierto modo, desde la mirada de un mono que terminado viviendo a medio camino entre los simios y los humanos. No es tanto una fábula como una novela desde la naturaleza sobre las consecuencias de la expansión humana en el que ciudad, campo y selva se establecen en la novela como un ecosistema en base a la dupla de civilización y barbarie. La escritura podría recordar a autores como Graciliano Ramos, Juan José Saer o incluso un Horacio Quiroga. Acompañamos esta novela con un epílogo del escritor Juan Cárdenas. Mario Escobar Velásquez, un escritor muy injustamente olvidado.
IdiomaEspañol
EditorialMuñeca Infinita
Fecha de lanzamiento1 jul 2025
ISBN9788412977288
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    Marimonda - Mario Escobar Velásquez

    El Colombiano, 7 de enero de 1985

    MONAS PARA INVÁLIDOS

    Jerusalén (EFE). El Ministerio de Defensa de Israel está reclutando monas sudamericanas para que colaboren en una labor humanitaria.

    Dos de ellas, del tipo capuchino, han sido importadas por el departamento para la rehabilitación de lisiados del Ministerio y llegaron a Israel para someterse a un cursillo que las capacitará para asistir a inválidos de guerra en tareas simples, tales como abrir puertas y dar de comer.

    Carmela Burg, psicóloga de ese departamento, ha declarado que las monas requieren un mínimo de dos años de «socialización» en el hogar para cumplir sus funciones. En Estados Unidos, agrega la psicóloga, ya hay doce monas de este tipo, trabajando.

    Con el entrenamiento adecuado, las capuchinas pueden servir bebidas y emparedados, colocar una cinta en la grabadora, encender y apagar luces, radios y televisores, abrir y cerrar puertas y ventanas.

    Pero para ello, dice Carmela Burg, tiene que generarse un vínculo de amor entre la sirviente y el servido, que suele conseguirse estimulando su celo laboral con dulces.

    El inválido también puede castigar a su mona, con la que convivirá, con un «leve estímulo eléctrico», dice la psicóloga.

    El cedro güino era lo más alto que fuera dable hallar en la región. Su copa enorme, en la mata de monte que habían respetado a su alrededor, sobresalía treinta metros sobre las copas de los otros gigantes de más abajo. Y su tronco, en la base, superaba en dos metros el diámetro de los más gruesos.

    Era, casi que seguramente, también lo más viejo. Centenares de años atrás, tal vez unos 1200, un incendio sin igual había arrasado la selva en kilómetros a la redonda luego de una sequía muy prolongada, y el cedro güino fue lo único que escapó de las llamas, debido a que estaba un poco aislado del monte espeso y en un terreno ligeramente cenagoso. Con todo, las llamas lo lamieron y le quemaron una parte importante de su corteza, que tardó años en reponer. El fuego marca hondamente. La enorme cicatriz fue cubriéndose de a pocos de nuevas cáscaras, más claras. Todavía es distinto su color allí.

    No escapó solamente por estar un poco aislado. También, y en mayor parte, porque sus maderas son de una combustión difícil. No es un árbol del cual las gentes de ese lugar hagan leña, porque —aun seco completamente— no arde con facilidad. Lo hace con lentitud, a trechos. Por eso sus troncos permanecen acostados después de que los talan, y tardan tiempos mayores que la vida de un hombre en descomponerse.

    O, cuando los matan los incendios que les queman la corteza, siguen parados, secos como esqueletos que tuvieran muchos brazos y los alzaran todos al cielo, por tiempos y tiempos. Su silueta, contra los soles de amanecida o contra los amarillos de la última hora de la tarde, persiste en la memoria, inconfundible: como si rezaran después de muertos, tantos brazos alzados.

    Tanto tiempo que, en esa mata de monte en donde estaba el cedro, había tocones de los árboles que el incendio destruyó cuando él era joven. Uno de ellos casi duplicaba su envergadura. Ni siquiera viéndolo uno le creía a sus propios ojos, y entonces consultaba con sus piernas esa verdad. Las piernas caminaban dando vueltas y vueltas y terminaban aseverando. Los ancianos de la región, esos cuyos ojos, por viejos, debieron haberlo visto casi todo, esos de cuyo conocimiento, por enriquecido de haber vivido se esperaba que lo supieran todo, decían cuando contemplaban el enorme tocón:

    —Ese árbol debió vivir cuatro o cinco mil años, cuando el mundo era todavía muchacho. Su copa debió llegar hasta los caminos de las nubes, que por acá caminan alto. Es una tristeza que hubiera muerto. Nos hubiera gustado haberlo conocido. Y añadían, luego de encender un rollo de tabaco, de olor que raspaba las narices de los que no fumaban:

    —Cuando un árbol ha crecido tanto como este creció, nada de lo que camina sobre la tierra puede con él. Ni con nuestras hachas mejores hubiéramos podido derribarlo. Tampoco hubiéramos querido hacerlo —aclaraban—. Solamente el fuego lo hubiera podido, al quemarle la corteza. Pero tampoco cualquier fuego, sino uno enorme, de esos que acaban con bosques enteros.

    Meditaban un ratico, y agregaban:

    —El mismo infierno debió andar suelto por acá…

    Reflexionaban más, consultando con los conocimientos adquiridos en toda su vida. Los conocimientos conversaban, y juntos respondían:

    —También el rayo, claro está. Pero no un rayo cualquiera: uno enorme como él.

    Y seguían diciendo con su voz viejosa, esa voz que raspaba también como el humo del tabaco de tanto haber sido usada, así untada de tantas chupadas a tantísimos tabacos:

    —Pero ningún terremoto podría tumbarlo. Ni ninguna inundación. Un árbol que alcanzó la altura de este debió haber mandado sus raíces hasta los mismos infiernos, si es que los infiernos están allá abajo, como dicen. Esas raíces tienen que llegar hasta el mismo punto en donde Satanás tiene el taburete para descansar.

    Y se reían de sus dichos, a trechos, con una risa antigua como ellos. Una risa que no era como la risa de los chicos, que tintinea como monedas finas sobre una piedra, sino con una risa con pliegues de tanto estar guardada. Porque los viejos ríen poco.

    Después del incendio, el bosque volvió a crecer por entre los montones de ceniza, empecinado en permanecer. Creció de todas las semillas enterradas. Creció de las raíces sepultadas abajo de la tierra y contra las cuales las llamas no pudieron. Pero el cedro güino sobreviviente les llevaba muchos metros de estatura. Y cuando, pasados los siglos, con la lentitud de un día tras de otro día, el bosque se restauró a sí mismo y su verdor cubrió en otra vez toda la extensión y fue casi como si no hubiera habido incendio, nuestro árbol descollaba sobre el bosque como descuella en un pueblo la torre de la iglesia sobre los techos de las casas.

    Y cuando sobre la región cayó algo peor que todos los incendios, el hombre, dotado con el interminable ciclón de las hachas, las gentes tenían al cedro güino como punto de referencia. Decían: «Es ahí cerca», o «Algo más lejos», o «Antes que el árbol ese que es el abuelo de todos los demás».

    Porque sobresalía.

    Las gentes venían a establecerse, y desde las primeras horas de la mañana hasta las últimas de la tarde las hachas cantaban su canto de muerte contra los troncos, y por todas partes se sucedía a cada nada el estruendo de un gigante que se separaba de sus raíces y caía como un cañonazo y hacía que todo su alrededor temblara. A kilómetros se notaba subiendo por la planta de los pies el estremecimiento, como un pequeño temblor de tierra.

    Y con el desastre para el bosque vino el desastre para los animales que lo habitaban. Tenían que abandonar los lugares en los cuales nacieron y marchar sin saber a dónde, ni hasta cuándo, ni por qué. Del estruendo huía hasta el jaguar vestido de ojos negros, hasta el colibrí que es una joya que vuela. Despaciosamente huía la serpiente, huía la gran araña de los montes, como una mano velluda caminando sobre sus dedos largos, huían la guagua y el venado.

    A veces se escuchaba un grito de terror, naciendo hondo de una garganta, y era que alguna serpiente mapaná, una de las más venenosas, había sido alcanzada en su huida despaciosa y se había enfrentado a quienes acababan con su casa, que es el monte, y había clavado sus colmillos —largos, agudos, curvados— en alguna pierna o en una mano, sabedora tal vez de que la muerte suya llegaría primero que la de ese a quien había clavado sus estiletes, sabedora bien. Era siempre una mapaná enorme, vieja y requemada por los aires de la edad, que no tenía ya muchas ganas de ir a parte ninguna, sino las ganas de permanecer en donde siempre. Por eso la alcanzaban.

    Y era seguro que a la noche siguiente habría, en alguno de los bohíos sin paredes que los recién llegados se habían construido, un coro de lamentos. Habría un apagado murmullo de conversaciones, y habría cuatro velones lánguidos que cabeceaban amarillos con sus incendios mínimos. Porque la picadura de una mapaná gigante no tiene escapatoria. Bien que lo sabía quien recibía como un relámpago las dos puñaladas mellizas: se santiguaba piadosamente y se apresuraba a instruir a alguno sobre todos los pormenores de sus asuntos, ordenándolos de afán antes de que la lengua se le fuera sintiendo enorme dentro de la boca, con una pereza definitiva de modular palabras.

    Porque las regiones de colonización están siempre mucho más que lejos de donde acostumbran estar los médicos.

    Y es aquí en donde empieza verdaderamente la historia que quiero contar:

    La colonización de una región no obedece a ningún plan determinado. Es, con mucho, una colosal improvisación. Alguien viene (con otros alguienes numerosos) de una tierra muy poblada en donde no encuentra un modo de subsistencia que le sea fácil. Por bagaje trae apenas de valor los brazos y uno que otro instrumento de labranza, de ordinario un machete y un hacha. Pero por sobre eso que es accesorio trae la voluntad de hacerse a una tierra que pueda llamar propia, de la cual pueda extraer su subsistencia sin depender sino de sí mismo.

    Si uno se para en la esquina principal de una de esas poblaciones que están fronterizas entre la civilización y las tierras de apertura, puede verlos: marchan como si empujaran con el pecho la pelota del mundo. Hay en ellos algo de montaraz y de arisco, y puede palpárseles una voluntad casi monstruosa. Se sabe que se llevarán por delante lo que se les oponga.

    Y es lo que hace cada uno: llevarse por delante las cosas. Dan contra la selva, y la acaban. Pero sin orden: lo que les interesa de inmediato es asegurar la pitanza, consistente en maíz, en arroz, en ñame, en casi nada más. Cada uno escoge el terreno más adecuado, algunas pocas hectáreas en las cuales sea más favorable la tala. Después empieza en otro sitio: a él le interesa cultivar la tierra, no llenarla de pasto para el cual no tiene animales, aunque sí se cuida de regar las semillas de los pastos.

    Detrás de los colonizadores vienen los ganaderos: compran una parcela acá, ya sin monte, y otra allá, y las unen tumbando más. Sobre el perímetro extienden hilos de alambre con púas, y se traen de lejos el ganado.

    Las zonas de colonización empiezan siendo agrícolas y terminan siendo ganaderas. Y el colono que vendió se interna más: empieza en otra vez la bragada brega contra la selva, mejor pertrechado ahora. Se diría que lo que le gusta es eso: bregar duro.

    Rodeando al enorme cedro güino había quedado una espesa mata de monte virgen de no más de veintidós hectáreas. Había sido algo casual. A su alrededor se extendían interminables los potreros, y la selva más vecina estaba a unos seiscientos metros: una larga península que empataba, kilómetros adelante, con la selva cerrada. Veintidós hectáreas es una extensión considerable si se la compara con el tamaño de una plaza, porque hacen unas treinta y cuatro de estas. Y por ello había logrado conservar una población animal más o menos nutrida.

    Estaba la manada de marimondas, muy reducida. Cuando el dueño de los terrenos había unido dos espacios de pasto con un callejón de la anchura suficiente, había aislado a la manada, que se componía ahora de apenas ocho miembros: un macho adulto, dos machos jóvenes, tres crías y dos hembras. Habían quedado cercados en la isla de monte muchos más que esos: una manada de diecisiete. Pero los recursos de esa extensión de terreno no daban para alimentarlos a todos, y la manada se derretía en muertes de los menos capaces para soportar privaciones. A la postre el número de integrantes se afianzó. Cuando alguno de ellos estaba próximo a morir, lo cual es casi siempre sabido de los demás si ocurre por enfermedad o vejez, alguna de las hembras iniciaba en sus entrañas el proceso que conducía a la gestación, y se empreñaba: la hondura del vientre derrotaba a la muerte y recomponía el número.

    Cuando el macho viejo que ahora comandaba a las marimondas heredó la manada, estaba en el punto más alto de su vigor. Ahora había declinado en muchos aspectos, su aspecto físico no lo denotara. Por ejemplo, había cedido el disfrute de las hembras, para la perpetuación de la especie, al macho más joven, que era su hijo, aunque es bueno aclarar que este sentimiento de padre-hijo no existía entre ellos: lo desconocían en absoluto. Existía el vínculo de madre-hijo, muy poderoso, apenas.

    Las funciones de la paternidad le correspondían al jefe en exclusividad, como un gaje, puesto que era el encargado de velar por la seguridad común, por su persistencia y su alimentación. Empero, ahora que los años eran un montón, su interés por las hembras había decaído y el paterfamilias era ahora el joven, aunque carecía del mando, y por eso mismo en cada escasa ocasión en que ejercía esa prerrogativa tenía que cumplir con un ritual algo complicado en el

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