El Corazón De Clonidie
Por Enrique Bogarín
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El Corazón De Clonidie - Enrique Bogarín
Capítulo 1: Una Nueva Vida:
Débiles haces dorados, cargados de motas de polvo danzarinas, se filtraban a través del raído lino de
las cortinas, apenas arañando la penumbra de la pequeña habitación que compartían los tres
hermanos. David, con sus recién estrenados diecisiete años, despertó primero, un hábito grabado a
fuego en su rutina. A su lado, Ana, de quince, dormía con el rostro aniñado, aferrada con un abrazo
protector a su hermanito Beto, cuyo menudo cuerpo de diez años emitía un suave ronquido,
mientras su pequeño brazo rodeaba con cariño a su deshilachado conejo de trapo, de una oreja lacia
y el pelaje descolorido por incontables abrazos. La estancia, como cada mañana, exhalaba un aroma
dulce y embriagador a nardos y jazmines recién cortados; una delicadeza que su abuelo Gonzalo se
encargaba de renovar diariamente.
Compartían el lecho, una cama de dimensiones generosas que antaño había ostentado sábanas de
seda de un blanco inmaculado y gruesas mantas de lana merina, ahora recuerdos palpables de un
lujo casi olvidado, relegadas a la función primordial de protegerlos del frío penetrante de las noches
serranas. La cabaña de madera tosca que habitaban junto a su abuelo se erguía solitaria en un recodo
del camino, en un pueblo cuyo nombre apenas trascendía los límites del valle, abrazado por un
bosque de pinos y castaños centenarios y salpicado por la geometría verde y marrón de campos de
cultivo y arboledas frutales. Desde que el destino les arrebatara a sus padres en un instante cruel,
hacía ya un año, la vida se había desdibujado en tonos grises y la calidez del hogar se había tornado
una brasa tenue.
Los hermanos, que hasta entonces habían disfrutado de una existencia más cómoda en un pueblo
cercano, de calles asfaltadas y luces brillantes, se habían visto arrojados a la orfandad por la
fatalidad de aquel accidente automovilístico. La culpa se había diluido en la explicación impersonal
de la lluvia torrencial que azotaba la carretera y las pésimas condiciones para conducir, pero para
ellos, la ausencia era un vacío punzante. Menos mal que en medio del desconsuelo, una figura firme
y amorosa se había erigido como su último asidero. El abuelo Gonzalo, un hombre de rostro curtido
por el sol y manos callosas pero de mirada sorprendentemente dulce, se había convertido en su
único refugio. Con dedicación silenciosa, preparaba sus sencillas comidas, disponía con esmero los
lápices y cuadernos para el estudio, y colmaba a los hermanos con un amor tácito pero
profundamente sentido. Pero ahora, incluso ese santuario familiar amenazaba con desmoronarse.
Un lunes de cielo plomizo, mientras los hermanos intentaban concentrarse en las lecciones en las
aulas frías del colegio, la llegada inesperada de la Guardia Civil trajo consigo una noticia que les
heló la sangre en las venas: su abuelo había fallecido súbitamente, víctima de un infarto traicionero
mientras trabajaba la tierra en su amado huerto. David, Ana y Beto regresaron a casa en un silencio
sepulcral, el corazón atenazado por un dolor sordo y la mente asaltada por una miríada de preguntas
sin eco. ¿Qué sería de ellos ahora, desamparados una vez más? ¿Hacia dónde los llevaría el incierto
futuro?
La respuesta, fría e inesperada, llegó personificada en su tío Emilio: el hombre más acaudalado de
la comarca. Su fortuna, amasada de forma casi mágica con la agricultura, parecía florecer allí donde
sus manos sembraban, desafiando las leyes naturales. Era un hombre de complexión alta y enjuta,
con una espalda ligeramente encorvada y una mirada gélida que parecía capaz de atravesar
cualquier máscara. Vivía en una imponente casa de piedra a apenas cien metros de la humilde finca
del abuelo, pero entre ambos padre e hijo, antaño unidos por la sangre, se había levantado un muro
de silencio y rencor que se extendía por años, sin intercambiar más que miradas fugaces y cargadas
de hostilidad. La custodia de los niños recayó en él por designios legales, y aunque al principio
pareció aceptar la responsabilidad con una indiferencia apenas velada, pronto dejó entrever que su
presencia en sus vidas no sería un consuelo, sino una pesada carga.
El tío les prohibió tajantemente regresar a su antigua casa, el hogar donde aún resonaban las risas y
los consejos del abuelo Gonzalo. En su lugar, los obligó a mudarse a su propia vivienda,
confinándolos a una sección lateral de la construcción, una zona sombría y descuidada que olía
acremente a humedad estancada y al polvo denso de la desidia. Los niños dormían hacinados en una
cama vetusta, con el colchón deforme y las sábanas ásperas y descoloridas, y sus días se
transformaron en una monótona sucesión de tareas domésticas y el cuidado de los animales de la
granja. El tío, con palabras afiladas como cuchillos y miradas cargadas de desprecio, los humillaba
constantemente, obligándolos a limpiar el estiércol de las bestias bajo su burla cruel mientras
señalaba su ropa raída y llena de remiendos. David intentaba erigirse como un escudo protector para
Ana y Beto, pero sentía cómo la esperanza se desvanecía con cada amanecer.
Pero algo extraño sucedía, un misterio sordo que los hermanos no podían ignorar por más que
intentaran convencerse de lo contrario. Todas las madrugadas, justo cuando el último eco de los
grillos se extinguía y el pueblo se sumía en un silencio profundo y casi espectral, se escuchaban
golpes débiles pero persistentes provenientes de su abandonada casa. Sonidos sordos y repetitivos,
como si una presencia invisible estuviera buscando afanosamente algo oculto entre los muros y los
suelos. David había sido el primero en percatarse de aquella inquietante cadencia, pero pronto Ana,
con el oído atento de quien comparte secretos en la oscuridad, y Beto, despertándose sobresaltado
en medio de la noche, también comenzaron a preguntarse qué podría estar sucediendo en la que
había sido su morada feliz.
Una noche tibia, durante la bulliciosa fiesta patronal que animaba el pueblo con música de acordeón
y carcajadas embriagadas, el tío Emilio se ausentó de la casa para unirse a la celebración. El eco
lejano de la algarabía llegaba amortiguado hasta sus oídos, pero los niños no encontraban en su
interior ni una chispa de ánimo para festejar. En cambio, una idea audaz comenzó a germinar en sus
mentes, una oportunidad para desvelar el misterio de los golpes. Con el corazón latiéndoles con
fuerza desigual en el pecho, se deslizaron en silencio fuera de la casa del tío, caminando con cautela
por el sendero polvoriento que serpenteaba entre las dos propiedades, iluminados únicamente por la
pálida luz de la luna llena que derramaba un brillo plateado sobre el paisaje dormido.
Al cruzar el umbral de su antigua casa, un panorama de desolación los recibió como una bofetada
fría. El interior estaba devastado, como si un huracán lo hubiera azotado con furia. Las paredes
mostraban boquetes oscuros y irregulares, los muebles yacían volcados y astillados, y los armarios,
con sus puertas desvencijadas abiertas de par en par, revelaban sus entrañas vacías y polvorientas.
Ana se aferró con fuerza al brazo de David, sus nudillos blancos por la tensión, mientras Beto se
escondía temeroso detrás de ellos, sus pequeños ojos oscuros brillando con el reflejo espectral de la
luna. David avanzó con cautela, sus pies levantando una fina capa de polvo al pisar fragmentos de
lo que una vez había sido su hogar, trozos rotos de fotografías y objetos familiares.
—Parece… parece como si buscara algo desesperadamente —murmuró David, examinando los
bordes irregulares de un agujero en la pared, como si alguien hubiera estado escarbando con saña.
Ana apretó aún más su agarre. —¿Qué podría querer tanto el tío como para destrozar así nuestra
casa?
—Algo del abuelo —respondió David, su frente marcada por un profundo ceño de preocupación—.
Algo importante que no encontró cuando… cuando él…
Beto se
