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El Corazón De Clonidie
El Corazón De Clonidie
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Libro electrónico119 páginas1 hora

El Corazón De Clonidie

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Tres hermanos huérfanos, un secreto familiar  y una, aventura un mundo mágico, antes lleno de criaturas fantásticas que se han transformado en  criaturas oscuras por la avaricia, tres hermanos que juntos hacen un viaje a Clonidie, ese mundo fantástico, que cambiaran sus vidas y las de las criaturas de Clonidie.
IdiomaEspañol
EditorialClube de Autores
Fecha de lanzamiento26 abr 2025
El Corazón De Clonidie

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    El Corazón De Clonidie - Enrique Bogarín

    Capítulo 1: Una Nueva Vida:  

    Débiles haces dorados, cargados de motas de polvo danzarinas, se filtraban a través del raído lino de  

    las cortinas, apenas arañando la penumbra de la pequeña habitación que compartían los tres  

    hermanos. David, con sus recién estrenados diecisiete años, despertó primero, un hábito grabado a  

    fuego en su rutina. A su lado, Ana, de quince, dormía con el rostro aniñado, aferrada con un abrazo  

    protector a su hermanito Beto, cuyo menudo cuerpo de diez años emitía un suave ronquido,  

    mientras su pequeño brazo rodeaba con cariño a su deshilachado conejo de trapo, de una oreja lacia  

    y el pelaje descolorido por incontables abrazos. La estancia, como cada mañana, exhalaba un aroma  

    dulce y embriagador a nardos y jazmines recién cortados; una delicadeza que su abuelo Gonzalo se  

    encargaba de renovar diariamente.  

    Compartían el lecho, una cama de dimensiones generosas que antaño había ostentado sábanas de  

    seda de un blanco inmaculado y gruesas mantas de lana merina, ahora recuerdos palpables de un  

    lujo casi olvidado, relegadas a la función primordial de protegerlos del frío penetrante de las noches  

    serranas. La cabaña de madera tosca que habitaban junto a su abuelo se erguía solitaria en un recodo  

    del camino, en un pueblo cuyo nombre apenas trascendía los límites del valle, abrazado por un  

    bosque de pinos y castaños centenarios y salpicado por la geometría verde y marrón de campos de  

    cultivo y arboledas frutales. Desde que el destino les arrebatara a sus padres en un instante cruel,  

    hacía ya un año, la vida se había desdibujado en tonos grises y la calidez del hogar se había tornado  

    una brasa tenue.  

    Los hermanos, que hasta entonces habían disfrutado de una existencia más cómoda en un pueblo  

    cercano, de calles asfaltadas y luces brillantes, se habían visto arrojados a la orfandad por la  

    fatalidad de aquel accidente automovilístico. La culpa se había diluido en la explicación impersonal  

    de la lluvia torrencial que azotaba la carretera y las pésimas condiciones para conducir, pero para  

    ellos, la ausencia era un vacío punzante. Menos mal que en medio del desconsuelo, una figura firme  

    y amorosa se había erigido como su último asidero. El abuelo Gonzalo, un hombre de rostro curtido  

    por el sol y manos callosas pero de mirada sorprendentemente dulce, se había convertido en su  

    único refugio. Con dedicación silenciosa, preparaba sus sencillas comidas, disponía con esmero los  

    lápices y cuadernos para el estudio, y colmaba a los hermanos con un amor tácito pero  

    profundamente sentido. Pero ahora, incluso ese santuario familiar amenazaba con desmoronarse.  

    Un lunes de cielo plomizo, mientras los hermanos intentaban concentrarse en las lecciones en las  

    aulas frías del colegio, la llegada inesperada de la Guardia Civil trajo consigo una noticia que les  

    heló la sangre en las venas: su abuelo había fallecido súbitamente, víctima de un infarto traicionero  

    mientras trabajaba la tierra en su amado huerto. David, Ana y Beto regresaron a casa en un silencio  

    sepulcral, el corazón atenazado por un dolor sordo y la mente asaltada por una miríada de preguntas  

    sin eco. ¿Qué sería de ellos ahora, desamparados una vez más? ¿Hacia dónde los llevaría el incierto  

    futuro?  

    La respuesta, fría e inesperada, llegó personificada en su tío Emilio: el hombre más acaudalado de  

    la comarca. Su fortuna, amasada de forma casi mágica con la agricultura, parecía florecer allí donde  

    sus manos sembraban, desafiando las leyes naturales. Era un hombre de complexión alta y enjuta,  

    con una espalda ligeramente encorvada y una mirada gélida que parecía capaz de atravesar  

    cualquier máscara. Vivía en una imponente casa de piedra a apenas cien metros de la humilde finca  

    del abuelo, pero entre ambos padre e hijo, antaño unidos por la sangre, se había levantado un muro  

    de silencio y rencor que se extendía por años, sin intercambiar más que miradas fugaces y cargadas  

    de hostilidad. La custodia de los niños recayó en él por designios legales, y aunque al principio  

    pareció aceptar la responsabilidad con una indiferencia apenas velada, pronto dejó entrever que su  

    presencia en sus vidas no sería un consuelo, sino una pesada carga.  

    El tío les prohibió tajantemente regresar a su antigua casa, el hogar donde aún resonaban las risas y  

    los consejos del abuelo Gonzalo. En su lugar, los obligó a mudarse a su propia vivienda,  

    confinándolos a una sección lateral de la construcción, una zona sombría y descuidada que olía  

    acremente a humedad estancada y al polvo denso de la desidia. Los niños dormían hacinados en una  

    cama vetusta, con el colchón deforme y las sábanas ásperas y descoloridas, y sus días se  

    transformaron en una monótona sucesión de tareas domésticas y el cuidado de los animales de la  

    granja. El tío, con palabras afiladas como cuchillos y miradas cargadas de desprecio, los humillaba  

    constantemente, obligándolos a limpiar el estiércol de las bestias bajo su burla cruel mientras  

    señalaba su ropa raída y llena de remiendos. David intentaba erigirse como un escudo protector para  

    Ana y Beto, pero sentía cómo la esperanza se desvanecía con cada amanecer.  

    Pero algo extraño sucedía, un misterio sordo que los hermanos no podían ignorar por más que  

    intentaran convencerse de lo contrario. Todas las madrugadas, justo cuando el último eco de los  

    grillos se extinguía y el pueblo se sumía en un silencio profundo y casi espectral, se escuchaban  

    golpes débiles pero persistentes provenientes de su abandonada casa. Sonidos sordos y repetitivos,  

    como si una presencia invisible estuviera buscando afanosamente algo oculto entre los muros y los  

    suelos. David había sido el primero en percatarse de aquella inquietante cadencia, pero pronto Ana,  

    con el oído atento de quien comparte secretos en la oscuridad, y Beto, despertándose sobresaltado  

    en medio de la noche, también comenzaron a preguntarse qué podría estar sucediendo en la que  

    había sido su morada feliz.  

    Una noche tibia, durante la bulliciosa fiesta patronal que animaba el pueblo con música de acordeón  

    y carcajadas embriagadas, el tío Emilio se ausentó de la casa para unirse a la celebración. El eco  

    lejano de la algarabía llegaba amortiguado hasta sus oídos, pero los niños no encontraban en su  

    interior ni una chispa de ánimo para festejar. En cambio, una idea audaz comenzó a germinar en sus  

    mentes, una oportunidad para desvelar el misterio de los golpes. Con el corazón latiéndoles con  

    fuerza desigual en el pecho, se deslizaron en silencio fuera de la casa del tío, caminando con cautela  

    por el sendero polvoriento que serpenteaba entre las dos propiedades, iluminados únicamente por la  

    pálida luz de la luna llena que derramaba un brillo plateado sobre el paisaje dormido.  

    Al cruzar el umbral de su antigua casa, un panorama de desolación los recibió como una bofetada  

    fría. El interior estaba devastado, como si un huracán lo hubiera azotado con furia. Las paredes  

    mostraban boquetes oscuros y irregulares, los muebles yacían volcados y astillados, y los armarios,  

    con sus puertas desvencijadas abiertas de par en par, revelaban sus entrañas vacías y polvorientas.  

    Ana se aferró con fuerza al brazo de David, sus nudillos blancos por la tensión, mientras Beto se  

    escondía temeroso detrás de ellos, sus pequeños ojos oscuros brillando con el reflejo espectral de la  

    luna. David avanzó con cautela, sus pies levantando una fina capa de polvo al pisar fragmentos de  

    lo que una vez había sido su hogar, trozos rotos de fotografías y objetos familiares.  

    —Parece… parece como si buscara algo desesperadamente —murmuró David, examinando los  

    bordes irregulares de un agujero en la pared, como si alguien hubiera estado escarbando con saña.  

    Ana apretó aún más su agarre. —¿Qué podría querer tanto el tío como para destrozar así nuestra  

    casa?  

    —Algo del abuelo —respondió David, su frente marcada por un profundo ceño de preocupación—.  

    Algo importante que no encontró cuando… cuando él…  

    Beto se

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