Rompiendo moldes: La historia de una mujer en continua evolución
Por Sacramento Amate
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Para mí la vida es un continuo caer y levantarse, lamerse las heridas, sacudirse el polvo y seguir caminando hacia adelante, porque eso es lo que hará que, antes o después, encuentres el camino que te conducirá a ti.
En este libro está mi historia. Si en estas páginas encuentras inspiración, apoyo o consuelo, habré hecho la labor que más deseo.
Sacramento Amate
Sacramento Amate Martínez nace en Bailén, Jaén, allá por la prehistoria. Aunque se considera ciudadana del mundo, desde muy pequeña su corazón está en Málaga, lugar al que finalmente ha podido llamar hogar. Fue profesora de inglés en España y de español en Inglaterra y se prejubiló a los cincuenta, momento en el cual comenzó su renacimiento. Desde entonces ya no hilvana, sino que cose su auténtica pasión: pintar sus días con ropa. @mispapelicoswww.mispapelicos.com
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Rompiendo moldes - Sacramento Amate
Capítulo 1
UN COMIENZO PECULIAR
Se rasgan los celajes del cielo
para verme despertar de mi
letargo y mi nacer de nuevo.
El alboroto y los cuchicheos de enfermeras y comadronas que revoloteaban como pájaros emprendiendo el vuelo de un nuevo día se rompió con la voz apremiante de mi madre. Embarazada de nueve meses y a punto de dar a luz, sintió un retortijón, que no dolor, y llamó pidiendo una cuña con urgencia.
Al sentir el tacto seguro de la cuña en su piel apretó con fuerzas y con ese apretón llegué yo al mundo. No hizo falta darme un azote en las nalgas, ya lloraba yo a todo pulmón. ¡Como para no llorar, tras las turbulencias del viaje y el aterrizaje forzoso!
Ya nací rompiendo normas y reglas, porque ¿conocéis a alguien más que haya llegado al mundo de tal forma?
Flotando en un caldo calentito, recién cocinada, salté de las entrañas de mi madre a una cuña fría. Y de esa cuña a los brazos de una familia que no me buscaba ni me esperaba.
Todo empezó cuando mi madre estaba tomando el fresco una sofocante noche de verano. Sentada en su sillón de mimbre en la puerta de la casa, abanicándose de cuando en cuando mientras veía pasar a la gente y jugar a los chiquillos, el botijo de barro blanco siempre a un lado del pasillo, distinguió a lo lejos la figura de don Manuel, el médico del pueblo. Se saludaron como mandaban las buenas costumbres y él le preguntó a mi madre por su salud. Ella le respondió que se encontraba bien y lo invitó a sentarse. El médico rechazó la invitación educadamente, aunque sí aceptó un poco de agua fresca del botijo que mi madre le acercó.
Mientras bebía se quedó observándola pensativo. Ella encontró en su mirada la oportunidad que andaba buscando para confesarle que estaba preocupada por su creciente aumento de peso y le dijo con voz queda: «¿No ve qué gorda me he puesto, don Manuel? Y cada vez más desde que se me ha retirado eso». Se refería, claro está, a la innombrable menstruación. El galeno se alisó la barba y no hizo ninguna consideración, solo le aconsejó que se pasara por su consulta al día siguiente para mayor tranquilidad.
Antes de la amanecida ya estaba mi madre levantada y lavada; los labios pintados de rojo carmín y toda ella bañada en colonia de limón, esperando que el médico abriera la consulta. No podía evitar que por su cabeza pasasen visiones de posibles y terribles enfermedades causantes de su gordura creciente. Lo que nunca se le hubiera ocurrido sospechar es que estaba embarazada de más de seis meses. Y de ese embarazo nací yo.
Mi madre tomando el fresco en la puerta.
Foto de mi familia sin mí.
A su edad, casi en la menopausia, con tres hijos criados y seis abortos a sus espaldas, la idea de una nueva criatura no entraba en sus planes, aunque lo cierto es que en aquellos tiempos nadie hacía demasiados planes. Se tenían los hijos que Dios mandaba, decía la religión.
Como digo, ella ya tenía tres. El mayor, Antonio, nació cuando mi madre tenía diecinueve años. Guapo, coqueto, lector insaciable de novelas de suspense, sensible y autodidacta en las artes pictóricas que plasmaba observando la naturaleza: plantas, flores, jardines, que además le gustaba cuidar y mimar, así como jarrones de porcelana.
Con papel y lápiz en mano dibujaba lo que veía, imaginaba o quería ver, y guardaba sus bocetos con gran celo en una carpeta de cartón marrón atada con gomillas, que un día me permitiría ver, orgulloso de su obra. Del dibujo saltó a la pintura al óleo y soñaba con exponer algún día su trabajo. Día que desgraciadamente nunca llegó. Atesoro algunos de sus cuadros, un abanico y un espejo pintados por él.
Antonio fue el más afín a mí de todos los hermanos. Siempre estaba dispuesto a escucharme o a darme un consejo. Con una mirada sabía si no me encontraba bien. Me llamaba aparte y me preguntaba si algo me turbaba. Yo confiaba plenamente en él y le abría mi alma.
Además de su empatía, era detallista y noble hasta que se casó. Su mujer, Águeda, algo mayor que él, lo cambió, como se da la vuelta a un calcetín, y lo fue alejando de nosotros hasta que pronto se convirtió en un barco difuminado en el horizonte de nuestras vidas, sobre todo de la mía, que era quien más lo necesitaba. Y así llegó el día en que ya no reconocía en él a ese hermano querido que tantas manos me había tendido y tantos peldaños me había ayudado a subir.
El segundo hijo fue Juan, amante de la buena mesa, el buen vino y las mujeres guapas. Era, sin lugar a duda, el favorito indiscutible de mi madre. Todos notábamos que al mirarlo encontraba en él el reflejo de su amado padre, mi abuelo Antonio. Nada que hiciera Juan le causaba enfado o la contrariaba. De mi hermano Juan tengo pocos recuerdos de infancia. Fue el primero en casarse y dejar la casa.
La tercera fue una niña y la llamaron Francisca, aunque todos la conocían por Paquita. Todos menos yo, porque para mí era mi Tata. Era unos años más joven que mis hermanos y la única mujer hasta que llegué yo. Tata nació de nalgas y mi madre la parió con ayuda de la comadrona, en un parto largo y difícil que la llevó casi al borde de la muerte. Mi madre la parió tras mucho insistir, según ella por pura cabezonería cerril. Cuando, más tarde, llegó el médico, este no daba crédito, y le hizo saber que había sido un parto casi imposible. «Esto no hay quien lo para», dijo textualmente, palabras que mi madre repetía orgullosa a la menor ocasión.
Recuerdo a mi hermana como la sombra de mi madre, siempre atenta, siempre intentando complacerla y complacer. Tanto es así que yo sentía que mi madre la quería más a ella que a mí. Las dos tratábamos de conseguir su cariño a toda costa.
Con el tiempo, hablando con mi hermana, me confesó que ella sentía que era a mí a quien más quería. Ninguna celosa de la otra, más bien hambrientas de amor.
Lo cierto es que mi madre pasó la mayor parte de su vida fértil embarazada, ya que entre el nacimiento de mi hermana y el mío tuvo seis abortos. El último fue un auténtico parto de seis meses, que vivió en su cama, totalmente a solas. Por su propio aliento a podredumbre y muerte sabía que la criatura que llevaba en su vientre estaba muerta desde el cuarto mes. Esperó paciente a que la naturaleza siguiera su curso y, al fin nació a trozos deslavazados, lo echó todo por el retrete. Unos cubos de agua fueron su sepultura. Tras este penoso aborto le hicieron un legrado uterino y en su matriz limpia y desbrozada eché raíces yo.
Cuando mis hermanos mayores, Antonio y Juan, descubrieron la preñez de mi madre, se avergonzaron porque no sabían qué decirles a sus amigos. Supongo que ese embarazo era la prueba de que sus padres aún practicaban sexo, cosa que los niños no se atrevían a preguntar y los padres menos a explicar. Así que mi madre prefirió pasar la última etapa del embarazo en casa de su hermana Antonia. Antonia era comadrona y vivía en la capital, Jaén, cerca del hospital. Puesto que mi madre era una gestante añosa, parecía la mejor opción para hacer frente a cualquier incidencia que pudiera surgir a última hora.
Mi tía Antonia fue la primera mujer de toda la familia en estudiar y, con ello, en ser independiente, independencia que perdió al casarse con Manolo, un señorito de su tiempo. La familia sabía, o sospechaba, que el señorito se casó con ella porque había perdido una pierna en un accidente con una máquina de segar y ya no era buen partido para las ricas casaderas de Madrid. Así es que Antonia pasó de ser una comadrona liberal a ser, empequeñecida y apagada, una más de las sirvientas de la hacienda de su marido. Siempre me decía: «No dejes tu trabajo ni pierdas nunca tu independencia por nada ni por nadie».
Yo de bebé.
Así que mi madre se instaló en casa de su hermana. Al hablar de mi madre se me velan los ojos y lágrimas invisibles nublan mi alma. De tanto como la quería, de tanto como la quiero. De cómo me hubiera gustado fundirme en su pecho, deshacerme entre sus brazos mientras me acariciaba y besaba; mientras me susurraba al oído cuánto me quería, cuán grande era mi valía, lo preciosa que era y lo bien que lo hacía todo...; algo que nunca sucedió fuera de mi mente y de mis deseos más profundos.
Cuando yo nací, mi hermana se quedó a cargo de la casa. La pobre Tata cuenta cómo se quemaba los dedos en el aceite hirviendo cuando preparaba la comida para todos. También organizaba los almuerzos para que mis hermanos se los llevaran al trabajo cuando transportaban carbón a la sierra.
En una fiambrera de aluminio ponía chorizos, morcillas, jamón de la matanza, carne con tomate o el guiso que les apeteciera. Cerraba bien la tapadera y la colocaba dentro de una cestilla de mimbre junto con una servilleta de tela, pan y fruta del tiempo.
Su gran refugio fue y sigue siendo la iglesia. Cuando surgía un problema en casa allí encontraba cobijo, consuelo y paz.
Se levantaba con la luz del día. Se acostaba rezando y rezando se levantaba para ir a misa de seis. Después de misa se iba directamente al mercado de abastos para conseguir lo mejor y más fresco para comer ese día.
Viéndola rezar desde mi cama me sentía culpable por no ser tan buena como ella; entonces me prometía a mí misma que la acompañaría a la mañana siguiente a misa de seis, pero en cuanto me despertaba se me olvidaba la promesa. Me daba media vuelta en la cama y seguía durmiendo, aceptando así mi naturaleza poco santa.
Tal era su devoción y bondad que hubo un tiempo en el que todos en casa dábamos por hecho que se haría monja, pero por entonces conoció a Bernardino, un muchacho tan piadoso como ella que «se le acercaba» queriendo algo más. No sé cuánto tiempo tardaron en hacerse novios, pero cada tarde iban juntos a visitar al Santísimo, después daban un paseo y él la acompañaba a casa.
Cuando estuvieron seguros se organizó que Bernardino viniera a pedirle su mano en matrimonio a mi padre. Yo no sabía qué pasaba aquel día en la casa, ella lloraba por los rincones dudosa de si tomaba el camino correcto. Sin poder soportar la espera ni estar presente en «la pedida», se refugió en la oración y en la iglesia con
